23

«Ándeme yo caliente

y ríase la gente.

Traten otros del gobierno

del mundo y sus monarquías,

mientras gobiernan mis días

mantequillas y pan tierno,

y las mañanas de invierno

naranjada y aguardiente,

y ríase la gente».

LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE

Ande yo caliente

Al día siguiente fui a visitar a la reina para pedirle su permiso. Quería escuchar la intervención de mi esposo en el Consejo desde el cuarto secreto en el que ellos se escondían cuando no querían estar presentes en las sesiones. No puso ningún reparo al respecto a pesar de que no me acompañaría. Quería estar tranquila y no alterarse con los asuntos de Estado, que de un tiempo a esta parte la afectaban en demasía, sobre todo ante la probabilidad de que Olivares aprovechase esta intervención para detener a Ruy por su complicidad con el espía Miguel Molina. Agradecí su advertencia con temor pero sin cejar en mi propósito.

Al sentarme a solas en aquella pequeña estancia, el murmullo de las voces que del salón del Consejo manaba arrulló mis recuerdos pasados. La efímera sombra de la infanta María parecía haber quedado grabada sobre la silla que a mi vera había. ¿Qué sería de ella? Cómo lloraba cuando supo en ese mismo lugar que el tirano no estaba dispuesto a aceptar su matrimonio con el príncipe Carlos de Inglaterra y lo que era peor, que don Felipe aceptaba su decisión. ¡Cuánto había llovido desde entonces! Ahora, ajena a todo lo que allí se cocía, era reina de Hungría en vez de reina de Inglaterra.

La voz de Ruy me arrancó repentinamente de entre mis recuerdos. Como si alguien me hubiese pinchado en las nalgas, me levanté para asomarme a la celosía. La larga espera a la que se vio obligado como un simple procurador de Guadalajara entre tanto consejero no menguó en nada su gallardía inicial. Después de saludar a la sala, subido en el púlpito, se dirigió directamente al valido. Olivares, desde enfrente, le miraba con rencor.

—Don Gaspar, desde un tiempo a esta parte sólo nos habláis en este Consejo de victorias pasadas, erigiéndoos como el máximo responsable de ellas sin nombrar apenas a los generales y almirantes que en estas lidias se dejaron el pellejo. Y no contento con enalteceros vos mismo, recurrís a compararos con los antiguos validos aprovechando que la muerte les sesgó la voz y su posible defensa. Al difamarlos e insultarlos por los errores que cometieron en sus gobiernos no miráis al futuro como un buen gobernante, sino que os ancláis en el pasado con excusas vanas y carentes de solución. Rogad a Dios para que no hagan lo mismo vuestros sucesores con vuestra vuecencia, que a veces conviene recordaros que no sois inmortal.

El tirano apretó los puños y las mandíbulas a punto de contestar, pero se contuvo fríamente. Rogué a Dios para que Ruy enmendase el agravio, ya que si no lo hacía, probablemente la acusación que pesaba sobre él se engrosaría con más cargos. Su voz retumbaba entre las bóvedas del salón de actos.

—Como nieto del duque de Lerma, duque del Infantado, procurador de Guadalajara y aspirante a los ducados de Denia y Lerma en contra de mis primas las hijas de Uceda, quiero alzar mi voz en esta sala para dejar muy claro que no estoy dispuesto a que el honor de mi linaje siga ultrajándose con tan poca decencia y de este vil modo, porque vos también sufrís grandes derrotas y habéis de reconocerlas.

Olivares bajó la cabeza para pasar unos legajos que sobre la mesa tenía como haciéndose el distraído. Impaciente, prosiguió mi señor:

—Una vez más el silencio es vuestra respuesta. ¿Por qué no nos habláis de qué ha ocurrido con nuestra imperial escuadra? ¿No es cierto que ha quedado reducida a cenizas después de la gran derrota que ha sufrido el almirante Oquendo en la batalla de las Dunas contra los ingleses y el holandés Tromp?

Ruy se enardecía desesperado en el intento de ponerle en evidencia. De nuevo esperaba en vano una respuesta que el tirano no estaba dispuesto a pronunciar. El murmullo de la sala llenaba el gélido silencio cuando oí la puerta entornarse. Era nuestro amigo Quevedo, que quiso entrar de improviso.

Susurré angustiada:

—¿Tenéis permiso, don Francisco?

Negó con la cabeza, sonrió, se colocó los anteojos y se acercó a la celosía.

—Sólo será un minuto y prometo no comprometeros. Vine a ver el tablado de la obra que hoy estreno en los jardines cuando me enteré de la intervención de vuestro señor esposo. He intentado entrar en la sala, pero la guardia me lo ha impedido. Al parecer algo importante se cuece porque hoy la sesión es a puerta cerrada.

Suspiré temiéndome lo peor.

—Espero que os equivoquéis.

Don Francisco me contestó:

—Quizá, pero por los gritos que de allí manan, el ambiente anda caldeado, y cuando esto ocurre, siempre hay represalias en contra de quien lo motiva.

Sonrió al escuchar a Ruy.

—¡Por fin alguien osa plantarle cara!

Dos contundentes golpes en una mesa acallaron a los murmuradores. Sólo cuando el silencio fue completo Ruy retomó la palabra y, asistido por la lectura de unos papeles que tenía sobre la mesa, prosiguió.

—Según estos datos, el almirante Oquendo contaba con setenta velas y diez mil hombres de los que hoy sólo quedan siete naves que lograron refugiarse en el puerto de Dunkerque. ¡Las demás han sido hundidas, apresadas y quemadas! Han echado a pique hasta la Santa Teresa, que al mando de Lope de Hoces yace hoy pasto de las profundidades del Canal de la Mancha junto a sus ochenta cañones y los cadáveres de nuestros mejores mosqueteros. ¿No se merecen estos hombres un reconocimiento póstumo a su gallardía?

Olivares por fin contestó con una evasiva:

—Infantado, no creo que eso interfiera en los asuntos de Guadalajara, que son los únicos que a vos os incumben.

Quevedo me miró indignado.

—Siempre igual, esquivo y en guardia.

Negué pensativa.

—Ruy no saldrá impune de este descaro. Es cierto que durante estos cuatro años las guerras en Flandes, Italia, Alemania, Gascuña y el Rosellón nos están arruinando, pero ¿por qué mi señor es el que siempre se ha de rebelar?

Don Francisco se encogió de hombros.

—Todos lo hacemos con mayor o menor sutileza.

Ruy tiró los papeles al suelo replicándole:

—¡No he terminado!

La frialdad de Olivares por fin se alzó:

—Infantado, ya no es vuestro turno. Si persistís en vuestro desacato os mandaré detener, y el que avisa no es traidor.

Ruy sonrió, y consciente de que andaba espiándole, alzó la vista hacia la celosía como para excusarse ante mí por lo que estaba a punto de hacer. Como era de esperar, lejos de contener su arrojo, soltó la lengua.

—¿Esta vez por qué? ¿Para amordazarme quizá como a todos los que os replican?

Olivares se erigió.

—Eso quisierais, pero no es así, ni siquiera entiendo cómo habéis entrado aquí pesando sobre vos una orden de arresto firmada por el rey. ¡Infantado, estáis acusado por desacato a la autoridad y por complicidad con un espía llamado Miguel Molina, que está acusado de los delitos de lesa majestad in primo capite al falsificar cartas, cédulas y decretos en los que maquinaba argucias en contra del Gobierno y el rey! ¡Guardia! ¡A él!

Ruy se reía a carcajadas mientras cuatro alguaciles le rodeaban. Ante el acoso se envalentonaba, y como si estuviese rejoneando en la plaza Mayor, picó aún más al toro.

—¡Dejad de compararos con el rey en todo momento, que no es a su majestad al que odia el pueblo, sino a vos! ¡Dejad de escudaros en su sombra y de una vez por todas demostrad vuestro valor!

El tirano cerró los ojos con fuerza y resignación al tiempo que arrugaba los papeles que portaba en sus puños.

—No estoy dispuesto a aceptar un reto tan absurdo. Las cartas incautadas al tal Molina nos hacían a su majestad y a este servidor responsables de intentar disponer la muerte del papa y del cardenal Richelieu. El tema es grave, y si algún consejero lo duda, las pondré a su disposición para leerlas y juzgarlas. ¡Prepárense porque son 344 billetes los que le delatan! ¡Detenedlo y llevadlo al castillo de Burgos por orden del rey!

Medina Sidonia le interrumpió con una tos forzada y disimulada.

—¿Seguro que el rey le manda a Burgos?

Olivares frunció el ceño y rectificó:

—Quiero decir al de Buenache.

La reina, al advertirme que aquello podría ocurrir, sabía a ciencia cierta qué acontecería y había intercedido como siempre para aligerar el rigor de la prisión. Le arrastraron a la puerta entre gritos y quejas.

—¡No pueden demostrar mi vinculación con esas cartas porque es falsa!

Pasado el tiempo, lo trasladarían a Guadalajara, donde de nuevo tendría que permanecer alejado de la corte hasta que las aguas se calmasen.

Francisco de Quevedo me intentó consolar:

—Vos no podéis hacer más, y supongo que la reina tampoco.

Le agarré la mano con desesperación.

—Si al menos no fuese reincidente, si nunca hubiese residido en galeras, algo se podría hacer, pero ¡no! Él siempre tiene que gritar a bocajarro todo lo que piensa.

Quevedo me chistó. Por la ranura que se filtraba la luz del exterior se apreciaba una sombra. Yo tenía permiso para estar allí, pero el escritor no.

Me asaltó la impaciencia, pues quería salir a despedirme de Ruy antes de que lo enjaulasen. La sombra se pegó un poco más a la puerta, y al no oír nada, se distanció para continuar su tránsito. Ese taconazo inicial seguido de un leve arrastrar de suelas delataba a la dueña de sus pasos. La Olivares era como un fantasma constantemente alerta entre los muros del alcázar.

Cuando sonó el portazo del fondo, tiramos del pestillo y salimos raudos hacia el patio, pero ya se habían llevado a mi señor esposo.