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Como siempre, Puller no se despertó con una sacudida. Simplemente se bajó del delgado colchón del motel Annie’s con pleno dominio de sí mismo, los movimientos comedidos y firmes. No estaba a las afueras de Kandahar luchando contra asesinos tocados con turbante; se encontraba en una zona minera de Estados Unidos, buscando a unos asesinos que tal vez se hubieran criado en el mismo país que él.

No tuvo necesidad de consultar el reloj de pulsera. Su reloj interno le dijo lo que necesitaba saber: que eran las 0430. Se dio una ducha y se quedó treinta segundos de más bajo el chorro de agua caliente para desprenderse del tufo de aquel recuerdo que lo acompañaba desde hacía años. Pero el truco no le funcionó. Nunca lo hacía. Se limitaba a dejarse llevar. Luego se vistió con las prendas que rápidamente se habían transformado en el uniforme de aquella misión, unos vaqueros y un polo de la CID, en cambio sustituyó sus viejas botas beis del Ejército por unas zapatillas deportivas. Afuera ya hacía calor. Seguro que nunca llegaba el frío de un día para otro. Pero por mucho calor que hiciera, de ningún modo podría parecerse al verano de Afganistán o de Iraq. Aquel era un calor que resultaba imposible de olvidar, sobre todo cuando se veía acrecentado por los incendios de gasóleo, o por los alaridos de los hombres que estaban quemándose vivos. Se volvían negros, después quedaban en carne viva, y por fin terminaban desintegrándose delante de ti.

De repente le sonó el teléfono móvil. Sería la oficina. O quizá la sargento Cole. A lo mejor había ocurrido alguna otra cosa. Examinó el número que aparecía en la pantalla y su expresión, que antes era de alerta, cambió y se transformó en otra cosa, en algo más apagado.

—John Puller.

—No me ha devuelto la llamada, oficial.

—Me encuentro desempeñando una misión. —Hizo una pausa, pero duró un segundo—. ¿Cómo le va, general?

La voz de John Puller sénior se parecía al ladrido de un perro grande y corpulento. Dentro del Ejército existía el mito de que era capaz de matar a un hombre empleando simplemente la voz, provocándole un paro cardiaco de puro miedo.

—No me ha devuelto la llamada, oficial —repitió, como si no hubiera oído la respuesta de su hijo.

—Iba a hacerlo hoy mismo, señor. ¿Algún problema?

—Mi mando se va a la mierda.

El padre de Puller había tenido a sus hijos a una edad tardía. Ahora tenía setenta y cinco años y la salud comenzaba a flaquearle.

—Ya volverá a mantenerlos a raya. Como siempre. Y ellos son buenos soldados y reaccionarán. Los Rangers son los primeros, general.

Hacía ya mucho tiempo que Puller había dejado de intentar razonar con su padre y decirle que ya no tenía ningún mando, que era viejo, estaba enfermo y se moría mucho más deprisa de lo que él pensaba. Claro que también podía ser que aquel viejo guerrero creyera que no iba a morirse nunca.

—Necesito tenerte aquí, tú sabes mantenerlos firmes. Siempre cuento con usted, oficial.

Puller se había alistado en el Ejército al final de la ilustre trayectoria de su padre. Nunca habían prestado servicio juntos. Sin embargo, el viejo seguía muy de cerca los logros de su hijo pequeño. Las cosas no le habían resultado más fáciles por ser pariente de un teniente general; de hecho le habían resultado infinitamente más difíciles.

—Gracias, señor. Pero, como digo, me encuentro desempeñando otra misión. —De nuevo hizo una pausa y consultó su reloj. Llevaba retraso respecto del horario previsto. No le gustaba utilizar aquel recurso, pero lo utilizaba cuando era necesario—. El otro día fui a ver a Bobby. Me dijo que le diera recuerdos.

La comunicación se cortó de inmediato.

Puller cerró el teléfono y se lo guardó en la funda que llevaba al cinto. Permaneció sentado varios segundos más, contemplándose las botas. Debía marcharse, marcharse ya mismo, en cambio sacó la billetera del bolsillo y extrajo la foto.

Los tres Puller en fila. Los tres eran altos, pero John júnior era el que más destacaba, le sacaba casi dos centímetros a su viejo. El rostro del general se veía esculpido en granito. Sus ojos habían sido descritos como dos balas de punta hueca con carga máxima. En su barbilla se podían hacer flexiones. Parecía una combinación de Patton y MacArthur, solo que más grande, más despiadado y más duro. Como general había sido un hijo de puta, y sus hombres lo adoraban, morían por él.

Como padre también había sido un hijo de puta. ¿Y sus hijos?

«Yo le quiero. Yo habría muerto por él».

Sénior había sido el capitán del equipo de baloncesto del Ejército en West Point. Durante los cuatro años que pasó allí su padre, jamás ganaron el campeonato. Pero todos los equipos contra los que jugaron regresaron a casa magullados y apaleados. Y los que terminaron venciendo al equipo de su padre seguramente tuvieron la impresión de haber perdido. «Vencer a Puller» era una expresión que se oía con frecuencia en aquellos días. En la cancha de baloncesto. En el campo de batalla. Que sin duda para el viejo eran la misma cosa. Él se limitaba a arrancarle a uno la mierda a patadas hasta que sonaba el timbre.

O hasta que los ejércitos se quedaban sin munición y sin cadáveres que arrojarse el uno al otro.

Puller mantuvo la mirada fija durante unos instantes en el espacio de la foto que había justo a la izquierda de su padre. Allí no había nadie, aunque debería haberlo.

«Debería haberlo».

Guardó la foto, cogió las armas y se puso la cazadora de la CID. Al salir cerró la puerta con llave.

«El pasado es precisamente eso.

»Un tiempo que ya pasó».