Aparcó el Malibu en la calle, justo enfrente. El restaurante La Cantina estaba abierto y ya medio lleno. Resultaba obvio que allí la gente se levantaba temprano y desayunaba temprano. Puller encontró sitio en una mesa del rincón, de espaldas a la pared. Nunca se sentaba en la barra, a no ser que hubiera un espejo en el que pudiera vigilar la retaguardia. La Cantina no disponía de dicho espejo detrás de la barra, por lo tanto no existía tal opción. Además, desde la mesa veía su coche con toda claridad.
Pidió para desayunar lo mismo que había pedido para cenar el día anterior. Una vez que se encontraba algo que era bueno, había que serle fiel.
Dejó vagar la mirada por los demás clientes. En su mayoría eran hombres. Vestidos para ir a trabajar, o quizá para volver del trabajo. A aquella hora de la mañana no se veían tipos trajeados, sino únicamente obreros como él. Lanzó una ojeada al reloj de la pared.
Las cero, cinco, treinta.
Bebió un sorbo de café. Veinte minutos para que le sirvieran la comida y para comérsela. Cuarenta minutos para desplazarse hasta la escena del crimen. Cero, seis, treinta. Tal como había quedado con Cole.
Bebió otro sorbo de café. Estaba bueno, estaba caliente y la taza era grande. La rodeó con la mano y sintió cómo se le iba filtrando el calor en la piel.
Afuera el termómetro marcaba ya veintiséis grados. Y también había sensación de bochorno. Notó que empezaba a sudar cuando fue corriendo al coche a buscar el botiquín de primeros auxilios. Pero cuando en la calle hacía calor, había que beber cosas calientes. Así el cuerpo se refrigeraba por sí solo. Cuando hacía frío, había que proceder al contrario. Era un sencillo hecho científico. Pero, francamente, con independencia de la temperatura, a Puller le gustaba su café. Era cosa del Ejército. Puller sabía cuál era el motivo exacto: el café proporcionaba unos pocos momentos de normalidad en un mundo que por lo demás era anormal, y en el que los seres humanos intentaban matarse entre sí.
—¿Usted es John Puller?
Volvió la vista a su izquierda y vio a un hombre como de unos sesenta años de pie junto a su mesa. Era rechoncho, mediría apenas un metro setenta y cinco y tenía la piel quemada por el sol. Llevaba un sombrero del que se escapaban unos mechones de cabello gris. También vestía un uniforme de policía. Puller leyó el nombre que figuraba en la placa.
Lindemann. El sheriff de aquel bello pueblecito.
—Así es, sheriff Lindemann. Tome asiento, por favor.
Lindemann se sentó frente a Puller. Se quitó su sombrero de ala ancha y lo dejó encima de la mesa. Después se pasó una mano por su rala cabellera, que despuntaba formando extraños ángulos por culpa del sombrero. Olía a Old Spice, a café y a nicotina. Puller comenzó a preguntarse si en Drake fumaba todo el mundo.
—No voy a robarle mucho tiempo, supongo que estará ocupado —dijo Lindemann.
—Y supongo que usted también, señor.
—No es necesario que me llame señor. Llámeme Pat. ¿Cómo prefiere que me dirija a usted?
—Bastará con Puller.
—Cole me ha dicho que es usted muy bueno en su trabajo. Y me fío de ella. Hay quien dice que por ser mujer no debería llevar el uniforme ni ir armada, pero yo la prefiero a cualquier hombre de los que tengo en el departamento.
—A juzgar por lo que tengo visto hasta ahora, yo también. ¿Quiere café?
—Resulta tentador, pero tengo que rechazarlo. Por lo menos deben hacerlo mis riñones, después de las tres tazas que llevo ya. Y mi próstata, que según el médico tiene el tamaño de un pomelo. No hay muchos sitios donde mear dentro de un coche patrulla.
—Comprendo.
—Todo este asunto es un fastidio.
—Estoy de acuerdo.
—Aquí no estamos acostumbrados a que pasen estas cosas. El último asesinato que tuvimos sucedió hace diez años.
—¿Qué ocurrió en esa ocasión?
—Un marido sorprendió a su mujer engañándolo con su hermano.
—¿La mató?
—No, ella lo golpeó a él. Y le pegó un tiro. Y después pegó otro tiro al hermano, que se lanzó contra ella por haberle matado al hermano. El caso se lio un poco, por no decir más. —Calló unos instantes y oteó alrededor antes de fijar la mirada en Puller—. Por lo general no colaboramos con forasteros en asuntos policiales.
—Comprendo.
—Pero lo cierto es que necesitamos su ayuda.
—Y con mucho gusto se la prestaré.
—Siga trabajando con Sam.
—Así lo haré.
—Pero manténgame informado. Me están presionando los medios. —Las últimas palabras las dijo con considerable disgusto.
—En eso el Ejército puede echarle una mano. Puedo facilitarle varias personas de contacto.
—Se lo agradecería.
Puller se sacó una tarjeta de visita del bolsillo, escribió un nombre y un número en el dorso y la deslizó sobre la mesa. El sheriff la recogió sin mirarla y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—Es mejor que me marche ya —dijo Lindemann—. Disfrute del resto del desayuno.
—Descuide.
Lindemann volvió a calarse el sombrero y salió con paso lento de La Cantina.
Mientras lo seguía con la mirada, un individuo que estaba sentado un par de mesas más allá atrajo la atención de Puller por un único motivo: llevaba puesta una gorra del Servicio de Correos de los Estados Unidos.