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A lo largo del viaje a Virginia Occidental, Puller había llamado varias veces al agente de policía encargado de la investigación y le había dejado múltiples mensajes. Pero no había recibido ninguna respuesta. Quizá la policía de allí no iba a mostrarse tan colaboradora como había sugerido su SAC. O quizá fuera que se sentían abrumados tras haberse encontrado con cuatro cadáveres y un gigantesco rompecabezas forense. En tal caso, Puller no podía reprochárselo.

El motel era un edificio de una sola planta, construido alrededor de un patio central. Cuando se dirigía a su habitación, pasó junto a un joven que yacía inconsciente en una franja de césped, cerca de una máquina de Pepsi que estaba encadenada a un poste metálico, a unos diez metros de la oficina. Puller lo examinó buscando posibles heridas, pero no encontró ninguna. Se cercioró de que tenía pulso, percibió el olor a alcohol que despedía su aliento y siguió a lo suyo. Entró con el petate en su habitación, una estancia de apenas cuatro metros de largo por otros cuatro de ancho. Tenía un cuarto de baño tan minúsculo, que situándose de pie en el centro podía tocar fácilmente las dos paredes opuestas a la vez.

Se preparó un poco de café del que llevaba él mismo, empleando su filtro portátil, una costumbre que había adoptado cuando desempeñaba misiones en el extranjero. Se sentó en el suelo con el expediente abierto enfrente. Leyó los números, sacó el teléfono móvil y marcó.

La voz era femenina y soñolienta.

—Diga.

—Con Sam Cole, por favor.

—Al habla.

—¿Sam Cole? —repitió Puller, elevando el tono.

La voz se tornó rígida y se puso más alerta.

—Es la forma abreviada de Samantha. ¿Quién demonios llama? ¿Y tiene idea de la hora que es?

Puller advirtió que el acento local se hacía más pronunciado a causa de la irritación.

—Son las 0320. O, para un civil, las tres y veinte.

Una larga pausa. Puller se imaginó el cerebro de la mujer procesando aquella información para traducirla a algo que resultara comprensible.

—Maldición, usted pertenece al Ejército, ¿verdad? —Ahora la voz era cálida y atractiva.

—Me llamo John Puller. Soy agente especial de la CID y pertenezco al Grupo 701 de la Policía Militar de Quantico, Virginia —recitó como una metralleta, tal como había hecho millones de veces.

Imaginó a su interlocutora sentada en la cama. Se preguntó si estaría sola. No se oían murmullos masculinos al fondo, en cambio sí se oyó la percusión de un encendedor Zippo seguido de unos segundos de silencio. Después hubo una inhalación de aire y una prolongada expulsión de humo.

—¿No conoce la advertencia de las autoridades sanitarias, señora Cole?

—Sí, la tengo aquí mismo, en la cajetilla. ¿Por qué demonios me llama usted en mitad de la noche?

—Porque figura usted en mi expediente como agente responsable. Acabo de llegar al pueblo, y necesito actuar con rapidez. Y que conste que en las seis últimas horas la he llamado cuatro veces y le he dejado un mensaje cada vez. Pero no he obtenido respuesta.

—He estado ocupada, ni siquiera he mirado el teléfono.

—Estoy seguro de que ha estado ocupada, señora —dijo Puller, y pensó: «Y también estoy seguro de que sí ha mirado el teléfono, pero no se ha molestado en devolverme la llamada». Pero enseguida recordó la advertencia de White: «No te pelees».

—Lamento haberla sacado de la cama, señora. Pensé que a lo mejor estaba todavía en la escena del crimen.

—He estado todo el día y parte de la noche trabajando en ese asunto —replicó ella—. Hace una hora que me he acostado.

—Lo cual significa que yo tengo mucho material que poner al día. Pero puedo llamarla más tarde.

Oyó que la mujer se levantaba, tropezaba y lanzaba una palabrota.

—Señora, ya digo que puedo llamar más tarde. Vuelva a la cama.

—¿Quiere callarse un momento? —saltó ella.

—¿Cómo dice? —replicó Puller.

—¡Tengo que mear!

Oyó cómo caía el teléfono al suelo. Siguieron unas pisadas. Luego una puerta que se cerraba, de manera que no llegó a oír cómo se aliviaba Cole. Transcurrió otro minuto más. Pero no estaba perdiendo el tiempo, estaba releyendo el informe.

Cole volvió al teléfono.

—Podemos quedar allí a las siete… perdone, a las cero, siete, cero, cero de la mañana, o como demonios lo digan ustedes.

—Las cero, siete, cero, cero, Julieta.

Se oyó otra larga inhalación y otra expulsión de humo.

—¿Cómo que Julieta? Le he dicho que me llamo Sam.

—Significa que es la hora local con el horario de verano. Si estuviéramos en invierno y siguiéramos el horario estándar del este del país, se diría cero, siete, cero, cero, Romeo.

—¿Romeo y Julieta? —dijo ella en tono escéptico.

—En contra de lo que popularmente se cree, el Ejército de Estados Unidos posee sentido del humor.

—Adiós, Puller. Ah, y para que lo sepa, soy sargento Cole, no señora. Ni tampoco Julieta. Romeo.

—Entendido, sargento Cole. Nos vemos a las cero, siete. Estoy deseando trabajar con usted en este caso.

—Bien —gruñó ella.

Se la imaginó arrojando el teléfono al otro extremo de la habitación y volviendo a meterse en la cama.

Colgó el teléfono, se bebió el café y se puso a examinar el informe página por página. Al cabo de treinta minutos sacó las armas, metió una de las M11 en la sobaquera frontal y la otra en una funda que llevaba sujeta al cinturón en la parte de atrás. Después de haberse abierto paso a tiros por Oriente Medio, tenía la sensación de que nunca llevaba demasiadas armas encima. Se puso un cortavientos, salió de la habitación y cerró la puerta con llave.

El joven que antes estaba tumbado en la hierba ahora se encontraba sentado y mirando en derredor con expresión de desconcierto. Puller se acercó a él y le echó una ojeada.

—No te vendría mal pensarte un poco lo de beber tanto. O por lo menos buscarte un sitio que tenga techo.

El joven alzó la vista hacia él.

—¿Quién diablos es usted?

—John Puller. ¿Y tú?

El joven se pasó la lengua por los labios como si ya tuviera necesidad de beber otro trago.

—¿Tienes nombre? —insistió Puller.

El joven se puso de pie.

—Randy Cole —contestó, limpiándose las manos en el pantalón vaquero.

Puller se detuvo en aquel apellido y pensó en la posibilidad que resultaba obvia, pero prefirió guardárselo para sí.

Randy Cole era un joven atractivo y parecía encontrarse al final de la veintena. Mediría uno setenta y cinco y poseía una constitución delgada y fibrosa. Era probable que bajo la camiseta luciera unos abdominales bien firmes. El cabello era castaño y rizado, y las facciones fuertes y bien parecidas. No llevaba alianza en el dedo.

—¿Te alojas en el motel? —inquirió Puller.

Randy respondió con un gesto negativo.

—Soy de aquí. En cambio, usted no.

—Ya sé que yo no.

—Entonces, ¿qué está haciendo en Drake?

—Temas de trabajo.

Randy soltó un bufido.

—Trabajo. No tiene usted pinta de trabajar en el carbón.

—Y así es.

—¿Entonces?

—Temas de trabajo —repitió Puller en un tono que indicaba que no pensaba dar más explicaciones—. ¿Tienes coche? ¿Estás en condiciones de conducir?

—Me encuentro bien —respondió Randy saliendo de entre los arbustos.

—¿Seguro? —insistió Puller—. Si necesitas ir a alguna parte, yo puedo llevarte.

—Ya le he dicho que me encuentro bien.

Pero se tambaleó y se agarró la cabeza con las manos. Puller lo ayudó a mantenerse en pie.

—A mí no me parece que te encuentres bien del todo. Las resacas son traicioneras.

—No estoy seguro de que lo mío sea una resaca. Sufro dolores de cabeza.

—Deberías hacértelo mirar.

—Por supuesto, pienso ir a ver a los mejores médicos del mundo. Les pagaré en efectivo.

—En fin —dijo Puller—, espero que la próxima vez encuentres una cama en la que dormir.

—Bueno, a veces es mucho mejor la hierba que una cama. Depende de con quién se la comparta, ¿no cree?

—Sí —respondió Puller.

Puller puso rumbo oeste, siguiendo las indicaciones del GPS, pero en realidad estaba haciendo caso a su brújula interior. La tecnología estaba muy bien, pero era mejor usar la cabeza. La tecnología a veces fallaba, en cambio la cabeza no, a no ser que te la atravesaran con una bala, en cuyo caso uno tenía problemas mucho más graves que perderse.

De nuevo se preguntó si Randy Cole estaría emparentado con Samantha. Una policía y un borracho. No era un caso tan insólito. En ocasiones, el policía era también el borracho.

Cuarenta minutos más tarde, después de maniobrar por caminos en los que apenas cabía un automóvil, de luchar con trazados en zigzag y de perderse en una ocasión, llegó a la calle que estaba buscando. Según su brújula interior, había tardado cuarenta minutos en recorrer unos diez kilómetros, y se fijó en que el GPS coincidía con él. En aquel terreno montañoso no había vías rectas, y ni una sola vez había puesto el Malibu a más de sesenta y cinco por hora.

Aminoró y miró en derredor. Le vino a la memoria uno de los credos de la CID: Mirar. Escuchar. Olfatear.

Hizo una inspiración profunda. Todo estaba a punto de empezar.

Otra vez.