«Sabios y críticos bancos,
Gradas bien intencionadas,
Piadosas barandillas, doctos desvanes del alma;
Aposentos que, callando,
Sabéis suplir nuestras faltas;
Infantería española
(Porque ya es cosa muy rancia
El llamaros mosqueteros);
Damas que en aquesta jaula
No dais con pitos y llaves
Por la tarde alboreada,
A serviros he venido».
JACINTO DE BENAVENTE
Loa de bienvenida
Al llegar el rey a Madrid, se mostraba tan abatido ante el comportamiento que había visto entre sus súbditos que no soportaba hablar del tema. Olivares, como siempre, decidió animarle con algún entretenimiento.
Cuando mi dueña, Joaquina, regresó una mañana del mercado con un pasquín enrollado bajo el brazo, supe de qué se trataba. Era uno de ésos que los faranduleros subalternos pegaban en el muro junto a las puertas de la ciudad. Al leerlo sonreí. Las grandes y cuidadas letras góticas dibujadas con almagre anunciaban una nueva comedia de capa y espada en el corral de la Cruz.
Como siempre, se titulaba la obra y se nombraba a los comediantes que le darían vida, pero se omitía el nombre del autor. Los actores más renombrados eran Juan Rana, la Vaca y una joven de apenas dieciséis años que según todos era la gran promesa. La apodaban la Calderona, hija de Juan de Calderón, un farandulero de moda, y hermana de otra actriz ya consagrada llamada Juana.
Lo que más me intrigaba era quién podría ser el autor. Supuse que quizá la idea podría haber nacido fruto de la ágil pluma de nuestro amigo Quevedo, que hacía tiempo que deambulaba ya libre de su presidio, satirizando más mordazmente que nunca todo y a todos desde que supo de la muerte de su enemigo en la escritura, Luis de Góngora y Argote, acaecida hacía muy poco en Córdoba.
O quizá, dado que muchos escribían y no lo hacían mal a pesar de ser anónimos, el organizador del evento le hubiese pagado al verdadero autor unos trescientos reales por su obra para atribuírsela a otro escritor de mayor renombre. La viuda me aclaró que la obra que interpretarían aquel día era de Lope de Vega.
La noche del estreno accedimos al recinto de la corrala por la primera puerta de las siete que allí había. La nuestra daba a los aposentos, la siguiente estaba destinada a los hidalgos que por veinte maravedíes tenían asignado su lugar en los bancos del patio más cercanos al escenario, y tras ellos, al fondo y separados por el degolladero, los siempre conflictivos mosqueteros. Detrás, la muchedumbre más rezagada se agolpaba con la esperanza de conseguir alguna entrada más barata para los humilladeros y desvanes que no hubiesen ocupado los frailes o los literatos. Los reyes del tifus, que así llamábamos a los colados, esperaban el despiste de porteros y alguaciles para entrar de soslayo.
Al llegar a mi aposento, la reina ya estaba allí disfrazada como siempre; había llegado por un pasadizo que para ellos se tenía reservado. Una vez sentadas en nuestro discreto aposento, observé a la multitud.
El recinto estaba atestado, el apretador ahuecaba y empujaba a las mujeres de la cazuela con todas sus fuerzas a pesar de las groseras protestas de éstas para que alguna más de las que habían pagado ocho cuartos cupiesen. Cuando la calma regresaba, muchas de ellas escupían disimuladamente las cáscaras de las avellanas y nueces que cascaban con los dientes sobre las recién llegadas. Al fijarme detenidamente, pude distinguir a la Guevara armando más bulla que ninguna.
Abajo, la vendedora de agua de anís, obleas, barquillos, turrones, piñones, dátiles y demás golosinas esperaba que los mosqueteros que andaban de pie encontrasen a alguna incauta de su gusto que se dejase seducir con dulces.
Aprovechando que doña Inés de Zúñiga, la molesta mujer de Olivares, había salido a pedir unas alojas para beber, la reina me dio un codazo; al verlo la infanta María, puso toda su atención en nuestra conversación. Señaló con su abanico por entre un agujero de la celosía que salvaguardaba nuestra presencia del pueblo hacinado en el patio, el degolladero y la cazuela. Me incorporé para ver mejor el punto exacto que me indicaba. El rey estaba solo junto a Olivares, justo en el primer aposento que había pegado al escenario. Saboreé nuestro refresco. Aquella aloja tenía más especias que miel y preferí cambiarla por una horchata; mi fiel Joaquina fue a buscarla.
Los músicos, cargados con un par de guitarras, un arpa, vihuelas, chirimías y atabales, hicieron su aparición dispuestos a comenzar mientras abajo los ansiosos espectadores ocupaban sus bancos y sillas.
Sonó la música, se descubrieron todos los caballeros, lanzando los mosqueteros sus amplios sombreros al viento, y se hizo el silencio para comenzar con la loa.
El escenario sólo tenía una cortina pintarrajeada pendida de su muro trasero con la intención de simular unas casuchas destartaladas; dos pequeños bastidores a los lados, sujetando sendos árboles de cartón, una mesa y dos sillas frente a él. La tramoya escondía una polea pendida del techo terminada en un cinturón, y los escotillones del suelo estaban entornados, por lo que pensamos que quizá más de un cómico volaría o desaparecería en plena función.
La voz de la reina solicitó mi dispersa atención.
—Mirad cómo le tienta. No está mal que el rey olvide de vez en cuando sus sinsabores, pero siempre con medida. ¿Cómo es que no se da cuenta de que don Gaspar lo único que hace con él es distraerle? ¿Piensa que no sé a qué le ha traído? En ocasiones tengo a Olivares por diablo; ni siquiera la muerte de su hija María parece haberle enmendado, y para colmo, la sombra de su mujer acechándome sin descanso. ¡A veces pienso que esa mujer ni siquiera duerme!
Se asomó para mirarles de nuevo antes de adoptar un tono de melancolía en su recuerdo.
—Desde muy joven estuve acostumbrada a los devaneos de la corte. Aún recuerdo cómo mi señora madre me preparó para venir contándome que, cuando llegó a la corte de Francia para desposarse con mi señor padre, el rey lo primero que hizo fue presentarle a una tal Enriqueta titulada la marquesa de Verneuil, ordenándole que la aceptase como su camarera mayor y compañera en el tálamo nupcial. Ella montó en cólera, pero con su indomable carácter sólo consiguió que mi padre el rey llegase a amenazarla con mandarla de nuevo a Florencia junto a los Médicis de su casa. Ella sabía que aquello atentaría contra los intereses de todos los suyos y acabó admitiendo éste y todos los sucesivos amoríos de mi padre.
Se acarició su siempre abultado vientre suspirando.
—¿Qué iba a hacer si ya andaba preñada de mi hermano? Ella tenía que proteger con su sufrimiento a Luis como futuro delfín de Francia, como yo he de luchar por éste que ha de nacer varón, porque una reina yerma, a los ojos de la historia, es como una efímera ráfaga de viento cruzando el bajo de una corona.
Bajó la mirada.
—Si al menos éste que viene fuese un varón y llegase a buen fin…
Le contesté convencida:
—Sin duda así será, mi señora, pero no debéis dejar que nada os altere.
Una gran ovación se oyó repentinamente. Las dos nos asomamos para ver cómo la Calderona salía al escenario pendiendo de la polea. En cierto modo me recordó a Magdalena por su mocedad y belleza juvenil. Rubicunda y lozana, volaba de un lado al otro cual ángel caído del cielo, dejando tras de sí una estela de finas gasas que enjaezaban su vestimenta como alas prendidas de su espalda. Las vaporosas telas se enrollaban con sutileza a la larga melena que volaba tras de sí para tornarla casi una ninfa.
Al mirar al aposento del rey, comprobé cómo las pupilas del conde duque destellaban ante la nueva oportunidad de contentar a su señor. Su cuidado mostacho se alzó en sonrisa. Aquel hombre observaba a un rey ensimismado. Su absorto semblante le delataba, y todos vislumbramos el deseo enardecido que le invadía repentinamente.
La reina, más en guardia que ninguna, me solicitó que fuese a interrumpir tanta ignominia con la excusa que a mí se me antojase. No quiso ser más explícita en su ruego, dada la cercanía de la condesa de Olivares.
Recorrí en silencio los desiertos pasillos que unían los dos aposentos con la esperanza de que algún guardia real me estorbase el paso, pero no fue así. Al llegar, descorrí sigilosamente la cortina que les protegía y esperé en silencio. De espaldas y atónitos con la mujer que actuaba, no advirtieron mi presencia y los pude escuchar. Olivares le hablaba al rey tan bajo que tuve que aguzar mi oído.
—Señor, por vuestro rostro adivino que no erré en mi intento de variar vuestras diversiones a medida que os aburríais de las anteriores.
El rey le hizo una señal para que se callase y le dejase escuchar, pero él, seguro de sí mismo, la ignoró.
—Es bueno que desde joven conozcáis todas las realidades del mundo. Hay unas buenas y otras malas. Sólo debéis saber diferenciar las unas de las otras sin que por ello tengáis que renunciar a ninguna. Recordad a vuestro padre, que se crió tan virtuoso y esclarecido que no supo de otra vida diferente. ¿Os gusta la comedianta?
El rey sólo asintió.
—Está casada con un tal Pablo Sarmiento, pero como tantos a cambio de unas monedas, es cornudo consentidor. Ahora yace con mi yerno el duque de Medina de las Torres, pero si es de vuestro capricho, os la cederá con gusto.
El rey sonrió complacido ante la celeridad con la que el conde accedía a sus caprichos, y percatándose de mi presencia, disimuló cambiando de tema de conversación.
—Veo que os habéis recortado la barba, Olivares. ¿Creéis que os rejuvenece la perilla más que el abanico?
Olivares, mirándome de soslayo, se la mesó divertido.
—Eso es lo que me han dicho. ¿A vuestra majestad qué le parece?
El rey dirigió de nuevo la mirada al escenario, sonriendo.
—No es a mí a quien le ha de placer. Pero de un tiempo a esta parte soy consciente de que en todo me imitáis. No andan descaminados los que comentan que vestís y os afeitáis como vuestro rey. ¡Si hasta disponéis a vuestro antojo de mis pintores de cámara! Rubens, Velázquez y, decidme, ¿quién será el siguiente que nos inmortalice?
Por un momento contestó incómodo ante la evidencia.
—Sin atreverme a soñar con parecerme a vos, creo que los dos podemos compartir gustos.
Don Felipe sonrió, mirando al escenario.
—Si no es con vos, indudablemente los comparto con vuestro cuñado.
A punto de marcharme por la total indiferencia que mostraban hacia mí, un lacayo entró para entregarle una nota al rey. Después de leerla detenidamente, miró hacia el aposento de la reina. Ésta había desaparecido repentinamente. Don Felipe, sin revelar su contenido, sólo musitó circunspecto:
—Mujeres. Ahora sonríen para salir al instante despavoridas como si el mismo diablo las persiguiese.
Después de decir esto arrugó el papel en sus manos, sacudió la cabeza como despegándose un mal pensamiento, y de nuevo apoyó sus codos sobre la baranda para así mejor sostener su cabeza entre las manos mientras admiraba a aquella novedosa mujer farandulera.
Desnudándola con la mirada, confesose del pecado de pensamiento en alta voz.
—Sin duda es tentadora y capaz de levantar las más viles pasiones de cualquier hombre sin ni siquiera proponérselo. Ardo en deseos de hacerla mía.
Las sonoras carcajadas de los dos retumbaron en la corrala, al mismo tiempo que la Calderona finalizaba el segundo acto y lanzaba su mirada más seductora hacia el palco real.
Salí de allí convencida de que los celos habían sido el único motivo que había impulsado a la reina a dejarnos. Mientras caminaba por el angosto pasillo que conducía a mi sitio, tragué saliva intentando controlar la repugnancia que el valido me inducía, al tiempo que intentaba idear una mentira piadosa que calmara a la reina.
Al llegar a su aposento, la infanta doña María aclaró mis erróneas deducciones. Doña Isabel se había marchado después de recibir un billete de palacio. Al parecer, unas repentinas calenturas atenazaban entre convulsiones a la pequeña princesa de Asturias. Supuse su angustia al temer por la vida de su única hija. Sólo eso podría haberle hecho olvidar en un segundo los desaires de su marido para correr a la vera de su pequeña.
¿Cómo podía el rey anteponer su deseo carnal a tan grave noticia? Dado que no se levantaba y que la infanta María le imitaba, convencida de que su presencia no haría mejorar en nada la salud de la princesa, tuve que cumplir con el protocolo permaneciendo a su lado. Sólo esperaba que este disgusto no incitase el aborto del nuevo heredero que esperaba doña Isabel.
Transcurrieron los tres actos con el intervalo de sus entremeses correspondientes y la jácara final entre bailes y cantares antes de que nos levantásemos. Los mosqueteros al fondo del degolladero quedaron tan satisfechos esta vez que se abstuvieron de silbar, pitar o arrojar basura al escenario, limitándose únicamente a sostener alguna que otra mirada de las mujeres de la cazuela en sus pendencias de amores. Al terminar, mientras los comediantes salían a saludar, se oyeron los coros exaltados de todos.
—¡Vítor! ¡Vítor!
Sólo cuando salió la Calderona a escena distinguimos de entre las demás la voz del rey uniéndose al clamor del pueblo. Esta vez no eran los villanos los que demostraban su enojo, sino los nobles de los aposentos.
Al llegar al alcázar, la princesa Eugenia sudaba y tiritaba entre fuertes convulsiones. Tanto la infanta María como yo pasamos la noche en vela junto a la reina sin ver mejoría en ella. Durante el largo transcurrir de esta párvula agonía no vimos aparecer al rey hasta el mediodía del día siguiente.
Aquel 21 de julio acudió alertado por el repique de todos los campanarios de Madrid sonando a difunto. Su aspecto desaliñado y ojeroso le hacía imposible disimular la noche en vela pasada. Estaba claro que por motivos e intereses muy diferentes a los nuestros.
La princesa de Asturias yacía en su pequeño féretro, regada por las inconsolables lágrimas de doña Isabel, cuando don Felipe se abrazó a ella. Separándole con desprecio de su lado, le increpó sin ni siquiera mirarle a los ojos.
—Estoy preñada de cinco meses y ya sólo espero que este niño nazca sano, porque ante vuestro desprecio no sé si seré capaz de miraros a la cara para engendrar de nuevo.
El rey, incapaz de reconocer su desatino, intentó besarla de nuevo, pero ella le rechazó con más brusquedad que la vez anterior.
—Qué poco me estimáis. ¿Qué pretendéis? ¿Consolarme con el roce de los mismos labios que esta noche se desgastaban colmando de besos a una descastada? Reservad los besos que os queden porque los que ahora me tocan ya los habéis desperdiciado. ¡Cómo los hubiese agradecido vuestra hija Eugenia antes de entregar su ánima a Dios!
Con los ojos inyectados en sangre, olfateó a su alrededor antes de proseguir con una mueca de repugnancia.
—¡Oleos! El hedor lascivo de otra mujer os impregna como la mala conciencia que indeleble en vuestro corazón será difícil de ignorar. Refugiaos en los brazos que siempre os acogen y olvidaos de mí por un tiempo.
Olivares, sabiendo a qué brazos se refería, dio un paso atrás mientras el rey, hasta el momento cabizbajo, se intentó defender.
—Sufro como vos, Isabel; errores todos tenemos, pero no me los recordéis cuando ya no se pueden enmendar.
Doña Isabel se le encaró.
—Vuestra majestad no sois todos; hoy más que nunca se supone que tendríais que predicar con el ejemplo, pero en vez de eso, ¿qué hacéis? Estimular los malos hábitos de esta corte hasta en los momentos más duros.
Doña Isabel, al ver que no conseguía quedarse a solas, besó al cadáver de su hija y salió de la capilla donde se había dispuesto el velatorio, deteniéndose al oír la voz del valido consolando al rey.
—No os preocupéis, os lo digo yo que sigo sufriendo la muerte de mi hija con resignación y creo que nunca la superaré aun consciente de que fue voluntad de Dios. Sólo os puedo decir por propia experiencia que las mujeres, para negar la evidencia, suelen tender a buscar culpables para desdichas que no los tienen.
La reina no pudo contener su enojo ante semejante majadería y gritó al aire:
—¡Dichoso su majestad el rey, que tiene un hombro en el que llorar!
Un sepulcral silencio invadió el altar, y la reina continuó como si estuviesen solos.
—Tened cuidado, don Felipe, porque quizá esa almohada esté emponzoñada y os contagie su ambición.
Pegó un taconazo en el suelo para descargar su ira y salió cargada de orgullo. Nada más girar en el corredor, se derrumbó y comenzó a sollozar. Al acercarme a ella junto a la mujer de Olivares, alzó el rostro eludiendo su mirada.
—Decid a Inés de Zúñiga que se retire. Mi sombra hoy es más larga que ningún otro día y no la necesito para que la suplante.
No me hizo falta repetir sus palabras, porque la mujer de Olivares, indignada, se recogió el sayo y desapareció en dirección contraria. El resto de las damas de la reina quedamos junto a ella, y me di cuenta de que si las cosas seguían igual, con el tiempo sería muy posible que la misma reina Isabel enarbolase el pendón de nuestra conjura en contra del conde duque.
La probabilidad se hizo aún mayor cuando el 30 de octubre de aquel mismo año, para desesperanza de todos y ante la expectativa frustrada de un varón, la reina parió otra niña a la que bautizó con su nombre muy poco antes de morir. La pequeña apenas cumplió el día de vida.