25

«Hombres necios que acusáis

a la mujer sin razón,

sin ver que sois la ocasión

de lo mismo que culpáis».

SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ

Redondillas

Por fin, tras un eterno año como mujer de un noble preso y desterrado, Ruy regresaba desde Guadalajara a nuestro lado. Nada más verme me besó en los labios y ansioso por conocer a su segundo hijo, me preguntó por los niños. Abrazó a Rodrigo y tomó en sus brazos al pequeño Juan, que hasta entonces fue más póstumo que otra cosa por no haber podido su padre acudir a su nacimiento.

Al fondo de la habitación le esperaba embozado en su capa y muy bien disimulado el pícaro Miguel Molina. Esa misma mañana había llamado a nuestra puerta a sabiendas de que Ruy llegaría pronto, y no pude impedirle el paso a pesar de que hubiese sido el principal causante del destierro de mi señor esposo. El espía traía noticias de Portugal junto a unas cartas que nos enviaba nuestro pariente Pedro de Mendoza y que sólo Ruy podría leer personalmente.

Miguel Molina comenzó a hablar.

—Los portugueses se ríen de la petición de donativo para fuego que Olivares les pide.

No pude contener la lengua.

—¡Qué novedad! Tampoco lo entendemos los demás y sin embargo, nos vemos obligados a colaborar.

Sentí la interrupción en cuanto don Ruy me miró inquisitoriamente. Aquel pícaro listo continuó:

—Hasta ahora han soportado con cierto incomodo los obligados donativos que se les solicitaba, pero ya no pueden más y todo se precipita. El reciente impuesto que les gravaba sobre el 5% de todos sus bienes, los derechos de la Casa de Indias y las medias anatas les están hundiendo en la miseria más absoluta.

Ruy, consciente del esfuerzo que habíamos tenido que hacer para pagar su libertad, se sintió solidario con el resquemor.

—No son los únicos.

Molina continuó:

—El colofón a su indignación llegó cuando no ha mucho les ordenaron que se despojaran de las únicas cuatro galeras con que defienden sus costas de los piratas ingleses y holandeses.

Interrumpí:

—Me apuesto un pendiente a que las quieren mandar a Cataluña.

Molina asintió y Ruy, extrañado, me preguntó:

—¿Cómo lo sabíais?

Sonreí.

—Quizá la reina por fin me escuchó.

Ruy se carcajeó.

—¿De verdad os creéis tan influyente?

Como siempre hacía cuando me sentía segura de mí misma, intentó vejarme. Le contesté ofuscada.

—No sé si habrá sido por mí, pero le sugerí que reforzase los ejércitos en la revolución catalana intencionadamente para que Pedro de Mendoza y sus adláteres lo tuviesen aún más fácil, y al parecer así ha sido.

Se puso las gafas para mirarme descaradamente con aire divertido.

—No seré yo el que lo ponga en duda.

Apenada por la discusión, le contesté:

—¿Desconfiáis acaso de la mujer que soporta todo el peso de la hacienda y administración de vuestra casa cada vez que os hacen preso?

Ante su carcajada, susurré consciente de que no estábamos solos y la disputa era conyugal.

—No sé ni siquiera por qué os echo de menos durante vuestras largas ausencias.

Ana de Mendoza me solicitó paciencia para con él, pero a veces me seguía enervando. Como siempre, Ruy supo cómo disipar los malos humores en un segundo.

Muy despacio se inclinó sobre el almohadón donde yo andaba reclinada y medio tumbándome, me besó ardientemente. Intenté separarme un segundo hasta que mi cuerpo acusó la carestía de su roce durante aquel largo año. Ligeramente azorada, me incorporé ante la pública mirada del espía, que en ningún momento creyó inoportuna su presencia. Don Ruy me miró con deseo de privacidad.

—Creo que cuanto antes escuchemos a Molina, antes nos podremos retirar.

Al guiñarme el ojo, se le cayeron las lentes y yo sólo pude sonreír. Fue él el que terminó con el flirteo desviando la mirada hacia el pícaro para retomar la conversación.

—Creo que los portugueses deberían obrar con cautela si no quieren terminar castigados como hace tres años en el Algarbe y Évora cuando se alzaron.

Miguel Molina sonrió.

—No hace falta que se lo recordéis porque aún siguen pagando por ello al enfrentarse a diario con la prepotencia de Vasconcellos. El incauto les amenaza con ser aún más duro si alguien levanta la voz.

Aquel hombre había sido nombrado gobernador de Portugal por el mismo Olivares. El tirano confiaba plenamente en él. Vasconcellos se había criado como paje en casa del valido y de él había aprendido a la perfección el ejercicio de la intolerancia. Para Olivares estaba claro que este aventajado pupilo sabría apretar a los súbditos cuando fuese necesario. Lo que no calculó el dirigente fue que Vasconcellos no sería capaz de distinguir como su maestro el momento idóneo para aflojar el cuello del sometido.

Repentinamente la tía del rey me vino a la mente. Como virreina de Portugal sufriría la revolución, y quise saber qué destino le tenían preparado los futuros insurrectos tanto a ella como a su familia.

—¿Qué hace Margarita de Saboya mientras tanto?

El pícaro me contestó de inmediato.

—Tiene fe ciega en el gobernador y vive encastillada, ignorando lo que en realidad se le viene encima. Don Felipe le ha ordenado que ponga las tropas que le quedan en marcha rumbo a Cataluña e instigue a los nobles portugueses para que actúen de un modo similar, amenazándoles si se niegan a ello con confiscar sus bienes y otros tantos castigos que estarán por llegar.

Sonreí al recordar de nuevo mi última conversación con doña Isabel. Ruy se retorció la punta de su mostacho pensando en alta voz.

—Puedo imaginar la ira de los lusos, sobre todo si la comparamos con la indignación de nuestros nobles que al fin y al cabo luchan y se arruinan por su reino.

Molina le rebatió de inmediato.

—En Lisboa no sólo son los nobles los encolerizados y oprimidos que se niegan a perder lo poco que les queda en beneficio de Castilla. Los banqueros sefardíes, como dueños reales de las finanzas de Madrid, también se quejan de que España sigue sin proteger a las colonias portuguesas del ataque de los holandeses en Asia, África o Brasil, y sin embargo, pretende beneficiarse de ellas.

»El clero, desde sus púlpitos, como en Cataluña, instiga a la revolución a la plebe, y son muchos los que se lamentan por no haber elegido a la infanta doña Catalina como su reina cuando disputó el trono a Felipe II. Estos arrepentidos son precisamente los más violentos y quieren coronar al nieto de ésta. Como es de suponer, el duque de Braganza, desde el destierro en Villa Viciosa, disfruta con estas proposiciones recordando el odio que le inculcó su padre hacia los castellanos.

Ruy dudó.

—Dicen que Braganza es más dado a las diversiones y a los placeres de la vida que a los negocios. ¿Creéis de verdad que encabezará la revolución? Para ello se necesitaría un jefe ambicioso, audaz y sumamente activo.

Sonreí al recordar a aquella pareja. Habíamos coincidido con ellos un par de veces y era el clásico matrimonio de mujer altiva con esposo sumiso y condescendiente. No me pude reprimir.

—Ruy, sois dado a olvidar el ímpetu de algunas mujeres, y el de la duquesa de Braganza es difícil de borrar de la memoria. Doña Luisa de Guzmán posee todas las cualidades que a él le faltan, y no dudará en animarle a afrontar el reto ahora que su hermano el duque de Medina Sidonia se pone de su lado.

El pícaro intervino sorprendido ante mi perspicacia.

—Ha sido ella precisamente la que ha obligado a su marido a rechazar, por causas de salud y por sentirse un ignorante en los negocios italianos, la propuesta que no hace mucho el mismo Olivares le hizo ofreciéndole el gobierno de Milán. Parece que Olivares le quiere alejar aún más de Portugal con vanas excusas.

Por un segundo me acongojé.

—¿Creéis que Vasconcellos y Suárez han alertado a Olivares del peligro?

Fue el mismo Ruy el que me contestó pensativo:

—Todo es posible porque después de la negativa de Braganza ante la primera propuesta sé que ahora le proponen acompañar al rey a Cataluña contra la rebelión.

—¿Qué ha contestado?

Suspiró.

—Que por falta de rentas le será imposible, pues para honra de su persona, no sería justo presentarse sin el decoro debido a su clase y nacimiento.

Como siempre, Ruy, cansado de retorcerse el bigote, se acarició la barba de chivo.

—Es seguro que Olivares tiene la mosca detrás de la oreja.

Una voz sonó tras nosotros.

—¡Y tanto!

Me enfurecí.

—¡Doña Inés, el que os tengamos en casa como una más desde antes de quedaros viuda no os da derecho a escuchar nuestras conversaciones!

Sonrió, rascándose el pelo bajo las tocas.

—Poco me conocéis si pensabais que me iba a quedar cruzada de brazos mientras vos dilatabais la conjura. Por extraño que os parezca, hace tiempo que tanto la Guevara como esta vuestra servidora sabemos de vuestras intenciones, y no os miento al deciros que nos sentimos desplazadas e ignoradas.

Un suspiro de Ruy me alertó de su impaciencia.

—Os ruego que nos dejéis a solas, esto es una tertulia privada que no ha de salir de entre estos muros.

La negativa de doña Inés me sorprendió.

—No, señora, no me iré más porque tengo información que a todos nos interesa.

—¿Quién es la fuente?

Contestó farfullando con un hilo de voz:

—La Guevara repitiendo las palabras de un lacayo del tirano.

Me indigné.

—¡Qué puede saber la madre de una mancebía invadida de tumores de odio y rencor! Además, ¿ya se os ha olvidado que se separó de nosotras en Guadalajara? ¿Qué pasa, vuelve al redil?

Los dos hombres, al oír esto, sonrieron, poniendo repentinamente más atención. Ruy intervino en nuestra discusión contestando a mi pregunta.

—Lo que una manceba escuche en la cama siempre puede ayudar, ¿o es que aún no sabéis que muchos hombres sueltan la lengua presos del gozo de un lecho caliente antes que en un confesionario?

Dado el interés que demostraban mi esposo y el mismo Miguel Molina, no repliqué. Todos miramos a la viuda expectantes.

—El informador debe de ser de fiar, ya que conduce la carroza del conde duque y sabe de muchos de los negocios que allí se despachan.

Me impacienté.

—Id al grano, que ya sabemos con qué clase de truhanes se codea la Guevara.

Me demostró su disconformidad con mi comentario resoplando. Sabía que no le gustaba que insultase a Guevara.

—¿Acaso vuestra merced nunca os habéis servido de ella cuando la necesitasteis?

Desviando la mirada, no quise replicarle, no fuese a recordar frente a Molina nuestros antiguos pecados. La viuda, al verme más calmada ante la simulada amenaza, continuó.

—Pues bien, ayer mismo fue Suárez a despachar con Olivares mientras nuestro hombre estaba de guardia. Éste, aburrido al no tener otra cosa que hacer, aguzó el oído para oír la conversación de los reunidos.

Calló un instante para regodearse en nuestra repentina atención.

—Al parecer, el rey, al saber que Braganza no le acompañaría a Cataluña, ha escrito de nuevo al duque solicitándole su ayuda en Portugal para dirigir la defensa de un inminente ataque francés. Para ello y para más convencerle de la artimaña, le ha mandado cuarenta mil escudos a sabiendas de su indigencia para pagar a las tropas.

Miguel Molina se exaltó.

—¡Qué estupidez! Si Olivares duda de la fidelidad de Braganza y teme una revolución, ¿por qué iba a facilitar su entrada en Portugal? ¡Sería como coronarle directamente!

La viuda de Calderón pegó un taconazo en el suelo para que se callase.

—¡No me dejáis terminar! En verdad es una trampa que le tiende porque ni los franceses avanzan ni hay ningún ejército esperando sus órdenes. La realidad es que sólo Lope de Osorio estará aguardando su llegada en el puerto más cercano a la frontera para invitarle a subir en su bajel y una vez allí apresarlo y traerlo a alguno de nuestros puertos andaluces.

Nos tapamos la boca.

—Si eso es cierto, es evidente que Olivares intuye la inminente independencia y sabe que deshaciéndose de Braganza no tendrán a nadie que coronar.

A mi mente acudieron de inmediato otros candidatos.

—¿Y Aveyro o Villarreal? ¿No han pensado en ellos como alternativa?

Miguel Molina negó resolutivo.

—Lo hicieron en su momento, pero apenas cuentan con fieles.

Ruy descargó su desilusión contra el espía.

—Para traer malas noticias podíais haberos ahorrado el viaje.

Repentinamente el pícaro pareció recordar algo y se metió la mano en el jubón. Arrancó el forro y sacó una carta que le tendió a mi señor.

—Es de vuestro pariente Pedro de Mendoza.

Ruy, sumamente nervioso, despegó el lacre y la leyó en silencio. Su ceño inicialmente fruncido fue despejándose poco a poco según avanzaba. Al percatarse de nuestro interés, la dobló y sonrió.

—No hay por qué preocuparse. Braganza ha tomado el dinero que el rey le manda para no levantar sospechas. Él ya sabe del engaño que en su contra se fragua. Sin duda sus confidentes son efectivos. ¡Si don Felipe supiese que en vez de utilizarlo para ayudarle lo está invirtiendo en la obtención de más partidarios!

Volvió a abrir la carta para releer algo al final del documento.

—Por la fecha de esta carta ya habrá cruzado la frontera protegido por nuestro pariente Pedro de Mendoza y estará escondido en algún punto del interior de Portugal esperando a que le avise Almeida del éxito de la revuelta en Lisboa. Sólo entonces acudirá para ser coronado. Nosotros ya sólo podemos esperar sentados a lo inevitable.

Al dejar el billete descuidadamente sobre la mesa, me abalancé sobre él, lo arrugué rápidamente y lo eché a la chimenea.

Ante el enojo de Ruy, me sentí obligada a dar una explicación.

—No quiero veros de nuevo en prisión, y ese billete sería causa suficiente para encerraros de por vida.

Divertido, arqueó las cejas.

—Es grato ver cómo veláis por mi seguridad.

Le miré de reojo mientras me aseguraba de su total destrucción.

—Vistos vuestros constantes desmanes, alguien ha de hacerlo.

Ruy sonrió, despidiendo a nuestro espía particular.

—Molina, vuestra presencia en esta casa casi nos delataría más. Salid a hurtadillas y descansad en casa de la Guevara hasta que tenga resuelta una contestación para nuestro primo Pedro de Mendoza. La viuda os acompañará para dar las gracias por la información a la dueña de la mancebía donde os hospedaréis. Hasta entonces, sed prudente.

Al ver que no se movía, tomé nerviosa mi bolsa y se la tendí. Sin abrirla, la sopesó y zarandeó a la altura de su oído para escuchar el tintineo de las monedas. El cálculo aproximado le debió de satisfacer porque se despidió haciendo una reverencia al tiempo que dibujaba un círculo en el aire con su sombrero de ala ancha.

No había alcanzado la puerta cuando le grité:

—¡No se os ocurra aparecer en esta casa de nuevo!

El pícaro frenó el paso como si fuese a replicar, pero se limitó a zarandear de nuevo la bolsa y salir ufano.

Una vez solos, Ruy me recriminó:

—Podríais ser más afectuosa.

Le contesté contrariada:

—¿Por qué? Es él el que está en deuda con vos por haberle libertado en más de una ocasión jugándoos el todo. Que yo sepa, favor con favor se paga, pero él, no satisfecho con ello, no hace asco a las monedas.

Me miró fijamente a los ojos.

—María, ya deberíais saber que de libertad no se come.

Bajé la mirada.

—Lo sé, perdonadme si me ofusco pero tengo miedo. ¿Estáis seguro de que hacemos bien silenciando esta barbarie? De un modo u otro seremos cómplices de la pérdida de un reino. Quizá si revelásemos esto al rey, asegurándole que la revolución es causada por los desmanes y abusos de Olivares y sus dos hombres de confianza, Vasconcellos y Suárez…

Ruy me acarició.

—Es tarde para mostraros dubitativa; un día os dije que la única manera de derrocar al tirano sería con un gran golpe, y éste se ha precipitado por su culpa.

Asentí con la esperanza de que tuviese razón.

Aquella Navidad decoraba la entrada de mi casa junto a mi hijo Rodrigo con un nacimiento italiano cuando Joaquina irrumpió sumamente alterada con la noticia de un aviso de José Pellicer.

—Los gacetilleros vociferaban en el mercado que Portugal ¡nos ha declarado la guerra!

Tomando una jarra, se sirvió agua para recuperar el aliento. La viuda de Calderón me miró confidencialmente mientras fingíamos sorpresa. La dueña tomó aire como para hablar sin descanso y prosiguió.

—Al parecer, hace una semana, exactamente el 1 de diciembre, día de San Eligio, patrón de los cuchilleros, un coro de voces se alzó en Lisboa gritando: «¡Libertad, libertad! ¡Viva Juan IV, rey de Portugal!». Y no hubo alma lusa, incluida la del clero, que no les secundase, repitiéndolo una y mil veces.

Lo narraba como si lo estuviese viviendo en sus carnes. Tomó otro sorbo de agua, se arremetió el mechón de pelo que traía fuera del tocado y continuó.

—Sus máximos dirigentes, Almeida, Pinto Riveyro y Tello, a la cabeza de los más enardecidos se dirigieron al castillo donde se hallaba el teniente corregidor de aquella ciudad junto a Vasconcellos con la intención de matarles. Primero derrocaron a la desprevenida guardia del castillo sin apenas esfuerzo para después encontrarse con el primer desdichado en un corredor. El teniente corregidor de Lisboa, con suma valentía, les plantó cara. Se miraron por un instante antes de que los insurrectos le encañonasen y gritasen: «¡Viva el duque de Braganza, nuestro rey!».

Joaquina se mostró compungida.

—Dicen que el magistrado, antes de morir, sujetándose las entrañas, les respondió: «¡Viva Felipe IV, rey de España y Portugal!».

El pequeño Rodrigo, distraído hasta entonces, dejó al niño Jesús que tenía entre las manos encima de una pequeña cuna del Misterio y la miró obnubilado. Joaquina le estrujó los mofletes y continuó:

—Como el anterior, el primer comisionado y el capitán del castillo murieron luchando con gallardía, el primero apuñalado y el segundo despanzurrado contra el suelo al caer desde una ventana junto a la cámara de Vasconcellos.

El pequeño Rodrigo la interrumpió:

—¿Por qué no les defendió su jefe?

Joaquina le contestó de inmediato:

—¡Porque Vasconcellos era un cobarde indigno de tanta fidelidad! El primero que entró en sus aposentos fue Tello, pero allí no encontró a nadie. Cuando ya se iban, pensando en que había huido, fue precisamente una sirvienta como ésta que aquí tenéis la que le descubrió temblando de miedo escondido en el interior de una alacena. El mismo Tello fue el primero que le disparó para luego dejar que sus hombres gozaran con saña atravesando el cadáver con infinitas espadas. Al final le arrojaron por la ventana del patio de palacio, donde aguardaba el gentío.

Sólo el imaginar la escena me produjo un escalofrío; la voz de doña Inés murmuró a mi espalda:

—Si algún día le sucediese lo mismo al tirano, yo gozaría entre la muchedumbre descuartizando sus restos.

Joaquina no le dio la más mínima importancia al comentario, pues sabía que la viuda de Calderón, recluida en su cárcel de amargura, disfrutaba con el desconsuelo ajeno.

—Al recogerlo del suelo, de nuevo las voces de la muchedumbre enardecida atronaron. «¡Viva la libertad! ¡Viva Juan IV, el rey de Portugal!». Y durante dos días dispusieron del cadáver de Vasconcellos para vengar en él los sufrimientos a los que les sometió en vida. Sólo cuando se cansaron dejaron que los hermanos de la misericordia recogieran sus despojos para darles sepultura.

Joaquina, con el paladar seco, dejó el agua y tomó el pellejo de vino que traía aún en la cesta del mercado, alzó el cuello y escanció el preciado líquido en su boca para limpiarse a posteriori la comisura de sus arrugados labios con las puñetas de la manga. Aproveché para preguntarle:

—¿Qué cuentan los avisos de la virreina?

Empinó de nuevo el codo, tomó aire y continuó.

—Algunos aseguran que viene hacia aquí porque se ha hecho respetar al demostrar en el asedio mucha más valentía que Vasconcellos. Fijaos que, al sentir el forcejeo, ¡lejos de amedrentarse, fue ella la que abrió la puerta al tumulto!

La miré sorprendida.

—¿Qué hizo para calmarles?

Joaquina parecía satisfecha al ser el centro de atención.

—Les propuso un perdón general si amainaba la revolución.

Me intrigué.

—¿Qué hicieron ellos?

—Gritar de nuevo lo que tanto habían repetido: «¡Viva Juan IV, rey de Portugal!». La detuvieron junto a su séquito y la apresaron con la intención de libertarla en la misma frontera.

Ruy, nada más llegar, la interrumpió para quitarle la palabra de la boca.

—Al parecer la ciudad entera cayó en sólo tres horas. Han nombrado presidente de su nuevo Consejo al arzobispo de Lisboa, y consejeros a Almeida, nuestro pariente Mendoza, y a Aldama.

Sin quererlo, me sentí un poco artífice de la revolución.

—Mucho tiempo ha sido para la poca protección que tenían. Tengo curiosidad por saber cómo Olivares va a impedir el quebranto de su fama, honor y persona en esta nueva catástrofe. Ahora los portugueses coronarán a Braganza y se aliarán con todos nuestros enemigos. Así al menos dejarán de ser acosados por los piratas holandeses e ingleses.

Había llegado el momento de que nuestro pícaro, Miguel Molina, regresase a Portugal con nuestras felicitaciones mientras nosotros despojábamos al rey de sus legañas. Sólo había un responsable del infortunio y se llamaba Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares.