«Mientras por competir con tu cabello,
oro bruñido, el Sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente el lirio bello;
mientras a cada labio, por cogello,
siguen más ojos que al clavel temprano
y mientras triunfa con desdén lozano
del luciente cristal tu gentil cuello
goza cuello, cabello, labio y frente
antes que lo que fue en tu edad dorada
oro, lirio, clavel, cristal luciente,
no sólo en plata, o viola troncada
se vuelva, mas tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada».
LUIS DE GÓNGORA Y ARGOTE
Soneto a la mujer joven
Por aquellos días, las lenguas se afilaron como nunca ante la manifiesta infidelidad del rey. No había nada nuevo en ello, su promiscuidad ya era conocida por todos, pero esta vez se mostraba tan ensimismado con la nueva amante que sus ausencias del alcázar cada vez eran más largas. Todos se hacían la misma pregunta: ¿qué le daba la Calderona al rey que no le hubiesen dado antes las anteriores?
Sus excesos le debilitaron tanto que, cuando cayó enfermo, todos sus médicos estuvieron de acuerdo en el mal que le atenazaba: no era otro que el agotamiento de muchas noches sin dormir, y su más efectiva medicina sería su obligado retiro tumbado en el lecho. Cumplió con ello sólo aparentemente, porque no había alma en palacio que ignorase que la joven recorría de la mano de Olivares casi a diario los angostos pasillos destinados a la servidumbre que conducían a los aposentos reales, cumpliendo voluntariosamente con su desesperada llamada. La reina Isabel demostró su enojo ante la situación eludiendo su acercamiento y visita durante todo el tiempo que don Felipe estuvo postrado.
Nunca supe ciertamente si aquel día en que Juan Villamediana apareció en la plaza Mayor con la divisa de «mis amores son reales» delataba su verdadero escarceo con la reina o si simplemente bromeaba, pero desde que fue asesinado en plena calle nadie acusó nunca más a doña Isabel de haber tenido otro amante. Aquel despiste, si realmente lo hubo por su parte, había quedado olvidado en los últimos recovecos de la memoria de los cortesanos.
A pesar de su aparente distanciamiento, no pasaba una mañana sin que la reina, a la hora del desayuno, me preguntase por el estado del monarca. Lo hacía como el que da los buenos días, pero los que la conocíamos bien sabíamos que su preocupación era sincera. La indiferencia que demostraba hacia su majestad en público fue absoluta desde la noche en que faltó a su lado para velar la agonía de la princesa de Asturias. Al principio, la reina se propuso castigarle con lo que más le podía doler, la prohibición de holgar con ella en cuanto se lo propusiese. Aquello sólo consiguió enquistar aún más su rechazo al comprobar que el rey no acudía a ella con la misma asiduidad de siempre por estar más saciado que nunca de esos placeres, y acabó cediendo.
Casi el mismo día que las parteras le confirmaron la sospecha de un nuevo embarazo, nos enteramos de que la Calderona acababa de parir a un niño en su casa de la calle Leganitos. Le bautizó Juan José en la parroquia de San Justo y Pastor. En su partida figuraba como hijo de la tierra por no haber mentado en ella a su padre, pero la verdadera paternidad era un secreto a voces.
La reina enfureció al enterarse; hacía tan sólo dos años que su esposo había engendrado otro bastardo fruto de sus amores con la hija del varón de Shirel, pero madre e hijo murieron al poco tiempo. Ahora la pesadilla retornaba con más saña que nunca, pues ninguna amante le había durado al rey más de dos o tres semanas y ya eran muchos meses los que llevaba con la comedianta.
Esta vez la grata noticia del embarazo no pareció alegrar a la reina como en las ocasiones anteriores. La misma tarde en que se enteró, se dirigió a los jardines para pasear a solas durante más de dos horas. Al regresar, la meditación en la que se había sumido tornó su melancolía en un sinfín de planes por cumplir.
Venía convencida de lo que siempre estuvo y nunca debió dejar de lado. Ella sería la única reina de España reconocida por el mundo entero, y la duda en su corazón no mataría el amor conyugal que entre ellos se había fraguado y la familia que aún estaba dispuesta a tener. Estaba prácticamente segura de que don Felipe olvidaría de inmediato a la Calderona en cuanto naciese el niño que llevaba en las entrañas, y pensaba que si la Calderona le tenía aún exhausto y enganchado a la lujuria, sólo había un culpable: el mismo al que todos señalaban con el dedo y que el rey casi veneraba. Al no atreverse a despachar como le hubiese gustado con Olivares, llamó a su mujer.
Prescindiendo de los servicios de su escribano, le pidió que le escribiese ciertas ideas que rondaban su mente y no quería olvidar ni hacer públicas. Ella accedió, alentada por la posibilidad de conocer el secreto de la reina. Tomando asiento frente al bufete, se pertrechó impaciente con pluma y tintero y esperó a que ella comenzase a dictar.
Al saber el destinatario a quien se dirigían esas palabras, cambió inmediatamente el rictus de su hasta entonces alegre faz. La voz de la reina se alzó como si además quisiese que todas sus damas la atendiésemos de inmediato.
—¡Conclusiones a las que la reina doña Isabel ha llegado sobre el modo y manera en que el excelentísimo conde duque de Olivares gobierna en sus reinos!
Bajó la mirada para comprobar si su improvisada escribana cumplía con su cometido. Al comprobar el asombro de ésta, doña Isabel le señaló el papel manchándose el dedo índice con la tinta mojada.
—Os dicto esta carta a vos para que transmitáis su contenido a vuestro esposo.
La condesa duquesa de Olivares, temiendo lo peor, dudó un segundo si continuar.
—Señora, si es como decís, no hace falta reflejarlo por escrito porque os aseguro que lo que vuestra majestad me mande y diga yo se lo repetiré a mi señor.
La reina, indignada por la interrupción, de nuevo golpeó con el dedo el papel inconcluso. La temerosa escribana, convencida de que siempre era mejor estar informada que ignorar lo que fuese, bajó la cabeza sin rechistar y mojó de nuevo la pluma en el tintero para proseguir con su labor. La reina reinició el discurso como si de verdad estuviese frente a él.
—Señor Gaspar de Guzmán, ¿cómo osáis preguntaros por qué os odia el pueblo? Yo os lo diré sin más dilaciones.
»En primer lugar, habéis reducido el valor de la moneda de vellón a la mitad, y con ello el precio fijo al que obligáis a los labradores a vender el trigo, la cebada y otras tantas semillas. ¿Queréis matarles de hambre?
»En segundo lugar, con vuestra reciente pragmática para estimular el ahorro prohibiendo la compra de todo tipo de enseres a nuestros enemigos, no habéis castigado a éstos, sino a nuestros súbditos más leales, privándoles de su disfrute en la pompa y arruinando a los comerciantes que de ellos se nutren.
»Ahora, no contento con confiscar las cargas de los barcos que a nuestros puertos arriban procedentes de Inglaterra y Holanda, hacéis lo mismo con mis hermanos franceses y los Estados rebeldes de Alemania. Y es que, desde que vuestro admirado Richelieu nos ha declarado la guerra, todo se desmorona.
»¡Con qué nos vamos a engalanar! ¿Con austeras bayetas de Segovia en vez de con encajes de Flandes? ¿Qué pretendéis? ¿Obligarles a dejar de comprar cuellos y encajes para pagar a unos soldados que ellos mismos ven regresar andrajosos y vilipendiados?
La cautelosa Olivares alzó la vista para defender a su marido.
—Vuestra Majestad lo ha dicho. ¡Es para atender los gastos que las guerras ocasionan! ¿Decidme si acaso también os parecen mal las rentas que recibís del papel sellado que se utiliza fruto de los actos jurídicos, instancias y solicitudes al rey y las autoridades? ¡Gracias a esta idea que precisamente tuvo mi esposo, todo el papel oficial estará timbrado con las armas reales y vuestro tesoro se verá acrecentado!
Calló de inmediato ante la furibunda voz de la reina.
—¡En tercer lugar! Dejad que al menos los hermanos del rey estén junto a él. Dejad de tentar al cardenal infante don Fernando con los gobiernos de las descontentas Valencia y Barcelona, que no es un secreto la ojeriza que éstos os tienen a vos y a vuestra manera de comportaros para con ellos utilizando al rey de parapeto. ¿Qué tenéis destinado para el infante don Carlos? ¿Y para la infanta María, después de haber coartado su matrimonio con el príncipe de Gales?
Tomó aire de nuevo antes de proseguir.
—¡En cuarto lugar! La reina os ruega que os contentéis manteniendo entretenidos y distraídos ante vuestros desmanes al pueblo, al clero y a la nobleza, y dejéis de lado al rey, que a partir de ahora ella se encargará de guiarle como mejor sepa de la mano juiciosa de una mujer de Dios.
Sonrió.
—Os preguntaréis de quién se trata, pero no pienso revelaros su nombre, no vayáis a entregarla al Santo Oficio acusada de sabe Dios qué para alejar al rey de sus sabios consejos.
Desde el fondo de la sala pensé en quién podría ser, y un solo nombre acudió a mi mente: sor María de Ágreda, aquélla que un día consoló a la viuda de Rodrigo de Calderón antes de serlo en el rellano de las Descalzas Reales. Si mal no recordaba, ella vino a la corte precisamente a visitar a la reina, y quizá a pesar de su clausura habían mantenido la amistad. Si nuestra conjura seguía adelante, no nos vendría mal su divina ayuda.
La reina siguió hablando cada vez más exacerbada.
—¡En quinto lugar! Tenéis que ser consciente de que, para las fortuitas calamidades, los hombres y las mujeres suelen buscar el consuelo de un culpable y ése siempre seréis vos. Mis doncellas me dicen que los más pobres hasta os culpan de las recientes inundaciones que durante cuarenta días asolaron campiñas, ahogaron a los incautos y sacaron de madre a ríos como el Tormes y el Guadalquivir, reduciendo a lodo varios pueblos, iglesias y aldeas.
Bajó la cabeza, compungida por un instante.
—Después de semanas, siguen apareciendo cadáveres flotando que corrompen el aire e infectan a los supervivientes con su podrida epidemia. ¿Y vos, qué habéis hecho al respecto? ¡Nada! Quién sabe, quizá también os culpen del grave terremoto que ha sufrido Granada.
La voz de la escribiente musitó.
—Estáis siendo injusta y lo sabéis.
Doña Isabel sonrió.
—¡Tanto como él con su reina, cuando acompaña a mis espaldas a esa zorra por los corredores de palacio!
La Olivares, consciente del verdadero resquemor que movía a la reina en su panegírico, prefirió callarse y disponerse a continuar, pero doña Isabel le arrancó el legajo de la mesa para tirarlo a la chimenea y observar con los ojos vidriosos cómo ardía. Ella sabía bien que al firmarlo sólo conseguiría regalar a Olivares la prueba escrita de sus celos, y que la utilizaría en su contra con el rey.
El secreto de las conversaciones al respecto entre el matrimonio del conde duque se mantuvo. No sé lo que le diría la Olivares a don Gaspar; pero lo cierto es que el valido se limitó a organizar otra comedia en los jardines de los alcázares. Aquella tarde, atisbando desde las ventanas la preparación del escenario, doña Isabel, en vez de mostrarse sumisa a la voluntad de aquel manipulador, se mofó del valido.
—Miradle, corriendo de un lado a otro para conseguir de esta comedia la mejor que nunca hayamos visto. Si cree que con ello conseguirá amainar mi enfado y alejar al monarca de la corrala de la Cruz, anda listo.
»Su pupilo se le escapa como un puñado de agua entre los dedos de una mano, y yo me encargaré de que su arrebatado fluir no cese. ¿Es que su mujer no le ha advertido de que las multitudinarias voces que antaño nos culpaban de sus propias desdichas ahora retumban a coro en las bóvedas del reino haciéndole a él único responsable? Los rumores hierven, los mentideros claman y el gran valido, como siempre que se ha visto acorralado, se limita de nuevo a pedirle al rey su permiso para retirarse a Sevilla.
»¡Asegura que ya no está para servir y que desea más la muerte que hacerlo un día más! ¿A quién se cree que engaña? Aquella artimaña para convencer a su majestad de su inquebrantable fidelidad pudo servirle en otras ocasiones, pero ya está demasiado vista como para que nos convenza a los demás. Lleva tantos años acostumbrado a mantener altiva su testa que el cuello y gaznate han olvidado lo que es la sumisión. ¡Que se incline ante todos los que hirió y les pida perdón por sus desmanes, y yo como su reina le creeré!
La infanta doña María palmoteó, jaleando el discurso a sabiendas de que la Olivares acababa de llegar. Cansada de los reiterativos insultos, fue incapaz de callarse.
—Deberíais estar mejor informada, mi señora, porque ¡es tan cierto que mi señor ha pedido el despido como que su majestad se lo ha denegado!
La infanta María se rió a carcajadas, exponiéndose inconscientemente a la amenaza pausada que aquella mujer pronunciaría de inmediato.
—Me consuela veros reír con tanta satisfacción; con la misma moneda os pagaré cuando vuestra alteza nos preceda en ese destierro involuntario.
Las carcajadas de la infanta cesaron de inmediato, mientras la mujer de Olivares salía enfurecida de la estancia. Ya solas, oímos la intimidada voz de la infanta preguntando a la reina:
—¿Sabéis a qué se refiere la tirana?
La reina le contestó de inmediato.
—No deis ni un segundo pensamiento a sus palabras. Está herida en su orgullo y se ha despachado con vos al no atreverse a hacerlo conmigo. Hablemos de cosas más agradables.
La infanta ignoró el consejo, sumiéndose en un estado de melancolía absoluto ante la sospecha de que algo se cernía sobre ella. Conocía bien a la Olivares, y sabía que no solía amenazar sin razón. Muy pronto sabríamos qué le deparaba el destino.
Doña Isabel se mostró satisfecha al verse libre durante esa tarde de la incómoda vigilancia a la que le tenía sometida la condesa duquesa de Olivares.
Había que estar muy despistada como para no percibir el cambio de carácter de la reina. Su rebeldía ante la injusticia a la que todos estábamos sometidos despertaba poco a poco en su interior, y si era cierto que aún no se atrevía a manifestarla sin tapujos en contra del conde duque, también lo era que cada vez se despachaba más asiduamente en contra de su mujer, haciéndola partícipe de todos sus rencores sin morderse la lengua.
Pensé que quizá debería aprovechar la ocasión para tramar otro desafío. La Guevara y la viuda de Calderón, impacientes ante la espera, me tentaban casi a diario con ello, y las excusas se me estaban agotando. Después de sopesar los pros y los contras, decidimos esperar a que la reina pariese antes de animarla a erigir nuestra conjura junto a su cuñada la infanta María.
A principios de noviembre, el día de San Carlos Borromeo, ¡por fin nació el niño que haría olvidar a doña Isabel los cuantiosos bastardos que don Felipe tenía! Algunos hablaban incluso de treinta, pero para su pesar sólo el de la Calderona le quitaba el sueño. El niño de la comedianta debía de haber cumplido ya los cinco meses, y según parecía era fuerte como un roble. La reina sonreía de nuevo y el rey, ante tan grato nacimiento, pareció empezar a olvidar a la incómoda amante y su retoño.
El nacimiento del príncipe fue el mejor regalo que doña Isabel pudo recibir por aquellos días. Debido a ello y a las indicaciones que la duquesa de Gandia le hizo al respecto, decidió bautizarle con el nombre de uno de los Reyes Magos y el del santo que regía el día de su nacimiento.
El pequeño príncipe de Asturias se llamó Baltasar Carlos. Mientras en la capilla real recibía las aguas benditas, bajo palio y sobre la pila de Santo Domingo de Guzmán al son de trompetas, atabales y chirimías, en la calle el pueblo celebraba el acontecimiento con toros, juegos de cañas, representaciones en las corralas y demás algazaras.
A los invitados del regio bautizo nos colmaron de presentes; a los caballeros, espadas con guarnición y arcabuces; prendedores de oro con las iniciales de los reyes a las damas de la reina; y abanicos, guantes y golosinas al resto de los invitados.
Pasados los festejos, me disponía definitivamente a exponer a la infanta María nuestros propósitos en contra del valido cuando llegó una funesta noticia que de nuevo nos obligó a contener el impulso.
El príncipe de Guastalla llegaba a la corte como embajador del príncipe de Hungría para recoger a nuestra querida infanta. Seis años después de haber sido prometida al príncipe Carlos de Inglaterra y desposeída más tarde de él, la infanta María, fiel a su creencia de un amor frustrado de por vida, aceptó sin apenas discutir su matrimonio con el rey de Hungría y emperador de Alemania, el entonces Fernando III.
La mujer de Olivares no bromeaba en sus amenazas el día en que discutieron. Al parecer estaba mejor informada que la reina. Terminadas las capitulaciones y acuerdos entre los dos reinos, se decidió su inmediata partida. Con lágrimas en los ojos me pidió que la acompañase junto a sus tres hermanos hasta Zaragoza. No pude negarme a ello, las dos sabíamos que nunca se enamoraría de su nuevo prometido como en su día lo hizo del príncipe de Gales.
Durante todo el trayecto no hizo otra cosa que despotricar en contra de Olivares y su política, e intentó demostrar a sus hermanos con mil y un argumentos la clara táctica de aislamiento que éste tramaba para con don Felipe.
Fue desconsolador comprobar que, ante el discurso de una mujer desesperada, sus hermanos hacían oídos sordos. Según ellos, su rabieta ante el matrimonio impuesto debía volcarse en alguien y le había tocado al conde duque. Le hubiese revelado con gusto nuestra secreta intención, pero el juicio de la razón me anudó la lengua. ¿Para qué hacerla participe si ya nada podría hacer en nuestro beneficio?
Mientras ella se despedía para siempre de la única familia que hasta entonces había conocido, sus hermanos soñaban con terminar lo más rápido posible. El rey sólo pensaba en regresar a la corte para seguir divirtiéndose, y el infante cardenal don Fernando, en partir hacia Cataluña para tomar posesión de su nuevo cargo como el gobernador general que siempre ansió ser; el infante don Carlos, a sus veintidós años, ni siquiera tenía horizonte, aunque muy pronto le llegaría su sambenito. Allí mismo dije adiós a la que hubiese sido nuestra aliada perfecta en palacio.
Muy a mi pesar, a partir de entonces, si queríamos a la reina con nosotras, tendría que ser yo misma la que la ensalzara a la cabeza de nuestra conjura. Ardua tarea ésta, porque desde que el príncipe Baltasar Carlos había irrumpido en nuestras vidas, sus rencores hacia el tirano se tamizaban irremisiblemente. La expectativa de haber conseguido por fin brindar a España su ansiado heredero le tenía sorbido el seso.
Al poco tiempo, y contra todo pronóstico, los rayos del sol más radiante se filtraron por el postigo entreabierto de mi esperanza. Olivares, después de haber sufrido la muerte de su hija María, por la avanzada edad de su mujer perdía la esperanza de engendrar sucesión en ella, y obsesionado por mantener su estirpe, se dispuso a reconocer a un hijo bastardo que tenía prenda de amoríos pasados.
El niño ya era un hombre al que se le conocía con el apodo de Juanillo. Había sido bautizado en su momento como Julián Valcárcel por apellidarse así el alcalde que lo había criado, pero desde el momento en que fuese reconocido lo rebautizarían con el nombre de Enrique Felipe de Guzmán, y así podría heredar todas las posesiones y mercedes con que contaba su verdadero padre.
Todo hubiese sido aceptado sin más si no fuese porque, con sus ansias de imitar en todo al monarca, Olivares convenció al rey para que actuase del mismo modo con el hijo de la Calderona. Don Felipe no supo negarse a ello, y a pesar de las súplicas de la reina, decidió llamar desde ese momento a Juan José, hijo de la tierra, Juan José de Austria, con todas las mercedes y prebendas que aquello implicaba.
Doña Isabel, apacible y alegre hasta el momento, al enterarse rememoró de sopetón todo el odio que en su día albergó hacia el valido. Aprovechando su rencor, me encargué personalmente de recordarle la conjura de los que un día defendieron al bastardo del emperador Carlos en contra de su hermanastro Felipe II. Aquel hombre en el que muchos vieron un día al sucesor perfecto del emperador también se llamó Juan de Austria. La historia nos narraba a través de los cronistas de su época lo que al final Felipe II, el abuelo de su regio esposo, tuvo que hacer para defenderse, deteniendo y castigando a sus más fieles servidores. Mi propia bisabuela, la princesa de Éboli, fue la última cabeza de turco que hubo de caer. Sería una gran ofensa para todos sus súbditos ver en un futuro a nuestro pequeño príncipe Baltasar Carlos amenazado por el mismo yugo que atenazó a su antepasado.
La reina me escuchó cabizbaja; el príncipe de Asturias, por mucho que lo intentásemos eludir, era débil y enfermizo, mientras que la fortaleza e inteligencia del bastardo ya eran comentadas entre sus más allegados. La historia bien podría repetirse en el segundo Juan de Austria, y sería una locura tropezar de nuevo en la misma piedra por no haber aprendido de nuestros errores pasados.
No había terminado de calentarle la sesera cuando me dejó a solas para dirigirse a los aposentos del rey. Quería hacerle recapacitar, ya que al reconocer a aquel niño definitivamente sólo lograría otorgarle unos derechos que quizá en un futuro utilizase en contra del pequeño príncipe de Asturias. Don Felipe le rebatió asegurándole que no debía de haber tanto mal en ello cuando el propio rey de Francia, su padre, había reconocido a once de sus bastardos, convirtiéndolos en sus medio hermanos; y hasta el momento ella no se había quejado a pesar de haber pasado parte de su infancia bajo el mismo techo. Según don Felipe, el príncipe Baltasar Carlos, como ella en su momento, nunca miraría con malos ojos a su hermanastro Juan José, y no había más que hablar.
Después de aquello, la reina sólo le pidió que no lo trajese al alcázar a vivir. Él aceptó.