13

«¿Qué es el guardainfante?

Un enredo para ajustar a las gordas;

Un molde de engordar cuerpos;

Es una plaza redonda,

A donde pueden los diestros

Entrar a jugar las armas

Por lo grande y por lo extenso;

Es un encubrepaños,

Estorbo de los aprietos,

Arillo de las barrigas,

Disfraz de los ornamentos,

Y es, en fin, el guardainfante

Un jugador perpetuo,

Que está secando la ropa

Sobre el natural brasero».

FRANCISCO DE ROJAS, de su comedia

Los tres blasones de España

Nada más cruzar el portón de entrada, nos despojamos de nuestros andrajos y subimos las escaleras de dos en dos para salvaguardar a Magdalena de las miradas indiscretas lo más rápidamente posible. En la mitad detuve el paso al recordar las indicaciones de la Margaritona con respecto a la doncellez de Magdalena.

Una vez la hubimos escondido en un armario de mis aposentos, ordené a mis doncellas que me preparasen el baño y a Joaquina, que mandase a buscar al sastre y a los peluqueros y regresase de inmediato. No podía delegar en mis doncellas para que la adecentasen, ya que hubieran sospechado algo extraño y se hubieran ido de la lengua.

Mientras que mi dueña la despiojaba, le lavaba el pelo y le arrancaba armada con una bayeta de esparto la mugre adherida a su piel, yo rebuscaba entre mis antiguos vestidos para prestarle alguno.

A mi espalda, mi leal Joaquina murmuraba protestas entre jadeos esforzados, mientras frotaba con saña las partes pudendas de Magdalena: el bermellón con que las había teñido hubiese delatado su procedencia.

—¡Tan adherido está que parece haberse fundido con vuestra piel! ¿Estáis segura, pedazo de guarra, de que el diablo no os concibió con estas manchas?

Con un vestido azul entre las manos, la reprendí. Ella se calló de inmediato mientras la levantaba para secarla con una toalla de lino.

A la joven no pareció importarle en absoluto el insulto. Allí desnuda, se dejaba hacer como una reina entre sus damas. En sus carnosos labios se dibujaba una leve sonrisa mientras entornaba los párpados como si estuviese envuelta en un sueño del que no quisiese despertar.

A la luz del ventanal, las gotas se escurrían por entre los mechones empapados de su pajizo cabello recorriendo su piel y dentelleando reflejos. Su extremada delgadez no llegaba a disimular sus curvas. Portaba altas las posaderas, la cintura estrecha y unos pechos pequeños que acentuaríamos con la presión del corsé. Los dedos de sus manos eran largos como los del mejor tañedor de pianolas, y aunque tenía las uñas un poco descascarilladas, las disimularíamos pintándolas, según la usanza, de un rojo llamativo. Sus largas pestañas y rasgados ojos verdes la hacían más misteriosa aún. Sin duda nuestra elección había sido acertada.

Inmediatamente tapamos su inexistente pudor con una de mis camisas. No hizo falta indicarle nada para que ella saltase en el agujero que los aros de hierro, las ballenas y las cuerdas del guardainfante dejaban en su centro. Estaba deseando embutirse en ella. Era cierto que aquella prenda había sido prohibida por la pragmática, pero la venida del príncipe inglés nos había dado un respiro. Con ella siempre llamaría más la atención por su volumen. Mientras se lo atábamos fuertemente a la cintura con cintas, ella dio dos vueltas sobre sí misma.

—¡Qué tamaño de pollera, mi señora! ¡Con mucha razón se pregunta mi señor Francisco de Quevedo dónde estará el badajo de nuestras campanas!

Ante el soez comentario, Joaquina aprovechó para darle el pescozón que tanto llevaba reteniendo. Al fin y al cabo, normalmente era ella la que los recibía y ahora se desquitaba con gusto.

—Ignorante. ¿Es que no sabéis que la pollera va sobre el guardainfante? Contened vuestra lengua, que aunque algunas damas sean malhabladas, vos os abstendréis. Debéis procurar no mentar a vuestros clientes en público porque os expondréis a que os pregunten dónde los conocisteis e involucrarnos en un aprieto.

La niña, como una gitana, se besó el pulgar con fuerza jurando no volver a mencionarlo.

Se dejó posar la pollera sobre el guardainfante, asombrada ante el ensanchamiento que ésta añadía a sus caderas, abultadas esta vez por aros de paja, trapo y alambre. Encima de la pollera la vistieron con una rica basquiña y la saya azul de un chamelote grueso hecho con pelo de cabra que había elegido.

Al ser más alta que yo, la basquiña le asomaba por debajo y las mangas le quedaban cortas, pero no nos importaba, pues la visión de las muñecas y la punta de los chapines enardecían a muchos hombres y ése era nuestro principal cometido.

Para terminar con su vestimenta apretamos el emballenado del corsé al máximo para que se distinguiese bien su cintura entre el vuelo de sus faldas y se le escapasen gran parte de sus seductores pechos por encima de un escote más bajo que el degollado. Le pusimos unas medias que encargué comprar en los pañeros de la plaza Mayor por no dejarle las mías de seda, y la calcé con unos chapines que, aunque viejos, sí tenían unos tacones de corcho de siete pisos que la elevaban aún más.

Sentada ya frente a mi tocador, Magdalena empezó a fisgar fascinada entre todas las salserillas y perendengues que había sobre la mesa. Olía el jaboncillo de Venecia y mojaba los dedos en mi aceite de violetas.

Mi propia peluquera, después de desenredarle la melena, se la rizó con las tenacillas previamente calentadas sobre las brasas. Tenía tanto pelo que no hizo falta añadirle guedejas de difunto para hacerlo más frondoso. Haciéndole la raya en medio, lo tomó en dos haces y lo recogió a ambos lados de su cabeza con unas cintas de seda y encaje antes de tiznarlo con polvos irisados.

Casi lista del todo, le ennegrecimos las pestañas y las cejas con un tinte de antimonio y alcohol, blanqueamos la piel de su cara y escote con polvos de Solimán, y le dimos unos toques sonrosados símbolo de salubridad en las mejillas, barba, punta de las orejas, labios, hombros y palmas de las manos. Para terminar, Joaquina tomó un sorbo de agua de rosas en su boca y la fue rociando de pies a cabeza aprovechando los agujeros de su dentadura para fingir el chirimiri. A ella le extrañó esa forma de perfumarse y la empujó despectivamente.

—¡Vieja, vete a escupir a otra parte!

Dada mi cercanía, sujeté la mano de Joaquina antes de que la pegase. Conteniendo el primer impulso, se acercó a su oído y le susurró amenazante.

—Mira, puta, si fueseis señora, bien sabríais que así es como se aromatiza una dama. Este disfraz igual que vino se irá y para entonces allí estaré yo para recordaron lo que sois.

Enfadada y celosa por la repentina atención que prestábamos a Magdalena, se alzó la saya indignada y salió refunfuñando.

—No entiendo todo este cuidado para seducir a un simple montero.

Consciente de su incomodo, la dejé marchar.

La niña estaba preparada para conocer a su presa en el juego de gallos de la plazuela de los Herradores a media noche. Llegamos justo a tiempo. Aquel montero llamado Quiterio daba vueltas sobre sí mismo, con los ojos vendados y apretando con fuerza el espadín entre sus manos mientras iba cortando el aire a ciegas en pos del gaznate de un gallo que previamente habían pendido por las patas boca abajo. Su único lazarillo era el mismo canto del gallo, que se quejaba zarandeándose ante su incómoda posición y el presentimiento de una muy probable muerte.

Quiterio empezaba a desesperarse cuando por fin de pura casualidad uno de sus mandobles con la afilada guadaña le segó la cabeza al animal. Sólo por la sangre que le salpicó y los vítores de la muchedumbre que se agolpaba en un corro a su alrededor supo del éxito de su empresa.

Bajando el arma según la costumbre, esperó sonriente a sentir el beso de la secreta doncella que le entregaría el gallo muerto. Magdalena, consciente de ser el punto de todas las miradas, avanzó inocentemente hacia el centro del corro. Metió al gallo muerto en un cesto, besó en los labios al vencedor y muy lentamente le despojó de su provisional ceguera.

El muchacho, al descubrirla, incapaz de tomar el cesto que le tendía, la miró pasmado. Fue la voz del organizador la que le sacó de su ensimismamiento.

—¡Quiterio, despierta y sal del corro, que traigo el siguiente gallo y espera otro para empezar!

Magdalena en silencio le tomó de la mano y lo sacó del juego. Todo nos salió a pedir de boca. Aquella misma noche vino a rondarla a la reja de casa, pensando que era una de nuestras doncellas, y a la siguiente se coló por entre dos de los barrotes ensanchados al efecto que daban a las cuadras. Allí le esperaba nuestra dulce Magdalena, dispuesta a entregarle lo más valioso que una doncella posee. Al tercer día, convencido de haberla desvirgado, le pidió matrimonio, y al cuarto ella le dio su beneplácito a cambio de que la ayudase en nuestro secreto propósito.

Acordaron encontrarse en la cacería de El Pardo. Mientras estuviese oculto entre la maleza, ojeando las mejores piezas para asustarlas hacia el puesto del rey, no le sería difícil despistarse hacia el puesto de Olivares. Se agazaparía a la espera de que el ojeo terminase y, cuando le viese acercarse a su caballo para regresar donde las piezas muertas se exponen, procuraría que el animal se desbocase.

Quiterio estaba preocupado, pues sabía que posiblemente Olivares no moriría de esta caída. Su amada le aseguró que no era su intención otra que la de quebrarle una pierna, y que si por mala suerte moría tampoco debía importarle, pues el reino tampoco lo lamentaría.

Andaba tan apasionado y engatusado por Magdalena que no objetó nada más. Sabía que si tenían éxito en esta empresa, yo le había prometido a ella por sus servicios una casa en donde mantener a su futura familia y un pequeño pedazo de tierra para cultivar, y no ansiaba más en el mundo.

Si en algún momento tuve el más leve cargo de conciencia por incitar a esa niña a seguir vendiendo su cuerpo, se disipó por completo al comprobar que ella gozaba tanto o más que él a la hora de holgar con Quiterio. Al menos eso nos pareció mientras los espiábamos por las noches para ver cómo el montero respondía al estímulo que le rendíamos. De hecho, Magdalena nos confesó que no sabía si por la imposición que le hicimos o por caprichos del destino, pero se había enamorado de él.

Lo que nunca llegamos a desvelar a nuestro enardecido brazo ejecutor era que, si Olivares sobrevivía a la caída, sería yo misma la me encargaría de que se comiese las moras que habíamos envenenado con la pócima de la Margaritona.

La noche anterior a la cacería apenas dormí porque me desveló un pensamiento extraño que me vino a la mente. ¿Cómo conseguiría Quiterio que el caballo se desbocara?

Vuelta tras vuelta, me dormí con la esperanza de bastarnos con ello y no tener que recurrir al veneno.