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Es el fuego lo que recuerda en realidad. Siempre es eso. Y en cierto sentido puede que sea solo eso. El caucho, el metal y la carne humana, ardiendo todo junto, despiden un olor que no se parece a ningún otro. Es un hedor que se graba en el ADN y pasa a formar parte de uno para siempre. Ya forma parte de él para siempre.

Como el antebrazo derecho lo tiene destrozado, dispara con la mano izquierda, con la culata de su rifle de asalto encajada en la axila. Para una persona diestra, apretar el gatillo con la izquierda normalmente resultaría problemático, pero él está entrenado para este preciso momento. Sudor, sangre y entrañas para este preciso instante. Se ha hecho ambidiestro, por lo tanto es capaz de disparar desde un lado y desde el otro con idéntica habilidad.

Lleva el uniforme empapado de gasóleo. Ha perdido el casco de asalto en combate, a causa de la onda expansiva de la explosión. La correa le quemó la barbilla al saltar del Humvee, y nota el sabor salado de la sangre.

La suya y la de otros.

Tiene restos de tejido humano en la cara.

Suyos y de otros.

El sol calienta tanto que parece posible que pudiera por sí solo incendiar el combustible y reducirlo a él a cenizas. Puede que se encuentre a escasos grados de convertirse en una conflagración andante.

Empieza a evaluar la situación. Arriba, abajo, fuera, dentro. Todos los puntos pertinentes de la brújula. No pinta nada bien. Lo cierto es que nunca pinta bien. Dos mastodónticos Humvees derribados de costado como si fueran rinocerontes abatidos. A pesar del blindaje de los trajes, cuatro de sus hombres han muerto o están mortalmente heridos. Él es el único que puede moverse. No existe una razón que explique por qué sucede eso. Es la suerte, nada más. Ninguno de los muertos ni de los agonizantes ha hecho nada mal, y él tampoco ha hecho nada particularmente bien.

El cóctel Molotov llevaba mucha energía dentro. Los terroristas estaban siendo cada vez más eficaces. Los americanos llevaban chalecos antibalas, de modo que los del turbante, para compensar, provocaban explosiones más violentas.

Rocía la zona con su arma de asalto, vacía dos cargadores, la arroja al suelo, libera la pistola y utiliza con ella el cargador de reserva. En realidad, con esa cortina de fuego no pretende matar al enemigo, sino únicamente captar su atención. Hacerle saber que aún está vivo. Hacerle saber que no puede simplemente llegar y cargárselo a él y a sus hombres. Que no le va a resultar fácil. Que tampoco es buena idea intentarlo.

La siguiente arma que recupera del Humvee derribado es su preferida: el fusil de cerrojo, de francotirador del Ejército. Esta vez va a disparar con más detenimiento, con mucho más cuidado. Se vale del esqueleto metálico del Humvee como apoyo. Quiere que el enemigo sepa que esta vez va en serio.

Dispara una ronda, meramente para calentar el cañón del arma. Por muy bueno que sea uno disparando, una bala que resbala por el cañón frío de un arma suele errar el blanco. Normalmente los francotiradores tenían ojeadores, pero en este momento él carece de ese lujo. De modo que cuenta los puntos de la retícula y calcula, entre otros factores, los ángulos, la distancia, el arco descrito por el proyectil, la temperatura ambiente y el viento, y efectúa los ajustes necesarios en la mira. Lo hace automáticamente, en realidad sin pensar, igual que un ordenador que ejecuta un algoritmo de probada eficacia. Cuanto más largo es el disparo, más se acumulan pequeños errores en los cálculos. Una desviación de unos centímetros aquí o allá, tratándose de grandes distancias, puede dar lugar a errar el blanco por varios metros. Persigue figuras que respiran y que atraviesan la calle a la carrera, en sentido horizontal. Hombres que son pura fibra, capaces de pasar un día entero corriendo. No tienen ni un solo gramo de grasa occidental en el cuerpo. Son seres brutales, endurecidos, la compasión no figura en su vocabulario.

Pero él también es brutal y está endurecido, y la compasión dejó de figurar en su vocabulario el día en que se puso el uniforme. Las normas para el alistamiento son bien claras y lo han sido siempre, desde la primera vez que los hombres se levantaron en armas unos contra otros.

Relaja la respiración y exhala un profundo suspiro. Entonces alcanza su punto cero, la perfección psicológica para un francotirador. Aprovechando el espacio que media entre un latido y otro, a fin de reducir al mínimo el movimiento del cañón, oprime el gatillo largamente, con seguridad, sin prisas, sirviéndose de la almohadilla del dedo para impedir una sacudida lateral del fusil. El proyectil impacta en el blanco y hace girar en redondo al corredor talibán como si fuera una bailarina. Este se desploma en el suelo afgano en mitad de la calle y permanece ahí tirado para siempre, con el cerebro desintegrado por el potente disparo del cabo John Puller júnior.

Acto seguido acciona el cerrojo de su fusil e introduce otra bala del 7.62.

Una fracción de segundo más tarde aparece otro talibán cruzando a la carrera; este es todavía más alto y más fibroso.

Puller ejecuta su mortífero algoritmo a la velocidad del rayo, sus sinapsis cerebrales son más rápidas incluso que la bala que está a punto de disparar. Aprieta de nuevo el gatillo y se produce una segunda perforación de carne y huesos afganos con la consiguiente expulsión de partes esenciales de masa encefálica. El blanco se retuerce con tanta elegancia como profunda irreversibilidad. En el teatro del desierto no cabe un segundo acto. Este talibán, como el primero, ni siquiera se da cuenta de que está muerto, porque en esas situaciones el cerebro es lento a la hora de asimilar. El aire se llena de los aullidos que lanzan sus camaradas y se oye el repiqueteo de las armas al cargarse.

Están cabreados.

Su misión preliminar está cumplida. Las personas cabreadas nunca pelean bien.

Aun así, lo que procede es actuar con prudencia, porque el enemigo sabe que representa una fuerza con la que hay que contar. Observa a sus hombres, evalúa la situación desde lejos mientras mana sangre de su propio cuerpo por múltiples puntos. Tres de los suyos están muertos, han ardido hasta quedar irreconocibles porque el combustible y las cargas de munición les han estallado encima. Ninguno de ellos tiene la menor posibilidad. Uno ha salido despedido fuera del alcance del fuego, pero de todas forma agoniza. Le faltan una parte del pecho y la pierna derecha, y Puller contempla con sus propios ojos que algo explota en el interior del herido y provoca una rociada de sangre arterial superoxigenada que le cae a él encima igual que una horrible lluvia roja. Morirá en cuestión de segundos. Sin embargo hay cuatro hombres heridos a los que todavía puede salvar. O morirá en el intento.

Llegan disparos en su dirección. Los talibanes ya no corren. Se ponen a cubierto, alzan las armas… armas que a menudo son de fabricación americana, de cuando la invasión rusa que tuvo lugar varias décadas antes, y hacen todo lo que está en su mano por acabar con la vida de Puller.

No cejan en su empeño.

Pero él tampoco.

Ellos tienen compañeros por los que luchar.

Pero él también.

Ellos son muchos más. Él ha solicitado refuerzos. Lo más seguro es que tarden en llegar más de lo que tardará él en morir. Para salir de esta va a tener que matarlos a todos.

John Puller está preparado precisamente para eso. De hecho, es precisamente lo que espera hacer.

Todo pensamiento ajeno es desalojado. Se concentra. No piensa. Solo hace uso de su entrenamiento. Luchará hasta que se le pare el corazón.

Concentración total. Ya está. Todos esos años de sudor, de sufrimiento, de oír a una persona que te dice a gritos que no puedes hacer determinada cosa pero que en realidad espera que la hagas mejor de lo que nadie la ha hecho nunca. Todo ello converge en estos tres minutos. Porque eso es probablemente lo que va a tardar en emerger un ganador en este singular encuentro entre hombres desesperados. Si se multiplican todas esas luchas individuales a muerte por un millón, se obtiene un resultado que se denomina guerra.

Deja pasar los disparos del enemigo. Las balas chocan contra el blindaje del Humvee. Otras sobrevuelan su cabeza, semejantes a reactores caza en miniatura. Una de ellas le roza el brazo izquierdo, una herida totalmente insignificante en comparación con todas las demás. Más adelante descubrirá que otro disparo de fusil hizo un zigzag en el blindaje de su chaleco antibalas, rebotó en el Humvee derribado, invirtió el rumbo y, habiendo ya perdido la mayor parte de su ímpetu inicial, se le alojó en el cuello. Para los médicos será un trozo grande de metralla, incrustado justo debajo de la piel. Pero en este momento él ni siquiera se percata de su presencia. Ni siquiera le importa.

Entonces John Puller levanta una vez más su arma y…