16

Puller descendió los escalones de la entrada y continuó andando hasta que estuvo en el centro del jardín, cubierto de hierba chamuscada. Cole lo había acompañado, mientras que Lan Monroe se había quedado dentro para terminar de introducir pruebas en bolsitas.

Puller miró a izquierda y a derecha, y luego volvió a mirar al frente. El día había transcurrido rápidamente. Hacía mucho que había comenzado a ponerse el sol, sin embargo aún se notaba un calor incómodo. No soplaba viento, y la humedad resultaba opresiva por todos lados, como si estuvieran rodeados de muros de agua líquida.

—Puller, ¿quiere que nos repartamos las casas? —preguntó la sargento.

Puller no respondió.

Lo que estaba viendo requería ser descifrado y colocado en la perspectiva adecuada. En la calle había ocho viviendas, cuatro en cada lado, incluida la de los asesinatos. En seis de ellas había gente a la vista: unos cuantos hombres, varias mujeres y algún que otro niño pequeño. A todas luces, todos estaban realizando actividades cotidianas como lavar el coche, segar el césped, recoger el correo, jugar a la pelota o simplemente conversar. Pero lo que estaban haciendo en realidad era satisfacer su curiosidad morbosa, observando subrepticiamente la casa en la que habían tenido lugar varias muertes violentas.

La tarea inmediata que se le presentaba a Puller era la de separar lo obvio y normal de lo que no lo era. Se centró en la vivienda situada justo enfrente, al otro lado de la calle. En el camino de entrada para vehículos había dos automóviles grandes y una moto Harley de autopista. Pero no se veía a nadie. No había ningún curioso.

—¿Ha hablado con los vecinos de esa casa? —señaló.

Cole volvió la vista hacia donde él indicaba. Llamó a uno de los agentes uniformados que montaban guardia en la escena del crimen y le preguntó:

—Lou, tú has hablado con esa gente de ahí, ¿no?

Lou se aproximó. Era el policía regordete. El cinturón de cuero iba emitiendo crujidos con cada paso que daba. Puller sabía que aquel era un error de novato. Había que lubricar el cinturón. Los crujidos eran muy peligrosos.

Lou sacó su cuaderno y pasó varias hojas.

—He hablado con un caballero que se identificó a sí mismo como Eric Treadwell. Vive en esa casa con una señora llamada Molly Bitner. Me ha dicho que esa mañana la señora se fue temprano a trabajar y no mencionó haber visto ni oído nada sospechoso. Pero que le preguntaría a ella cuando volviera a casa. Y Treadwell dijo que tampoco vio ni oyó nada.

—En cambio pudo haber visto algo anoche, cuando mataron a Larry —repuso Cole—. Quiero que interroguen de nuevo a todos estos vecinos. Alguien se llevó el coche de Larry, y es posible que algún vecino de una de estas casas viera u oyera algo.

—De acuerdo, sargento.

—¿Ese tal Treadwell le enseñó algún documento de identidad? —preguntó Puller.

Lou, que estaba a punto de irse para cumplir la orden de Cole, se volvió hacia él.

—¿Un documento de identidad?

—Sí, para demostrar que realmente vive ahí.

—No, no me enseñó ningún documento de identidad.

—¿Se lo pidió usted?

—No —respondió Lou, a la defensiva.

—¿Cómo fue la entrevista? ¿Lo abordó usted? —inquirió Puller.

—Cuando me acerqué, él estaba en la puerta de la casa —dijo Lou—. Seguramente por eso no le pedí la documentación, porque estaba dentro de su casa.

Puller sabía que aquello era una mentira. El agente estaba retrocediendo, inventando algo que justificara su falta de profesionalidad y hasta de sentido común.

—Pero usted no conocía a Eric Treadwell de vista, ¿no? —preguntó.

Cole se volvió hacia su subordinado, que miraba a Puller con el ceño fruncido.

—Responde a la pregunta, Lou.

—No —admitió Lou.

—¿Lo conoce algún otro policía?

—Ninguno me lo ha mencionado.

—¿Qué hora era?

Lou consultó una vez más sus apuntes.

—Poco después de las tres de la tarde. La verdad es que acabábamos de llegar aquí para atender la llamada.

—¿Había más vecinos alrededor?

—No, a esa hora no es muy probable. En Drake la gente trabaja, tanto los maridos como las esposas.

—Pero, por lo visto, ese vecino no.

—¿Adónde pretende llegar, Puller? —preguntó Cole—. ¿Intenta decir que ese vecino era el asesino? Pues en ese caso fue una estupidez que se quedase aquí, a charlar con la policía.

A modo de contestación, Puller señaló la casa.

—Ahora son más de las cinco de la tarde. En el camino de entrada hay dos automóviles. Ya estaban cuando llegué yo, a eso de las cuatro de la madrugada, y llevan ahí todo el día. De modo que aunque usted ha dicho que aquí todo el mundo trabaja, parece ser que esta casa es una excepción. Y en todas las demás casas hay gente en la calle, viendo lo que hacemos. Es normal. En cambio en esta no hay nadie, ni siquiera mirando por la ventana. Dadas las circunstancias, eso no es normal. —Se volvió hacia Lou—. El lunes, cuando estuvo hablando con ese tipo, ¿estaban los dos coches y la Harley aparcados en el camino de entrada?

Lou se echó la gorra hacia atrás y reflexionó unos instantes.

—Sí, me parece que sí. ¿Por qué?

—Acaba de decir que ese tipo le dijo que su mujer estaba aún en el trabajo. ¿Cuántos vehículos tienen?

—Mierda —murmuró Cole con un gesto de irritación y mirando ceñuda a Lou—. Vamos.

Cruzó la calle seguida por Puller y Lou. Llamó a la puerta, no contestó nadie, volvió a llamar.

Nada.

—El problema es que no tenemos una orden de registro. Y tampoco tenemos una causa probable para allanar la vivienda. Puedo intentar conseguir algo que… —Se interrumpió—. ¿Qué está haciendo?

Puller se había inclinado sobre la barandilla de la entrada y estaba mirando por la ventana.

—Conseguir una causa probable —respondió.

—¿Qué? —replicó Cole.

Puller desenfundó su M11.

—¿Pero qué está haciendo? —exclamó Cole.

Puller golpeó con su bota del cuarenta y ocho la madera de la puerta, y esta se hundió hacia dentro. Acto seguido terminó con el hombro lo que había iniciado con el pie. Penetró en la casa semiagachado y haciendo un barrido visual, con el arma paralela a los ojos. Dobló una esquina y se perdió de vista.

—Entren —dijo después—, pero manténganse alerta. Esto aún no está despejado.

Cole y Lou sacaron sus armas y entraron también. Al llegar a la esquina, se asomó y vio a Puller, que miraba algo fijamente.

—Hijo de puta —exclamó.