«Subí, privé, mas miento, que el privado
Es hoy el Rey de cuanto estuvo unido,
Pues dos reinos, cien plazas he perdido
Y un tío y dos hermanos le he quitado.
La plata de ambas indias le he agotado
Y ejércitos enteros consumidos,
La sangre de inocentes he vertido
Y la magia infernal he consumado».
FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS
Soneto al conde duque
Desde que el rey, después de acudir a Cataluña, tuviera que huir de Barcelona casi a escondidas, no le habíamos visto tan triste y compungido. Aquel amanecer regresábamos exhaustos de una representación de Lope de Vega en los jardines de Monterrey seguida de un baile de máscaras cuando supimos que el infante don Carlos estaba al borde de la muerte.
Al parecer, la noche anterior, ya vestido para acompañarnos a la comedia, se sintió indispuesto y prefirió quedarse en sus aposentos. Nadie le echó de menos hasta ese momento. Don Felipe, a pesar del cansancio de una noche en vela, al saberlo corrió a su encuentro, pero ya era tarde. Don Carlos, a sus veinticuatro años, ya no sería separado de su majestad como en su día lo fueron doña María y don Fernando, porque la muerte se le adelantó a Olivares y sus planes para con él. Don Felipe por primera vez se sintió solo. Hubiese querido tener a sus hermanos cerca aquel día, pero éstos se hallaban muy lejos.
La reina le abrazó en silencio y salió de la estancia dispuesta a no callar. Tras ella, como siempre, todas las damas la seguimos por los corredores del alcázar hasta la notaría de Olivares. Abrió de un golpe la puerta, a sabiendas de que el valido estaría allí, ya que la noche anterior se había retirado temprano para madrugar. Las campanas de la capilla real en ese mismo instante comenzaron a tañer a difunto. Don Gaspar se levantó de su bufete lívido, la reverenció y la hizo partícipe de sus temores.
—¿Quién ha muerto, mi señora? ¿No será…?
La frase quedó inconclusa.
—¿Pensáis que ha sido el rey? ¡Qué bien disimuláis cuando queréis! No, no ha sido el rey, sino el único hermano que aún le quedaba a su lado aferrado. ¿Por qué no dispusisteis nada para alejarlo como a los demás infantes? Quizá alguna hechicera os vaticinó su funesto futuro, y agorándolo cercano, no le creísteis una amenaza.
Olivares se levantó indignado.
—¡Qué insinuáis!
La reina le dio la espalda.
—¡Nada! Sé que estáis deseando correr a la vera de su majestad para consolarle como siempre hacéis. Antes, os guste o no, me tendréis que escuchar.
Olivares dio un paso hacia la puerta, ignorándola, y por primera vez en nuestras vidas presenciamos un grito de la reina hacia quien se suponía casi el Dios del rey.
—¡La reina os está hablando! ¡Sentaos u os arrepentiréis de vuestra insolencia!
El conde duque tomó asiento con cierto aire de impaciencia pero consciente de que su rebeldía en aquel momento no traería nada bueno. La mujer del susodicho temblaba como una hoja agazapada detrás de las cuatro damas que allí estábamos.
—Hay un millón de cosas que hace mucho tiempo quiero deciros, y hoy ha llegado el momento. Vuestro problema es que os creéis en posesión de la verdad en todo momento, amén de la suerte que tenéis.
»Cada vez que el rey duda levemente de vuestra merced, el destino os ayuda. En el 25, cuando sufrió el desaire de las Cortes en los reinos de Valencia y Cataluña, silenciasteis su tristeza con las victorias de Bahía y la rendición de Breda.
»Desde entonces creísteis que todo el monte era orégano, y poco a poco nos habéis metido de lleno en un sinfín de eternas contiendas difíciles de concluir. La posterior intervención en Mantua y las derrotas de Matanzas, Hertogenbosch y Pernambuco han hecho que terminemos arruinados y desilusionados. Ahora, aliados con el emperador Fernando de Alemania en contra de Gustavo Adolfo de Suecia, y con el duque de Sajonia y el cardenal Richelieu respaldándole, no llegaremos a ninguna parte.
Olivares pacientemente apoyó el codo en la mesa para sujetarse la barbilla con aire de aburrimiento. La reina se enfadó aún más.
—¡Poned atención a lo que os digo! ¡Me lo debéis, ya que el rey está aislado en sus afectos gracias a vos! ¡Traed al cardenal infante don Fernando en vez de alejarle y el rey os lo agradecerá!
Olivares negó antes de contestar.
—Me gustaría, mi señora, pero será difícil, ya que será su alteza el cardenal infante el que probablemente se negará a venir. No sabéis lo agradecido que me está desde que le brindé la oportunidad de convertirse en el mayor general de nuestros ejércitos. Don Fernando se siente más general que hombre de iglesia, y ahora, con el pretexto de la muerte de la infanta Isabel Clara Eugenia como archiduquesa gobernadora y las escasas victorias de los marqueses de Santa Cruz y Aytona, necesitábamos a alguien de su dignidad en Flandes. Ha aceptado y sin duda lo hará mejor si cabe que en Cataluña.
La debilidad de la familia real era que Olivares conocía demasiado bien sus inclinaciones y las utilizaba en su favor. El que don Fernando guardase bajo el hábito de hombre de iglesia la esperanza frustrada de haber sido general no era un secreto para él.
Doña Isabel se mantuvo en sus trece.
—Ahora que ha muerto don Carlos, el rey necesita de la compañía de un hermano a su lado. ¿De verdad creéis que le bastarán los 18.000 hombres que porta para vencer? La guerra se encona y quizá perezca allí intentando lo imposible. Siempre habrá un general que pueda dirigir la contienda y que no sea el cardenal infante.
Olivares la interrumpió.
—Es el más idóneo. Don Fernando es muy querido entre los católicos austriacos, y su reciente triunfo en Nordlingen sólo es el inicio de una gran victoria que está por llegar y que todos veremos.
Sonrió antes de proseguir.
—Quizá lo que os preocupa, mi señora, no es que el rey esté solo, sino el que no quede otro varón en la familia real aparte del príncipe que le suceda si algo le pasa. ¿Por qué no me dejáis a mí los negocios de la guerra y vuestra majestad se dedica a parir otro hijo como todos desearíamos?
Indignada ante este ataque repentino, la reina se explayó.
—Como siempre, os agarráis a un clavo ardiendo para justificaros. Vos sólo me habláis de lejanas victorias mientras yo os hablo de realidades cercanas. Os empeñáis en mantener luchas exteriores descuidando a nuestros súbditos, y cada vez son más los que nos aborrecen sin comprender el porqué de esta desazón. Ellos sólo padecen hambre y pobreza sin alcanzar a ver lo que hay más allá. ¿No veis acaso que los negocios del extranjero nos están arruinando?
»¿Cuántas juntas habéis inventado a lo largo de estos años? La de Ejecución para intimidarnos, la de la Armada, la de la Media Nata, el papel sellado, donativos, millones, almirantazgos, minas, presidios, poblaciones, competencias, obras, bosques… ¡Y ahora la que regula nuestro vestir, limpieza de aposentos y expedientes! ¡Si hasta eso lo pretendéis mal regir!
Se dirigió a la ventana y descorrió las cortinas señalando al exterior.
—¡Asomaos a la calle! ¿Lo veis? Dorados, plateados, brocados, grandes cuellos y sombreros. ¡Todo lo que en su día prohibisteis allí sigue porque nadie os hace caso, y gobernar la voluntad de vuestro rey no significa hacer lo mismo con todos sus súbditos! Ni siquiera vuestras drásticas medidas de ahorro, el acuñamiento masivo de monedas de vellón y las absurdas pragmáticas a las que nos sometéis son respetadas ni consiguen llenar las arcas.
El conde duque, como si tuviese encerados los conductos del oído, se levantó cansinamente y, apoyándose en su bastón por un acceso de gota, contestó a la reina.
—¿Habéis terminado? Creo que estaríamos mejor velando el cadáver del infante don Carlos junto al rey en vez de hablar de política y economía. Insisto en que deberíais dejar estos negocios a los Consejos y dedicaros a cosas de damas.
La reina le sujetó el bastón para que no pudiese dar un paso más.
—¡No me habléis como a una ingenua y escuchadme con respeto! Al igual que yo he tenido que escuchar en muchas ocasiones vuestros eternos discursos, ¡ahora os toca a vuestra merced! Pasemos a Navarra y a Portugal. ¿Es vuestra intención acaso que se unan a las discordias de Castilla con Aragón y Valencia?
La reina captó su disipada atención de inmediato.
—Soy devoto del centralismo y lo sabéis. ¿Cómo osáis acusarme de lo contrario?
Doña Isabel sonrió con sarcasmo.
—Pues no lo parece. A los navarros los alzáis en nuestra contra con el incremento excesivo del monopolio de la sal, y aunque nos lo escondáis, sé por mis propias fuentes de la rebelión que cuaja en Vizcaya. Por otro lado, muchos de los portugueses vitorean a los Braganza como sus reyes y no ven éstos el momento de independizarse.
La reina se calló a la espera de una respuesta que no llegaba. Olivares la miró con aire de despotismo antes de pronunciar palabra.
—Vuestro interés es digno de admiración, pero no puedo solucionar en un segundo los negocios que llevan años debatiéndose en los Consejos.
Tranquilo, continuó:
—Señora, sé que todos me culpan de los males que acontecen, pero os juro que vivo entregado al gobierno de estos reinos y lo hago lo mejor que sé. Respecto a los lugares que me mencionáis, será difícil calmar los ánimos de los que se obcecan en enfrentarse a Castilla sin atender a razones. De entre todos, sólo considero un verdadero rival a Richelieu. Vencido éste, lo estarán los demás y vuestro hijo reinará sobre un imperio.
Esta vez la reina no replicó. El tirano, al mencionar al príncipe Baltasar Carlos, la desarmó. Descargada su conciencia en cuanto a iras y agotada como estaba de una noche en vela, se retiró a sus aposentos para descansar un poco antes de acudir a los públicos velatorios del infante don Carlos. Al acostarse, me pidió que permaneciese a su lado hasta que conciliase el sueño. Esperé temerosa de hacerlo yo antes, ya que los párpados me empezaban a pesar tras toda una noche en vela. Gracias al Señor, la reina se durmió casi de inmediato, refugiándose en la paz que transmitía el retrato que había sobre un caballete frente a su lecho. La verdad era que Velázquez había hecho un gran trabajo.
Pintado sobre el lienzo, el príncipe Baltasar Carlos aparecía el día de su jura como heredero a la corona. El pequeño, a sus dos años y medio, montaba un brioso corcel alzado sobre sus patas traseras y sujetaba las bridas con una sola mano. Vestía en negro y blanco con bordados en plata y estaba cubierto con un pequeño sombrero emplumado.
A la derecha, en segundo plano, aparecía Olivares velando por él, y en tercer plano la misma doña Isabel junto al rey, contemplando la escena desde un balcón. Sólo dijo una cosa antes de cerrar sus ojos:
—Quiera Dios que mis resquemores cesen y sea verdad lo que Olivares dice.
La reina, ya sosegada, parecía estar dando otra oportunidad al valido. Los razonamientos de su sesera se imponían a lo que el corazón últimamente le venía advirtiendo.
Nada más salir de los aposentos reales, hallé a Joaquina sumamente alterada en el corredor. Nuestra carroza esperaba en el patio del alcázar. Hacía media hora que un billete había llegado a casa procedente de Guadalajara. Mi abuela, para mí aún la duquesa del Infantado, pues aunque nos hubiese cedido el título, nos negamos a utilizarlo mientras viviese, había empeorado, y mi esposo, junto a ella, esperaba que llegase a tiempo para despedirla.
Excusando mi ausencia del velatorio de don Carlos debidamente, salí dispuesta a llegar lo más rápidamente posible. Daría descanso a mis molidos huesos durante el trayecto de ida.
Llegando a Alcalá de Henares, más tranquila, releí la carta en la que Ruy me hablaba de Ana de Mendoza. Hacía tan sólo dos días que había salido del palacio de Guadalajara por su propio pie a confesar y comulgar. A su regreso se sintió con calenturas y algo la debió de avisar porque inmediatamente pidió que llamasen a un carmelita descalzo para otorgar testamento en su nombre.
Ella misma pidió que mi señor don Ruy estuviese presente cuando dictase sus últimas voluntades, y por eso supo que su abuela heredaba por igual a todos sus nietos mejorándonos a nosotros con un tercio, siempre y cuando nos comprometiésemos a pagar todas sus deudas y jurásemos velar por una prima bastarda que teníamos hija de su difunto esposo. Además, y como era costumbre en la familia, conservaríamos, honraríamos y favoreceríamos a sus criados beneméritos más antiguos y repartiríamos sus reliquias más preciadas entre los conventos. El dedo de san Francisco de Borja lo conservaríamos como tradición familiar en su relicario, mientras que el brazo de san Benito pedía que se lo entregásemos al monasterio de San Juan de Sopetrán. A Ruy le sorprendió lo minuciosa y cabal que fue durante todo el tiempo que dictaba el testamento, al no olvidar a nadie a pesar de sus ochenta años cumplidos.
Al plegar de nuevo el billete, sentí con orgullo que aquella admirable mujer, la misma que me había servido de ejemplo a seguir en las virtudes más femeninas, seguía predicando valentía al afrontar la muerte sin temor.
Cuando llegué, ya parecía un cadáver. Convulsa entre las fiebres, su fina piel transparentaba las ronchas amoratadas que las infructuosas sanguijuelas la habían dejado. Entornó los párpados al verme, forzó una sonrisa y con un esfuerzo ímprobo me habló entre susurros.
—María, ¿cómo van nuestros secretos?
Me sorprendió la pregunta, sobre todo teniendo en cuenta el momento en el que la paz del alma ha de ser completa. Desde aquel día lejano en que delegó en mí para proseguir con el desafío no habíamos hablado nunca más del tema, y no sabía por qué ahora precisamente que el arrepentimiento debía atenazarla tan moribunda como estaba lo sacaba a colación. Prosiguió pausadamente.
—Sé de una monja que es madre superiora en el convento de Valfermoso, aquí cerca de Guadalajara, y que en vez de dedicar su tiempo al rezo, llena su sesera de pensamientos impuros que comenta entre sus hermanas. ¿Se unió ella a vuestra causa?
No me extrañó que la Calderona hablase más de la cuenta. Doña Ana inspiró falta de resuello antes de continuar.
—Motivos no le faltan, por muy banal que haya sido en su vida antes de tomar los hábitos. Deberíais olvidar a esa farandulera que tan poco puede hacer ya por nadie y poner todas vuestras fuerzas en vincular a vuestra conjura a la mujer más alta de estos reinos. ¿Qué ocurre? ¿Por qué la reina no cede?
Con lágrimas en los ojos, simplemente me encogí de hombros. ¿Cómo iba a explicarle que doña Isabel nunca parecía decidirse del todo? La anciana, con pulso tembloroso, me secó una lágrima traicionera que fui incapaz de contener.
—Desde niña habéis visto muchas cosas, y las que se os pasaban desapercibidas procuré mostrároslas. Sé que sois observadora, y dado que por vuestra sangre fluye el ímpetu que siempre ha caracterizado a las mujeres Mendoza, me voy tranquila, sabiendo que precisamente vos me relevaréis. No os digo que os precipitéis alocadamente a la hora de actuar, pero decidme, ¿por qué os demoráis tanto entonces?
Bajé la cabeza pesarosa al reconocer mis defectos.
—Quizá me sobre arrojo y me falte malicia.
Doña Ana, incapaz de mantener alzada su mano en esa lenta caricia por mis mejillas, la arrastró por mi cuello hasta posarla sobre el embozo. Su voz se iba apagando como una brasa incandescente privada de su calor. Pegué mi oído a sus labios al percibir el inicio de una mueca casi muda.
—No es malicia sino inteligencia y buen proceder lo que habéis de despertar en vuestro sentir. Aprended de los errores y no caigáis en ellos. Usad la cabeza fríamente y desplazad al corazón, que en estos negocios no casan bien los intereses con el amor. Esperad pacientemente el momento preciso para actuar sin relajaros demasiado, no vaya a pasar la oportunidad disfrazada frente a vuestras narices y no la reconozcáis. Manteneos en una valiente alerta, y una vez en marcha, sed tenaz.
Asentí a la espera de que descansase. A pesar de que su respiración cada vez era más dificultosa, quería continuar y no iba yo a interrumpir las últimas palabras que quizá compartiese con ella. Cerró sus párpados cansinamente, invirtiendo ese arresto en pronunciar algunas palabras más.
—Desconfiad de todos y arrimad el hombro hacia los mejores sin que sea evidente. No menospreciéis a nadie por muy incauto e ingenuo que os parezca porque las puñaladas traperas hieren más cuando son inesperadas.
La miré obnubilada ante el desmesurado arranque que demostraba para hacerme comprender que depositaba en mí todo el peso de su esperanza. Desfallecida y jadeante, hundió la cabeza hasta entonces ligeramente incorporada en su blanda almohada. Le susurré al oído:
—Os prometo que no os defraudaré.
Con un lento pestañear, quiso abrir los ojos pero no pudo.
—Lo sé, doña María. Nunca olvidéis que el tirano casi os arruina y que debéis salvar el vapuleado honor de los Sandoval y Rojas. Sólo así los hijos que os sucedan crecerán con dignidad.
Asentí. Tras de mí, Ruy lloraba desconsoladamente. No era para menos, ya que ella fue como su madre al quedar huérfano de niño. Nada más apartarme de su lado, ocupó mi lugar.
—Decidme, abuela, ya que sabéis de leyes y casos de conciencia tanto o más que los mayores juristas y teólogos, ¿qué voy a hacer sin vos?
Su agonizar se precipitaba ante nuestra impotencia.
—Hijo mío, vos lo descubriréis con el transcurrir de la vida en cada momento.
Durmió la duquesa durante media hora, mientras, agarrados de un rosario y en silencio, pasábamos las cuentas sin quitarle la vista de encima. Las sábanas de su lecho apenas se movían ya para acompañar el vaivén de su costosa respiración, cada vez más parsimoniosa. Un momento antes de morir tomó aire como si quisiese tragar todo el del cuarto, abrió los ojos del todo y llamó a Ruy. Éste le besó las manos mientras ella le susurraba algo al oído, algo que nadie pudo escuchar pero que debía de tratar de mí, pues él me miraba fijamente en vez de observarla a ella. Ruy asintió hasta que doña Ana de nuevo perdió el sentido. Esta vez su silencio se hizo eterno con los albores del amanecer.
Tres horas más tarde ya se mostraba su cuerpo en la sala de linajes. Tendida en un ataúd de plata sobre paños negros, mantuvimos en la penumbra el catafalco iluminado por doce hachas que cambiaron los palafreneros cada vez que se consumieron a lo largo de los tres días que estuvo expuesto su cadáver. Un viso de paz cubría su rostro, y sólo rasgaban el silencio los cantares de las misas que por ella dispusimos. Pasadas las vigilias, tomamos el féretro y nos dispusimos a seguirla en su último paseo hacia la iglesia de San Francisco.
Al abrirse las puertas, la tenue luz del crepúsculo que nos aguardaba afuera dejó entrar a su vera la limpia brisa del proseguir de la vida. Un taciturno pasillo de lacayos enlutados dispuestos desde la puerta principal de palacio hasta la iglesia perfilaba el camino a seguir. Intercalados entre cada uno de ellos había otros cien pobres que, agradecidos por la generosidad de la muerta, habían acudido a sujetar los hachones encendidos a un lado y otro de su paso.
Mientras caminaba, pensé que desde allende donde estuviese estaría disfrutando con tan grata despedida. Depositamos su féretro aún abierto ante todo el clero que aguardaba bajo la nueva bóveda del altar mayor, a la espera de dedicarle nuestro último adiós antes de entregar su cuerpo y alma definitivamente a Dios.
Vestida con el hábito de la tercera orden franciscana, irradiaba santidad. El cardenal rezó el novenario de las pompas fúnebres asistido por el cabildo, los padres dominicos, los descalzos de San Pedro de Alcántara, los mercedarios, los franciscanos, los carmelitas y los capellanes de la Casa del Infantado. Un representante de cada una de las órdenes militares subió al catafalco para cerrarlo.
A la salida de San Francisco, la perfecta fila que nos había escoltado al principio se había deshecho, y el gentío enorme transitaba sin orden y concierto recuperando la vitalidad momentáneamente acallada por el luto.
Los parientes más rezagados se acercaron a nosotros para darnos el pésame mientras una beata aseguraba a voces haber visto a la Virgen recoger el alma de doña Ana entre sus manos camino del purgatorio.
Alguna que otra sonrisa se empezó a dibujar en los que, aun demostrando su pesar, no era tanto su sufrir. Medinaceli, Medina Sidonia y otros primos me cerraban el círculo de su varonil tertulia en torno a Ruy. Haciéndome a un lado, incómoda por su indiferencia, un silbido me llamó la atención.
Al darme la vuelta vi con sorpresa entre todos los alcarreños que allí acudieron cómo la viuda de Rodrigo de Calderón se alejaba de nuestro séquito para dirigirse al grupo de mujeres que así la habían llamado y estaban esperándola.
Agudicé la mirada; entre las tocas de viuda de esta primera y los hábitos de una monja sólo pude distinguir a la única que portaba la cabeza al descubierto. ¿Qué hacía en Guadalajara la Guevara? De espaldas a mí, la monja charlaba con ella acaloradamente.
Con disimulo me fue fácil apartarme del grupo de caballeros para acercarme un poco más a éstas. Mi sorpresa fue aún mayor cuando identifiqué a la monja. ¡La Calderona había dejado la clausura por un día con la excusa del entierro, y hasta entonces, entre tanto hábito y congregación, había pasado desapercibida! Con razón doña Ana sabía de su existencia.
Aquella joven mujer, a la que había visto por última vez casi desnuda en su propia casa, me resultaba sumamente extraña abrigada con ropajes monjiles. Su bella cara, enmarcada por el blanco de su manto, resultaba casi angelical. El simple hecho de que ni un mechón de su larga cabellera asomase de entre sus tocas le había arrebatado toda su lascivia. Aquello, unido a la holgura de sus hábitos para disimular sus femeninas formas, la transformaba de veras en una mujer de Dios sin pasado.
Eran muchos los que aseguraban que más de un día el rey, fingiendo ausentarse de la corte por ir de caza, había violado las rejas y tapias de su convento para verla, pero yo nunca las creí. Sabía que don Felipe por aquellos tiempos ya andaba entretenido con otras señoras. La más conocida era la hermosa y ambiciosa hija de un mercader llamado Pichón, que ya se presentaba como amante regia en sus entornos.
De repente una diminuta y áspera mano de labriega se asió a la mía. Al bajar la mirada para localizar a su irrespetuosa dueña, tropecé con un alegre rostro que me sonreía. Aquella pequeña tostada por el sol me recordaba a alguien, pero… ¿a quién? Sus ojos verdes… ¿Dónde los había visto yo antes? Balbuceaba con sus carnosos labios algo que en su párvulo idioma yo no alcanzaba a entender. Su insistencia me impulsó a esforzarme.
—¡Aitamimamá!
En una palabra y de corrido repetía y repetía incansable lo mismo sin tomarse un respiro. En un primer momento pensé que la ingenua se había perdido, pero no parecía preocupada; quizá tenía una madre resabiada que, incapaz de alimentarla después de la sequía pasada, la había empujado a nuestro encuentro con la esperanza de que nos compadeciésemos de la pequeña aceptándola como criada en nuestra casa. A la quinta, cuando su desesperanza le hizo patear el suelo a la vez que me señalaba un punto fijo entre la multitud, conseguí descifrar lo que su lengua de trapo pronunciaba.
Al localizar el lugar preciso que me indicaba, sonreí de inmediato mientras ella, satisfecha por haber logrado al fin su propósito, me besaba la mano. ¡Cómo no había reconocido antes aquella mirada! Magdalena me saludaba desde lo lejos junto a su querido Quiterio y rodeada por una caterva de chiquillos. Sobre su abultado vientre sostenía al que debía de ser el último que había parido. La prolifera familia parecía feliz, y pensé de inmediato al verles que no hubo mal que por bien no viniese cuando se frustró el intento de envenenamiento que tramamos contra Olivares.
Miré a Ruy; como seguía enzarzado en la conversación con los caballeros, no notaría mi ausencia. Me separé despacio del grupo y les saludé desde lejos guiñándoles un ojo. Ellos sabían como yo que no sería bueno saludarnos en público efusivamente, pues aquella muestra de afecto alimentaría al diablo de los celos de sus compañeros de fatigas, sobre todo ahora que heredaríamos de la duquesa las tierras que cultivaban y que tenía en mente donárselas definitivamente. De todos modos, aquella imagen familiar hizo que la inmensa tristeza que me asolaba durante el entierro comenzase a desvanecerse.
Muy pronto supe por nuestra viuda el porqué de todas las conjuradas en Guadalajara. No sólo venían a darnos el pésame, sino que además pretendían reiniciar nuestro aletargado proceder en contra del tirano. Aquella noche, como siempre, nos reuniríamos clandestinamente al final del jardín en medio del laberinto que el jardinero acababa de podar. No les sería difícil llegar, ya que nuestra guardia descansaba después de las largas noches que pasaron despiertos velando el cadáver de doña Ana. Joaquina sería la encargada de marcar debidamente con pañuelos de colores la entrada más directa para que nadie se perdiese.
Cinco minutos pasada la media noche, llegó la primera embozada en sus oscuros hábitos e iluminada tan sólo por la clara luna llena. La Calderona se mostró tan distante como siempre, y lo primero que hizo fue reprocharme las pocas noticias que de su hijo tenía a pesar de que yo me hubiese comprometido con ella a enviarle cartas con sus nuevas. Consciente de mi dejadez, me excusé como pude.
—Sé poco porque vuestro hijo anda tan escondido de las miradas ajenas que no me atrevo ni siquiera a preguntar por él, y como os figuraréis, la reina no mienta el tema. Sólo os puedo decir que después de haber estado en León a cargo de la buena mujer que le crió hasta ahora, se lo han llevado a Ocaña, donde el rey quiere que le eduquen los jesuitas. Aprende matemáticas del mejor maestro del colegio imperial en esta materia, creo recordar que se llama Carlos de la Faille. Pedro Llerena de Bracamonte, el inquisidor general de Llerena, le enseña teología, y otros tantos que no son de renombre pero sí los mejores maestros le instruyen como si fuese un príncipe. ¡Vuestra merced nunca podría haber dado mejor educación a un hijo!
Sumisa como nunca la había visto en mi vida, bajó la mirada.
—Si vuestra merced lo dice, así será. Yo no soy mujer versada y las letras se me escapan. De todos modos, no es eso lo que me preocupa. ¿Sabéis si es feliz entre hábitos y religiosos? El clero siempre hace acopio de la sangre real para formar a sus futuros dirigentes, y dice mi confesor que ha oído que ya piensan en hacerle príncipe de la Iglesia. ¿Sabéis si es verdad? ¿Cómo es posible si no tiene edad para tener vocación?
Parecía preocupada de verdad. La Guevara entró sigilosamente para soltar una carcajada al oírla.
—¡Y eso qué más os da! El convento os está licuando el seso. ¿Teníais acaso vos vocación?
La cogió descaradamente del hábito para alzarlo.
—¡Miraos! Sois priora y a nadie le importó al nombraros si creíais en Dios o en el diablo. No sería extraño vuestra tendencia al segundo, habiéndoos dejado la piel como os la dejasteis en esas antesalas del infierno llamadas corralas.
La Calderona la atravesó con la mirada.
—¡Si he aceptado esta posición, es sólo en beneficio de mi hijo!
Las interrumpí de inmediato.
—No hemos venido aquí a pelear, sino a tramar.
Mirando de nuevo a la Calderona, me dirigí a ella.
—Si el padre de vuestro hijo no le ve más a menudo, es por no herir a la reina, aunque os aseguro que no por eso le descuida. Le ha puesto ya casa, le ha dado el tratamiento de Serenidad, y a vuestra pregunta sobre la vocación os contesto con los rumores que aseguran que prefiere las armas al rezo.
La viuda, nada más aparecer, puso punto final a nuestra conversación.
—Si queremos hablar de cosas banales podemos reunirnos en otra ocasión, pero hoy no es lo que toca.
La Calderona podía morderse la lengua frente a la Guevara, pero a la viuda la respetaba tan poco como a mí. No pudo reprimirse.
—¡Si banal es lo que acontece a mi hijo, mucho más lo es lo que hicieron con vuestro marido! Después de veinte años muerto, a los gusanos ya no les debe de quedar ni un hueso que roerle.
La viuda no le contestó, simplemente avanzó hacia ella en posición amenazante. A punto estaban las dos de llegar a las manos cuando me interpuse entre ellas.
—¡Señoras! ¡Qué espectáculo! Si mi buen amigo Francisco de Quevedo os viera, sin duda afilaría su pluma con sátiras. ¿Cómo titularía la obra?
La Guevara se me adelantó contestando a la pregunta:
—¡Tocas de monja y de viuda al retortero!
Se hizo el silencio inmediato, una casual ráfaga de viento hizo flamear ambas tocas, las comisuras de nuestros labios se inclinaron ligeramente hacia arriba y comenzamos a reírnos de la estupidez hasta que alguien chistó al otro lado del seto. Joaquina apareció en el centro del laberinto con el dedo índice sobre el labio.
—Por Dios, señoras, parecéis un grupo de brujas en un aquelarre.
Contuvimos las carcajadas un segundo más hasta que la Guevara susurró forzando la voz cascada.
—Brujas somos desde que nuestro único propósito es la conjura contra el mismo hombre.
Cuando Joaquina dio un paso atrás aterrorizada, no pudimos contener otra risotada. Conscientes de la algarabía que formábamos, durante un buen rato nos miramos las unas a las otras tapándonos la boca para silenciar las carcajadas. Al fin y al cabo estábamos casi al fondo de los jardines y el sonido de la juerga nocturna bien podría venir de las callejuelas adyacentes al palacio. Aquello no alertaría a nadie.
Ya más calmadas, intenté retomar la conversación.
—Sin duda reímos por no llorar.
Ante la evidencia de mi comentario todas callaron de inmediato.
—Sé a lo que habéis venido, sé que todas estáis cansadas de aguardar con los brazos cruzados mientras el tirano sigue impune a un castigo, pero aún no es el momento.
La Guevara se acercó a mí.
—¡Nunca es el momento idóneo! El miedo os roe las entrañas mientras que a nosotras la rata del odio ya nos las devoró hace mucho tiempo.
La Calderona y la viuda la secundaron con quejas parecidas pero sin aportar una sola idea. Me impacienté.
—Escuchadme. Desde que Francia nos declaró la guerra uniéndose a Holanda nunca hemos ganado más batallas. Haced memoria y comprobaréis que casi todo han sido victorias. Saqué la mano y empecé a contar. En las orillas del Rhin, en la Alsacia, en Flandes, en Parma, en Milán, en Valterina, en Tesino, en el Franco Condado e incluso en Picardía. Ahora todo son enhorabuenas del rey hacia el valido y poco podremos hacer, pero recordad que casi siempre un paso adelante se torna en dos para atrás con el tiempo.
La Guevara se impacientó.
—¡Tiempo, siempre tiempo! ¡Cuando no es por una cosa es por la otra! Estoy empezando a pensar que no nos servís a la causa, doña María.
Continué, procurando mantener la calma sin tomar en cuenta el comentario.
—A pesar de las victorias, nuestros ejércitos han quedado denostados después del asedio a París que Olivares se empeñó en mantener contra Richelieu. Os aseguro que las derrotas vendrán, y ése será el momento que aprovecharemos para derrocarle.
La dulce voz de la Calderona intervino.
—¿Cómo podéis estar tan segura de ello?
—Sólo os puedo decir que el ministro francés ya se ha rebelado ante el asedio de París, y tres de sus ejércitos al mando del príncipe Condé avanzan desde San Juan de Luz hacia nuestra frontera con la intención de tomar Fuenterrabía. Desde que lo sabe el cardenal infante don Fernando, aunque se encuentra en Flandes, su estupor es completo. Como buen estratega conoce el número real de los hombres con que contamos y ve imposible nuestra defensa. Él mismo dice que en el norte de España no nos queda un hombre capaz de luchar contra los franceses por estar desperdigados en otros frentes.
La Calderona intervino pausadamente.
—Sin duda sois vos la que más al tanto está de todo, pero sigo pensando que os fiáis demasiado de vuestra intuición. Las noticias son sesgadas a voluntad de quien las divulga, y nos escondéis vuestras fuentes. ¿Por qué hemos de confiar ciegamente en vos?
La Guevara, impaciente, agarró a la monja para callarla y así dirigirse a mí.
—¡Ya está bien de contemplaciones! ¡Aquí lo único cierto es que esta mujer sufre un calvario cada vez que amanece y no tiene a su hijo con ella!
Señaló a doña Inés, alzando la voz un poco más.
—Esta otra siente la fría ausencia de su marido cada vez que se acuesta.
Se golpeó con furia el pecho y gritó:
—¡Y yo misma, desde que fui expulsada de palacio sin razón, arrastro día tras día mis viejos huesos eludiendo a la muerte que más de una vez ha querido recogerme porque nunca descansaré en paz si Olivares no ha muerto antes! ¡Vos podéis esperar sentada en un almohadón de seda, pero a mí no me sobra el tiempo!
Alzándose el viejo sayo, me dio la espalda y se fue. Todas quedamos en silencio ante la evidencia de una ruptura hasta que doña Inés susurró:
—Es temperamental y la edad también le ha robado la paciencia, pero ya regresará.
—¿De verdad lo creéis?
Bajando la cabeza, lo reconoció sin ganas:
—Esta dilación a todas nos afecta en demasía, nos derrumba y desespera, pero al calmarse el enojo que nos ciega, vemos que solas no podemos hacer nada. Estamos engrilletadas a esta espera como cautivos a su calabozo. Ya llegará la libertad.
El sonido de unas ramas nos alertó. Bajé el tono de voz.
—Si todas estamos de acuerdo, esperaremos a que Olivares tropiece otra vez, la reina también está cansada de sus desmanes y quizá en muy poco tiempo decida unirse a nuestra causa.
La Calderona me interrumpió.
—¿Estando yo en ella? Mirad que no es un secreto que odia a mi hijo y podría vengarse en él por mis actos.
Atenta hacia donde las ramas seguían quebrándose, comencé a caminar tirando de Joaquina y de la viuda para dar por terminada la reunión. Otro crujido sonó cuando la Calderona se dispuso a salir por el espacio entre el seto contrario al nuestro. Justo antes de desaparecer, le contesté despidiéndome.
—Estad tranquila porque la reina nunca sabrá que sois un diente de este ajo. Cuando sepamos qué hacer, os mandaré aviso sobre esta cuestión y las que a vuestro hijo atañan.
Se giró sólo un momento para asentir. Entre los pasillos del laberinto vimos esconderse a la causante de tanto ruido. Era la misma Guevara, que, en vez de haberse ido, nos espiaba entre los matorrales comida por la curiosidad. Simulamos no verla y continuamos el paseo hacia palacio.