«¿Cuál de vosotras quiere ser maya?
¿Calláis? ¡Qué linda cosa!
Yo seré que no soy melindrosa».
LUIS QUIÑONES DE BENAVENTE
Parlamento de una vecina en uno
de sus entremeses
Pasaron dos meses hasta que las turbulentas aguas se calmaron. Para entonces las conjuradas que quedábamos en Madrid salíamos tranquilamente de casa, habiendo superado los temores de un posible hallazgo por parte de los pesquisidores que nos pudiese delatar.
La razón principal a tanta serenidad, por extraño que parezca, nos la facilitó el mismo tirano al asentarse en su posición convenciendo al rey, aún más de lo que estaba, de su enaltecida posición. Al parecer, no había en él otro propósito que el de velar por la integridad de don Felipe. Para ello se había encargado de involucrar a los infantes don Carlos y don Fernando en la misma trama que él inventó, convenciendo al rey de los celos que le tenían por ser sus hermanos menores y ansiar lo del mayor. Algunos llegaron incluso a asegurar que habían sido ellos precisamente los que compraron a la Margaritona la supuesta seta envenenada que casi termina con la vida del monarca.
A pesar de que Olivares no hubiese conseguido aportar una sola prueba fiable que corroborase su argucia, todos sabíamos que el monarca no se las pediría y en consecuencia la influencia fraternal que los infantes pudiesen ejercer sobre tan débil voluntad se vería mermada de inmediato.
La constante obsesión de Olivares por aislar a don Felipe de cualquier dominio que le pudiese poner en su contra seguía en alza a pesar de que ya habían transcurrido más de cuatro años desde que ascendió al trono. Quería incomunicarle, y lejos de las sutilezas utilizadas inicialmente, ya lo hacía sin rodeos de la manera más descarada. Don Carlos y don Fernando sabían que sólo tendrían tiempo para rebelarse contra esta ignominia mientras las dilaciones sobre el matrimonio de su hermana María con el príncipe de Gales continuasen, pues desde la llegada inesperada del heredero de la corona de Inglaterra, no se hablaba de otra cosa.
Poco tiempo después supimos que el príncipe de Gales, cansado de mascaradas y suntuosas cenas en palacio, deseaba conocer alguna de nuestras fiestas más populares. Aprovechando que comenzaba mayo, decidimos vestir a la más bella de mis doncellas como a muchas de las mayas que aquellos días se exhibían, con un guardapiés brocado en plata, la cabellera suelta y tocada con una gran corona de flores ajustada a su frente. Al observarla, quedé sumamente satisfecha de la labor que Joaquina había hecho con ella. Verdaderamente parecía la imagen de una Virgen sentada bajo la cruz de claveles que habíamos dispuesto en medio del patio.
Con la excusa, don Carlos podría venir acompañado por toda la familia real sin tener que recorrer los peligrosos barrios de Leganitos, el Humilladero y Caravaca, en donde se disfrutaba al máximo de estos festejos. Nada más llegar los futuribles reyes de Inglaterra acompañados por sus respectivos cortejos, les agasajamos con sonoras salvillas y ricos manjares que engulleron como si llevasen días de ayuno mientras admiraban a la maya.
Sólo hubo un pequeño altercado: a pesar de que pusimos toda nuestra observancia en cumplir con los detalles que el protocolo nos requería en semejante circunstancia, no pudimos impedir que dos pedigüeñas que deambulaban por los alrededores acosando a los viandantes se colasen entre el grueso cortejo.
Aquellas arpías fueron tan discretas al entrar como inoportunas al verse cerca del agasajado, pues lejos de desperdiciar la ocasión de un buen donativo, empujaron a los alabarderos para abrirse un hueco frente al príncipe Carlos y extender sus mugrientas palmas. Sólo cuando escuchamos el coro de sus voces fuimos conscientes de su hábil intromisión.
—¡Para la maya, para la maya, para la maya que es linda y galana!
El príncipe, a pesar de no hablar castellano, entendió el gesto y, dando por seguro que aquello era parte del espectáculo, le hizo una señal a su mayordomo para que les diese unas monedas. Las incautas le reverenciaron y antes de verse echadas a puntapiés, salieron despavoridas, no fuese alguien a incautarles el inesperado botín.
La infanta María, exultante como nunca, le observaba engatusada por la idea de un enamoramiento verdadero. Desde párvula había estado prometida a este príncipe, aunque en vida de su padre nunca se había hecho demasiadas ilusiones, ya que la Iglesia anglicana no parecía estar dispuesta a ceder ante un rey tan protector del catolicismo.
Ahora que de nuevo se retomaba el diálogo entre Inglaterra y España, la infanta había recuperado la esperanza. Ella, que siempre había sido pausada y comedida, se comportaba como si un caudaloso manantial de vitalidad le hubiese inundado las venas. La reina Isabel la acompañaba siempre que su embarazo se lo permitía, ya que después de haber perdido a su primera hija, procuraba descansar siempre que su cuerpo se lo solicitaba.
Había que estar ciego para no ver que los regios novios, dejando a un lado las razones de Estado que se discutían para unirlos, se atraían irremisiblemente. El príncipe Carlos, a pesar del largo transcurso del tiempo que faltaba de Inglaterra, no parecía tener prisa en marcharse, y la infanta Maria, titulada ya por muchos como la princesa de Gales, agradecía este retraso en la salida.
Era como si los dos hiciesen oídos sordos a las diferencias que se debatían a puerta cerrada entre Olivares y Buckingham. Los rumores gritaban a los cuatro vientos una negociación complicada, y siempre que sonaba la campana imaginaria de un final satisfactorio, Olivares inventaba alguna excusa para dilatar la discusión.
A Inglaterra le interesaba este matrimonio, principalmente porque necesitaba la ayuda de nuestro ejército para que el emperador Fernando devolviese el palatinado a Federico V, el cuñado del príncipe de Gales. Ante estas peticiones, ni al rey ni a Olivares le hacía ninguna gracia luchar contra los católicos austriacos del lado de los protestantes.
Para dejar clara su posición al respecto, agasajaban al príncipe con todo el boato del mundo mientras solapadamente se negaban a aceptar esta unión, principalmente por las mismas causas que en su momento argumentó Felipe III.
Aunque hubiese pasado casi un siglo desde que Enrique VIII decidiera convertirse en la cabeza de la religión anglicana, abjurando del catolicismo para poder así divorciarse de Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena, la sangre de todos los católicos asesinados durante aquellos años en Inglaterra seguía salpicando el dolor de nuestros corazones, al igual que los anglicanos tardarían en olvidar la venganza que la hija de Catalina, María la Sangrienta, urdió contra los anglicanos durante su reinado al suceder a su padre.
Ante tanto resquemor, nuestra infanta María sólo contraería matrimonio siempre y cuando no tuviese que renunciar al catolicismo. Por el otro lado, los dignatarios ingleses aceptarían la imposición si de verdad los españoles se convencían de que el príncipe de Gales no estaba dispuesto a abnegar de su religión.
Aceptada esta realidad por las dos partes, el papa había concedido su dispensa para que el enlace siguiese adelante, y nuestros teólogos y juristas informaron favorablemente siempre y cuando se cumpliesen ciertos requisitos.
Por fin, ante la impaciencia del rey Jacobo de Inglaterra tras la larga ausencia de su heredero, mandó mensaje de que se cerrasen los tratos, los juró y pidió a su hijo que regresase de inmediato.
Se fijó la dote de la infanta en dos millones de escudos, y se acordó que se celebrarían los desposorios a los cuarenta días de haber recibido la dispensa papal. El príncipe de Gales se adelantaría y pasadas las tres semanas siguientes, la infanta partiría para reunirse con Carlos en Inglaterra. La infanta María accedió a esta separación por petición de su hermano el rey y a instancias de Olivares. Pasado el tiempo, todos supimos que las capitulaciones firmadas en realidad fueron dos, una pública y otra privada.
La pública decía que el matrimonio se celebraría en España y se ratificaría en Gran Bretaña. Los hijos que ambos tuviesen, hasta los diez años estarían bajo la vigilancia de la infanta María; además, ella y su servidumbre tendrían en casa una capilla católica propia con capellanes españoles para el ejercicio de su culto.
La secreta decía que la infanta no sería obligada ni tentada a dejar la fe de sus padres. Que se le daría libertad total para cumplir con sus preceptos y que nunca se la castigaría por ello con las leyes penales que estaban vigentes en Inglaterra, tolerándose el culto católico siempre que se diera en las casas particulares.
El acuerdo público lo juró el rey Jacobo de Inglaterra junto a los lores en la capilla real de Westminster, mientras que el privado se comprometía a respetarlo ante cuatro testigos en la casa del embajador de España.
Después de los siete meses que estuvo el príncipe de Gales morando en la Casa de las Siete Chimeneas, situada en la calle de las Infantas, se marchó cargado de joyas, preseas, caballos, pieles y otros presentes de gran valor. Olivares no fue capaz de poner reparo en ello a pesar de sus ansias de austeridad, ya que él mismo y ante muchos testigos había aceptado de manos del príncipe un diamante valorado en 16.000 ducados, y para su mujer, la entrometida dama de la reina Isabel, una cruz valorada en seis mil y otras dos sortijas más para su hija María.
Le acompañamos junto a la familia real a El Escorial, y de allí partió hacia Santander. La ciudad cántabra le despidió con una cena de 1600 platos que los comensales de su séquito, completamente borrachos, se precipitaron a romper una vez vacíos después de haber brindado por el rey don Felipe. A la mañana siguiente soltaban amarras al son de las salvas de la artillería y con el recuerdo de la más fastuosa despedida.
La infanta María quedó ahogada en lágrimas a pesar de que muy pronto estarían juntos en Inglaterra. No había día en que no nos convocase a sus amigas más jóvenes para compartir sus penas. Todas sabíamos que Olivares, a pesar de haber aceptado todos los regalos del príncipe inglés, seguía obcecado en deshacer este matrimonio, todas menos la misma infanta, que prefería aferrarse a su sueño ignorando cualquier historia que pudiese quebrarlo.
El mismo día en que esperábamos en la antecámara de la reina a que pariese de nuevo, la infanta María se atrevió a sincerarse conmigo vomitando todos aquellos temores que la corroían por dentro. El príncipe de Gales había partido hacía ya más de tres meses y ella seguía a nuestra vera, incapaz de contener la derrama de aquella vitalidad que el amor soñado le había brindado.
—Decidme, doña María, ¿creéis que nunca me casaré?
Tragué saliva ante tan inesperada pregunta. Desde que fallamos en la tentativa de envenenar a Olivares, todas nos habíamos dispersado, pero la posibilidad de un segundo intento seguía latente en nuestros corazones. De hecho, la viuda seguía morando en casa y con la Guevara nos cruzábamos asiduamente por las callejas compartiendo fugaces miradas cargadas de secretos en común. Tal y como venían las cosas dadas, en cuanto la infanta María supiese de la traición de Olivares para con su matrimonio, seguro que se alistaría voluntaria en las filas de nuestra conjura.
Contesté a su pregunta con sinceridad.
—Señora, sabéis tan bien como yo que nada ha sido fácil. A mi parecer y al de la mayoría de los que os quieren, todo se ha dilatado demasiado, pero pensad que esa tardanza os vino bien para afianzar vuestro amor.
Intenté adquirir un tono más solemne.
—Gracias a la larga estancia de don Carlos en esta corte, nos ha demostrado con creces su buena disposición al respecto, pero…
Callé por un instante para ver su reacción. Ante su expectación, proseguí.
—Si lo pensáis bien, durante todo ese tiempo nadie prestó la suficiente atención a las negociaciones entre Olivares y Buckingham.
El repentino descubrimiento de que Olivares me había distraído a mí también con los mismos divertimentos que al rey cuando quería restarle importancia a alguno de sus problemas me incomodó tanto que reflexioné sobre ello al tiempo que le contestaba:
—Si lo pensáis detenidamente; después de cerrar los tratos de los desposorios, sólo supimos lo que nos contaron, sin preocuparnos de cómo fueron las relaciones entre vuestros representantes. Lo único que os puedo decir al respecto es que me extrañó mucho la fría despedida entre los dos validos.
La infanta doña María se interesó de inmediato.
—¿Qué es lo que escuchasteis?
Proseguí.
—Lejos de un fuerte abrazo o apretón de manos, Buckingham se limitó a decirle que siempre sería el servidor humilde del rey, la reina, y vuestra alteza, pero jamás de él mismo. ¿No os parece suficiente como para deducir de esas palabras su ojeriza hacia Olivares?
La infanta apretó los puños con rabia en el preciso momento en el que la mujer de Olivares salía a notificarnos el nacimiento de la infanta Margarita: la bautizarían así recordando a su abuela. Al levantarnos todas a dar la enhorabuena a la reina, la infanta María aprovechó la confusión para retirarse a sus aposentos.
La dejé desaparecer a solas. Permitiría que el odio hacia Olivares anidase en su corazón hasta enquistarse antes de hacerla partícipe de nuestra causa. Al percatarse del peligro, ella acudió a doña Isabel demandándole su ayuda, pero al principio la reina se mantuvo distante por su reciente maternidad para continuar ignorándola más tarde al refugiarse en la tristeza que le dejó la muerte de la pequeña infanta Margarita al día siguiente de cumplir el mes de vida.
El día que supe por una pequeña indiscreción del duque mi abuelo que se hablaría en el Consejo Real sobre el matrimonio de la infanta, corrí a proponerle un plan. Las dos nos esconderíamos en la discreta estancia que el mismo conde duque de Olivares había dispuesto para su hermano el rey en los casos en los que éste no deseaba estar presente en el Consejo pero sí enterarse de las dilaciones de los consejeros en su ausencia.
Antes de acudir a aquella estancia secreta, quise cerciorarme de que nadie nos molestaría, y por ello supe que el rey muy probablemente agotaría el día entretenido entre las sábanas de una de sus conquistas y que la reina tampoco lo haría, ya que prefería pasear su reciente desdicha por los jardines del alcázar. Sólo existiría el peligro de que nos descubriese la mujer de Olivares en nuestro observar.
Antes de sacar la copia de la llave de aquel cuarto de mi faltriquera, nos asomamos por última vez a un balcón de la fachada trasera del alcázar para asegurarnos de que la susodicha, como siempre, andaba persiguiendo a la reina. Allí estaba, ni siquiera respetaba la petición de soledad de su señora. Mientras doña Isabel tiraba pétalos de rosa a un pequeño estanque, ella la acechaba desde detrás de un seto. Por la actitud melancólica de la reina, aquella mujer tardaría al menos media hora en regresar, junto a la dueña de su observar.
Abrí la puerta muy despacio para que no chirriase, dejé pasar primero a la infanta y tras ella volví a cerrar con llave. Doña María se asomó desde el principio para atisbar la sala. Desde la celosía, al comprobar que el debate de ese instante no le tocaba en absoluto, perdió el interés inicial y tomó asiento en una pequeña mecedora que allí había frente a un reclinatorio. Si todo salía como yo esperaba, después de aquel consejo a la infanta, no le cabría ninguna duda sobre las alevosas intenciones de Olivares para con ella.
Aproveché para escuchar. Hacía cuatro años que el sucesor del archiduque Alberto en el Gobierno de Flandes intentaba ampliar el plazo de la extinta tregua a la que los holandeses habían estado ligados durante los últimos doce años, pero la obstinada negación de los rebeldes a mantenerla nos había empujado a la guerra.
Olivares, en repetidas ocasiones y remitiéndose a las noticias que mandaba el general Spínola desde el frente, intentaba convencer al Consejo de la necesidad de terminar con este conflicto, pero nadie dio su brazo a torcer. El grueso del Consejo quería que España permaneciese involucrada en la contienda, pues el ceder en Flandes sería un signo de flaqueza que alentaría a los franceses en la lucha enconada que desde hacía décadas mantenían contra la Casa de Austria.
El valido tuvo que plegarse a su deseo a pesar de que las cuentas para costear esa guerra seguían sin cuadrar y de que sería difícil conseguir más ayuda económica en las venideras Cortes en Valencia, Aragón y Cataluña. Los tres reinos ya se sentían demasiado esquilmados.
Debatido este punto, pasaron a discutir el siguiente: el matrimonio de la infanta María con el príncipe de Gales. Al oírlo, la aludida se puso en pie muy despacio. Yo le dejé mi sitio para que se asomase al pequeño ventanuco. La voz de Olivares sonó segura y contundente. Su eco retumbó en los altos techos de la estancia.
—Dios no quiere ni manda que obremos en orden a los milagros que él haya de hacer sin que nosotros se lo pidamos, y atentaremos contra su voluntad entregando a la señora a un príncipe de otra religión.
El murmullo en la sala fue general hasta que una voz perdida lo silenció.
—¿Para qué le recibimos con tanto agasajo entonces? ¿Para mentirles o para ofuscarnos aún más con ellos? ¿Habéis pensado en las consecuencias que puede acarrear el haber mareado tanto la perdiz para no sellar el matrimonio? ¿Qué será de la paz con Inglaterra?
Olivares contestó con aire de amenaza.
—Después de haber calculado las consecuencias de una guerra con Inglaterra, he llegado a la conclusión de que estos daños, si han de venir, no excusan la indigna negociación ni el rendimiento que obtendremos al entregarles a doña María.
Otra voz sonó desde el punto opuesto a la sala.
—¡No creo que midáis de veras los posibles!
Otra le secundó.
—¡Más bien os dejáis cegar por una posible alianza con Francia!
Olivares se defendió.
—¿Por qué os incomoda tanto una alianza con Francia? ¿Acaso no os dais cuenta de que sería la única manera de poner fin definitivamente a la guerra de Valtelina?
El mismo consejero le respondió indignado.
—¡Y a qué precio! ¡Leed nuestra historia porque ya sabemos por ella del valor de la palabra de los franceses y su quebramiento! ¿Es que no veis que desde que los Borbones se sienten acosados por los Habsburgo en todas sus fronteras, Richelieu procura una alianza con Holanda, Saboya y Venecia en nuestra contra? ¿Qué haréis entonces?
Contestó sin dudar.
—Procurar una alianza con los Estados menores italianos que nos sean fieles para contraatacar.
Sonó una carcajada.
—¿Con Parma, Módena y Luca? ¿O con Génova y la Toscana? —respondió con sorna otro consejero.
Olivares, al sentirse solo, se irguió como un pavo.
—¡Con todos los que nos sigan! De todos modos, mi propósito final, os guste o no, es el de procurar una larga paz con Francia.
El despotismo de otro disconforme se escuchó en toda la sala.
—¡Sólo conseguiréis arruinarnos con vuestros sueños de grandeza!
En este punto, la infanta, presa de la más absoluta congoja, había dejado de prestar atención. Se echó las manos a la cara y, en vez de enfurecerse como en otras ocasiones anteriores, lloró desconsoladamente. Al sentir mi abrazo, me confesó su miedo:
—Escucháis, ya ni siquiera hablan de mí. Las guerras les tienen más atareados que nunca. Si Olivares pone todo su empeño en el fracaso de este enlace, así será. No valdrán ruegos ante mi señor el rey, ya que mi hermano está embrujado por ese hombre.
La intenté reconfortar.
—Tranquilizaos, que aún no está todo perdido. ¿No veis que hay hombres que no están de acuerdo?
Negó con la cabeza.
—No hay nada que hacer. Sólo Dios sabe adónde querrá mandarme ahora. Mis hermanos ya salen de los aposentos reales rumbo a la lejanía cargados con falsas promesas, y aunque yo esté aún aquí, no tardará mucho en apartarme. Todos le estorbamos. ¿Cómo es que don Felipe no lo ve? La cerca de su influjo cada vez es más angosta. ¡Qué ingenua fui al pensar que quizá pudiese casarme por amor! Desde niña supe que es algo vedado a las señoras de nuestra condición, pero la ilusión me cegó.
La acompañé a sus aposentos. Lo que sí era cierto es que el afán de Olivares por truncar su matrimonio no había sido tanto como el de unirse a Francia. La obsesión por aprender del modo de gobernar de Richelieu le cegaba.
Aquella desilusión hirió tanto a la infanta María que más de una de sus damas la imaginó blandiendo el molinillo de viento de papel blanco que caracterizaba a los locos. Su cara desencajada, una carcajada seguida del llanto más doloroso y la repetición una y otra vez de sus pensamientos la delataban. A todas nos decía que estuviésemos alerta, que el amor sólo llama una vez en la vida a las puertas del alma, y que si le negábamos la entrada, se rebelará castigándonos por desagradecidas con su eterna ausencia.
Inglaterra, despechada ante nuestra negativa, no tardó en enfrentarse a nosotros enviando una buena cantidad de monedas y soldados a nuestros enemigos los holandeses para combatirnos con saña. En los mares, los piratas de estos reinos enemigos se unieron en su común ímpetu por abordar, saquear y hundir nuestros galeones en las desprotegidas costas de las Américas y las colonias portuguesas de África. El más renombrado capitán de todos ellos era, sin lugar a dudas, el sanguinario pirata Drake. Sólo su nombre hacía estremecer a muchos marinos.
El príncipe Carlos, en cuanto se vio coronado soberano de Inglaterra por la muerte del rey Jacobo su padre, envió una escuadra de noventa velas que avistaron desde el puerto de Lisboa rumbo al sur. Su destino era Cádiz y su almirante, lord Wimbledon, que al llegar allí desembarcó con diez mil hombres para apoderarse de la Torre del Puntal. Fernando de Girón y el duque de Medina Sidonia se enfrentaron a ellos, expulsándoles, no sin antes hundirles treinta naves y restar un millar de hombres a su contingente.