Fuera, justo cuando estaba subiéndose al coche, Puller vio la luz encendida en la oficina del motel. Empujado por su curiosidad natural, decidió ir a ver. Abrió la puerta despacio y vio a la anciana sentada en una silla, frente al mostrador. Se aferraba el pecho con una mano y tenía el gesto de pánico, la respiración agitada y el rostro congestionado, con un ligero tinte grisáceo en los bordes.
Puller cerró la puerta y se acercó. Los labios y la piel que rodeaba la nariz todavía no estaban azules, así que no había cianosis.
Todavía.
Extrajo el teléfono del bolsillo y marcó el número de emergencias sin mirar siquiera el teclado.
—¿Cuánto tiempo lleva en este estado? —le preguntó a la mujer.
—Unos diez minutos —murmuró ella.
Puller se arrodilló a su lado.
—¿Le ha ocurrido más veces?
—Hacía mucho que no me daba tan fuerte. Aunque ya he estado cuatro veces en el hospital.
—¿Padece del corazón, entonces?
—Bastante mal, sí. Estoy sorprendida de que esté aguantando tanto. —Dejó escapar un gemido y se agarró el pecho con más fuerza.
—¿Siente como una opresión ahí dentro?
La anciana afirmó.
—¿Y dolor irradiado hacia los brazos?
La anciana movió la cabeza para negar y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Un síntoma importante de infarto de miocardio era la sensación de tener un elefante sentado en el pecho. El siguiente más importante era un dolor agudo en el brazo izquierdo. Este último no se daba siempre y no se daba todas las veces en el brazo izquierdo, sobre todo en el caso de las mujeres, pero Puller no pensaba esperar a que se diera.
Oyó la voz de la operadora de la centralita. Puller describió la situación con frases breves que contenían detalles precisos y cerró el teléfono.
—Ya vienen para acá.
—Tengo miedo —dijo la anciana con la voz quebradiza.
—Ya lo sé, pero no le va a pasar nada.
Le tomó el pulso. Era débil, cosa que no le sorprendió. Un bombeo deficiente conducía a una reducción del torrente sanguíneo, lo cual daba lugar a un pulso débil. Además, en una persona de su edad existía la posibilidad de que sufriera también un ataque. Tenía la piel fría y pegajosa, y las venas del cuello estaban hinchándose. Otra mala señal. Podía estar formando coágulos.
—Diga sí o no con la cabeza. ¿Siente náuseas?
La anciana asintió.
—¿Nota que le falta la respiración?
De nuevo asintió.
—¿Toma algún fármaco para el corazón?
La anciana afirmó otra vez. Puller advirtió que tenía la frente perlada de gotitas de sudor frío, a modo de un collar casi invisible.
—También tengo píldoras de nitroglicerina, pero no he podido levantarme a por ellas.
—¿Y aspirinas?
—Están en el mismo sitio.
—Dígame dónde.
—En la mesilla de noche del dormitorio. —Indicó a su izquierda con un dedo tembloroso.
Puller regresó al cabo de diez segundos trayendo en la mano los frascos de pastillas. Le dio una aspirina con un poco de agua. Si había algún coágulo, la aspirina era un buen remedio para evitar que se amontonasen las plaquetas. Y actuaba deprisa. Y no interfería con la presión arterial.
El problema de la nitroglicerina era que trataba únicamente los síntomas, no la enfermedad coronaria subyacente. Ayudaría en el caso del dolor en el pecho, pero si la presión arterial ya estaba baja, la nitroglicerina la haría descender todavía más, porque así era como funcionaba. Ello podía agravar de forma significativa el problema de corazón y también provocar que fallaran los órganos. No podía correr semejante riesgo, antes tenía que conocer más detalles.
—¿Tiene aquí un aparato para tomar la tensión?
La anciana asintió y señaló una estantería situada detrás del mostrador.
Era uno de esos dispositivos que funcionaban con baterías y tenían un visor digital. Lo cogió, se lo puso a la anciana en el brazo derecho, pulsó el interruptor y contempló cómo se iba inflando la abrazadera.
Leyó los dígitos. No le gustó nada, la tensión estaba baja. La nitroglicerina podía matarla.
Observó a la enferma. No vio signos de retención de líquidos, ni pies hinchados, ni problemas vasculares.
—¿Toma algún diurético?
La anciana negó moviendo la cabeza.
—Vuelvo dentro de diez segundos —dijo Puller.
Salió disparado hacia su Malibu, abrió el maletero, cogió el botiquín de primeros auxilios y regresó a la carrera cubriendo rápidamente la distancia con sus largas piernas.
Cuando volvió a entrar, la anciana estaba peor. Si en aquel momento fallaba el corazón, los de la ambulancia, en lugar de salvarla, no harían otra cosa que certificar la defunción.
Abrió el botiquín y preparó el equipo. Durante todo ese tiempo no dejó de hablar a la anciana, con el afán de que se mantuviese tranquila. Pero tenía un oído atento a la llegada de la ambulancia.
Había hecho aquello mismo en mitad de la nada con individuos que parecían un trozo de carne. A unos los había salvado, a otros los había perdido. Pero había tomado la decisión de que a esta anciana no iba a perderla.
Le frotó el brazo con alcohol, buscó una buena vena, insertó la aguja y la inmovilizó contra la cara interna del antebrazo con esparadrapo blanco. A continuación pinchó el otro extremo del tubo en la bolsa de suero salino intravenoso que había sacado del botiquín. Los fluidos hicieron subir la presión arterial. Era el mismo método que emplearon los médicos para salvar a Reagan cuando le dispararon. Era una bolsa de un litro, provista de un tubo del calibre dieciocho. El líquido iba goteando por gravedad. La sostuvo por encima de la cabeza de la mujer y abrió la espita al máximo. La bolsa tardaría veinte minutos en vaciarse. Ella poseía cinco litros de sangre en total, de modo que un litro de suero salino haría aumentar la presión en un veinte por ciento.
Cuando la bolsa estaba ya medio vacía, pulsó de nuevo el botón de la abrazadera. Leyó los números que aparecían en el visor; ambos habían alcanzado niveles más seguros. No sabía si dichos niveles eran lo bastante adecuados, pero no tenía mucho donde elegir, porque la anciana se estaba agarrando el pecho cada vez más fuerte y sus gemidos eran más prolongados y más profundos.
—Abra la boca —le ordenó.
Ella obedeció, y Puller le colocó la píldora de nitroglicerina debajo de la lengua.
La nitroglicerina funcionó. Al cabo de un minuto ya estaba más calmada y terminó por retirar la mano del pecho, que había dejado de subir y bajar.
Cuando el corazón tiene problemas, la arteria sufre espasmos, y la nitroglicerina los elimina. Una vez desaparecidos los espasmos, pueden suceder muchas cosas buenas, al menos hasta que llegue la ambulancia.
—Haga inspiraciones largas y profundas. Están a punto de llegar los de urgencias. La aspirina, la nitro y el suero han servido de mucho. Ya tiene mejor cara. Se pondrá bien. Todavía no le ha llegado la hora.
Pulsó una vez más el botón del tensiómetro. Leyó los números. Ambos habían aumentado, ambos eran mejores. La anciana estaba recuperando el color. Era un pequeño milagro que se había obrado en una zona minera.
—El hospital está muy lejos —boqueó la anciana—. Debería haberme ido a vivir más cerca.
Puller sonrió.
—Todos nos arrepentimos de algo.
Ella esbozó una sonrisa tenue y le agarró la mano. Puller permitió que se la estrujara tan fuerte como quisiera. Tenía unos dedos tan débiles y diminutos que apenas notó la presión, fue como una brisa ligera. Vio que su semblante se relajaba. Tenía la dentadura amarillenta, negra en algunos puntos, con huecos en otros, y casi todos los dientes que le quedaban estaban torcidos. Sin embargo era una sonrisa agradable, y Puller agradeció verla.
—Es usted un buen muchacho —le dijo.
—¿Hay alguna cosa que necesite atender? ¿Quiere que llame a alguien?
La anciana negó despacio con la cabeza.
—No queda nadie más que yo.
Al mirarla de cerca reparó en las avanzadas cataratas. Se asombró de que aquella mujer pudiera verle siquiera.
—De acuerdo. Respire despacio y profundo. Estoy oyendo la sirena. Ya saben que es del corazón, y vienen preparados.
—Se lo agradezco, joven.
—¿Cómo se llama? ¿Annie, como dice el letrero?
La anciana le tocó la mejilla y le dio de nuevo las gracias con una sonrisa temblorosa. Sus labios se curvaban de dolor a cada latido de su viejo corazón.
—Me llamo Louisa. Lo cierto es que no sé decirle quién era Annie. El nombre ya estaba cuando compré este motel, y no tenía dinero para cambiarlo.
—¿Le gustan las flores, Louisa? Le enviaré un ramo al hospital. —Le sostuvo la mirada para convencerla de que se mantuviera tranquila, de que respirase con naturalidad y no pensara que el corazón se le iba a parar para siempre.
—A las chicas siempre nos gustan las flores —repuso Louisa con voz débil.
En aquel momento se oyó el motor, seguido de un frenazo sobre la grava, unas puertas que se abrían y se cerraban y unos pies que se acercaban corriendo. Los sanitarios eran rápidos y eficientes, y estaban bien entrenados. Les puso al tanto de la aspirina, la nitroglicerina, el suero y la presión arterial. También enumeró los síntomas, porque la anciana ya no tenía fuerzas para hablar. Ellos formularon todas las preguntas necesarias, hablaron en tono calmo y en cuestión de unos minutos le habían puesto una mascarilla de oxígeno y un gotero nuevo, con lo cual le mejoró otro poco más el color.
Uno de los sanitarios le preguntó a Puller:
—¿Es usted médico? Porque ha actuado correctamente.
—No, solo soy un soldado que conoce unos cuantos trucos. Cuídenla bien. Se llama Louisa, y somos amigos.
El otro, desde su baja estatura, se quedó mirando al imponente ex de los Rangers y dijo:
—Oiga, pues cualquier amigo suyo es amigo mío.
Louisa se despidió de Puller con la mano mientras se la llevaban en la camilla. Él fue detrás. La anciana se quitó la mascarilla para decirle:
—Tengo un gato. ¿Le importaría…?
Puller afirmó con la cabeza.
—Yo también tengo gato. No hay problema.
—Dígame otra vez cómo se llama, cielo.
—Puller.
—Es usted un buen muchacho, Puller —repitió.
Se cerraron las puertas y la ambulancia arrancó haciendo aullar la sirena mientras la noche empezaba ya a transformarse en día.
«Un buen muchacho».
Iba a tener que buscar una floristería.
Buscó el gato y lo encontró en la zona de vivienda de la anciana, a la que se accedía por una puerta que había detrás del mostrador de la oficina. El minino estaba debajo de la cama, dormido como un tronco. La «vivienda» de Louisa consistía en dos habitaciones y un baño de dos por dos provisto de una ducha casi demasiado pequeña para que él pudiera siquiera meterse dentro. Todos los rincones estaban llenos de pilas de objetos que solían coleccionar las personas de su edad. Era como si pretendieran detener el paso del tiempo aferrándose a todo lo que había sucedido anteriormente.
«Detener el paso del tiempo. Como si se pudiera».
En aquella emboscada habían muerto cuatro de sus hombres. A los otros cuatro había logrado salvarlos. Le concedieron una ristra de medallas por hacer lo que cualquiera de ellos habría hecho gratis por él. Él volvió a casa, y también la mitad de los ocho. Dentro de lustrosos féretros cubiertos con la bandera de barras y estrellas.
Un viaje con los gastos pagados a la Base de las Fuerzas Aéreas de Dover. Después, dos metros bajo tierra en Arlington. Una lápida blanca para indicar el sitio en que descansaban entre todas las otras lápidas blancas.
«Un negocio redondo —pensó Puller—. Para el Ejército».
El gato era viejo y gordo, y al parecer no se había enterado de los problemas de salud de su propietaria. Puller se ocupó de que los cuencos de comida y agua quedaran llenos y de que la caja de arena estuviera limpia. Encontró la llave de la oficina, cerró la puerta al salir y se fue a desayunar.
De repente tenía mucha hambre. Y por el momento tendría que contentarse con comer.