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«El día de San Antonio

Se hicieron milagros dos

Pues empezó a reinar Dios,

Y el Rey echó al demonio».

Uno de los tantos pasquines que por aquellos días

se colgaron en las puertas de Madrid

El amanecer del 17 de enero de 1643, día de San Antón, la expectación de todos los que sin tapujos habíamos expresado al rey nuestro parecer con respecto al tirano al fin fue consolada.

Al parecer, su majestad, incapaz de mirar directamente a los ojos al hombre que había dirigido todos sus actos desde que de ellos podría haber dispuesto libremente, optó por cobijarse en la discreta torre de la Parada para escribirle sin atreverse a despedirle a la cara.

Doña Isabel, más valerosa que su cohibido esposo, optó por no acompañarle a la cacería. Como la mayoría de nosotras, quería ser testigo de la reacción del valido al saber que su caprichoso pupilo se le rebelaba. En sutiles líneas el rey ordenaba a don Gaspar que declinase de todas las atribuciones que le tenía conferidas para retirarse definitivamente a donde le pareciese, y así mejor mirar por su salud y sosiego.

Eran las nueve de la mañana cuando, al mismo tiempo que don Felipe salía despavorido del alcázar, el tirano leía su billete. Para sorpresa de todos los que allí andábamos atisbando, leyó el pliego, lo plegó como si aquello en nada le atañese, llamó al notario Villanueva y se encerró como todas las mañanas en su despacho a solas para arreglar sus papeles.

El nerviosismo entre todas las que ansiábamos verle hundido en la miseria más absoluta se expandió como el fuego. ¿Habría el rey de verdad escrito esta carta, o simplemente era otra de sus argucias para dilatar una vez más lo inevitable? La seguridad de doña Isabel con respecto al contenido de la carta, al haber estado al lado de su señor mientras la escribía, disipó estas dudas, pero entonces… ¿Qué era lo que pasaba? ¿Cómo aquel hombre podía disimular y controlar sus sentimientos de tal manera?

Sólo había una posibilidad: quizá ignorándolo nosotras, el rey ya le hubiese escrito palabras semejantes en muchas ocasiones para a posteriori desistir de su propósito. No sería de extrañar, ya que su débil carácter flojeaba en cuanto encontraba el más mínimo escollo y el tirano era el que mejor le conocía.

Normalmente las damas de la reina jamás transitábamos por el corredor que había frente a las dependencias del tirano, pero aquel día cualquier disculpa era buena para recorrerlo de arriba abajo y hacer una breve parada justo junto a la guardia para fisgar lo que en el interior de aquella estancia acontecía. Yo misma pasé por allí dos veces, una por orden de la reina y la otra motu proprio. Ninguna de las dos fue fructífera.

Desesperadas, salimos a tomar el aire al patio, y allí fue precisamente donde algo nos llamó la atención, ya que al alzar la vista vimos que de la boca de la chimenea del conde duque salía mucho más humo que de las demás. ¡El condenado debía de estar quemando papel a mansalva!, deshaciéndose de todas las pruebas que pudiesen demostrar su nefasto valimiento.

Sólo el marqués de Santa Cruz, pasada la media mañana, le interrumpió momentáneamente en su destrozo al ir a despedirle. Al salir éste, la fumarada continuó hasta el anochecer sin que ningún miembro del Consejo se atreviese a indagar más de la cuenta.

Al día siguiente, toda la corte sabía de la noticia. Aquel domingo, las campanas de las iglesias tañían a desconfianza más que a alegría, y bastaban los dedos de una mano para contar a los pocos incautos que aún aseveraban que el tirano ya había dispuesto su salida hacia Loeches.

La Guevara nos asaltó en la calle, camino de misa, mostrándose sumamente indignada por la bondad que el rey había demostrado al desalojarle. La viuda se alegró al comprobar que al menos una de las conjuradas compartía su sentir. ¡Ni siquiera le había desterrado! Aquella despedida había sido tan grácil y honrosa que sonaba más a otra evasiva con que calmar la desazón del clamor popular. ¡Olivares, como mínimo, se merecía una pena de muerte tan severa o más que la que condenó a Rodrigo de Calderón! Sólo así los más desdichados podrían regodearse en ella. Estaba claro que ni la vieja nodriza ni la viuda terminaban de creérselo, y como ellas no había nadie en la corte que osase mentar esta resolución sino entre susurros, no fuese a ser falsa y el tirano, afianzado una vez más en su puesto, viniese después a vengarse.

El lunes la desesperanza fue aún mayor cuando comprobamos que, en vez de baúles saliendo de sus aposentos, eran los mismos consejeros que pocos días antes apoyaron nuestra decisión los que, embargados por el temor y la sumisión, entraban a despachar, incapaces de mantenerse fieles a sus principios y valores. La desilusión fue colmada cuando supimos que además don Gaspar les había convocado a todos sin excepción para presidir una junta de Estado que estaba prevista para aquel día y la mayoría suponíamos suspendida.

Para entonces lo único que mantenía vivo nuestro anhelo era el estado de nerviosismo que atenazaba a la mujer del valido. Doña Inés, incapaz de disimular su tristeza, andaba más pegada que nunca a la reina, correteando de un lado al otro a su vera como si se le fuese a escapar para siempre. La reina, ante semejante acoso, esperaba ansiosa a que el rey regresase. Era la única que aún parecía convencida de que en cuanto el monarca supiese lo que allí acontecía, pondría resolución a la falta de respeto que se le estaba demostrando. Su abatimiento fue total cuando comprobó que en vez de dirigirse inmediatamente a la sala del Consejo para detenerlo, subió a refugiarse en la torre.

Como todos sus consejeros, esquivaba al valido sin atreverse a hacerle frente. Al saberlo doña Isabel, corrió a su encuentro. En silencio la seguimos sin que nos lo impidiese. Sus mejillas, usualmente sonrojadas, estaban a punto de estallar; sus mandíbulas, tan apretadas que podrían haber incrustado sus dientes en las encías, y sus puños tan cerrados que al abrirlos sin duda las uñas le abrían descarnado las palmas. Los dos zaguanetes de la entrada, al verla, se cuadraron y apartaron para dejarle paso.

Entró en la estancia sin musitar palabra, se dirigió a una de las ventanas, la abrió con toda la rabia que traía contenida y, girándose enfurecida, miró a su esposo. Al sonido de los cristales rotos se le unió el cómplice clamor popular. Como hordas descontroladas en un campo de batalla, los gritos de la muchedumbre invadieron la paz de aquel refugio.

A esas horas, cientos de hombres, mujeres y niños se agolpaban a las puertas del alcázar a la espera de noticias; muchos de ellos habían pernoctado allí mismo, y a cada hora que transcurría sin recibir respuesta se envalentonaban más. El soberano tenía que haberlos visto al entrar, pero como siempre, rodeado de su guardia, los debió de ignorar.

Doña Isabel, en jarras como el resto del pueblo, esperaba una respuesta satisfactoria mientras el rey eludía mirarla directamente a los ojos. Incapaz de mantenerse quieta, se asomó.

—¡Miradlos, entre los de las primeras filas están los que ya sólo poseen una indigna vida por perder y ya ni siquiera eso pretenden conservar!

El rey la miró, incapaz de levantarse. La impaciencia de los congregados, al ver a su soberana asomada, les arrancó la mordaza de miedo que desde hacía dos días les acallaba, y sus voces atronaron repitiéndose incansablemente una y otra vez.

—¡Viva nuestro rey! ¡Muchos años le dé Dios si lleva adelante tanta resolución!

Desde dentro y sin verlos, reconocí la voz cascada de Guevara dando el tono para que todos la siguiesen en el postrero grito.

—¡Sólo serás Felipe el Grande cuando el conde duque no te haga pequeño!

Doña Isabel, agradecida por el apoyo, se asomó y saludó forzando una sonrisa. La soberana, al ver que el rey no la acompañaba, cerró de un golpe la ventana y salió más indignada que nunca para despedirnos a todas y quedarse a solas durante el resto del día encerrada en sus aposentos.

El martes nuestra expectación empezó a flaquear. Hacía ya cuatro días desde que don Felipe había escrito esa nota a don Gaspar y nada había cambiado. El conde duque, como en jornadas anteriores, despachó durante todo el día, mientras que en las caballerizas preparaban otra partida de caza.

¿Qué era lo que pasaba? ¿Cómo podía el rey escabullirse de tal manera? Aquel débil de voluntad parecía estar coronando a Olivares sin importarle lo mas mínimo lo que sus súbditos opinasen al respecto. Doña Isabel, después de haber estado recluida durante un día entero en sus aposentos excepto para hablar a solas con su esposo la noche anterior, procuró tranquilizarnos al asegurarnos que esta vez su majestad sólo se alejaba para dejar el camino libre al valido en su despedida.

Al atardecer, los ánimos de los de afuera comenzaron a decaer por el cansancio y el agotamiento al comprobar que las puertas del alcázar sólo se abrieron dos veces. La primera, para dejar paso a la carroza del rey camino de San Lorenzo, y la segunda para el príncipe Baltasar Carlos camino de la Zarzuela. Lo único extraño fue que la condesa duquesa de Olivares dejó a la reina sola para acompañar al príncipe mientras el tirano continuaba despachando. Todos temimos lo peor: el rey engañaba hasta a la reina.

A sólo dos días de que se cumpliese una semana de la infructuosa despedida, doña Isabel, desesperada ante la incertidumbre y nuestra presión, mandó un despacho al rey para que regresase a poner remedio ante semejante osadía y falta de acatamiento. El rey acudió presto a su petición, pero como la vez anterior, se encerró a solas.

Aquella noche, al acostarnos, ni un ápice de esperanza nos quedaba ya en el alma, y tardé en conciliar el sueño hasta que al amanecer los gritos de la calle me despertaron de sopetón. No me había despojado aún de las legañas cuando la viuda entró sumamente alterada en mis aposentos.

Al parecer, el tenaz grupo de gentes que aún quedaban vigilantes en las inmediaciones del alcázar vieron que la puerta del Este, llamada de la Priora, se abría aún de noche para dejar paso a un sigiloso carro tirado por seis mulas e iluminado con tan sólo dos hachones. Aquello nunca habría formado tanto revuelo si no fuese porque un artesano reconoció entre los enseres que acarreaba un arcón que hacía pocos meses le había hecho por encargo al tirano.

Como un reguero de pólvora a punto de ser encendida corrió el rumor de que Olivares se hallaba entrevistándose con el rey desde el amanecer. Me vestí a todo correr para acudir allí mismo. Me fue difícil acceder al interior, ya que, como yo, la muchedumbre aterida de frío se hacinaba de nuevo frente a la puerta principal para comprobar por sí misma si todo aquello era cierto.

Junto al resto del servicio de palacio esperábamos en la antesala sin poder disimular más. Unos desplumaban sus sombreros, otros se mordían las uñas, y los más activos desgastaban las alfombras con sus vaivenes incontrolados; hasta que a las once de la mañana salió Olivares de los aposentos reales y todos exhalamos el aire que conteníamos en nuestros pulmones. Probablemente nunca sabríamos qué hablaron, pero el abatido rostro del tirano nos bastó para saber que al fin todo se cumplía según lo ansiado.

Se esclareció aún más cuando los lacayos que le sirvieron el almuerzo nos aseguraron que no había pronunciado palabra en toda la comida. Masticaba pausado mientras desde fuera le llegaban los gritos del gentío, que a estas horas ya le insultaba a grandes voces. Al salir del comedor se dispuso a partir.

Ante el temor de ser agredido por las hordas, puso como excusa la incapacidad para caminar que sufría por un ataque de gota y le bajaron en volandas por las escaleras del servicio con la intención de sacarle por una puerta diferente a la usual. Sin duda unas agujas similares a las que sentía en las plantas de los pies le debían de estar atravesando el alma.

Olivares, en vez de ir por la calle Mayor, Sol y Alcalá hacia la puerta de Guadalajara, prefirió burlar a todos desviándose por la red de San Luis y la calle de Caballero de Gracia hasta Alcalá, donde dejó su caballo para subir en una discreta litera con dos coches de apoyo que le escoltarían en el camino a Torrejón de Ardoz y Loeches.

Su mujer, temerosa de acompañarle por el peligro que aquello implicaba, se quedó a nuestro lado unos días más implorando sin piedad a la reina el regreso de su marido; pero la reina ya no era la misma, y liberada del temor que tenía al tirano, la trató con desprecio.

A las dos horas de haber partido Olivares por la puerta trasera, la muchedumbre aún permanecía recalcitrada por la larga espera y convencida de que aún estaba dentro. La guardia real, deseando ver aquel grupo diseminado, decidió hacer salir su carroza vacía con las cortinas descorridas para así informarles de que el valido ya no estaba entre nosotros. Lo más difícil fue encontrar a un cochero valiente y dispuesto para conducirla. Como era de esperar, el gentío se enojó tanto al descubrir el engaño que arremetieron apedreando la carroza hasta resquebrajarla.

Al poco tiempo se publicó un libro que desmentía las acusaciones que hacia el conde duque se habían formulado; todos lo leímos para criticarlo sin piedad, ya que hasta el título era digno de mofa: Nicandro, o antídoto contra las calumnias que la ignorancia y envidia han esparcido para deslucir y manchar las heroicas e inmortales acciones del conde duque de Olivares después de su retiro. Ni siquiera el autor se había atrevido a firmar el manuscrito, y el fiscal del Consejo sólo pudo querellarse contra los impresores. Los mentideros aseguraban que el autor había sido el bibliotecario del rey Francisco de Rojas, que, como reconocido jurista y teólogo, encubría al propio conde duque en ésta su última vanidad. El rey, para evitar males mayores, prohibió su circulación.

Una vez desaparecido el motivo de ofuscación general, todo se podría haber calmado; pero no fue así, ya que para muchos el castigo para con el tirano era miserable en comparación con el delito cometido. La viuda de Rodrigo de Calderón seguía instigándonos, y la Guevara la secundaba en el deseo de ver muerto a Olivares como fuese. De la Calderona poco sabíamos, y la reina ya sólo pensaba en cómo deshacerse de la mujer de Olivares, que seguía deambulando por los corredores del alcázar sin perder la esperanza de que algún día no muy lejano su marido regresara con todos los honores. El clamor callejero secundaba a mis insaciables compañeras:

¡Que de Loeches lo eches

Suplica el pueblo, señor:

Aparta de ti al traidor,

que está muy cerca Loeches!

A principios de junio, el tirano se hizo eco de estas peticiones y escribió una carta al monarca. Le pedía su permiso para dejar Loeches y partir hacia Toro, donde ejercería el cargo de regidor junto a su mujer.

La Olivares por fin parecía darse por vencida en sus sueños de un retorno honroso, y don Felipe, a la vista de la alegría que la reina demostró al verse librada de la sombra y observancia de aquella mujer, no dudó un segundo en acceder a sus pretensiones. Alguien difundió sutilmente por medio de pasquines el contenido final de la regia respuesta, a sabiendas de que agradaría a todos los que aún le guardábamos rencor. Decía así: «En fin, conde, yo he de reinar y mi hijo se ha de coronar en Aragón, y no es esto muy fácil si no entrego vuestra cabeza a mis vasallos, que a una voz la piden todos y es preciso no disgustarlos más».

Dijeron las malas lenguas que al leer el conde duque esta carta del rey, se encerró en su retrete a solas para llorar sus penas por un espacio de dos horas continuadas. Por fin el tirano, después de gobernarnos durante veintidós años, probaba un bocado de la misma fruta envenenada que dio a sus antecesores.

Si a mi señor don Ruy y a mí esto nos bastó para considerar bien saldadas nuestras ansiadas pasiones de venganza, al resto de mis conjuradas seguía sin calmarlas en su desazón. Quizá fuese porque aquéllas no tenían nada en la vida capaz de llenar el vacío que el final del valido dejaría en sus pensamientos.

Consciente de sus aún inquietos sentimientos, accedí a reunirme con ellas en las mismas caballerizas que tantas veces habían servido de cobijo a la alevosa intención que hacía más de dos décadas venía embargándonos.

Sabía que la Guevara tramaba algo con la viuda, pero estaba firmemente resuelta a despedirme de ellas y sus maquiavélicas ideas para siempre. A partir de ese momento yo me volcaría como dama de la reina en velar por ella, como madre en cuidar a mis hijos, y como duquesa del Infantado en procurar engrandecer el recuperado honor de la familia.

Al entrar, las facciones de sus rostros bailaban al son del caprichoso flamear de la llama de una sola vela. La Guevara, al verme, rebuscó entre sus refajos para sacar un extraño muñeco de cera. Tenía pelos humanos simulando cabellera, mostachos y barba, un diminuto sombrero de ala ancha tocado con una pluma, y vestía una camisa de encaje hecha con el lienzo de un pañuelo en el que había bordada una corona de grande sobre la o de Olivares.

De inmediato reconocí parte de aquellas prendas, ya que había sido yo misma la que hacía mucho tiempo había ido recopilándolas ante la pertinaz insistencia de la viuda. El pañuelo lo encontré en un corredor de palacio cuando por descuido se le cayó a una de las sirvientas mientras se dirigía cargada con un montón de ropajes al lavadero. La pluma la cacé al vuelo un día de fuerte viento en el que el defenestrado valido caminaba junto al rey por los jardines del alcázar. Los pelos, sabía Dios de dónde los habían sacado. A mí ya no me importaba en absoluto.

La viuda le había ayudado a conseguir todas aquellas cosas para urdir desde la lejanía el único maleficio que les quedaba por probar para terminar definitivamente con él. Sin duda habían vivido tanto tiempo presas de la obsesión que no se resignaban a aceptar que quizá la caída del tirano no se debiese a nuestra conjura, sino al mero devenir de un tiempo que tarde o temprano ponía todo en su lugar.

La vieja nodriza, sin mediar palabra, alzó el deforme muñeco en alto, tomó un pequeño prendedor de mi sombrero y me lo entregó para que con él lo atravesase. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Yo nunca había creído en aquellos artificios agoreros y ella lo sabía, pero su velada mirada de súplica me empujó a cerrar los ojos con tanta repugnancia que me pareció estar ahondando en un cúmulo de entrañas podridas por la maldad en vez de en cera. No los abrí hasta que sentí que la punta metálica del prendedor reaparecía por lo que aparentaba ser la espalda del monigote.

La Guevara sonrió, mostrándonos sus desdentadas encías antes de agradecérmelo.

—Esto será lo último que os pida en mi vida.

Asentí satisfecha, ya que estaba resuelta a no participar nunca más en semejantes rituales, no fuesen a ser ciertos los rumores que aseveraban que el mal de ojo podía ser tan efectivo en las tinieblas como el rezo en el cielo al implorar un bien.

En silencio, la moldeadora de aquel demoníaco juguete me imitó ensartándolo esta vez por ambos pies con tembloroso pulso. La primera, con una aguja que llevaba prendida de la pechera, y la segunda, con un alfiler del hábito de la toca que la Calderona le había enviado desde el convento. El lugar elegido para ello no era fruto del azar, sino de su retorcida conciencia, al querer ensañarse en los puntos más débiles de Olivares. Por alguien sabía que los tres males que menguaban su salud eran la gota, la obesidad y la pérdida de juicio, que le tornaba más loco cada día, y no iba a desaprovechar la información.

El sádico anhelo de la venganza al fin cumplida la envolvía como el oscuro aura de un ángel caído. Junto a ella, contagiada por un odio indescriptible, la viuda se ensañaba con el ojo del títere.

Testigo mudo de tan macabro rito, a la mente me vino la pócima que un día preparó la Margaritona con similares aderezos; pero eran otros tiempos: si ahora cedía a participar en semejante pantomima, simplemente era para que al fin me dejaran vivir en paz y libre del todo de aquel enquistado rencor que me hervía en el espíritu.

Así lo acordamos antes de comenzar. Al despedirnos aquella noche, la Guevara desaparecería para siempre de mi vida, y la viuda, sabiendo asegurado el futuro de sus hijos, se retiraría a un convento privándome de su sombra de una manera similar a la Olivares con la reina.

Pasado un tiempo, pese a mi incredulidad comprobé cómo nuestro último cónclave comenzaba a surtir efecto. De algún modo inexplicable, supe que el tirano sufría un acceso de erisipela tan grave que hacía temer por su vida. La fatiga al respirar le obligaba a pasar el día y la noche sentado, las flemas ancladas en su gaznate le producían accesos de tos que a duras penas le dejaban dormir, y las muelas le supuraban hedientas pustulencias. A pesar de todo, no llegaba nunca la noticia de su muerte y otra persona enferma que me importaba mucho más acaparó mi atención.

La reina también yacía sumamente enferma con otro acceso de erisipela. El 5 de octubre velaba su inquieto sueño cuando el príncipe Baltasar Carlos vino a verla. Al reconocerlo, doña Isabel rechazó su abrazo, haciéndole ver que reinas para España podría haber muchas mientras que príncipes sólo había uno. De los ocho hijos que había parido, sólo le quedaban vivos la infanta María Teresa y el príncipe, y no quería perder a ninguno más. Madre e hijo se despidieron desde la distancia antes de que muriera al día siguiente sin haber cumplido los 41 años.

Con harto dolor de mi corazón, la amortajaba junto a otras de sus damas con el hábito de san Francisco cuando el rey se nos acercó para decirnos que se sentía tan agobiado por la insoportable pérdida que no formaría parte del cortejo fúnebre que saldría a darle cristiana sepultura en el monasterio de El Escorial. Prefería llorarla a solas en El Pardo y el Buen Retiro, donde tan gratos momentos habían compartido juntos.

Tras sus funerales recuperé la intriga por el estado de salud de Olivares; al parecer las fiebres le habían cuajado el cuerpo de tabardillos y apenas abría la boca para probar bocado; estaba claro que si seguía sin alimentarse fallecería pronto.

El mismo segundo en que murió el conde duque, a principios del verano del 45, cayeron tres rayos en Toro al igual que en Valladolid. Uno en la casa del embajador de Alemania, quemando un trozo de ella; otro junto a San Pedro, y el último en la casa de un labriego. La obstinada tormenta atacó a clero, nobleza y pueblo por igual sin lograr arrancar vida alguna de esta tierra. Pasado el peligro, los más supersticiosos aseguraron que aquel asesino fulgor no era más que el vivo reflejo del alma del tirano retorciéndose ante el diablo que venía a recogerlo.

Al enterarme de su muerte antes que el resto, fui incapaz de respetar el acuerdo de silencio que las conjuradas nos hicimos y, a sabiendas de la ilusión que esto provocaría en todas, mandé recado a la viuda, a la Calderona y la Guevara con la esperanza de apaciguar de una vez por todas sus inquietos ánimos.

La vieja nodriza resultó ser la única que una mañana de paseo por la vereda del Manzanares se me apareció como antaño de sopetón e inesperadamente. Entre sus temblorosas manos y el garrote que utilizaba para mantenerse en pie sujetaba mi carta arrugada. Me alegró verla, aunque más parecía un cadáver que una mujer. Estaba en los huesos y caminaba tan jorobada que el frente de su deshilachada mantilla rozaba a cada paso el puño de su sostén. La costumbre de haber evitado durante una vida entera el que nos viesen juntas en público la empujó a dirigirse a mí entre susurros, alzando la carta en su puño.

—Antes de que vuestro mensajero me la trajese, ya lo sabía; pero os lo agradezco porque viendo cumplido mi mayor deseo puedo morir tranquila.

Me extrañé, ya que yo estaba en el alcázar cuando le llegó la noticia al rey de la mano del más raudo mensajero.

—¿Cómo lo supisteis?

Sus fruncidos y casi inexistentes labios se estiraron para sonreír, mientras parecía negar con el incontrolado tembleque de su cabeza.

—Hace un año que el hijo que parí póstumo antes de venir a amamantar al rey se me murió. Mi leche quizá le hubiese hecho más fuerte que la de aquella cabra que se buscó mi hermana para criarlo, pero al morir mi esposo no me dejó nada más que el recuerdo de su amor. Aquello no nos alimentaría ni a esta servidora ni al niño que en mí engendró, y necesitábamos las monedas que a mí se me pagarían en el alcázar.

Por un instante quedó cabizbaja y pensativa. En aquel momento me di cuenta de que yo nunca le había preguntado por ello; daba por hecho que el niño que portaba en sus entrañas debió de morir al nacer y que aquella mujer no tenía familia. La realidad era que debía de mantener apartado de ella a su hijo para que no supiese de sus deshonrosos quehaceres. Ella continuó con lágrimas en los ojos.

—Nunca me hubiese causado vergüenza la regencia de la mancebía si no fuese por su existencia, pero la distancia que nos separaba era grande y gracias al Señor nunca se empeñó en averiguar dónde me encontraba. Supongo que el dinero que le enviaba de vez en cuando y la amenaza de que si lo intentaba desaparecería para siempre le bastaron para cejar en ese intento. Se lo agradezco porque al menos me brindó la oportunidad de mantener este vínculo.

Definitivamente, Ana de Guevara escondía muchas más cosas que la de haber renunciado a su nobleza para casarse por amor con un plebeyo que la dejaría viuda, empeñada y preñada en un santiamén. Ahora parecía querer hacerme partícipe de su verdadero dolor. Hacía un cuarto de siglo que el tirano no sólo la había despojado de un puesto honrado en palacio, sino que también la había hundido en la desventura, como a la Calderona: la había despojado de la ilusión de disfrutar de lo único que le quedaba en la vida, una vejez junto a su hijo.

Después de un suspiro, continuó compungida:

—Si os cuento todo esto, es porque me preguntasteis cómo me enteré tan deprisa. Desde que murió mi único hijo, no tenía a quién heredar y por ello dispuse el gastar los últimos escudos que poseía en comprar información al principio sobre el estado de salud del tirano y más tarde al embalsamador de su cuerpo.

Su mirada blanquecina se fijó en la mía.

—¿Os gustaría saber qué albergaba en sus entrañas el causante de nuestras tristezas?

Asentí, incapaz de contestar a tanta intriga. Quisiese o no, me lo diría.

—Si su alma era corrupta, su cuerpo aún estaba más podrido. El corazón de Olivares pesó más de doce libras; estaba cuajado de puntos negros que a muchos extrañaron. Yo sé que cada una de esas máculas eran nada más que el reflejo de cada uno de sus pecados tatuado en su interior. Del buche le sacaron un cántaro de agua, y su amarillento hígado resultó estar plagado de piedras y tumores, como si alguien lo hubiese envenenado.

Apoyándose en el garrote, alzó la mirada al cielo estirando el cuello como para confesarse con Dios.

—Sólo siento no haber sido yo.

Hoy corre en toda la corte

generalmente una nueva,

por ser tan buena, dudosa,

que a ser mala, fuera cierta…

Ya murió a manos de un toro

aquella indómita fiera

que dejó al mayor león

no sin valor, mas sin fuerzas…

Al fin murió el Conde Duque,

plegue al cielo que así sea;

si es verdad, España, albricias,

y si no, lealtad, paciencia…

Francisco de Quevedo y Villegas.

Romance a la muerte del conde duque