El restaurante era igual que el millón de restaurantes de pueblo en los que había comido Puller. Ventanales de cristal que daban a la calle y el nombre de La Cantina estampado en el principal con unas letras que parecían más viejas que él mismo. Otro letrero más pequeño prometía servir desayunos a diario. Dentro había un largo mostrador con banquetas giratorias tapizadas en un vinilo rojo y agrietado. Detrás del mostrador había varias filas de cafeteras que, pese al calor que hacía aun siendo ya tan tarde, se utilizaban continuamente, aunque Puller vio también muchas botellas y jarras de cerveza fría circulando por entre los sedientos clientes.
A través de un ventanuco que comunicaba el local con la cocina, Puller distinguió varias freidoras viejísimas y numerosas cestas de acero inoxidable preparadas para sumergirse en cubetas de aceite caliente y burbujeante. También había enormes sartenes ennegrecidas, puestas sobre el fuego de los quemadores. De la cocina se encargaban dos cocineros de gesto taciturno, vestidos con gorritos blancos y camisetas sucias. El restaurante entero olía a grasa de varias décadas de antigüedad.
Más allá de las banquetas del mostrador había sofás con cabida para cuatro personas, tapizados con el mismo vinilo a cuadros, formando una L contra dos paredes, y mesas con manteles a cuadros encajadas entre el mostrador y los sofás. El local estaba lleno en sus tres cuartas partes; un sesenta por ciento de hombres y un cuarenta por ciento de mujeres. Muchos de los hombres estaban delgados, casi demacrados. Casi todos vestían vaqueros, camisas de trabajo y botas con puntera metálica, y llevaban el cabello peinado hacia atrás, probablemente por haberse duchado hacía poco. Puller se dijo que a lo mejor eran empleados de la mina que acababan de finalizar el turno. Cole había dicho que allí no excavaban para extraer el carbón, que lo obtenían volando la montaña con explosivos y luego lo transportaban por carreteras de lo más traicionero. Seguía siendo un trabajo duro y peligroso, y aquellos hombres daban fe de ello.
Las mujeres se dividían entre las matronas de blusa modesta y falda ancha y hasta la rodilla y las jóvenes fibrosas vestidas con tejanos y pantalón corto. Había unas cuantas adolescentes ataviadas con ropa ajustadísima y lo bastante corta para dejar vislumbrar la braga o el color blanco del trasero, probablemente para alegría de sus rudos novios. También había dos individuos con cazadora y pantalón sport, camisa de botones y zapatos de vestir muy rozados. Tal vez fueran ejecutivos de la mina que no tenían que ensuciarse las manos ni romperse la espalda para ganarse el pan. No obstante, por lo que se veía, todos tenían que comer en el mismo sitio.
Maravillas de la democracia, pensó Puller.
Cole ya estaba dentro, sentada en un sofá situado casi al fondo. Le hizo una seña con la mano y él fue hacia allí. Llevaba puesta una falda pantalón de tela vaquera que dejaba al descubierto unas pantorrillas musculosas y una blusa blanca y sin mangas que mostraba unos brazos firmes y bronceados. Las sandalias enseñaban las uñas de los pies, sin pintar. Junto a ella descansaba su enorme bolso con bandolera, y Puller imaginó que dentro llevaría su Cobra y su placa. Aún tenía el pelo mojado de la ducha, y despedía un aroma a coco que eclipsó el olor de la grasa conforme se fue acercando. Todas las miradas del restaurante estaban fijas en él, un detalle del que tomó nota y el cual reconoció como perfectamente normal, dadas las circunstancias. Dudaba que llegaran muchos desconocidos a Drake. Claro que el coronel Reynolds era uno de ellos. Y ahora estaba muerto.
Tomó asiento. La sargento le entregó un menú plastificado.
—Cincuenta y ocho minutos. No me ha decepcionado.
—Me he dado mucha prisa. ¿Qué tal es el café? —preguntó Puller.
—Probablemente tan bueno como el del Ejército.
Puller esbozó una media sonrisa ante aquel comentario al tiempo que escrutaba la carta. Por fin la dejó en la mesa.
—¿Ya se ha decidido? —le preguntó ella.
—Sí.
—Imagino que tomar decisiones rápidas es una necesidad para alguien como usted.
—Siempre que sean acertadas. ¿Por qué se llama este sitio La Cantina?
—Es la jerga de los mineros. Hace alusión a la zona de la mina en que los trabajadores se sientan a almorzar y hacer un descanso.
—Da la impresión de tener mucho negocio.
—Prácticamente es el único local del pueblo que abre hasta tan tarde.
—Más ingresos para el propietario.
—Que es Roger Trent.
—¿También es el dueño de este restaurante?
—Es el dueño de casi todo Drake. Lo compró barato. Este pueblo está tan contaminado, que la gente está deseando vender y marcharse. A los que se quedan los tiene muy ocupados: tiendas de comestibles, talleres mecánicos, fontaneros, electricistas, este restaurante, la gasolinera, la panadería, la tienda de ropa. La lista no tiene fin. Deberían cambiar el nombre del pueblo y llamarlo Trentsville.
—De manera que obtiene beneficios creando pesadillas medioambientales.
—La vida es un asco, ¿a que sí?
—¿Y qué me dice del motel Annie’s? ¿También es Trent el propietario?
—No. La dueña no quiso vender. Apenas consigue llegar a fin de mes. Dudo que a Roger de verdad le interesara comprarlo.
Cole paseó la mirada por los demás clientes.
—La gente siente curiosidad.
—¿Por qué, concretamente?
—Por usted. Por lo que ha sucedido.
—Es comprensible. ¿Los rumores corren deprisa?
—Es algo viral. Se transmite de boca en boca.
—¿Ya se han interesado los medios?
—Por fin se han enterado. Tenía varios mensajes esperándome en el teléfono. Un periódico, una emisora de radio. He recibido un correo electrónico de una televisión de Parkersburg, y espero recibir otro de Charleston. Cuando ocurre algo malo, durante unos quince minutos todos quieren abalanzarse sobre ello.
—Deles largas a todos por el momento.
—Intentaré contenerlos todo lo que pueda, pero no soy yo quien tiene la última palabra.
—¿Su jefe?
—El sheriff Pat Lindemann. Es una buena persona, pero no está acostumbrado a la inquisición de los medios.
—En eso puedo ayudarla yo.
—Usted lleva las relaciones con la prensa, ¿no es cierto?
—No. Pero el Ejército tiene personal que se encarga de ello. Y se les da muy bien.
—Se lo haré saber al sheriff.
—Supongo que todo el mundo estará enterado de lo de la segunda casa.
—Supone acertadamente.
Habían encontrado documentos de identidad en la casa. El muerto era Eric Treadwell, de cuarenta y tres años. La mujer era Molly Bitner, de treinta y nueve.
—De modo que el impostor utilizó el nombre de Treadwell cuando habló con mi agente. Aun así corrió un riesgo enorme. ¿Qué habría pasado si Lou le hubiera pedido la documentación, o si hubiera querido entrar en la casa? ¿O si uno de mis agentes conociera a Treadwell? Drake no es tan grande.
—Tiene razón. Fue un riesgo enorme. Un riesgo calculado. Pero actuaba a favor de ellos. Y las personas que están dispuestas a correr un riesgo así y saben utilizarlo con ventaja se convierten en duros adversarios.
Lo que estaba pensando Puller en realidad era que el impostor poseía algún entrenamiento especial. Quizá de tipo militar. Y que aquello iba a entorpecer las cosas mucho y muy deprisa. Se preguntó si el Ejército tendría noticia de aquel detalle, y si aquella era la razón de que lo hubieran enviado a él en solitario.
La camarera, una mujer bajita y malhumorada que tenía el cabello gris, ojeras muy marcadas y una voz rasposa, se acercó para tomarles el pedido.
Puller decidió tomar tres huevos hechos por los dos lados, tocino, gachas, patatas fritas en tiras, tostadas y café. Cole pidió una ensalada Cobb con aceite y vinagre y un té helado. Cuando Puller se movió para devolver el menú, se le abrió la chaqueta y se le vio la M11. La camarera parpadeó unos instantes, después se apresuró a recoger los menús y se fue. Puller se fijó en ello y se preguntó si sería la primera vez que aquella mujer veía una pistola.
—¿Ha pedido un desayuno? —le dijo Cole.
—Es que hoy aún no lo he tomado. Pensé en meterme uno en el cuerpo antes de acostarme.
—Bueno, ¿ha hablado con su jefe?
—Sí.
—¿Está contento con el curso de la investigación?
—No ha hecho ningún comentario al respecto. Y la verdad es que hemos avanzado poco. Lo único que hemos hecho ha sido formular un montón de preguntas.
Llegaron el té helado y el café.
Cole bebió un sorbo de su vaso.
—¿Piensa de verdad que a esas personas las interrogaron antes de matarlas?
—Está entre una suposición y una deducción.
—¿Y el laboratorio de metanfetamina del sótano?
—Eso me gustaría mantenerlo en secreto por el momento.
—Estamos haciendo todo lo que podemos. A mis agentes les tengo dicho que no divulguen nada. —Titubeó un momento y desvió la mirada.
Puller adivinó lo que estaba pensando:
—¿Pero este pueblo es pequeño y a veces las cosas acaban sabiéndose?
Cole afirmó con la cabeza.
—¿Sobre qué pudieron interrogarlos?
—Digamos que los que mataron a Treadwell y a Bitner trabajaban con ellos en el negocio de las drogas. Uno o varios de los Reynolds ven actividad sospechosa y los sorprenden en plena faena. Los drogatas quieren averiguar si han visto mucho o poco, y a quién se lo han contado.
—¿Y lo graban en vídeo para que lo vea otra persona? ¿Para qué, si esto no va a salir de aquí?
—Puede que no sea así del todo. Los cárteles mexicanos de la droga tienen negocios repartidos por todo el país, tanto en las zonas metropolitanas como en las rurales. Y esos tíos no se andan con chiquitas. Quieren verlo todo. Y cuentan con equipos de alta gama, incluidos los de comunicaciones. Y podría tratarse de una conexión directa, en tiempo real.
—Pero usted dijo que era un laboratorio bastante sencillo, que en él no se podía fabricar grandes cantidades de producto.
—Es posible que fuera una actividad secundaria que realizaban Treadwell y Bitner. Puede que estuvieran trabajando para una red de distribución dedicada a otra cosa. ¿Aquí tienen problemas de drogas?
—¿En dónde no los tienen?
—¿Más que en otros lugares?
—Imagino que tenemos más de lo que nos correspondería —admitió Cole—. Pero en gran parte son fármacos con receta. De modo que continúe con su teoría. ¿Por qué han matado a Treadwell y a Bitner?
—A lo mejor tenían asumido llegar hasta el asesinato, y tuvieron que matarlos a fin de silenciarlos.
—No lo sé. Supongo que encaja —dijo Cole.
—Solo encaja con lo que sabemos hasta este momento. Eso puede cambiar. Ninguno de los dos llevaba alianza de boda en la mano.
—Según lo que he logrado averiguar, simplemente vivían juntos.
—¿Desde cuándo?
—Desde hacía unos tres años.
—¿Tenían pensado casarse?
—No. Según lo que he averiguado, solo pretendían reducir gastos.
Puller la miró con curiosidad.
—¿Cómo es eso?
—Cuando se tiene una sola hipoteca o se paga un solo alquiler, el sueldo da para más. Aquí es una práctica muy común. La gente tiene que sobrevivir.
—Está bien. ¿Qué más sabe de ellos?
—Estuve indagando un poco por encima mientras usted jugaba a ser técnico de riesgos biológicos. No los conocía personalmente, pero este pueblo es pequeño. Él estudió en Virginia Tech y emprendió un negocio en Virginia que fracasó. Después pasó rápidamente por una serie de empleos. Había trabajado varios años de operario de maquinaria, pero hace ya una temporada que fue despedido en un ajuste de plantilla. Actualmente llevaba como un año trabajando en una tienda de productos químicos que hay al oeste del pueblo.
—¿Productos químicos? Así que sabía manejarse con el equipo de un laboratorio de metanfetamina. Y si estaba metido en el negocio de la droga, es posible que también metiera la mano en las existencias de la tienda. ¿Existe algún rumor de que tuviera algo que ver con las drogas?
—No he averiguado nada. Pero lo que eso significa fundamentalmente es que nunca se le ha acusado de un delito relacionado con las drogas. En lo que respecta a nosotros, estaba limpio.
—Lo cual quiere decir que debía de ser lo bastante listo para que no lo pillaran. O que su negocio de metanfetamina acababa de arrancar. Como usted dice, vivimos tiempos difíciles y hay que intentar estirar el sueldo. ¿Y Bitner?
—Bitner trabajaba en una oficina local de la Compañía Trent de Minería y Exploraciones.
Puller la miró fijamente.
—De nuevo vuelve a aparecer nuestro magnate de la minería.
—Sí, eso parece —contestó Cole despacio, sin sostenerle la mirada.
—¿Representa un problema? —preguntó Puller.
La sargento lo miró con expresión serena.
—Por el modo en que lo dice, debe de pensar que sí.
—Es obvio que el tal Trent tiene mucho poder en este pueblo.
—Eso no representa ningún problema, Puller, créame.
—Bien. ¿Qué hacía Bitner en esa oficina?
—Tareas administrativas y cosas similares, según tengo entendido. Ya lo investigaremos más a fondo.
—De modo que los dos trabajaban, y además tenían un laboratorio para fabricar metanfetamina, y vivían juntos para ahorrar dinero, ¿y aun así vivían en una casa andrajosa? No sabía que aquí el coste de la vida estuviera tan alto.
—Ya, bueno, tampoco son muy altos los sueldos.
En aquel momento llegó la comida, y ambos, muertos de hambre, se lanzaron sobre ella. Puller tomó dos tazas más de café.
—¿Cómo va a poder dormir ahora? —le preguntó Cole viéndole llenar la tercera taza.
—Mi fisiología es un poco retrógrada. Cuanta más cafeína consumo, mejor duermo.
—Está de broma.
—Lo cierto es que en el Ejército lo enseñan a uno a dormir cuando lo necesita. Esta noche voy a necesitarlo, así que dormiré bien.
—Bueno, a mí tampoco me vendrá mal. No he dormido más que un par de horas. —Observó a Puller con una expresión de fingido enfado—. Gracias a usted, Romeo.
—No volverá a suceder.
—Una frase muy famosa, esa.
—¿Van a trasladar los cadáveres?
—Ya se los han llevado.
—¿Dijo usted que el agente Wellman estaba casado?
Cole asintió.
—El sheriff Lindemann ha ido a ver a su esposa. Yo iré mañana. No conozco muy bien a Angie, pero va a necesitar todo el apoyo posible. Imagino que estará destrozada. Yo lo estaría.
—¿Tiene familiares en esta zona?
—Los tenía Larry. Angie vino del sudoeste del estado.
—¿Por qué?
Cole frunció el entrecejo.
—Ya sé que da la sensación de que la gente quiere salir de aquí, y no al contrario.
—No me refiero a eso. Es usted la que ha dicho que la gente intenta marcharse de aquí. Simplemente procuro tener una visión de conjunto.
—Larry fue a la universidad en Virginia, que no está tan lejos. Allí fue donde se conocieron. Él regresó aquí y ella lo acompañó.
—¿Y usted?
La sargento dejó el vaso de té helado sobre la mesa.
—¿Yo, qué?
—Sé que tiene aquí un hermano y que su padre ha fallecido. ¿Tiene a alguien más?
Le miró la mano. No llevaba alianza. Pero es que a lo mejor se la quitaba para trabajar. Y a lo mejor estaba todavía trabajando en aquel momento.
—No estoy casada —dijo, sosteniéndole la mirada—. Mis padres han muerto. Tengo una hermana que también vive aquí. ¿Y usted?
—Yo no tengo familia en esta zona.
—Ya sabe que no le estoy preguntando eso, sabihondo.
—Tengo padre y un hermano.
—¿Son militares?
—Fueron.
—¿Así que ahora son civiles?
—Se podría decir que sí. —Puller puso varios billetes encima de la mesa—. ¿A qué hora quiere que quedemos mañana?
Cole miró fijamente el dinero.
—¿Qué le parece de nuevo a las 0700, Julieta?
—Estaré a las 0600. ¿Podría ver el maletín y el ordenador de los Reynolds esta noche?
—Técnicamente son pruebas.
—En efecto. Pero puedo decirle que en Washington hay personas, y no solo las que llevan uniforme, que están deseosas de recuperarlos.
—¿Es una amenaza?
—No. Como ya he comentado anteriormente, no quiero que usted, sin darse cuenta, haga algo que la comprometa más adelante. Puedo decirle que todo lo que no sea material clasificado y tenga que ver con la investigación le será devuelto.
—¿Y quién lo va a determinar?
—Las partes a quienes corresponda.
—Me gustaría determinarlo yo misma.
—De acuerdo. ¿Cuenta con autorización para material de TS o SCI?
Cole se apartó un mechón de pelo de la cara y miró ceñuda a Puller.
—Ni siquiera sé lo que significa SCI.
—Información Compartimentada Sensible. Es muy difícil obtenerla. Y además, el Departamento de Defensa tiene SAP, autorizaciones para programas de acceso especial. Reynolds estaba lleno de TS/SCI y SAP para su compartimiento y sus áreas programáticas. Por consiguiente, si usted intenta acceder al portátil del coronel o hurgar en su maletín sin poseer la debida autorización, podrían acusarla de traición. Yo no deseo que suceda tal cosa, y sé que usted tampoco. Me doy cuenta de que todas esas siglas pueden parecer una estupidez, pero en el gobierno se las toman muy en serio. Y las consecuencias de saltarse esos parámetros, incluso de forma accidental, son bastante severas. Es un quebradero de cabeza que a usted no le conviene en absoluto, Cole.
—Se mueve usted en un mundo bastante extraño.
—En eso estoy totalmente de acuerdo.
A su alrededor los habitantes de Drake les dirigían miradas de curiosidad. Había en particular dos tipos trajeados que no les quitaban ojo. Igual que una mesa de cuatro individuos gruesos, vestidos con pantalones de pana y camisas de manga corta, que exhibían sus fornidos brazos. Uno de ellos llevaba una gorra de visera, otro un polvoriento sombrero de vaquero con una profunda arruga en el lado derecho. El tercero bebía su cerveza en silencio y con la mirada perdida. El cuarto, que era más menudo que sus compañeros pero que así y todo pesaría unos cien kilos, observaba a Puller y a Cole a través de un espejo grande que colgaba en la pared.
Cole miró de nuevo el dinero.
—La comisaría está solo a…
—A tres minutos de aquí, como todo.
—Lo cierto es que está a unos ocho minutos.
—¿Puedo llevarme las dos cosas?
—¿Puedo fiarme de usted?
—Eso no puedo decidirlo yo.
—Entonces tal vez pueda yo. —Añadió unos billetes más para pagar su parte.
—Me parece que lo que he puesto yo llega para pagar las dos consumiciones, más la propina —dijo Puller.
—No me gusta deber nada. —Cole se levantó—. Vámonos.
Puller dejó su dinero donde estaba y salió del restaurante detrás de la sargento, siempre bajo la atenta mirada de los habitantes de Drake.