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«Salime al campo, vi que el sol bebía

Los arroyos del cielo desatados,

Y del monte quejoso los ganados,

Que con sombras hurtó el sol al día».

FRANCISCO DE QUEVEDO

Miré los muros de la patria mía

El día de la cacería en los montes de El Pardo me vestí con las galas que tenía preparadas desde hacía días al efecto y acudí acompañada por Magdalena. La Guevara, la viuda y Joaquina nos despidieron deseándonos cada una a su manera lo mejor.

Una vez en el campo, según el plan, nos separamos del grueso de las mujeres simulando un paseo sin rumbo en el que después de varias vueltas perdidas por fin hallamos el lugar exacto que Quiterio nos había indicado en un mapa bastante esbozado e impreciso.

Allí solas, con sumo cuidado para no desprenderlas, envenenamos dos moras de la zarza que había justo a los pies de un pasquín que indicaba el camino a seguir por los cazadores que, desorientados, no encontrasen los puestos que previamente les habían asignado.

Nerviosas ante la expectativa, intentábamos tirar de las bridas de nuestra agitada respiración. Sabíamos que en apenas diez minutos aparecería Quiterio con el conde duque en la grupa herido… o quizá nunca apareciese. Sería lo mejor para nosotras, porque eso sería la señal evidente de que su muerte era segura. Algo me vino a la mente.

—Quizá no ha podido desbocar al caballo.

Magdalena sonrió.

—Mi hombre lo puede todo, y si la empresa trata de animales, con más certeza.

—Muy segura estáis.

Sonrió feliz de poder tranquilizarme.

—¿Qué haríais vos si alguien introdujese en vuestro oído una brasa incandescente?

Sólo el imaginarlo me dolió. Sin ninguna duda, el método sería efectivo. Callamos al oír los cascos de un caballo muy cerca. Era él.

Para nuestra frenética excitación, se adelantaba al tiempo esperado. Abrimos las sombrillas simulando sorpresa al verles y procurando no demostrar nuestra decepción, ya que el conde duque, mal que nos pesase, seguía vivo.

Quiterio nos pidió ayuda como a perfectas desconocidas. Le tumbamos con la espalda apoyada en el palo que sujetaba el pasquín y Magdalena le dio a beber un poco de vino de Esquivias que llevaba en un pellejo. No debía de estar muy maltrecho porque, empinando la bota, se lo bebió de un tirón para luego limpiarse con los puños de la camisa los goterones que surcaban su mentón.

Nada más recobrar el aliento, nos sonrió y ordenó a Quiterio que fuese inmediatamente en pos de dos hombres que le trasladasen en parihuelas con un caminar más suave que el del caballo. Mientras, él se quedaría a merced de nuestros cuidados.

Era la primera vez en nuestras vidas que compartíamos tanta intimidad con el tirano, y aquello aún me puso más nerviosa. En verdad debía de ser un gran jinete para haberse enganchado con tanta facilidad a la silla de un caballo encabritado por el dolor.

Allí tumbado y dolorido, sólo parecía haberse quebrado una pierna y una costilla. Con las manos temblorosas, me aseguré de reojo de que me miraba. Empecé a tomar las moras que sabía buenas de la zarza y las saboreé para tentarle. Magdalena, mientras, le limpiaba el sudor con su pañuelo como la mejor guardiana.

El tirano, con los ojos cerrados, se dejaba cuidar en silencio y el tiempo se me hizo eterno hasta que comenzamos a oír las voces lejanas de los que, alertados por el accidente, se acercaban. Tenía que actuar deprisa. Tomé otro fruto más, me chupé los dedos como si se tratase de la mejor golosina, arranqué de la mata las dos envenenadas y se las tendí.

—Mientras acuden, probad, mi señor. Están justo en su punto.

Una mano enguantada de blanco me interrumpió. Las tomó de mi palma y se las metió en la boca sin decir palabra para saborearlas.

—Las elegís bien, mi señora.

El corazón se me encogió al reconocer la voz del osado e inoportuno que vino a dar al traste con todos mis planes. Mi señor el rey, tan confiado como Adán en el paraíso, había ingerido el fruto maldito. En ese preciso momento hubiese querido meterle los dedos hasta lo más profundo de la garganta para salvarle, pero el miedo me lo impidió. El arrebato me hubiese obligado a confesar mi intención, y nada ni nadie me hubieran salvado de ser degollada como Rodrigo de Calderón en la misma plaza Mayor.

Las piernas me flaquearon al comprobar además que el mismo Olivares, al ver al rey, se había levantado sin necesidad de ayuda. ¡Ni siquiera tenía la pierna quebrada! ¡Maldita mi suerte! El grueso de los invitados ya estaba a nuestro lado, y para más ahondar en nuestra abierta herida, el rey alentó a todos para que probasen las moras. La zarza quedó desnuda en un abrir y cerrar de ojos.

La voz de la reina Isabel me sacó de mi ensimismamiento.

—¿Qué os ocurre, doña María? Estáis muy pálida.

Magdalena me sujetó por detrás a punto del desmayo al tiempo que la reverenciaba. Fue a ella a quien se dirigió esta vez.

—Llevadla a la tienda que han alzado frente a la mía hasta que se recupere del vahído. La han dispuesto para la siesta de mis damas.

Buscó a una determinada de ellas y como siempre la encontró pegada a su espalda.

—Vos que lo sois, acompañadla y decid a mis doncellas que dispongan el mejor jergón que hubiese para ella.

La mujer de Olivares me miró con recelo y no dudó en protestar.

—Os ruego, mi señora, que se lo pidáis a cualquier otra, ya que mi señor el conde duque se ha caído del caballo y me gustaría estar a su lado.

La reina se indignó.

—¡Siempre contradiciéndome! ¡Es que no veis que está de pie y que, como vos siempre ocupáis el lugar de mi sombra, él ya ocupa el lugar de la del rey!

Doña Inés me miró con recelo, y sin atreverse a musitar siquiera, me asió fuertemente del brazo para guiarme.

La mujer de Olivares, como tantas otras, fue la primera que sustituyó a una de las mejores amigas de la reina en su cargo de dama. Muy a su pesar y como era de esperar, doña Isabel fue soportando en silencio que las jóvenes damas que la entretenían fuesen tornándose en viejas nobles devotas del matrimonio Olivares. La peor de todas, sin lugar a dudas, fue su misma esposa. ¿Quién mejor que ella para mantener informado al tirano de todos los secretos de doña Isabel?

Los mentideros decían que la reina, en un primer momento, había intentado imponer su voluntad con respecto a la de Olivares, pero el mismo rey se lo impidió. Doña Isabel no podía disimular su desprecio por ella. Aquella mujer, a pesar de su fingida sumisión, se sabía segura en su posición mientras el rey siguiese entregado a la voluntad de su esposo.

De camino hacia la tienda, pensaba en las consecuencias de lo que acabábamos de hacer. Doña Inés, una vez libre de la mirada real, no dudó en echarme en cara que la reina estaba preñada y que aquellas tiendas se habían montado para ella y su descanso, no para el de cualquier invitada. Aquella mujer, a pesar de intuir que la reina estaba harta de ella y su constante vigilancia, no cejaría en su propósito.

Una vez allí, la Olivares no permitió que Magdalena entrase conmigo. Estuve tumbada y sola en la penumbra durante unos instantes pensando en qué ocurriría con el rey. Me hubiese gustado compartir con ella mi temor. ¿Y si moría don Felipe? ¿Y si empezaban a investigar e interrogaban a todos los presentes?

Sin duda, Quiterio sería uno de los primeros acusados, ya que estaba junto a Olivares poco antes de que el rey apareciese. ¿Y si se delataba contando lo que hizo con el caballo y a instancias de quién? Tampoco le conocíamos demasiado como para fiarnos ciegamente de su silencio. ¿Podría simplemente el amor que sentía por Magdalena sellarle los labios?

Cuando oí que todos iban a tomar el taco, me asomé ya restablecida aunque no tranquila.

A lo lejos, el rey caminaba junto al príncipe Carlos hacia el ágape dispuesto. El pintor Diego de Velázquez le aguardaba frente al lienzo que tenía preparado sobre el poyete. Allí, pertrechado con sus paletas y pinceles, pensaba retratarle vestido de caza junto a su perro favorito.

Bajo un bosquecillo de encinas, dos mesas cubiertas con manteles perfumados de piel de cabritilla finamente curtida ondeaban bajo unos centros de flores que destacaban entre las cuatrocientas fuentes de viandas.

La primera era para el rey, el príncipe de Gales, los infantes y los demás cazadores. La de poniente, para la reina Isabel, la infanta María y todo el resto de las damas. Refulgían a la luz del sol los abrillantados aguamaniles de oro, cristal y marfil. Los lacayos vaciaban los pellejos de vino de Esquivias y San Martín en jarras de plata para más tarde servirlos en los vasos.

A lo lejos, otras dos mesas francas y más humildes estaban dispuestas para los alabarderos, monteros, perreros, archeros, lacayos, cocheros y otros tantos hombres y mujeres de la servidumbre que esperaban ansiosos para engullir todo lo que nosotros dejásemos.

La reina me recibió con alegría al verme aparecer recuperada del vahído, y me sentó a su lado y el de la infanta María. Ésta no quitaba ojo al príncipe de Gales mientras las demás le elogiaban.

Yo, en cambio, preocupada como nadie, disimulaba como mejor podía mi falta de hambre, ya que las entrañas se me habían encogido ante el temor de que el rey cayese al suelo en cualquier instante.

Don Felipe, a pesar de todo, no parecía indispuesto en absoluto. Bebía y comía tanto o más que el resto de los heliogábalos que tenía a su alrededor. Quizá Dios había atendido mis súplicas y con el buche lleno el veneno se le había diluido entre la comida. Quizá la misma Margaritona había fallado en su pócima. No sabía el porqué, pero por algún milagro inexplicable, continuaba lozano y dicharachero en pie frente a los demás cazadores.

Al terminar de comer, acudieron los sirvientes con aguamanos y jofainas repletas de agua olorosa para que nos lavásemos y refrescásemos. Magdalena aprovechó el momento de intimidad mientras me secaba las manos para preguntarme entre susurros si a pesar del error, ellos cobrarían su recompensa. Asentí, mandándola callar y señalando a la mesa del rey. Algo extraño sucedía. Desde la distancia no podíamos distinguirlo porque todos los hombres habían hecho un corro alrededor del rey. Supusimos lo peor.

Corriendo junto a las demás damas de la reina, llegué allí cuando dos lacayos y un barbero se abrían paso para librar a don Felipe de toda aquella expectación y buscar intimidad en otra tienda similar a la que yo había utilizado antes. Con la mirada perdida, aseguraba no ver, sudaba como un caballo a punto del colapso y sus miembros, cabeza y mandíbula tiritaban entre espasmos. Cuando pasó justo frente a la reina, le dio una arcada que le hizo vomitar hasta los higadillos.

Su perro preferido, el mismo con el que posaba ante Velázquez momentos antes, fue el primero en llegar al mejunje real y engullirlo cual rico manjar. Ante aquella repugnante escena, la reina Isabel se sujetó el vientre y se contagió en las náuseas. No llegó a vomitar pero se desmayó. Dado su incipiente embarazo, a ella también la llevaron dentro para ligarle los brazos y las piernas como era habitual en un desmayo. Así la sangre fluiría de nuevo a su corazón y se recuperaría. Los ingleses miraban impertérritos la escena mientras la infanta María se lamentaba por el espectáculo.

Sólo pude santiguarme y comenzar a pasar las cuentas del rosario que siempre pendía de mi cintura. Mientras aguardábamos las noticias de los médicos y cirujanos que acababan de llegar, el tiempo se fue haciendo lento y la agonía de la incertidumbre, angustiosa.

Con los reyes sólo estaban Olivares y su mujer, mi abuelo el duque del Infantado como su mayordomo que era, y un par de nobles más. Pasada media hora, salió el mismo Olivares sumamente alterado. A excepción de una pequeña brecha en la frente, él no parecía haber sufrido ningún percance. Ordenó a dos lacayos que trajesen una camilla para trasladar al rey a la carroza y de allí a palacio.

Antes de que corriesen las cortinas, pudimos atisbarle sumamente descompuesto. El color sonrosado de sus mejillas después de un día de caza se había enfriado como la tez de un difunto, y su inmovilidad absoluta nos hizo temer lo peor.

En cuanto el galope de los caballos dejó una nube de polvo tras de sí, el conde duque se dispuso a investigar la causa. A los nobles nos ordenó que nos retirásemos y le informásemos inmediatamente si algún otro de los comensales caía enfermo. Respiré tranquila, ya que, al parecer, de nosotros era de los últimos que sospechaba.

Lo dejamos acompañado por cinco guardias reales, recorriendo todo el campamento y tomando muestras de los pucheros que, apoyados sobre los trébedes, aún humeaban cargados con los manjares que acabábamos de saborear. El maestre sala fue el encargado de ir vaciando uno por uno, sin olvidar ninguno al descuido.

En poco tiempo se formó un pequeño montículo de los más diversos alimentos. Aves y conejos asados, ternera adobada, salpicón de vaca con cebolla, albondiguillas, manos cocidas, empanadas, venados, perniles de tocino e incluso el guiso de olla podrida que el rey no había probado.

Los lacayos, desde una distancia prudencial, no podían disimular sus defraudados rostros. ¡Adiós a los manjares! Ansiosos como siempre de la buena comida que les quedaba a la postre de los festejos de sus señores, la boca se les hacía agua y el alma, injusticia. Aquellas sobras tan soñadas, como desperdiciadas, caían al suelo para ser devoradas de inmediato por las jaurías de perros hambrientos que habían rastreado la caza.

Según Olivares, era la mejor manera de comprobar si algún manjar había sido envenenado. Una vez las bestias se llenaron las panzas sin dejar ni un rastro, los perreros los encerraron en sus jaulas con la orden de vigilarlos y avisar, como nosotros, en el caso de que alguno de ellos cayese enfermo o muerto. A sabiendas de que el único de todos ellos que podría haberse envenenado fue justo el que engulló su vómito, lo busqué entre todos sin éxito. ¿Dónde estaría el dichoso animal? Si el perro caía enfermo, la evidencia de un seguro envenenamiento sería absoluta.

El despiste en que se vieron alguaciles y guardias involucrados contribuyó a que éste fuese olvidado hasta última hora de la tarde, cuando lo encontraron despeñado al fondo de un terraplén. La preocupación por la salud del rey era tanta que nadie le dio importancia, dando por supuesto el que fuese un accidente.

La decepción de todas aquellas gentes forzadas al ayuno fue aún mayor al enterarse de que, pasados dos días, las perreras seguían albergando a todos sus inquilinos ladrando ufanos sin que ninguno de ellos hubiese dado la más mínima señal de malestar. Gracias a esto y a que el rey parecía estar recuperándose, ansiamos que las pesquisas se dieran por zanjadas lo más pronto posible y así respirar tranquilas.

Recuerdo aquellas noches en vela y a solas, pues acordamos no vernos hasta que las sospechas de un intento de asesinato hacia el rey se esfumasen por completo.

A don Felipe no le faltó un cuidado o remedio. Las sanguijuelas le sangraron con ansia, los cirujanos le aplicaron ventosas, los barberos le refregaron los brazos y las piernas para que le bajase la fiebre, y el boticario real le trajo un preciado frasco de agua de azahar con piedras disueltas de bezoar criadas en las entrañas de una vaca para calmarle los dolores.

Sus hermanos, los infantes Carlos, Fernando y María, pegados a los pies de su lecho junto a la reina Isabel y otros nobles, rogaban a Dios por su alma.

El mismo día en que despertó, les sorprendió al decirles que su abnegado Olivares le había confesado que tenía la sospecha de que el posible intento de envenenamiento estaba en realidad dirigido hacia él y que, temeroso porque volviese a ocurrir un yerro en el afán de asesinarle, ofrecía su dimisión al rey velando así por su seguridad. El rey la rechazó y Olivares se afianzó aún más en su valimiento al demostrar su fidelidad. Aquello era una simple mentira inventada por el valido. ¡Ese hombre sabía cómo amañar cualquier circunstancia en su propio beneficio!

Por fin, una mañana, no sé si por los remedios que le aplicaron, por la intercesión de Dios o por la fortaleza del enfermo, el pulso del veneno en su sangre comenzó a remitir. Según la Margaritona, el porqué de tan grato acontecimiento no fue otro que la pócima no estaba destinada a él, sino a Olivares. Fuese por lo que fuese, di gracias al Señor por atender mis plegarias y dejé un buen donativo en la saca de la iglesia de San Andrés.

Pasado el peligro, llegaba el momento de congregarnos. El fracaso absoluto de nuestra conjura requería que pensásemos en otra alternativa para deshacernos del tirano. Al preguntar a mi abuela, la duquesa del Infantado, si querría acompañarnos, me recordó que si había delegado en mí para el propósito fue precisamente porque ya no quería saber nada, y me suplicó que nunca más la hiciese partícipe de nuestros propósitos al respecto. Su esposo era el mayordomo real y lo último que querría en su vida era el verse involucrada en algo que pudiese salpicar su reputación. ¡Bastantes penados por la Inquisición a instancias de Olivares teníamos en la familia como para engrosar la lista!