«Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte».
FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS
Miré los muros de la patria mía
Caminábamos en fila de a dos muy prietas y en silencio tras la reina Isabel por los patios del alcázar a la espera de seguirla en la procesión por las custodias de los altares que había elegido su devoción.
Era la manera de agradecer a Dios el retorno de su alegría al saberse embarazada de nuevo. Aquel domingo, a pesar de ser día de rezo, vestía un elegante traje gris bordado con flores verdosas entremetidas entre las íes y efes de sus reales iniciales. De nuevo resplandecían sus pendientes, anillos y un destacado joyel que había prendido sobre su pecho con la legendaria perla peregrina.
El caminar de la procesión culminaría en la misma iglesia de San Felipe el Real, donde un hereje hacía menos de un mes había ultrajado gravemente al expuesto Santísimo. El susodicho ya había ardido en la hoguera, y ahora nos tocaba honrar a Dios con plegarias y donativos. El rey había solicitado una retribución voluntaria para ello, y la reina no dudó en abrir la lista depositando en sus altares varias de sus más ricas joyas; las demás, como siempre, tuvimos que imitarla. Mi abuela, la duquesa del Infantado, no nos acompañaba. Acababa de enviudar y aprovechaba el claustro voluntario que el luto le permitía para no asistir, enviándome a mí para ocupar su lugar y no dejar un hueco en las filas. Las palabras de doña Ana de Mendoza fueron claras.
—Id vos porque, como la mujer de mi nieto don Ruy que sois, muy pronto me heredaréis en estos quehaceres y conviene que vayáis acostumbrándoos.
Los misterios del rosario se sucedían entre oración y oración mientras yo me limitaba simplemente a murmurar palabras sin sentido que simulaban mi seguimiento en el rezo. Pensando en sus palabras de despedida, no podía concentrarme. Estaba claro que nuestra abuela se disponía a ceder el ducado del infantado a Ruy en vida y que no tardaría mucho en hacerlo. Se sentía demasiado vieja como para seguir bregando con los asuntos de su casa, y ahora que nada la retenía en Madrid después de la muerte del duque, sólo deseaba pasar los últimos años de su vida alejada de la corte.
La más digna y noble mujer que yo había conocido, representante hasta el momento de los poderosos Mendoza, no sólo delegaba en mí para proseguir con la conjura contra Olivares, sino que además me titulaba desde aquel momento duquesa consorte del Infantado. Como tal, a partir de entonces pasaría a formar parte del séquito de las damas de la reina, estando así enterada de los desmanes que nuestro odiado político ejercía.
Con ella como el último eslabón de una cadena de antepasados Mendoza unidos al ducado durante más de tres siglos, el apellido pasaba a ser desplazado por el de Sandoval y Rojas que el difunto Lerma llevó.
Hasta entonces había estado convencida de que mi razón principal de venganza hacia Olivares había sido únicamente el menoscabo económico al que nos había sometido castigando con tan duras multas a Lerma y a Uceda; pero ahora me daba cuenta de que nuestro motivo profundizaba mucho más en las pasiones de nuestro sentir, ya que para el buen nombre de la familia estábamos obligados a recuperar como fuese el honor de los Sandoval y Rojas que tan duramente había sido vapuleado frente a toda la corte y el Gobierno por el tirano. La empresa aún se complicaba si teníamos en cuenta que la fortuna en monedas era fácil de recompensar frente a la menospreciada dignidad.
Al regresar a casa, después de la procesión fui consciente de la premura que acuciaba a doña Ana en su inicial determinación. Nada más entrar, la encontré frente a un escribano y un notario redactando los escritos para la transmisión.
La abuela de Ruy nos dejaba desde ese preciso momento a cargo de su casa y servicio en Madrid, además de cedernos su nombre principal y una pensión para mantenerlo todo. Ella se alejaría del mundanal ruido recluyéndose voluntariamente en su palacio de Guadalajara cual madre superiora en su convento. Así podría visitar a diario los enterramientos de don Juan, su marido, y mi difunta suegra, su hija, en la cercana iglesia de San Francisco; a la espera de que su cuerpo les acompañase muy pronto, aprovecharía para preparar su alma.
Antes de partir con un reducido séquito, le entregué un sobre para que se lo hiciese llegar a Magdalena y Quiterio. Les enviaba con añoranza un puñado de escudos simbolizando mi enhorabuena por el nacimiento de su primer hijo, que por caprichos del destino quiso ser gemelo en edad a la infanta María Eugenia, ya que la reina había parido de nuevo a finales de noviembre.
Allí quedábamos nosotros a la espera de que la princesa de Asturias fuese bautizada en medio de una corte infestada de pícaros, ladrones, mancebas y soldados que regresaban de la guerra acreedores de sus salarios, hambrientos y defraudados. Eran un cúmulo de hombres tan valerosos como harapientos que, sin encontrar otra salida, se alistaban en las callejuelas a la primera fila de un ejército apodado usura, mendicidad, timo y robo. España se estaba convirtiendo en el rastrojo de un campo hastiado a pesar de haber sido hasta hacía muy poco la envidia de todo imperio.
Cuando la reina se enteró de que el cardenal Barberini, sobrino del papa Urbano VIII, vendría a Madrid, quiso esperar para que éste bautizase a su hija, convencida de que así crecería sana. La pequeña tuvo que aguardar siete meses para recibir las benditas aguas, y para la alegría de todos lo hizo sana y robusta.
Esta vez el que lloraría la muerte de su única hija no sería el rey, sino el mismo Olivares. María, mi tocaya, lejos de parecerse a su ambicioso padre o a su acosadora madre, era dulce, discreta y alegre. Tanto que sólo ella sabía arrancar una sonrisa sincera a sus progenitores. Hacía muy poco que se había casado, ansiando darles el sucesor que tanto deseaba el tirano, pero Dios quiso llevársela prematuramente, quebrando todas las ilusiones del matrimonio Olivares. Al recibir la noticia no me alegré, pero reconozco, mal que me pese, que ver a sus padres destrozados por el dolor de esta pérdida me reconfortó.
Olivares estaba tan afligido que los mentideros repicaban cual campanas su posible dimisión. Cuando la viuda de Rodrigo de Calderón y la Guevara me instigaron a aprovechar su debilidad y actuar en su contra por mediación de la infanta María, lo pensé dos veces.
Era cierto que don Gaspar en varias ocasiones había solicitado al rey el ser relegado de sus funciones por sentirse incapaz de gobernar, preso de la triste amargura que de vez en cuando le castigaba por sus hechos, pero también lo era que el soberano siempre desestimaba su dimisión recomendándole un descanso en sus tierras de Loeches o Sevilla para luego regresar. Entonces, restablecido de su inmenso desconsuelo, vendría a la corte para fustigar a unos y a otros con mayor ahínco y fuerza. Prefería ignorar las ansias de mis conjuradas, esperando pacientemente a que transcurriesen un par de meses antes de implicar y revelar a la infanta María nuestra intención, no fuese a tomar el tirano represalias injustas en su contra.
Gracias al Señor no les hice caso ni dije nada a la infanta. Como intuí, el tiempo limó los sufrimientos del conde duque, y más pronto de lo que esperábamos, retomó sus funciones con un brío si cabía mayor del que siempre había demostrado. Desde entonces obligó al rey a despachar más de tres veces al día, y él lo hacía con sus agotados subordinados desde el amanecer hasta altas horas de la noche. Era como si se hubiese propuesto ocupar la añoranza que padecía por la falta de su hija con los asuntos de Estado. A pesar de ello, un rictus permanente de amargura se adhirió a su faz.
Pasó de compartir sus juergas con el rey a seguir permitiéndolas para la algazara y despiste real, pero sin implicarse demasiado en ellas. Desde entonces no miró a más mujer que a la suya, y para más contento de ésta, además confesaba y comulgaba a diario.
Tras pasar una semana enterrado entre las cuentas del reino, y ante la evidencia de un endeudamiento difícil de soslayar, dispuso la partida del rey hacia todos sus reinos para solicitarles en Cortes el caudal necesario que sufragaría los gastos.
Zaragoza sería el primer punto a tocar, para jurar sus fueros y convencerles. El infante don Carlos se había adelantado, y consiguió allanarle el camino contentando a los aragoneses al vedar un presidio de tropa que el Santo Oficio había dispuesto en el palacio real de la Aljafería.
Desde allí partieron hacia Barbastro y Monzón. La empresa no era fácil, ya que el rey pedía dos mil soldados a cuenta del reino valenciano para llevarlos adonde fuese menester. Los valencianos, que ya habían luchado por él y aún no habían cobrado, se mostraron desconfiados ante sus vanas promesas, dejando muy claro que no estaban dispuestos a más sacrificios gratuitos por Castilla.
El rey, después de dos meses de discusiones con ellos y con el apoyo del pueblo y el clero, prosiguió su viaje hacia Barcelona demandando a sus nobles sin más razonamientos el cumplimiento debido de su vasallaje. Con ello sólo logró hincar una lanza de violenta testarudez en los corazones de todos los que se vieron obligados por una imposición sin diálogo.
Al final fue el general Spínola, el que había cubierto la retaguardia real, el que consiguió que los valencianos accedieran a pagar 1.080.000 libras en quince años siempre que la mitad de la cantidad fuese valorada en pólvora, cuerda, bastimentos y municiones por falta de liquidez.
En la capital condal, don Felipe fue recibido con el fausto debido. Juró guardar las constituciones, fueros y usos de Cataluña. Pidió como antes dos mil hombres pagados, y cuando comenzó a sospechar las dudas, salió oculto de allí en secreto poniendo como única excusa los achaques de la reina. Tenía tanta prisa que eludió una parada en Zaragoza a su regreso, y que se sepa, sólo paró una hora en Cariñena para oír misa.
Los catalanes, como antes los valencianos, quedaron aún más descontentos con la terca intención centralizadora de Olivares que con el propio rey. Sabían que el valido había convencido al poco voluntarioso monarca de que no se contentase sólo con serlo de Castilla, Portugal, Aragón y Valencia, amén de conde de Barcelona y demás títulos, sino que debía penar y trabajar con consejo maduro y secreto para reducir a estos reinos al estilo y leyes de Castilla; y que si lo conseguía, acabaría siendo el príncipe más poderoso del mundo. Ellos cumplirían para con el vasallaje al que estaban obligados siempre y cuando se respetasen sus leyes y fueros, y los soldados y erarios que aportasen fuesen en su propio beneficio y no se destinasen a otras contiendas y tierras que en nada les tocaba.