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«Tú, ya, ¡oh ministro!, afirma tu cuidado

en no injuriar al mísero y al fuerte;

cuando le quitas oro y plata, advierte

que les dejas el hierro acicalado.

Dejas espada y lanza al desdichado,

y poder y razón para vencerte;

no sabe pueblo ayuno temer muerte;

armas quedan al pueblo despojado.

Quien ve su perdición cierta, aborrece,

más que su perdición, la causa della;

y ésta, no aquélla, es más quien le enfurece.

Arma su desnudez y su querella

con desesperación, cuando le ofrece

venganza del rigor quien le atropella».

FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS

Advertencia a un ministro

El 1 de diciembre llegó el rey a la corte. En su semblante se dibujaba el esbozo del abatimiento que le había tatuado el fracaso en Cataluña, ya que ni siquiera había logrado acercarse a la ciudad condal.

La reina le acogió con todo el cariño del que era capaz, pues no estaba dispuesta a que una simple discusión entre marido y mujer truncara su propósito principal. Olivares debía salir de la corte. Para entonces ella sabía que no éramos nosotras las que lo ansiábamos: los miembros del Consejo del rey también nos respaldaban. Después de nuestra entrevista, ella quiso saber su opinión; los tanteó con sutileza y llegó a la conclusión de que la mayoría de ellos estaban de acuerdo.

Por otro lado, no habría mejor momento para convencer al rey de ello. En primer lugar, por la frustración que sentía ante el fracaso de su campaña en Cataluña; y en segundo lugar, porque desde que el valido se había enterado de la muerte de Richelieu, acontecida a los tres días de su llegada, había caído en otra de sus ya demasiado frecuentes angustias.

Una vez más, como cada vez que declinaba su popularidad, había expresado su deseo al rey de retirarse a sus tierras de Sanlúcar excusándose en su avanzada gota. Sus enemigos no debíamos desaprovechar la ocasión. Era como si ya no encontrase aliciente en la lucha contra Francia al no existir al mando de sus ejércitos aquel opositor que tanto le había retado y obsesionado desde hacía años.

Cuando informé a la Guevara y a la viuda de Rodrigo de Calderón de lo que la reina pretendía, no cupieron en sí de gozo. Acordamos que a la Calderona le escribiríamos contándoselo a posteriori, no fuese a empeñarse en venir a la corte dejando el claustro; no hubiera sido plato de buen yantar el que compartiera confidencias doña Isabel con la antigua amante de su marido.

A lo largo de todas esas Navidades la impaciencia nos carcomía las entrañas cuando al fin, el día siguiente al de los Reyes Magos, recibí la citación para acudir al alcázar. Ella había dispuesto nuestra entrada por una discreta puerta que apenas estaba vigilada.

Al vernos, no demostró extrañeza ante la presencia de doña Inés, pues sabía bien de los motivos que impulsaban a la viuda de Calderón a la conjura. En cambio, a la Guevara tuve que presentársela. Al oír su nombre, inmediatamente recordó el antiguo afecto que el rey la tuvo de niño, le agradeció su presencia y nos solicitó que la siguiésemos hacia los aposentos del rey antes de decir nada.

Era el momento preciso, ya que hacía tan sólo media hora le habían visitado su tía, la duquesa viuda de Mantua, antigua virreina de Portugal, junto al arzobispo de Granada, fray Garcelán Álvarez; el conde del Castrillo, presidente del Consejo de Hacienda; el embajador de Alemania y otras tantas personas de prestigio, para presentarle sus respectivas quejas contra el valido. Allí y aprovechando su segura desazón, cada una de nosotras le haríamos partícipe de nuestros resquemores sin darle tregua.

Acelerando el paso por los corredores, doña Isabel llevaba fuertemente asido de la mano al príncipe Baltasar Carlos, que a sus catorce años cumplidos la seguía en silencio con aire de extrañeza y sin saber a qué venía tanta premura. La soberana se mostraba nerviosa y resoluta ante el paso que estaba dispuesta a dar.

Nosotras, como el príncipe de Asturias, sentimos la zozobra de un encuentro tan inesperado. Intuíamos que la reina se apoyaba en nosotras y no podíamos defraudarla. Después de nuestra eterna espera, la simple entrevista con la reina, a sabiendas de que al fin estaba a nuestro lado, nos hubiese bastado para calmar la ansiedad. Las tres y por separado habíamos preparado nuestros discursos sin imaginar siquiera que los oiría por primera vez junto al rey.

Por alguna extraña razón, la inseguridad de encontrarnos frente a un oidor ausente iba menguando a cada paso que dábamos. Sabíamos que desde hacía días don Felipe pasaba las horas encerrado en sus aposentos con la cabeza sostenida por sus propias manos a la altura de sus oídos, como si las réplicas que le formulaban los que a él acudían fuesen a esfumarse ante la sordera.

Nada más abrir la puerta, doña Isabel le demostró su desesperanza ante una actitud tan apática cogiendo de los hombros al príncipe para situarlo de espaldas a ella y frente a su padre.

—¡Aquí tenéis a vuestro hijo; si la monarquía ha de seguir gobernada por el ministro que la está perdiendo, pronto lo veréis reducido a la condición más miserable! ¡Deshaceos de una vez por todas de Olivares y tomad las riendas de vuestro Gobierno, que ya tenéis 38 años y no es menester que os valgáis de un tutor!

El rey alzó aquella mirada clara y vidriosa de una carta que frente a él tenía desplegada sobre la mesa. Su barbilla tembló como si estuviese a punto de un sollozo, y al vernos, sus carnosos labios se fruncieron conteniendo una mueca de dolor. Sólo pudo musitar:

—¿Vos también? No, por favor.

La reina, al ver su desconsuelo, reprimió su arrojo inicial y acudió a consolarle. Era como si la telaraña que le había cubierto los ojos durante más de dos décadas estuviese deshaciéndose. Al acercarse a él, distinguió la letra inconfundible de la remitente del billete que frente a él tenía. Era nada menos que sor María de Ágreda.

—¿Puedo leerla?

El rey le besó las manos.

—Vuestra es. Hacedlo en alto para que vuestro hijo también se entere.

Baltasar Carlos puso toda su atención. Doña Isabel comenzó a leer despacio y pausadamente:

«Que me cuestan muchas lágrimas, suspiros y largos ratos de penas el proceder de vuestra majestad y los trabajos de esta corona. Sobre todo porque por vuestra insensibilidad os hace una estatua de hielo.

»Para una servidora no es posible ponderar una vez más lo que ya os tengo dicho en tantas cartas, pero me consuela que en vuestra última misiva reconocierais que si hubieseis actuado antes según mis consejos habríais evitado los trabajos que os han sobrevenido. Por ello, en esta ocasión os escribo cuanto a mi parecer es necesario con toda la sinceridad y dureza que merecéis y sin esperar vuestra respuesta.

»El desacreditar a unos para introducir a otros no lo apruebo ni abono, si no fuera porque las personas que han hablado con vuestra majestad quieren insinuar que alguno muy cercano a vos es juzgado por oficioso e inútil para el gobierno. Sobre todo porque es diferente la virtud esencial de cada uno a la ciencia y sabiduría a la hora de gobernar, y bien os podrían asistir otras de mayor provecho en su lugar. Otras con más talento y capacidad».

La reina se detuvo un segundo.

—¿Veis claro que habla del conde duque?

El rey, con la mirada clavada en el legajo y un movimiento de su palma hacia abajo, le rogó calma hasta que terminase. La reina continuó:

«Señor mío, los validos y oportunistas acuden tanto en la paz como en la guerra, pero ahora lo cierto es que vuestros reinos están pobres, mientras que todos los que andan en la masa del Gobierno son prósperos y ricos, allegándose cada vez más al fuego. El mundo abomina al Gobierno, y habéis de darles la prudente satisfacción que os piden, porque vuestra majestad necesita de él».

La reina interpretó sus palabras.

—Ese mundo son vuestros súbditos, y el Gobierno, Olivares. ¡Hasta sor María de Ágreda, encerrada entre los gruesos muros de su convento, ha oído el clamor popular! ¿Cómo es que vuestra merced no lo escucha?

Don Felipe le quitó muy despacio la carta de su mejor confidente espiritual y, dejándola sobre el bufete, tomó una pluma, la mojó en el tintero y comenzó a escribir lo que nos pareció una contestación. Las presentes contuvimos la respiración mientras trazaba lo que debía de ser un saludo. Repentinamente alzó la voz haciendo sonora su palabra escrita:

«En lo que toca a apartarme del camino y modo de Gobierno, estoy resuelto, y así espero muy pronto otras nuevas que acrediten mi verdad y aseguren a este mundo que lo pasado acabó, porque hay quien aún lo duda».

Por un segundo levantó la vista para observar nuestra reacción. La reina se había colocado a su espalda y le acariciaba la parte alta de ésta, consciente de su pesar; no quería ser ella la que ahondase aún más en la herida, pero la última frase escrita por el rey requería su determinación, afianzándole aún más.

La reina, con una sola mirada, nos rogó este respaldo. A aquellas alturas de la vida la conocía lo suficiente como para escuchar su pensamiento. Don Felipe se giró para mirar directamente a su mujer. Ella sólo asintió. En silencio esperamos a que firmase la carta. Al terminar, se levantó como si un cesto de ladrillos de adobe le coronase, dispuesto a abandonar la sala, cuando reconoció a la mujer que tenía enfrente.

—¿Sois por ventura Ana de Guevara o mis ojos me engañan? ¡Hace tantos años que no os veo que os supuse muerta! ¿Cómo es que justo en este día reaparecéis ante mí?

La vieja nodriza le reverenció embargada por la emoción. Las palabras del rey sonaban sinceras, y por su expresión se diría que estuviese frente a un fantasma de tiempos pasados. Aquella vieja hastiada por la vida siempre había sospechado que su expulsión de palacio sólo se había debido a Olivares, pero en flacos momentos se preguntaba si su señor habría tenido algo que ver. En ese preciso momento despreció de una vez por todas la dudas que le asaltaron durante años y al verle tan cerca de ella, se postró a sus pies.

—La misma que calza y viste, y que desde que un villano la echara a la calle como a una vulgar perra, ha soñado con este momento.

El rey tiró de ella para ayudarla a levantarse.

—¿Por qué estáis aquí?

Fue concisa.

—Para vengar de una vez por todas al artífice de mi miseria y menoscabo.

A don Felipe no le hizo falta preguntar a quién se refería. El rey sostuvo la mirada de la anciana.

—¿Tanto os hizo sufrir?

La curtida mujer de la calle no pudo contener el balbuceo, y una lágrima se le ahogó entre las arrugas de sus mejillas.

—Me empujó a lo más oscuro de los arrabales. Y desde allí he presenciado cómo en los figones de esta corte los emisarios del conde duque han vendido oficios y ejecutorias de hidalguía, han sacado a pública subasta los hábitos de las órdenes militares y han prodigado títulos de grandeza a mansalva. Los mequetrefes cobran cantidades desmesuradas por colmar a los más vanidosos, asegurándoles que vuestra majestad, sin apenas leer para sopesar su debido merecimiento, firma las cartas de concesión que Olivares os tiende.

El rey frunció el ceño extrañado.

—¿No pensará el pueblo que el rey cobra por esas mercedes?

La Guevara asintió, intentando excusarlos.

—Sólo os digo lo que ven, y la ignorancia de éstos, en este caso, no está a vuestro favor. Condes, marqueses y duques tenemos por doquier, y en las calles dicen que el rey ya ha otorgado más títulos de nobleza que todos sus antepasados juntos.

El rey, reconociendo la certeza de lo que aquella mujer decía, se separó de ella incapaz de musitar palabra. La Guevara continuó:

—Mientras todo esto se cuece en los rincones más oscuros de los mesones, los plebeyos, dos bancadas más allá, esperan a que termine el trapicheo con los más ricos para ofertar hasta su dignidad si es menester a cambio de un puñado de monedas. Y es que, señor, se ven en la indigencia más absoluta al tener consignadas sus pagas en juros que nunca llegan a cobrar por quedar éstas en manos de otros. Sólo os puedo decir que, en la calle, Olivares todo lo tiene exprimido, y al fruto de este imperio que heredasteis no le queda una gota para ordeñar.

La emoción le robó el habla, y ante nuestra sorpresa vimos cómo aquella roca con forma de mujer cincelada por los duros golpes de la vida se desmoronaba en sollozos. Tomando una silla, me acerqué para sentarla antes de que su tambaleo la llevase a caer de bruces. Don Felipe me ayudó.

—¿Sois de la misma opinión, doña María?

Tragué saliva. Era como si Dios en un solo día hubiese dispuesto las cosas para que todas y cada una de nosotras tuviésemos la oportunidad de explayarnos.

—Algo de cierto ha de haber cuando se calcula que Olivares, a lo largo de estos veintidós años, ha sacado más de doscientos millones a vuestros vasallos. ¿Qué os prometió el valido cuando aquí llegó? Haceros el monarca más rico del mundo. ¿Y qué tenéis?

Me contesté a mí misma:

—Hambre y miseria a raudales. Todo lo ha hecho para sumirnos en la decadencia más absoluta. Su sombra sólo ha dejado galeones anegados, escuadras enteras a pique, perdido el reino de Portugal, alzados en armas a parte de vuestros reinos y pérdidas irrecuperables como Mantua, el Rosellón, Borgoña y otros muchos lugares del Oriente y las Américas que han pasado a manos de vuestros innumerables enemigos. ¿Adónde fueron las riquezas que a todos arrancasteis? ¿Qué fue de lo que decomisasteis a los validos de vuestro padre?

El rey estaba tan cansado que fue incapaz de negarme nada. Como la Guevara un instante antes, aproveché su silencio.

—El que Olivares haya arruinado a mi familia, castigándonos con desmesuradas multas, no nos diferencia de ningún otro de vuestros súbditos. El conde duque os ha convencido de su buena gestión en los asuntos de hacienda culpando a sus antecesores, entre otros al abuelo de mis hijos, el duque de Lerma; pero ya hace décadas que murió, y escudarse en el pasado no es de buen gobernante. Sólo deja para el futuro la evidencia de una ruina general que sus sucesores tardarán en enmendar.

Suspiré.

—Sólo sé, señor, que en tiempos del abuelo de vuestra majestad ningún presidente tuvo más de un cuento de maravedíes de salario, ni acumuló más de un Consejo en su haber. Por aquellos tiempos todos acudían a los Consejos en mula, escoltados por un solo lacayo custodiándoles, y en sus casas no había más ornamento que algún que otro lienzo de Flandes colgado de sus paredes.

Callé de nuevo al oír un hipido de la vieja Guevara. La atención de don Felipe decaía al mirarla, enternecido por la compasión. Le habría dicho un millón de cosas más, pero habría sido inútil prolongarme porque apenas me escuchaba. Decidí abreviar.

—Ahora, en cambio, la austeridad de vuestros consejeros brilla por su ausencia a pesar del empeño que habéis puesto en estimular el ahorro general. Éstos poseen valiosas caballerizas, ostentosos tapices y alfombras cubriendo sus palacios, y otras tantas riquezas que han distraído de nuestras arcas. Y el que más tiene es el hombre que aquí nos trae hoy a todas.

Sacando un papel arrugado de mi manga, comencé a leer:

—Aquí tengo unas cuentas que importan lo que el conde duque recibe por las mercedes que le habéis ido otorgando a través de estos años. Por las encomiendas de las tres órdenes militares, 12.000 ducados; por camarero mayor que fue, como aún lo es su mujer de la reina, 18.000 ducados, más los 44.000 de ella; por caballerizo mayor, 28.000; como gran canciller de las Indias, 48.000; como sumiller de corps, 1.200; ¡por un navío cargado para las Indias ha cobrado 200.000, y por la villa de Sanlúcar 50.000!

Al alzar la vista comprobé que, ante la prueba de estas desorbitadas cuantías, el rey había recuperado el interés por mi discurso.

—En total han sido 422.000 ducados lo que se ha llevado limpio, sin indagar más en otros negocios. Después de esto ¿creéis que fue justa la incautación de bienes y la multa a la que sometió a su antecesor, mi pariente el cardenal duque de Lerma? En honor a mis hijos, que son bisnietos de este gran señor, deberíais castigar a Gaspar de Guzmán del mismo modo que él sancionó a sus predecesores.

El rey sólo me preguntó:

—¿Os bastaría con su despido?

Le miré indignada.

—La ley del Talión es lo que se merece después de haber robado, apresado, matado y vapuleado el honor y peculio de toda España.

La voz de la viuda de Rodrigo de Calderón, hasta ahora en silencio, me interrumpió como el eco de un espíritu vengativo.

—¡Ni con la muerte saldaría sus pecados!

El rey, intimidado, susurró algo a la reina en el oído y abandonó la estancia. La reina arqueó las cejas, disfrutando con nuestra expectación.

—Habéis de comprenderle, el tirano, como le llamáis, ha sido como un padre para él desde que el suyo murió. Le duele separarse de él, pero está resuelto a ello.

Sin terminar de creérmelo después de tanto paso atrás, le pregunté de inmediato:

—¿Os librará también de su familia?

Doña Isabel se encogió de hombros, abriendo aún más su sonrisa.

—No se puede tener todo en la vida. Aunque el rey sabe que no soporto a la Olivares, me ha pedido que le deje residir en el alcázar por un tiempo hasta que las aguas regresen a su cauce. Supongo que si he sido capaz de esperar durante años, lo seré unos meses más. Primero partirá el valido, y me ha prometido que en menos de un año le seguirán Inés de Zúñiga, su mujer, y su hijo bastardo. ¡Esta vez lo hemos conseguido!

La alegría nos impulsó a las tres a cerrar un círculo en torno a la reina, y nos abrazamos las unas a las otras tornando la fuerza acumulada durante los veintidós años de odios en sonoras carcajadas.

Pasado el primer impulso, la viuda fue la primera en romper aquel anillo de alegría soltándose repentinamente, porque en su mente había demasiado rencor como para disiparlo en un solo instante. A ella le hubiese gustado ver a Olivares degollado en la plaza Mayor como un día vio a su marido, pero aquello nunca sería posible debido a los fuertes lazos afectivos que el rey tenía aún con el valido, y quisiese o no, debía conformarse.