—¿He dicho algo que no debía? —preguntó Puller en voz baja, con la mirada fija en el rostro de ella, no en el cañón de la pistola. Cuando alguien te apunta con un arma, hay que mirarlo a los ojos; así se sabe cuál es su intención. Y la intención de la sargento Cole, a todas luces, era la de pegarle un tiro si decía lo que no debía decir o hacía un movimiento extraño.
—Debo de estar atontada por la falta de sueño.
—No entiendo.
—No tengo ni idea de si usted es quien dice ser. Usted es el único que ha dicho que trabaja en la CID. No debería haberle dado permiso para que irrumpiera en la escena del crimen. Que yo sepa, usted ha matado a Larry Wellman y después se ha inventado la historia de que ha visto a alguien. Tal vez sea un espía que pretende robar lo que había en el maletín y en el ordenador de este hombre.
—Mi coche está fuera, y lleva matrícula del Ejército.
—A lo mejor no es su coche. A lo mejor lo ha robado.
—Tengo documentación.
—Eso es lo que quería oír. —Agitó el revólver—. Enséñemela, muy despacio.
Cole retrocedió ligeramente. Puller se fijó en que había adoptado una posición de disparo estándar, la posición Weaver, denominada así por un ayudante de sheriff de un condado de California que revolucionó las competiciones de tiro a finales de la década de 1950: los pies separados a la misma distancia que los hombros, las rodillas fijas, el pie paralelo al arma ligeramente más retrasado que el otro. Pensaba emplear el clásico movimiento de empujar y tirar para controlar el retroceso en el momento del disparo. Puller vio que tenía fijado el brazo dominante, pero que no había hecho lo mismo con la mano. Por culpa de eso, cuando disparase le temblaría el agarre. En cambio empuñaba la Cobra como si la conociera bien. Y aunque la posición no fuera perfecta, a aquella distancia era más que suficiente para derribarlo de un único tiro.
Introdujo tres dedos en el bolsillo de la camisa y extrajo la documentación.
—Ábrala por mí —ordenó Cole—. Primero la placa, luego la tarjeta.
Puller obedeció. Cole estudió la fotografía y volvió a mirarlo. Entonces bajó el arma.
—Lo siento.
—Yo habría hecho lo mismo.
Cole enfundó el revólver.
—En cambio usted no me ha pedido la documentación a mí.
—La llamé para que viniera aquí. Su nombre y su número figuraban en el archivo oficial del Ejército. El Ejército no comete esa clase de errores. También la vi apearse de su camioneta, llevaba la placa en el cinturón. Cuando la agarré y usted gritó, reconocí la voz: era la misma que había oído por teléfono.
—Pero yo todavía tenía ventaja sobre usted —le recordó Cole.
—Puede que no tanta como creía. —Le enseñó el cuchillo KA-BAR que sostenía en la otra mano, oculto por el antebrazo—. Así y todo, es probable que de todas formas usted hubiera logrado disparar, solo por reflejo. En cuyo caso habríamos muerto los dos. —Volvió a guardarse el cuchillo en la funda que llevaba al cinto—. Pero no ha pasado nada.
—No le he visto sacar ese cuchillo.
—Lo saqué antes de que usted desenfundara el revólver.
—¿Por qué?
—Vi cómo me miró, después miró la Cobra y por último los cadáveres. No me resultó demasiado difícil deducir lo que estaba pensando.
—Entonces, ¿por qué no me amenazó con su pistola?
—Cuando saco mi pistola es porque tengo la intención de usarla. No deseaba empeorar una situación ya de por sí incómoda. Sabía que usted me pediría que le mostrase la documentación. Tenía el cuchillo como reserva, por si acaso usted tenía alguna otra cosa en mente. —Volvió a mirar los cadáveres—. ¿Qué me dice de los chicos?
Cole dio un paso al frente, sacó unos guantes de látex de su cortavientos, se los puso, agarró al joven por la nuca y lo inclinó hacia delante como unos diez grados. A continuación, con la mano libre señaló un punto situado junto a la base del cuello.
Puller iluminó la zona con su Maglite y vio el gran hematoma de color morado.
—Le han aplastado el tallo cerebral. —Volvió a dejar caer el cadáver hasta la posición anterior—. O eso parece.
—¿Con la chica han hecho lo mismo?
—Sí.
—A juzgar por el estado de los cadáveres, llevarán muertos más de veinticuatro horas, aproximadamente, pero menos de treinta y seis. ¿Su experto ha hecho un cálculo más exacto?
—Más o menos veintinueve horas, se ha acercado usted bastante.
Puller consultó su reloj.
—¿Por lo tanto los mataron alrededor de las doce de la noche del domingo?
—Así es.
—Y el cartero los encontró el lunes, poco después del mediodía. De modo que para esa hora ya debía de haberse iniciado el rigor mortis. ¿Puede usted confirmar ese detalle, como referencia adicional?
—Sí.
—¿Advirtió el cartero algo sospechoso?
—¿Se refiere a después de vomitar cuatro veces en el césped de la entrada después de haber visto esto? No, la verdad es que no. Para entonces hacía mucho que se habían ido los asesinos.
—Sin embargo, han regresado esta noche. De hecho han matado a un policía. ¿Hay alguna otra herida o marca?
—Como puede ver, no los hemos desnudado, pero los hemos examinado bastante a fondo y no hemos encontrado nada. Claro que cuando a una persona le aplastan el tallo cerebral, se muere.
—Sí, hasta ahí llego. —Puller estaba recorriendo la habitación con la mirada—. Pero uno tiene que saber lo que hace. Golpear en el punto exacto, de lo contrario deja a la víctima incapacitada pero no muerta.
—Entonces ha sido obra de un profesional.
«O de un militar», pensó Puller. «¿Y si esto hubiera sido un soldado que mata a otro?»
—Quizá —contestó—, o un golpe de suerte. —Observó a la chica—. Pero no se tiene suerte dos veces. No los mataron aquí, por lo menos al coronel y a su mujer.
Cole se apartó un poco del sofá y examinó la moqueta.
—Ya, las manchas de sangre. Aquí no hay ninguna. Claro que lo del sótano es otra historia.
—Ya me percaté cuando estuve abajo.
—A propósito, necesito ver a Larry.
A Puller le pareció que a la sargento se le quebraba la voz, aunque había intentado hablar empleando un tono de naturalidad.
—¿Puede hacerme antes un favor?
—¿Cuál?
—Llame a la comisaría y ordene que precinten el maletín y el portátil del coronel.
Cole obedeció. En cuanto hubo cerrado el teléfono, Puller le dijo:
—Sígame.
Siguió a Puller escalera abajo. Este la condujo hasta el lugar en que colgaba el policía. El cadáver había descendido otro poco más, y su cazadora negra casi tocaba el hormigón.
Mientras la sargento examinaba al muerto, Puller la observó. Esta vez no derramó lágrimas. Detectó un leve temblor en la cabeza. Estaba interiorizándolo. Seguramente le daba vergüenza haber llorado delante de él. Y después se le había quebrado la voz. No tenía por qué sentir vergüenza; él había visto morir a varios amigos, a muchos, y nunca era un trago fácil. Al contrario, cada vez se hacía más difícil. Uno creía que iba perdiendo la sensibilidad, pero era tan solo una idea ilusoria. El hueco que se le formaba a uno en la mente no hacía sino agrandarse, con lo cual cada vez cabía más mierda en él.
Cole dio un paso atrás.
—Pienso atrapar al que ha hecho esto —dijo.
—Ya lo sé.
—¿Podemos bajarlo? No quiero dejarlo aquí colgado, como un maldito cerdo abierto en canal.
Puller examinó la nuca del agente muerto.
—Podemos cortar la cuerda por el lado contrario del nudo, para preservarlo. Pero concédame un segundo.
Fue rápidamente hasta su coche, cogió su mochila y volvió al sótano. A continuación sacó una porción grande de plástico y una escalera de mano.
—Voy a envolver el cadáver con esto para salvaguardar cualquier huella que haya, después lo sostendré en vilo mientras usted se sube a la escalera y corta la cuerda. Recuerde que debe cortar por el lado contrario del nudo. Puede utilizar mi cuchillo.
Llevaron a cabo la tarea sin un solo tropiezo, y el cadáver envuelto en plástico cayó en los fuertes brazos de Puller. Este lo depositó de espaldas en el suelo mientras Cole bajaba de la escalera.
—Encienda esa luz de ahí —dijo Puller, señalando un interruptor que había en la pared.
Se hizo la luz y Puller examinó el cuello de Wellman.
—Carótida y yugular comprimidas. Es probable que el hueso hioides esté fracturado. La autopsia lo confirmará. —Luego indicó varias manchas que se apreciaban en el cuello del muerto—. Vasos sanguíneos rotos. Significa que todavía estaba vivo cuando lo colgaron.
Con sumo cuidado, volvió de costado el cadáver para poder ver las manos atadas.
—Busque heridas defensivas o restos que hayan quedado bajo las uñas. Si tenemos suerte, es posible que encontremos algo de ADN.
Cole utilizó para ello la Maglite de Puller.
—No veo nada. No lo entiendo. Larry debería haberse defendido. También puede ser que el asesino limpiara después los restos.
—Me parece que es posible que la explicación se encuentre aquí. —Puller señaló un poco de sangre seca que había en el cabello del muerto—. Lo dejaron inconsciente antes de colgarlo.
Sacó de la mochila un termómetro, lo pasó por la frente de Wellman y leyó lo que marcaba.
—Un poco menos de cinco grados por debajo de lo normal. —Rápidamente hizo los cálculos—. Lleva muerto unas tres horas. Así que fue como a las dos y media.
De repente oyeron vehículos que se detenían frente a la casa.
—Ha llegado la caballería —dijo Puller.
Cole miró a su colega.
—Se ve que sabe lo que hace —le dijo en voz queda, mirando fijamente al muerto.
—Estoy aquí para ayudar, si así lo quiere. Usted decide.
—Sí quiero. —La sargento dio media vuelta y se encaminó hacia la escalera.
—Sé que ya ha procesado la escena —le dijo Puller—, pero me gustaría hacerlo yo de nuevo. —Y agregó—: No es mi intención pisar profesionalmente a nadie, pero hay ciertas personas ante las que debo responder. Y que esperan que nuestras investigaciones se procesen de determinada manera.
—Por mí no hay inconveniente, mientras agarremos al hijo de puta que ha hecho esto.
Y acto seguido comenzó a subir la escalera.
Puller observó un instante el policía muerto y después las paredes del fondo; junto a ellas se habían acumulado restos de sangre y de tejidos que revelaban que allí habían ejecutado a los Reynolds adultos.
Porque la única forma de entender aquello era como una ejecución. Al hombre le habían disparado en la cabeza, a la mujer en el torso. Le gustaría saber el motivo de que les hubieran dado un tratamiento distinto. Y a los hijos no les habían disparado. En las ejecuciones en masa se solía emplear el mismo método para dar muerte. Cambiar de arma implicaba perder tiempo, un tiempo muy valioso. Y todavía llevaba más tiempo matar y luego trasladar los cadáveres. A lo mejor aquel asesino disponía de todo el tiempo del mundo.
Puller volvió a mirar el cadáver de Wellman.
Todos los asesinatos se parecían, en el sentido de que aparecía muerta una persona por causa violenta. Sin embargo, aparte de aquel factor, todo lo demás era diferente. Y resolverlo era como tratar el cáncer: lo que funcionaba en un caso casi nunca funcionaba en el otro. Todos requerían una solución singular.
Se alejó de aquel lugar y subió a reunirse con Cole.