27

Puller jugueteó con las llaves del coche que llevaba en el bolsillo, se apoyó contra su Malibu y se puso a esperarlos.

Dickie y su amigo se detuvieron en la acera, a unos metros de él.

—¿En qué puedo ayudaros? —ofreció Puller.

—No fue un Big Chicken Dinner, ni tampoco un Despido Deshonroso —dijo Dickie.

—Me alegro de saberlo. Pero si estás mintiendo, puedo averiguarlo en cinco minutos. Solo necesito pulsar unas cuantas teclas para que me contesten los del Centro de Registro de Datos del Ejército. Bueno, ¿y qué fue?

—Una diferencia de opiniones.

—¿Por qué?

Dickie miró a su amigo, que tenía la vista clavada en Puller.

—Es personal. Y no fue nada malo.

—Y no es de su incumbencia —añadió el amigo.

—Bien. Entonces, ¿en qué puedo ayudaros? —repitió Puller.

—Tengo entendido que han matado a Eric Treadwell.

—¿Lo conocías?

—Sí.

Puller observó el brazo tatuado. Lo señaló y dijo:

—¿Dónde te has hecho ese tatuaje?

—En un local del pueblo.

—Treadwell tenía uno igual.

—No era igual. Era un poco diferente. Pero yo lo usé de modelo para hacerme el mío.

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

—Eso no es una respuesta.

El amigo dio un paso al frente. Era un par de centímetros más alto que Puller y pesaría unos veinticinco kilos más que él. Parecía un defensa de fútbol americano de la antigua División I; no lo bastante bueno para el equipo profesional, pero sí lo bastante decente para cursar cuatro años de universidad con una beca completa.

—Es la respuesta que le ha dado él.

Puller posó la mirada en el grandullón.

—¿Y tú eres…?

—Frank.

—Muy bien, Frank. Creía que esta conversación era entre Dickie y yo.

—Pues a lo mejor le conviene replantearse las cosas.

—No veo razón para ello.

Puller vio que Frank sacaba las manos de los bolsillos y las cerraba en dos puños. Y también vio lo que tenía en la mano, aunque él intentaba esconderlo.

—Aquí mismo tengo dos buenas razones —dijo Frank levantando los puños cerrados.

—En absoluto, Frank, la verdad es que no —replicó Puller en tono tranquilo al tiempo que se erguía y sacaba también las manos de los bolsillos. No tenía nada en ellas, pero no le hacía falta.

—Sé que tiene una pistola. Se la he visto en La Cantina —dijo Frank.

—No voy a necesitarla.

—Peso veinte kilos más que usted —le advirtió Frank.

—De veinticinco para arriba.

—Vale. O sea, que lo ha entendido.

—Eh, tíos, tranquilos —terció Dickie, nervioso, y levantó el brazo para apaciguar a su amigo—. Frank, cálmate, tío. No merece la pena.

—Tu colega te está hablando con sensatez, Frank —dijo Puller—. No quiero hacerte daño. Pero si lo que me está diciendo tu lenguaje corporal se traduce en acción, acabarás herido. La cuestión es con qué grado de gravedad.

Frank soltó un bufido e intentó esbozar una sonrisa de autosuficiencia.

—¿Se cree que porque esté en el Ejército puede dar a todo el mundo por el culo?

—No. Pero sé que puedo darte por el culo a ti.

Frank había movido la mano derecha para atacar, pero Puller ya se había lanzado contra él. Lo golpeó con la cabeza en plena cara. Su cráneo resultó ser mucho más duro que la nariz de Frank, de modo que este, aturdido y con el rostro ensangrentado, retrocedió en zigzag con sus ciento treinta kilos de peso. Acto seguido Puller le agarró el brazo izquierdo, se lo retorció hacia atrás e hizo fuerza hasta que el hueso estuvo al borde de quebrarse. Luego deslizó un pie por detrás de su pierna izquierda y lo hizo derrumbarse sobre la acera. Pero antes se arrodilló a su lado y le protegió la cabeza con la mano que le quedaba libre, para que no se la partiera al chocar contra el suelo.

Le quitó de la mano el paquete de monedas de veinticinco centavos, lo tiró al suelo, se puso en pie y se lo quedó mirando. Cuando Frank, que estaba sujetándose la nariz rota y procurando limpiarse la sangre de los ojos con los nudillos, intentó levantarse, le plantó un pie en el pecho y lo obligó a permanecer tumbado.

—No te muevas. —Se volvió hacia Dickie y añadió—: Ve a La Cantina y pide una bolsa de hielo. Vamos. —Al ver que Dickie no reaccionaba, le propinó un empujón—. Ve, Dickie, o te lanzo por el escaparate para que vayas más deprisa.

Dickie salió disparado como una flecha.

—No era necesario que hiciera esto, hijo de puta —dijo Frank con las manos ensangrentadas.

—Y tú no tenías que haber intentado atacarme con un paquete de monedas.

—Me parece que me ha roto la nariz.

—Sí, te he roto la nariz. Pero ya la tenías rota de antes. Está desviada hacia la izquierda y tiene el chichón en el centro. Seguramente a causa de un golpe dado con el protector de la cara durante un partido. Dudo que te la llegaran a arreglar como Dios manda. Y probablemente tienes también desviado el tabique. Cuando te curen, te lo arreglarán todo junto.

En aquel momento regresó Dickie con el hielo envuelto en una toalla pequeña. Puller volvió la vista hacia el restaurante y vio que todo el mundo estaba de pie junto al ventanal, mirando.

Dickie le pasó el hielo.

—Dickie, no es para mí, sino para tu amigo.

Frank cogió el hielo y se lo apretó contra la nariz.

—¿Qué diablos está ocurriendo aquí?

Puller se volvió y vio a Sam Cole, que había detenido su coche patrulla con la ventanilla bajada. Vestía uniforme. Aparcó junto al bordillo y se apeó. Puller reparó en que el cinturón del arma no le rechinaba.

Cole miró a Frank y vio el paquete de monedas. Entonces miró primero a Dickie y después a Puller.

—¿Quieren explicarme qué sucede? ¿Le ha atacado él a usted, o usted a él?

Puller miró primero a Dickie y después a Frank. Al ver que ninguno de los dos parecía estar dispuesto a hablar, dijo:

—Se ha resbalado y se ha roto la nariz. Y su colega ha ido y le ha traído hielo.

Cole enarcó las cejas y miró a Dickie.

—Así es —musitó este.

A continuación, Cole miró a Frank.

—¿Esa es también tu versión?

Frank se incorporó sobre un codo y respondió:

—Sí, señora.

—¿Y qué, ese paquete de monedas se te ha caído del bolsillo?

—Lo llevaba en el bolsillo de la camisa —dijo Puller—. Se le ha salido al caer. Le he oído decir no sé qué de la lavandería. Por eso llevaba el dinero.

Cole tendió una mano a Frank y lo ayudó a ponerse de pie.

—Es mejor que vayas a que te miren eso.

—Sí, señora.

Se fueron andando despacio.

—¿Lista para la acción? —le preguntó Puller.

—Lista para que usted me cuente lo que ha ocurrido en realidad.

—¿Está diciendo que he mentido?

—Ese chico no se ha resbalado. Tenía pinta de haberlo atropellado un camión. Y lo más probable es que ese paquete de monedas lo tuviese en el puño en el momento en que intentó golpearlo a usted.

—Son todo conjeturas y especulaciones por su parte.

—Pues aquí tiene una prueba más contundente. —Alargó la mano y se la pasó por la frente—. Tiene sangre ahí. Como no veo cortes, seguramente es sangre del otro. Lo que quiere decir que él intentó darle un puñetazo y usted le arreó un cabezazo. Me gustaría saber el motivo.

—Ha sido un malentendido. —Puller se limpió la sangre con la manga.

—¿Respecto de qué?

—Respecto del espacio personal.

—La verdad es que está empezando a cabrearme.

—No es nada importante, Cole. Esto es un pueblo pequeño, ha sido el típico asunto entre vecinos y forasteros. Si resulta que la cosa va a más, será usted la primera en enterarse.

La sargento no pareció convencida, pero tampoco dijo nada.

—Pensaba que habíamos quedado en vernos en la escena del crimen.

—Me he levantado temprano y me he imaginado que estaría usted aquí —repuso Cole.

—He tenido una charla con su jefe.

—¿Con el sheriff Lindemann?

—Ha venido a La Cantina. Le he facilitado información de contactos que pueden ayudarle con la prensa.

—Gracias.

—Tiene muy buena opinión de usted.

—El sentimiento es mutuo. Fue él quien me ofreció mi oportunidad.

—Usted dijo que antes de venir aquí estuvo trabajando en la policía del estado.

—Eso fue idea de Lindemann. Me dijo que si contaba con eso en mi currículum, nadie me impediría llevar una placa en Drake.

—Deduzco que no es él quien se encarga de contratar al personal.

—Se encarga la Comisión del Condado. Formada únicamente por varones. Varones que viven en el siglo XIX. Según ellos, el papel de la mujer en la vida es andar descalza, embarazada y dentro de la cocina.

—También he hablado con el cartero.

—¿Con el cartero? ¿Se refiere a Howard Reed?

—Sí, está ahí dentro, terminando de desayunar. Me ha dicho que el paquete que tenía que entregar lo dejó dentro de la casa. Que se le cayó, lo más probable. Dice que iba a través de los Halverson, lo cual quiere decir que seguramente iba dirigido a los Reynolds. ¿Lo tiene usted?

Cole estaba perpleja.

—No había nada de eso.

Puller la perforó con la mirada.

—¿No se preguntó por qué motivo estaba el cartero en la puerta?

—Él me dijo que había llamado porque necesitaba que le firmasen algo. Y simplemente supuse que… —Dejó la frase sin terminar y se puso roja como la grana—. La cagué. No debería haber supuesto nada.

—¿Pero está diciendo que no ha aparecido el paquete dentro de la casa? Reed está bastante seguro de que se le cayó estando dentro.

—Quizá fuera eso lo que fueron a buscar los asesinos cuando regresaron a la casa por la noche.

—Sí, pero sus hombres estuvieron allí dentro todo el día. ¿Cómo es que no encontraron el paquete?

—Vamos a buscar la respuesta a esa pregunta —dijo Cole—. Ahora mismo.