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—En esto está usted solo, Puller.

John Puller estaba sentado al otro lado de la mesa frente a Don White, que era el SAC, también conocido como el agente especial responsable de la sede de Quantico de la División de Investigación Criminal. Durante varios años dicha sede había estado situada más al norte, en Fort Belvoir, Virginia. Después, los encargados del realineamiento y la clausura de bases decidieron juntar las oficinas de la CID con todas sus ramas en Quantico, que también era donde estaban radicados la Academia del FBI y el Cuerpo de Marines.

Puller hizo una breve parada en su apartamento, situado fuera de la base, para recoger unas cuantas cosas y ver qué tal estaba su gato, un minino gordo y de pelaje anaranjado y marrón al que había puesto el nombre de Desertor, porque siempre se ausentaba sin esperar a que él le concediera permiso. Desertor primero maulló y después le enseñó los dientes, aunque luego se frotó contra su pierna y, arqueando el lomo, le permitió que le acariciara con una mano.

—Tengo un caso, Desertor. Ya volveré a casa. Tienes el agua, la comida y la caja de arena en los sitios de siempre.

El minino maulló para indicar que había entendido y después se fue caminando sin hacer ruido. Aquel gato había entrado por casualidad en su vida unos dos años antes, y contaba con que en algún momento volvería a salir de ella de la misma forma.

En el teléfono fijo del apartamento había varios mensajes. Conservaba aquella línea únicamente por si acaso se iba la luz y el móvil se quedaba sin batería. Solo hubo un mensaje que escuchó de principio a fin.

Se sentó en el suelo y lo reprodujo dos veces más.

Era su padre.

El teniente general Puller, apodado John el Peleón, era uno de los mayores guerreros de Estados Unidos y antiguo comandante de Screaming Eagles, la legendaria 101.ª División Aerotransportada del Ejército. Ya no estaba en el Ejército y ya no era líder de nada, pero ello no implicaba que estuviera dispuesto a aceptar ninguna de dichas realidades. De hecho, no las aceptaba. Lo cual, naturalmente, implicaba que no vivía dentro de la realidad.

Todavía impartía órdenes a su hijo pequeño como si ocupara el puesto más alto de la cadena de mando de barras y estrellas y su hijo se encontrara en el puesto más bajo. Era probable que ni siquiera se acordara de lo que había dicho en el mensaje. O que ni siquiera recordara haber llamado por teléfono. También era posible que la próxima vez que Puller lo viera sacase aquello a colación y castigase a su hijo por no haber ejecutado la orden recibida. El viejo era en la vida civil tan imprevisible como lo había sido en el campo de batalla. Lo cual lo convertía en un adversario de los más difíciles. Si había algo que temiera un soldado era un adversario al que resultaba imposible ver venir, un enemigo que estuviera más que dispuesto a hacer lo que fuera necesario, por más extravagante que resultara, con tal de ganar. John Puller el Peleón había sido un guerrero así, y en consecuencia había ganado muchas más veces de las que había perdido, y actualmente sus tácticas constituían una referencia fija en la metodología de entrenamiento del Ejército. Todo futuro líder estudiaba su figura en la Academia y difundía las tácticas de combate de Puller por todos los sectores del universo del Ejército.

Borró el mensaje. Su padre iba a tener que esperar.

La siguiente parada era la sede de la CID.

La CID había sido creada en Francia por el general Pershing, apodado Black Jack, durante la Primera Guerra Mundial. En 1971 se convirtió en un importante mando del Ejército, cuyo responsable era un oficial de una estrella. En todo el mundo había casi tres mil personas asignadas a la CID, novecientas de las cuales eran agentes especiales como John Puller. Constituía una estructura de mando centralizada y vertical: en lo más alto se situaba el secretario para el Ejército y en lo más bajo, los agentes especiales, y entremedias había tres capas de burocracia. Era una lasaña formada por demasiados pisos, en opinión de Puller.

Se concentró en su SAC.

—Cuando tiene lugar un homicidio cometido fuera del puesto, por lo general desplegamos algo más que un equipo de un solo hombre, señor.

—Estoy intentando enviar a varios de ustedes al sitio en cuestión de Virginia Occidental —repuso White—, pero en este momento no parece que sea una buena idea.

Puller formuló ahora la pregunta que lo tenía preocupado desde que lo informaron del encargo.

—El 3.er Grupo de la Policía Militar tiene el 1000.º batallón en Fort Campbell, Kentucky. Virginia Occidental es su área de responsabilidad. Ellos pueden investigar tan bien como nosotros el homicidio de un coronel.

—La persona asesinada pertenecía a la Agencia de Inteligencia de Defensa. Los sectores sensibles requieren la actuación «callada y profesional» del Grupo 701. —White sonrió al citar la descripción que a menudo se daba al personal investigador, sumamente entrenado, del Grupo 701 de la CID.

Puller no le devolvió la sonrisa.

—Fort Campbell —prosiguió White—. Ahí es donde se encuentra estacionada la 101, la antigua división de su padre, la Screaming Eagles.

—De eso hace mucho tiempo, señor.

—¿Qué tal le va al viejo?

—Le va, señor —respondió Puller en tono cortante. No le gustaba hablar de su padre con nadie, a excepción de su hermano. E incluso con su hermano la conversación consistía en unas cuantas frases, a lo sumo.

—Bien. Sea como fuere, los investigadores sobre el terreno del 701 son los mejores de los mejores, Puller. Usted no ha sido asignado a este puesto como otros grupos, usted ha sido nombrado.

—Entendido. —Le gustaría saber cuándo iba a decidirse el SAC a decirle algo que él no supiera ya.

White deslizó una carpeta sobre el tablero metálico de la mesa.

—Aquí tiene los preliminares. El oficial de guardia anotó la información inicial. Antes de empezar, consulte con el jefe de su equipo. Se ha formulado un plan de investigación, pero tiene usted libertad para actuar a discreción, basándose en lo que vaya encontrando sobre el terreno.

Puller cogió el expediente que le ofrecían, pero mantuvo la vista fija en el SAC.

—¿Podría facilitarme un resumen, señor?

—El fallecido era el coronel Matthew Reynolds. Como he dicho, pertenecía a la Agencia de Inteligencia de Defensa, la DIA. Estaba ubicado en el Pentágono. Su domicilio se encuentra en Fairfax City, estado de Virginia.

—¿Tenía alguna relación con Virginia Occidental?

—De momento no se le conoce ninguna. Pero ha sido identificado sin posibilidad de duda, de modo que sabemos que es él.

—¿Qué función desempeñaba en la Agencia de Inteligencia? ¿Existe algo que pueda estar relacionado con esto?

—La DIA tiene fama de ser muy discreta respecto de lo que su gente es y lo que su gente hace. Pero nos hemos enterado de que Reynolds estaba a punto de jubilarse y entrar en el sector privado. Si a efectos de esta investigación necesitásemos informarle a usted al respecto, le informaremos.

«¿Sí?», pensó Puller.

—¿Cuál era oficialmente la función que desempeñaba Reynolds en la Agencia?

El SAC se removió un poco en su asiento.

—Dependía directamente del vicepresidente del J2.

—El J2 es un oficial de dos estrellas, ¿no? Tengo entendido que proporciona diariamente información de inteligencia al presidente de los jefes del Estado Mayor.

—Así es.

—Habiendo sido asesinado un tipo así, ¿cómo es que no se ocupa de ello la Agencia? ¿Tienen investigadores con placa?

—Lo único que puedo decirle es que esta misión nos ha sido asignada a nosotros. Concretamente, a usted.

—Y si capturamos al culpable, ¿se nos colará entonces la DIA, o más probablemente el FBI, para exhibirlo ante los medios de comunicación?

—Yo diría que no.

—¿De modo que en este caso la DIA piensa quedarse al margen?

—Como digo, me limito a transmitirle la información que tengo.

—Está bien, ¿sabemos adónde pensaba ir el coronel cuando abandonara el servicio?

White respondió con un gesto negativo.

—Eso aún no lo sé. Puede usted consultar directamente al superior que tenía Reynolds en la Agencia, para que le facilite detalles concretos. El general Julie Carson.

Puller decidió decirlo en voz alta:

—Por lo visto, sí que voy a tener que informarme para llevar a cabo la labor de investigación, señor.

—Veremos.

Esta respuesta era una tontería, y Puller se percató de que White la había expresado sin mirarlo a los ojos.

—¿Ha habido alguna víctima más? —inquirió.

—La esposa y los dos hijos. Todos muertos.

Puller se reclinó en su asiento.

—Bien. Cuatro muertos, probablemente será una escena del crimen complicada, y la investigación se extenderá también a la DIA. En un caso así, normalmente enviaríamos por lo menos a cuatro o seis personas acompañadas de un importante apoyo técnico. Puede que incluso llamáramos a varios cuerpos del USACIL —agregó, refiriéndose al Laboratorio de Investigación Criminal, ubicado en Fort Gillem, Georgia—. Necesitaríamos esa mano de obra solo para procesar las pruebas como es debido. Y después otro equipo que se ocupase de la parte de la Agencia de Inteligencia.

—Opino que ha dado usted con el término apropiado.

—¿A cuál se refiere?

—Al de «normalmente».

Puller volvió a echarse hacia delante.

—Y, normalmente, en una oficina tan grande como la del 701 yo recibiría el encargo del jefe de mi equipo, no del SAC, señor.

—Así es. —White no parecía estar por la labor de dar más explicaciones.

Puller bajó la vista al expediente. Era obvio que se esperaba que averiguase aquello él solito.

—El mensaje del contestador decía que había sido una carnicería.

White asintió.

—Así es como se ha descrito. Desconozco cuántos homicidios tienen en Virginia Occidental, pero imagino que este ha sido bastante sangriento. Sea como fuere, seguro que usted habrá visto cosas mucho peores en Oriente Medio.

Puller no hizo ningún comentario al respecto. Igual que con el tema de su padre, no acostumbraba hablar de las misiones que había llevado a cabo en el desierto.

—Dado que el crimen se ha cometido fuera de las instalaciones —continuó White—, de la investigación se está encargando la policía local. El ámbito es el rural, y según tengo entendido no cuentan con un detective de homicidios oficial; la investigación correrá a cargo de agentes uniformados. Procede actuar con tacto. En realidad no tenemos razones para involucrarnos hasta que se determine que el asesino ha sido un militar. Y debido al puesto que ocupaba Reynolds, quiero que nos involucremos por lo menos a modo de investigación colateral. Y para ello tenemos que procurar no pelearnos con los de allá.

—¿Existe en la zona alguna instalación de seguridad en la que yo pueda almacenar pruebas?

—El Departamento de Seguridad Nacional posee un lugar seguro como a cincuenta kilómetros de allí. Hay una segunda persona destinada para presenciar la apertura y el cierre de la caja fuerte. Le he conseguido a usted una autorización.

—Supongo que aún tendré acceso al USACIL.

—Sí, lo tiene. Y también hemos efectuado una rápida llamada telefónica a Virginia Occidental. No han expresado ninguna objeción a que participe la CID. Ya se ocuparán luego los abogados de la documentación necesaria.

—A los abogados se les da muy bien eso, señor.

White lo miró fijamente.

—Pero nosotros somos el Ejército, de manera que, además de actuar con tacto, también es preciso que lo hagamos de vez en cuando con fuerza. Y tengo entendido que usted es capaz de emplear tanto el uno como la otra.

Puller no dijo nada. Había pasado toda su carrera militar tratando con oficiales. Unos eran buenos, otros eran idiotas. Respecto al que tenía ahora enfrente, todavía no había tomado una decisión.

—Llevo aquí solo un mes —dijo White—, me destinaron a este puesto cuando suprimieron las actividades en Fort Belvoir. Todavía estoy adaptándome. En cambio usted lleva cinco años haciendo esto.

—Ya va para seis.

—Todas las personas que cuentan me han dicho que usted es el mejor que tenemos, aunque un tanto heterodoxo. —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa—. Estoy seguro de que no es necesario que le diga que en las altas esferas tienen mucho interés por este caso, Puller. Me refiero incluso a más arriba del secretario para el Ejército, a los pasillos civiles de Washington.

—Entendido. Pero he investigado casos que tenían que ver con Inteligencia de Defensa y que se llevaron a cabo dentro de los parámetros normales. Si tanto interés tienen en esos niveles, debe de ser porque el coronel Reynolds tenía algo más de poder político en el puesto que ocupaba en el Pentágono. —Calló unos instantes—. O puede que estuviera más enfangado.

—Es posible que sea usted tan bueno como pregonan —sonrió White.

Puller lo miró a los ojos y pensó: «Y también es posible que me convierta en una excelente cabeza de turco si todo esto se va a la mierda».

—Así que lleva ya casi seis años haciendo esto —dijo White.

Puller continuó sin decir nada. Creía saber adónde iba a parar aquello, porque ya les había ocurrido lo mismo a otros. Y lo siguiente que dijo White le demostró que no se equivocaba:

—Usted posee formación universitaria. Habla francés, alemán y un italiano pasable. Su padre y su hermano son oficiales.

—Eran oficiales —corrigió Puller—. Y la única razón por la que hablo esos idiomas es porque mi padre estuvo destinado en Europa cuando yo era pequeño.

White no dio señales de haberlo escuchado.

—Sé que fue toda una estrella en la clase de entrenamiento físico de la USAMPS —empezó, refiriéndose a la Academia de la Policía Militar que había en Fort Leonard Wood, Misuri—. Y que siendo policía militar ha expulsado a todos los soldados borrachos de todas partes del mundo. Ha resuelto casos casi en todos los lugares por los que ha pisado el Ejército. Además, posee autorización para acceder a expedientes de Máximo Secreto y a SCI. —Hizo una pausa—. Aunque lo que hizo su hermano estuvo a punto de quitarle todo eso.

—Yo no soy mi hermano. Y todas mis autorizaciones fueron renovadas.

—Ya lo sé. —White guardó silencio y tamborileó con los dedos sobre el brazo de la silla.

Puller no dijo nada. Sabía lo que venía a continuación. Porque siempre era lo mismo.

—Con todo esto, ¿cómo es que no fue a West Point, Puller? ¿Y por qué escogió la CID? Posee un historial militar realmente excelente. Las máximas calificaciones en la Academia de los Rangers. Una hoja de servicios excepcional en combate. En el campo de batalla es un líder. Su padre obtuvo cuarenta y nueve medallas importantes a lo largo de treinta años y es una leyenda del Ejército. Usted ha cosechado casi la mitad en seis misiones de combate en Iraq y en Afganistán. Dos de plata, una de las cuales le fue concedida mientras cumplía tres meses de baja por rehabilitación; tres de bronce por actos de heroísmo y otras tres púrpuras. Y además capturó a uno de los cincuenta y dos individuos más buscados de Iraq, ¿me equivoco?

—Al cinco de espadas, señor —repuso Puller.

—Exacto. De modo que posee usted estrellas y cicatrices más que suficientes. Al Ejército le encanta eso. Es usted un semental provisto de un pedigrí militar impecable. Si se hubiera quedado en los Rangers, sería un firme candidato para alcanzar el puesto más alto del escalafón. Si hubiera ido a West Point, a estas alturas sería ya teniente coronel o incluso coronel. Y podría haber llevado al menos dos estrellas en el hombro antes de abandonar el Ejército. Diablos, puede que hasta tres como su padre, si hubiera sabido jugar bien el juego de la política. En la CID se llega como máximo a sargento. Y mi predecesor me dijo que la única razón por la que solicitó usted el rango de oficial técnico fue porque los sargentos se pasan la vida con el culo pegado a la silla en una oficina, mientras que los oficiales siguen trabajando sobre el terreno.

—No me gustan mucho las oficinas, señor.

—De modo que aquí está usted, en la CID. En el sector más bajo de las barras y las estrellas. Y no soy el primero que se pregunta el motivo de ello, soldado.

Puller posó la mirada en las condecoraciones que lucía el SAC. White vestía uno de los nuevos uniformes azules Clase B del Ejército que con el paso del tiempo estaban reemplazando a los antiguos de color verde. Para todo militar, las cintas y medallas que llevaba en el pecho eran el ADN de su carrera. Para un ojo experto, aquello lo decía todo, nada que fuera significativo podía ocultarse. Desde el punto de vista del combate, en la trayectoria de White no había nada digno de mención, ni tampoco se veía ninguna distinción púrpura ni medalla al valor. Desde luego, las cintas eran numerosas y resultarían impresionantes para un profano, pero a Puller le decían que aquel hombre era esencialmente un animal de despacho y que solo disparaba un arma cuando necesitaba renovar el permiso.

—Señor —dijo Puller—, me gusta estar donde estoy. Me gusta el modo en que he llegado a estar donde estoy. Y actualmente constituye un detalle insignificante. Es lo que es.

—Supongo que sí, Puller, supongo que sí. Hay quien diría que es usted de los que rinden menos de lo esperado.

—Puede que sea un defecto de mi manera de ser, pero nunca me ha preocupado lo que piense la gente de mí.

—También me han comentado ese detalle.

Puller lo miró fijamente.

—Sí, señor. En mi opinión, el caso corre prisa.

White se volvió hacia la pantalla de su ordenador.

—Pues coja sus cosas y váyase.

Cuando White volvió a mirar un momento después, Puller ya se había ido.

No lo había oído marcharse. Se reclinó un poco más haciendo crujir el sillón. A lo mejor era esa la razón de que le hubieran concedido tantas medallas; no se podía matar lo que no se veía venir.