«Calle el alma lo que siente
Porque sienta lo que calla,
Que el amor que palabras halla
tan falso es como elocuente».
TIRSO DE MOLINA, Chispas
Mientras fuera las calles ardían en fiestas alumbradas por antorchas, nosotras permanecíamos enclaustradas con el agrio sabor de la frustración asido a nuestros paladares y el miedo a ser descubiertas anclado en nuestra angustia.
El pueblo, en plenas mojigangas, caminaba sin descanso en numerosos grupos por las calles. Unos, disfrazados de sabía Dios qué, cantaban sátiras sirviéndose de escandalosos cencerros y campanillas en una lidia entre los diferentes rebaños de hombres dedicados a este menester. Otros, villanos, entre chanzas y juegos se entretenían ideando mil y una triquiñuelas para reírse de los menos despabilados.
Resultaba cómico observar desde el balcón cómo algunas de las víctimas de estos mequetrefes, con los sentidos adormecidos, tropezaban con las cuerdas invisibles que los pícaros les habían tendido de lado a lado de la calle; otras estornudaban sin descanso con los polvos picantes que habían soltado a merced de la brisa, o los últimos acababan empapados por las estancadas aguas de azahar que escondían los miles de huevos arrojadizos que sobrevolaban la villa. ¡Qué tiempo tan mal empleado el de su llenado!
Era tanto el jolgorio que se formaba en estas batallas que en el fragor de la contienda solíamos cerrar las contraventanas por temor a que alguno de aquellos perfumados proyectiles se colase en los salones para dañar cortinajes y alfombras.
A veces desde arriba nos uníamos a ellos, pero ese año lo que en el anterior fue divertimento se mudaba tormento. Nuestro estado de ánimo no nos acompañaba, y tuvimos que soportar en silencio las dolorosas carcajadas de los más alborotadores durante casi una semana de carnavales. Sólo nos quedaba el consuelo de saber que a los pocos días, entrada la cuaresma, los mismos que ahora reían tendrían que acatar en silencio las penitencias que el Santo Oficio nos mandaba.
Aquella noche nos reuniríamos de nuevo en las cuadras. Era el mejor lugar, dado que Quiterio también aparecería. Magdalena, desde el día de la cacería, se mostraba preocupada y silenciosa. Allí, sentadas sobre un barril, esperábamos a que el resto llegara cuando aprovechó nuestra momentánea soledad para sincerarse.
—Mi señora, os lo debo todo. Siempre os agradeceré el que me hayáis dado la posibilidad de salir de la mancebía y de conocer a Quiterio. Pero hay algo más que os quiero pedir.
Sonaba temblorosa e insegura. Nosotras habíamos transformado el cuerpo de aquella manceba en el de una joven ingenua por artificio, pero ella, en muy poco tiempo y sin necesidad de una falsa ayuda, tornó su agriado espíritu en un alegre devenir de sentimientos que manaban de su interior. La dureza prematura con que la vida la había atizado, lejos de amargarla, le había enseñado a apreciar, aprovechar y agradecer la única oportunidad de salir del atolladero en el que el devenir la había involucrado, y lo demostraba con toda la dulzura que era capaz de irradiar. Le acaricié el cabello.
—¿Seguís convencida de vuestro enamoramiento?
Muy despacio y midiendo sus palabras, me contestó:
—Lo estoy, mi señora, y por eso quiero compartir el resto de mis días junto a él. Sabe que soy huérfana y hoy viene con un solo propósito. Pediros mi mano.
Tragó saliva angustiada antes de continuar.
—Como está convencido de que tuvo mi doncellez, no nos pedirá la notificación de un notario para contraer conmigo, y por eso os pido que ese secreto quede entre nosotras sepultado para siempre.
Asentí.
—Os parecerá extraño, pero, por lo que a mí respecta, no sé de lo que me habláis.
Agradecida, prosiguió:
—Hay otra cosa que me preocupa. Quiterio piensa que siempre he sido vuestra doncella. Está convencido de que lo soy desde niña y no quiero desmentírselo. ¡Si supieseis cómo alardea de ello con sus amigos!
La miré sonriente.
—Nacisteis bajo mi techo y nunca he tenido doncella más leal, bella y buena que vos.
Ella se miró la punta del chapín y comenzó a dar vueltas a su pie, dibujando un círculo en la tierra antes de continuar. Por la extraña timidez que demostraba, no parecía atreverse a mirarme directamente a los ojos.
—Sólo hay una cosa más. No quiero abusar de vuestra generosidad, pero nosotros hemos cumplido con todo nuestro empeño con lo que se nos ordenó. Vuestra merced fue testigo de que en el fracaso nosotros nada tuvimos que ver, y sin embargo, nos hemos visto perjudicados.
La miré con extrañeza, pues no sabía a qué se refería. Magda prosiguió, repasando el círculo que había dibujado anteriormente.
—Olivares ha culpado del altercado que sufrió en la cacería con su caballo a Quiterio y le ha despedido de su puesto de montero en la casa real. Sin duda era la excusa que estaba buscando. Ahora duerme en la calle. A mí no me importa, le quiero y nuestra intención a pesar de todo ello sigue siendo formar una familia, pero será difícil sin nada que nos sustente. ¿Cumpliréis con lo que en su día nos prometisteis?
La tomé de la barbilla y se la alcé para retener su mirada.
—¿No os sabéis nuestro lema? «Otorgar es señorío y recibir, servidumbre». Magdalena, el día en que os vi por primera vez en la puerta de la mancebía de la Guevara me prometí a mí misma salvaros de aquel funesto destino en el que estabais, y lo cumpliré. No os defraudaré. Las rondas de rejas y holgares clandestinos en los pesebres se acabaron para siempre. Viajaréis a la Alcarria, donde tenéis dispuesta una pequeña casa y tierra suficiente para alimentar a vuestra incipiente familia.
Tomé la bolsa, miré lo que en ella había y se la entregué.
—Tomad, os doto con doscientos ducados. Con ellos celebraréis la boda y la tornaboda, arreglaréis la casa y compraréis aperos de labranza para cultivar el pedazo de tierra que os legaré. ¡Cómo voy a negar una vida de amor a quien tan fortuitamente la halló!
Poniéndose de pie, aquella niña cincelada ya mujer gritó al cielo.
—¡Es como si Dios nos hubiese querido dar de golpe todo lo que antes nos había negado!
Presa de su alegría, saltó sobre mí para abrazarme y cubrirme de besos hasta que la puerta de la calle chirrió. Era el joven montero, que, agazapado al otro lado, nos espiaba, y a pesar del ruido callejero nos había oído. Como una ráfaga de viento corrió hacia donde estábamos, tomó a su mujer por la cintura y la levantó en el aire para dar vueltas sobre sí mismo hasta marearse. Al bajarla, la besó ardientemente olvidando mi presencia. Ella le separó con cuidado, fingiéndose azorada, hasta que algo le vino a la mente y, sin apartar su mirada de la de él, se dirigió a mí.
—¿Sabéis, mi señora, que Quiterio el día de la cacería vio al perro del rey desaparecer tambaleándose entre las matas? Fue él el que lo siguió, esperó a que se tumbase, le dio una pedrada en la cabeza y lo despeñó por una ladera cercana. Así el temor a que lo encontrasen muerto sin causa aparente y alguien dedujese que habría sido por el veneno que comió en el vómito del rey desapareció para siempre. ¡Qué hubiésemos hecho sin él! ¡Ni el más hábil pícaro de la corte lo hubiese hecho mejor!
Embargada de orgullo, le besó de nuevo. Esta vez fui yo la que les separó.
—Celebro vuestra alegría, pero tenéis una vida por delante para haceros carantoñas y las demás tienen que estar al llegar. Sólo os pido que no comentéis nada de lo que os doy con el resto de la servidumbre, pues con ello sólo lograríais crearme un problema incitándoles a la envidia.
Asentían convencidos cuando la voz de la viuda de Calderón sonó a nuestra espalda.
—Como yo, ya sois deudores de esta familia. Podéis estar tranquilos porque nunca os pedirán cuentas.
La miré complacida. Hacía mucho tiempo que no pronunciaba un halago de agradecimiento hacia nosotros, y ahora lo hacía después de los años que llevaba residiendo en casa con sus hijos. Sólo nos faltaba la Guevara. ¿Por qué se retrasaba? Era extraño, ya que a pesar de todos sus defectos era una mujer extremadamente puntual, según ella porque siempre estaba pendiente del final de los servicios que prestaban sus mujeres.
Al fin apareció, tan repentinamente como siempre; tras ella venía Joaquina. Su rostro estaba descompuesto y sus ojos irradiaban odio. Se dirigió a mí de inmediato.
—¿No decíais que la sospecha de un envenenamiento había pasado? ¡Mentirosa o mal enterada! Confiadas como estábamos, la han detenido.
Estaba tan alterada que no entendía nada. Me excusé mirando a mi alrededor.
—Somos tres las conjuradas y el trío estamos aquí, ya que Magdalena, Quiterio y Joaquina sólo nos sirven fielmente. ¿A quién han prendido?
Ciñéndose la mantilla blanca alrededor de los hombros, me fulminó con la mirada.
—Tanta nobleza y tan poca cabeza. Se supone que vos sois la que nos debe mantener a las demás informadas de cualquier alerta que proceda del alcázar para salvaguardarnos a tiempo. ¡A quién va a ser! ¡La Margaritona es tan vieja que no lo soportará!
Se sentó sobre un pesebre desesperada. Sólo pude excusarme.
—¡Os juro que no la han podido acusar de envenenar a nadie! Si fueron a por ella, tuvo que ser otro el motivo.
Cabizbaja, susurró:
—Quizá. Pero hace días que los mentideros, a falta de otras cosas de las que nutrirse, pregonan a los cuatro vientos que los síntomas que padeció el rey fueron producidos por la ingesta de una seta venenosa que sólo ella conocía, y ya sabéis de lo que es capaz un infundio. Esa buena bruja sólo ha dado remedio a todo el que se lo pidió, aun a sabiendas de que la Inquisición la perseguiría por ello. ¡A ver ahora quién la defiende!
Todas callamos; sabíamos que nadie lo haría por temor a ser acusado de cómplice en la hechicería. Repentinamente se hizo el silencio en la calle. La multitud, a pesar de estar embriagada de alcohol y felicidad, se había paralizado. A través de una rendija del portalón nos asomamos. Todos se echaban a un lado para dejar pasar un oscuro bulto lejano que se acercaba tintineando cascabeles. Era ella. La vieja Margaritona, rumbo a su presidio en galeras. Más parecía un animal que una mujer. Estaba encajada con tablas y, metida en una jaula con aspecto de coraza cargada sobre un pollino sarnoso. Se tambaleaba al son del paso del animal, obligada por el reducido espacio a permanecer inmóvil y en cuclillas, ligada de brazos y piernas. El insistente resonar del látigo del alguacil casi nos escocía en la espalda.
Entre su larga y enmarañada melena blanca asomaba una mueca de dolor remendada por un millón de arrugas que zurcían sus ancianos labios. Parecía un demonio.
Tras ella, otro alguacil portaba en la mano derecha una bolsa que le había encontrado oculta en el refajo y contenía el millar de ducados que le habían decomisado, según ellos, para destino de obras piadosas. El mismo hombre con la mano izquierda alzaba a la vista de todos un gran libro en pliegos donde aseguraba a voz en grito tener escritos todos los nombres, calles y casas de los que a los apaños de aquella alcahueta habían acudido. El mequetrefe disfrutaba consciente de que muchos temblarían al saberlo, pues no existía en la corte nadie que a lo largo de su vida no hubiese demandado alguna de las soluciones que aquella zurcidora de honras y remendadora de doncellajes ofrecía. Aun así, sabíamos que ella no escribía y nos sonó más a amenaza que a verdad lo que pregonaba.
Al desaparecer el pollino, miré a la Guevara. Ya no me gritaba e insultaba, ni siquiera se movía. Sólo una lágrima silenciosa recorrió su mejilla. La muchedumbre no tardó ni un instante en olvidar lo que había visto y regresar a sus juergas, cerrando el pasillo que acababa de abrir.
Aquella noche, ante el miedo de que nos delatase y el temor que aquella escena nos produjo, decidimos separarnos y dar por concluido el desafío a Olivares por un tiempo, el suficiente como para que las turbias aguas se calmasen.
La Margaritona no vio amanecer. Murió desangrada esa misma noche después de haberse arrancado la lengua de un mordisco para no pronunciar palabra.
Magdalena y Quiterio partieron a la mañana siguiente rumbo a la Alcarria. Acordamos que la viuda continuase cargando con su silencioso luto, la Guevara con su clandestina mancebía, y yo acudiendo a los festejos que se diesen en honor al príncipe de Gales. Era lo mejor para no levantar sospechas si queríamos urdir otra venganza en cuanto la ocasión lo permitiese.