Puller se puso a observarlo. Comía despacio, con parsimonia. Y bebía el café de la misma forma. Un sorbito, y después volvía a depositar la taza. Diez segundos, otro sorbito, y volvía a dejarla. En eso llegó su desayuno. Lo consumió más rápido de lo que tenía pensado. Los hidratos de carbono y las proteínas aumentaron su nivel de energía. Dejó dinero encima de la mesa sin esperar siquiera a que le trajeran la cuenta; por el día anterior ya sabía cuál era el importe.
Se levantó llevando en la mano la última taza de café, pasó junto a varias mesas haciendo caso omiso de las miradas de la gente y se detuvo frente al cartero.
Este levantó la vista.
—¿Es usted Howard Reed? —le preguntó.
El cartero, un individuo flaco y de mejillas hundidas, respondió con un gesto afirmativo.
—¿Le importa que me siente unos minutos?
Reed no dijo nada.
Puller extrajo su cartera de credenciales, enseñó su placa y su documento de identidad y tomó asiento sin aguardar respuesta.
—Soy de la CID del Ejército y estoy investigando los asesinatos que descubrió usted el lunes —empezó.
Reed se estremeció y se caló un poco más la gorra.
Puller lo recorrió con la mirada. Estaba demasiado delgado, rayando en lo patológico, lo cual era indicio de graves problemas internos. Tenía la piel quemada por el sol. Parecía unos diez años mayor de lo que probablemente era. Adoptaba una postura cargada de hombros. Y mostraba un lenguaje corporal que transmitía derrota. En la vida. En todo.
—¿Me permite que le haga unas preguntas, señor Reed?
El cartero bebió otro sorbito de café y dejó la taza en la mesa con sumo cuidado. Puller se preguntó si no sufriría un trastorno obsesivo-compulsivo.
—Está bien —respondió Reed. Eran las primeras palabras que pronunciaba. Tenía una voz ronca, débil, como si no la utilizara mucho.
—Quisiera que me contara todo lo que hizo usted ese día, empezando por el momento en que detuvo el coche en la calle. Qué fue lo que vio y lo que oyó. O si normalmente ve u oye algo que ese día echó en falta. ¿Me sigue?
Reed tomó la servilleta de papel que descansaba al lado de su plato ya vacío y se limpió la boca. A continuación refirió todo lo sucedido paso a paso. Puller estaba impresionado por la memoria que poseía y por lo metódico que era. Tal vez fueran cualidades que se adquirían cuando uno ha repartido millones de cartas, cubriendo siempre el mismo terreno, viendo una y otra vez las mismas cosas. Si hay algo distinto, uno se da cuenta enseguida.
—¿Había visto anteriormente a los Reynolds? —preguntó Puller.
—¿A quiénes?
—La familia asesinada se apellidaba Reynolds.
—Oh. —Reed reflexionó unos momentos, sin prisa, y se concedió calmosamente otro sorbo de café.
Puller se fijó en la alianza de boda que llevaba en uno de sus nudosos dedos. ¿Estaba casado, y en cambio desayunaba fuera de casa y a las cinco y media? A lo mejor se debía a aquello la expresión de incompetente que lucía en la cara.
—A la chica la vi una vez. Estaba en el jardín delantero de la casa mientras yo hacía el reparto. Al hombre no lo he visto nunca. Y a la mujer puede que la haya visto pasar en coche en una ocasión.
—¿Conocía usted a los Halverson?
—¿Los que vivían allí?
—Sí.
Reed meneó la cabeza de un lado a otro.
—Nunca los he visto. No habría ido hasta la puerta de la vivienda, pero es que necesitaba la firma para el paquete que tenía que entregar. Era un envío por correo certificado y requería un recibo firmado. ¿También los han matado a ellos?
—No. No estaban en casa. —Puller guardó silencio por espacio de unos instantes—. ¿Qué ocurrió con el paquete? —inquirió después.
—¿El paquete? —Reed tenía la taza de café a medio camino de la boca.
—Sí, el que requería la firma.
Reed dejó la taza en la mesa y se llevó un dedo a los labios, secos y agrietados.
—Entré con él en la casa. —Tuvo un escalofrío y se agarró al tablero de la mesa—. Y entonces vi…
—Sí, ya sé lo que vio. Pero concéntrese, por favor. Llevaba el paquete en la mano, luego dio media vuelta y salió corriendo de la casa. Al llegar a la puerta rompió el cristal contra la barandilla. —Puller sabía todo aquello gracias a Cole.
Reed puso cara de alarma.
—¿Y ahora voy a tener que pagar la puerta? No fue mi intención romperla, pero es que no había visto nada igual en toda mi vida. Y espero no volver a verlo nunca.
—No se preocupe por la puerta. Concéntrese en el paquete. ¿Iba dirigido a los Halverson?
Reed asintió.
—Sí, recuerdo haber visto el apellido escrito.
Puller no contestó. Dejó que el cartero pensara un poco, que visualizara mentalmente el paquete. La mente era algo muy curioso; si se le daba tiempo, por lo general se le ocurría algo nuevo.
Reed agrandó ligeramente los ojos.
—Ahora que lo pienso, iba «a través de».
—¿«A través de»?
—Sí, sí —respondió Reed con emoción. Deslizó las manos por la mesa y chocó con el plato. Ya no lucía el gesto de incompetente, se le veía centrado. A lo mejor por primera vez en varios años, pensó Puller.
De modo que aquel paquete en realidad no iba dirigido a los Halverson, simplemente lo enviaron a su casa. ¿Figuraría en él algún otro nombre? ¿El de los Reynolds? Porque ellos eran los únicos que ocupaban la casa.
Reed guardó silencio, con la vista ligeramente vuelta hacia arriba, pensativo. Puller no dijo nada, no deseaba interrumpir su concentración. Bebió un sorbo de su café, que ya estaba tibio, y paseó largamente la mirada por el restaurante. Más de la mitad de las cabezas estaban vueltas hacia él.
Ni se inmutó cuando vio al chico de los tatuajes. Dickie Strauss se hallaba sentado en el otro extremo del local, de cara a él, y lo acompañaba un individuo mucho más corpulento. Este último llevaba mangas, con lo cual Puller no pudo averiguar si luciría los mismos tatuajes que Dickie. Ambos lo observaban fijamente, pero haciendo grandes esfuerzos para que no se les notara. En realidad resultaba patético. Dickie debía de haber olvidado toda su formación militar, se dijo Puller.
Volvió a concentrarse en el cartero y descubrió que este lo estaba mirando.
—No me acuerdo —dijo en tono contrito—. Lo siento. Pero sí recuerdo que decía «A través de».
—Está bien —respondió Puller—. ¿Era un paquete grande o pequeño?
—Del tamaño de una hoja de papel.
—Bien. ¿Recuerda quién era el remitente? ¿O de dónde procedía?
—Así, de buenas a primeras, no. Pero a lo mejor puedo averiguarlo.
Puller le pasó una tarjeta de visita.
—Puede localizarme en cualquiera de estos números o direcciones de correo. ¿Recuerda qué sucedió con el paquete? Usted salió huyendo de la casa y abrió la puerta de una patada.
Reed levantó la vista del plato. Por un instante Puller temió que fuera a vomitar el desayuno.
—Debió… de caérseme al suelo.
—¿Dentro de la casa? ¿Fuera de la casa? ¿Seguro que no está en su furgón de reparto?
—No, en el furgón no está. —Hizo una pausa—. Sí, debió de caerse dentro de la casa. Por fuerza. Se me cayó allí dentro. Porque cuando salí corriendo no lo llevaba en la mano. Ahora me doy cuenta. Lo veo claro como el agua.
—Bien, seguro que aparecerá. ¿Hay alguna cosa más que pueda contarme?
—No sé. Nunca me he visto envuelto en nada parecido. No sé lo que es importante y lo que no.
—La casa de la acera de enfrente. ¿Vio algo extraño en ella?
—¿El domicilio de Treadwell?
—Eso es. Vivía allí con Molly Bitner. ¿Los conocía? —En el informe de la sargento Cole, Reed había afirmado que no conocía a nadie de aquel barrio, pero Puller prefirió oírlo en persona.
Reed negó con la cabeza.
—Qué va. Conozco solo el apellido porque soy el cartero. Recibe muchas revistas de motos. Tiene una Harley y la aparca delante de la casa.
Puller se removió en su asiento. No sabía si Reed era consciente de que Treadwell y Bitner estaban muertos.
—¿Algo más?
—Solo lo normal. Nada que se salga de lo corriente. A ver, yo solo entrego el correo y compruebo las direcciones. En realidad no hago nada más que eso.
—Perfecto. Gracias por su tiempo, señor Reed. —Dio unos golpecitos en su tarjeta de visita—. Cuando averigüe quién envió el paquete, haga el favor de ponerse en contacto conmigo.
Se levantó, y Reed alzó la vista hacia él.
—En el mundo hay mucha gente mala —dijo.
—Sí, señor, así es.
—Lo sé a ciencia cierta.
Puller posó la mirada en el cartero y esperó.
—Sí, lo sé a ciencia cierta. —Reed calló un momento; después, tras unos instantes de titubeo, agregó—: Estoy casado con una de esas personas.
Cuando Puller salió del restaurante, Dickie y su acompañante fueron tras él.
Puller estaba bastante seguro de que iban a hacerlo.