«Marzo para las mujeres,
Con un angelito empieza,
Y aunque es Ángel de la Guarda
No admite lo que profesa».
FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS
Soneto dedicado a la romería del Ángel
El día 1 de marzo, siguiendo a la romería del Ángel de la Guarda camino de su ermita a las afueras de la corte, oímos el pregón que suspendía por orden del rey la pragmática que trataba de la austeridad en el lujo. Inmediatamente se formó un gran alborozo porque todos, pobres y ricos, andábamos ansiosos por enterrar la austeridad a la que nos tenían sometidos.
La razón de tan grata noticia no era otra que la próxima llegada del príncipe de Gales a Madrid y la intención de nuestro señor el rey de epatarle con todos los excesos que pudiese. Los intentos de Olivares por estimular el ahorro y la seguridad en todo el reino tendrían que esperar, muy a su pesar y al de todos los comerciantes que ya habían visto violadas sus preciadas mercancías.
Sólo quedaba algo vigente de tan absurdos mandatos. A excepción de los días en que hubiese carnavales, mojigangas o mascarada, en los que antifaces, máscaras, velos y demás disfraces se permitían, tendríamos que respetar la orden de llevar el rostro al descubierto y las cortinas de los carruajes descorridas, no fuesen nuestras intenciones esconder malicia o pecado.
Con gran contento por parte de todas las damas de aquella procesión de carruajes, nos dispusimos a merendar sobre la hierba de un prado sacando los manjares que aportamos. Engullimos rápido sobre un mantel los barquillos, pastillas y golosinas, pues no veíamos el momento de llegar a casa para pasar el resto del día rebuscando en los escondrijos más profundos de nuestras arcas los ostentosos aderezos que unos meses antes podrían habernos condenado a una multa segura.
El júbilo fue general también entre villanos y plebeyos, más porque en los pasquines de toda la corte se empezaron a anunciar mascaradas, corridas y demás festejos en honor a la próxima venida del príncipe inglés que por lo que pudiesen desempolvar.
En palacio, la infanta María, asesorada por la reina Isabel, encargaba a los que un día fueron aprendices del gran sastre Francisco de Burges ricos vestidos, impulsada por la ansiosa espera que la embargaba y el deseo de ser la dama más elegante de la corte, pues la razón de tan regia visita no era otra que consolidar la paz de España con Inglaterra a través de un matrimonio ventajoso, y ella era la candidata más idónea.
De mano del duque del Infantado como mayordomo real, nos llegó la primera invitación. El rey y la reina nos emplazaban a todos en El Pardo para la cacería de bienvenida que se daría al día siguiente de su llegada. Aquel evento, reservado normalmente sólo a nuestros maridos, nos convocaba también a sus mujeres para conocerle antes que nadie.
Estaba recuperando de mi ropero un sombrero de tonos verdes enjaezado con largas plumas y un corchete de perlas y amatistas que me conjuntaba a las mil maravillas con el sayo de caza cuando noté el calor abrasador de una compañía que no ansiaba en absoluto. ¡Aquella amargada parecía tener un don especial para agriar los dulces momentos! La viuda, tan mortecina como un espectro andante por la casa, aprovechaba cualquier momento a solas conmigo para tentarme como alma que lleva el diablo.
—No es por impacientaros, mi señora, pero parecéis olvidar que la duquesa ha delegado en vos para uniros a la conjura y aún no habéis hecho nada al respecto.
Tirando el sombrero con un golpe de muñeca sobre la alfombra, me puse en jarras y le contesté:
—Doña Inés, parece que el júbilo ajeno os enoja. ¡Qué tendrá que ver eso ahora!
Fría como un témpano, se asomó a la ventana, apartó la cortina y me señaló la calle. Ella había venido a algo y no cejaría en su intento.
—Mucho. Si os dejáis llevar por la frivolidad, acabaréis como todos esos desdichados que corren de un lado a otro enardecidos por un falso y efímero júbilo que sin duda será transitorio. Asomaos, miradlos, son como conejos que, tentados por una simple zanahoria, caen de bruces en el gazapo que les pusieron. ¿Es que no veis más allá de vuestras narices? Tantas fiestas a destiempo sólo buscan una cosa: distraeros del verdadero problema. Nuestros reinos se hunden en el fango devorados por la deuda que nuestras huestes demandan.
La miré incómoda mientras me empolvaba la cara con bermellón y albayalde para tranquilizarme.
—En mi mano no está el solucionar semejantes problemas.
Se acercó, me abrochó el cierre por detrás del cuello y, tomando un peine de carey, comenzó a cepillarme el pelo lentamente.
—En vuestras manos sí está el vengar a Olivares, y mañana se presentará una buena oportunidad para ello sin levantar sospechas.
Mirando al espejo, esperó mi reacción. ¡La condenada sabía cómo captar mi atención!
—Seguid.
Soltó el aire de los pulmones, que parecía haber contenido, y sonrió.
—Hay un joven que es montero de su majestad. El chico no es muy agraciado, pero tiene un talento especial para olfatear a las mejores presas; es como si supiese de antemano de qué matojo surgirán y hacia dónde huirán. Al rey le gusta servirse de él, pero, al ser su preferido, es conocido que Olivares le odia y los mentideros de palacio dicen que, como a la Guevara y a otros muchos, lo despedirá en breve. Es el último rebelde que nos queda en el alcázar, y deberíamos aprovecharlo.
La historia me sedujo, pero había muchos puntos sin resolver.
—Supongo que de él os habló la misma Guevara al haber sido su compañero al servicio del alcázar, pero decidme: ¿qué puede hacer un simple montero contra el conde duque?
Colocando mi sayo de caza sobre una gran silla, junto a unos chapines claveteados con oro y el sombrero, me contestó:
—Vuestro vestuario de mañana ya está listo. Si ahora tomáis la bolsa y me acompañáis, os lo seguiré contando por el camino porque el tiempo acucia.
Me detuve en seco.
—¿Mi bolsa para qué?
Tiró de mí con impaciencia.
—Para comprar a Magdalena. ¿O es que olvidáis que prometisteis salvarla de la mancebía?
No me hizo falta refrescar la memoria para recordar a aquella preciosa niña. Doña Inés, intuyendo mi desconcierto, me adelantó una explicación.
—Necesitaremos de ella para que el joven montero ignore de verdad quién le manda y acepte nuestro reto sin dilaciones. Peinada, bien limpia y vestida, esa niña le seducirá sin problema y será su última conquista no querida, os lo aseguro. En caso de ser descubiertos, a Magdalena no la hallarán, pues la mandaremos lejos, y así el montero no podrá delatar a nadie más.
No terminaba de convencerme.
—Estáis condenando a dos inocentes.
Tirando de mí escaleras abajo, sólo musitó:
—No condeno a nadie. Si todo sale bien, esos jóvenes se habrán sacrificado en bien de todo el reino.
Tomamos una silla de manos cada una y salimos rápidamente hacia la mancebía. La viuda debió de adelantarse a mi beneplácito porque, al llegar, la madre de aquel tugurio ya nos esperaba junto a la niña. Al ofrecerle a la Guevara la bolsa de monedas que llevaba escondida en la faltriquera, la despreció:
—No os voy a engañar. Magdalena es un presente que os hago porque no puedo vestirla y enjaezarla como es menester, y para ello os la entrego. Ella sabe lo que ha de hacer y está dispuesta con gusto siempre y cuando a posteriori le facilitéis una huida y una forma de vida digna.
Desconfié.
—No será una golosina envenenada que ponéis ante mí para pedirme después algo a cambio.
Pegó un empujón a Magdalena.
—Tomadla ya y callad. Soy lo suficientemente vieja como para saber que no es plato de buen gusto para una dama ser deudora de una tusona. Aquí hay dos cosas claras. La primera es que yo acogí y alimenté a esta niña como una madre a cambio de que sirviese a mis propósitos. La segunda es que vuestra merced cree limpiar su cargada alma de pecados con caridad hacia los más dolientes.
La niña se pegó a mí mientras la Guevara continuaba hablando.
—No os preocupéis, que Magda cumplirá con diligencia, pues, a pesar de su juventud, cada año que ha vivido sufriendo ha crecido tres en madurez. Multiplicad tres por catorce y comprobaréis que es una mujer hecha y derecha en experiencia. Sabe que hoy se le presenta una oportunidad única para conseguir un pasar mejor y os aseguro que no la desperdiciará.
La niña se abrazó a mi regazo con un almizcle de inocencia y súplica en la mirada que no pude rechazar. La separé un poco de mí para analizarla de arriba abajo. Era más bella aún de lo que me pareció la noche en que la conocí: elegante en su semblante, tirando a alta y con una expresión de dulzura en su rostro que la hacía parecer una virgen a pesar de sus menesteres. Con un digno sayo, el cabello limpio y recogido y dos toques de bermellón en sus blancas mejillas, nadie la reconocería.
—Subid a mi silla y corred las cortinas. No quiero que nadie os vea o identifique conmigo antes de haberos transformado en bella doncella.
Ana de Guevara sonrió junto a doña Inés.
—Si además de hacerlo por fuera queréis conseguirlo del todo, hay una posibilidad.
La miré extrañada. ¿Cómo una mujer podía recuperar la doncellez? Guevara, divertida ante mi expresión, me lo aclaró:
—La Margaritona lo hará de tal manera que cualquier hombre que yazca con ella tendrá por seguro haberla desvirgado.
La miré despectivamente. Aquello no había quien se lo creyese. ¿Cómo el don más preciado de una mujer podía trucarse?
—Vos misma me asegurasteis que esta pobre desgraciada había sido desflorada hacía tiempo. Sé que esa celestina es capaz de muchas cosas, pero permitidme dudar de que una simple alcahueta pueda tornar las pruebas más evidentes de un pecado en pureza inmaculada.
Esta vez la pequeña sonrió con ellas, haciéndome sentir como una advenediza. Su tono de voz sonó tan respetuoso que fui incapaz de enfadarme.
—Mi señora, desde tiempo inmemorial las mujeres que ayudan a otras a recuperar el honor perdido tienen sus secretos para lograrlo, y han de seguir así por mucho tiempo, sobre todo para los hombres que ansían, alardean y sueñan con deshonrarnos. Sólo se necesitan un par de escudos para lograrlo, y no hace falta juraros que carezco de ellos, pero os aseguro que si me los dais, seré doncella del todo, y una vez me haya entregado al joven montero, éste hará lo que sea por mí.
Ante el fruncimiento de mi dubitativo ceño, la Guevara se apresuró a convencerme.
—Para elaborar nuestro plan es preciso que acudamos a casa de la Margaritona. Ahora tenemos dos motivos para ello: comprar veneno para matar y devolver a esta niña lo que en su día un desalmado le arrebató.
La curiosidad me pudo. Acepté sin pensarlo mucho, apretándome en el asiento adamascado de mi silla de manos junto a la joven recién recogida. Los cuatro porteadores alzaron la silla esperando una indicación, cuando la viuda abrió la portezuela para que bajásemos de nuevo.
—¿Adónde creéis que vais?
Al bajar de un salto, me di un golpe en la cabeza que me aturdió por un momento. Me dirigí a la Guevara.
—¿Debo suponer que la Margaritona comparte la maternidad de la mancebía con vos?
Sonrió, tendiéndome una capa andrajosa y remendada.
—Como siempre, suponéis demasiado. Es cierto que durante un tiempo viví con ella, pero esta empresa es sólo mía. Por vuestra seguridad os recomiendo que os pongáis esto y me sigáis en silencio.
Sintiéndome como una estúpida, me di en la cabeza una palmada, despedí a los lacayos que portaban la silla consciente de que el escudo que la decoraba y el color de sus jubones nos delatarían, y decidí seguirlas en silencio. ¿A qué parte de la villa y corte podríamos dirigirnos peor que la que hospedaba aquella mancebía? Observando a través de mi grueso velo y consciente de no tener protección, me sentí como una niña asustadiza en un barrio en el cual sólo se robaba, compraban muertes o espiaba a cualquier noble para vender sus hechos y pasos a enemigos que gozasen vapuleando su vergüenza y deshonor.
Al llegar a la Casa de las Siete Chimeneas, viramos por una calleja y tocamos a una puerta. Ésta se abrió lentamente para descubrirnos de cerca a aquella mujer que tan bien conocía por las anécdotas y cuentos que de ella se decían.
Era vieja, fea y tullida, tanto que la muerte parecía haberla borrado de su lista. Decían que a sus 88 años había practicado todas las maneras de engaño. Desde los quince aprendió de su abuela todos los secretos de la olla, los practicó a solas desde los cuarenta y de allí en adelante fue cobertera, corredora de deseos y vendedora de todo tipo de inquietudes, fuesen del tipo que fuesen.
Sin pronunciar palabra, nos miró a través de un mechón de canas amarillentas. Sus ojos, antaño azules, se mostraban ciegos por las veladuras que los cubrían. De su cuello, en vez de crucifijo, pendía una oscura piedra que ella aseguraba mágica por atraer los metales. De hecho, la imagen de Cristo o de la Virgen no se veía en ningún recoveco de la estancia.
Al acercarse aún más a nosotras, intentando centrar la vista entre sus ojerosos párpados, pude distinguirla con repugnancia. Tenía la nariz tan desgastada que los pelillos de sus fosas le sobresalían como matas de maleza, y entre los pliegues de sus labios asomaba una cueva totalmente desdentada de la cual manaba un olor a podredumbre insoportable.
Disimuladamente, me escudé entre la Guevara y la viuda. Tras de mí, Magdalena esperaba a que entrásemos.
La vieja celestina olisqueó el aire como un perro y sonrió extendiendo sus brazos.
—¡Me alegra vuestra visita, Guevara!
La madre de la mancebía la abrazó como si todo el cariño del que privaba a sus mujeres se concentrase en aquella otra.
—Marga, vengo acompañada de dos damas y una joven que requieren de vuestros servicios.
Dando un paso atrás, nos dejó entrar.
—Si vienen de vuestra mano, bienvenidas son.
Mirando atrás para comprobar que nadie nos había seguido, entré rápidamente. El hedor de la estancia emuló al del aliento de la bruja.
Tomamos asiento al lado de una mesa rectangular mientras que la Guevara le susurraba en el oído a la Margaritona nuestras intenciones.
Observando a nuestro alrededor, no nos atrevíamos a musitar. Renqueando, se dirigió a un oscuro estante que tenía junto al hogar, tomó un pequeño huevo de codorniz de una huevera de mimbre, se metió una paja por entre los fruncidos labios, absorbió por ella de un cuenco un líquido encarnado y espeso como sangre hasta llenar su boca y lo sopló en un pequeño orificio que tenía hecho con antelación el huevo hasta entonces huero. Cuando se desbordó, tiñó con el mismo mejunje la cáscara.
Fue su voz cascada la que a partir de ese momento dio órdenes.
—Éste lo tenía preparado para una mujer que no vino ayer, allá ella, tendrá que esperar.
Miró hacia donde estaba Magdalena.
—Tumbadla.
Sin necesidad de más explicaciones, la Guevara tomó a la niña y la tumbó boca arriba sobre la mesa que nos servía de apoyo, alzándole las enaguas. Desnuda de cintura para abajo, su larga melena resbaló por el final de la mesa para posarse en mi regazo. Por un instante acaricié su cabeza para infundirle ánimos, pero al ver que ni siquiera temblaba, me detuve.
La niña, como si supiese lo que hacer, abrió las piernas mostrándonos sus lugares más pudendos sin decoro alguno. El fulgor luminoso de las llamas del hogar dibujó sombras de satisfacción en su dulce rostro.
Quise preguntarle el porqué de su contento en tan comprometida situación, pero me contuve. Si en algún momento tuve cargo de conciencia al haber tramado su mancebía con el montero, comprendí que era absurdo. Aquella niña casi mujer, por haber sido sometida desde hacía tiempo a sabe Dios qué vejaciones, sentía menos respeto por su cuerpo y sexo que por cualquier otra cosa en el mundo.
La bruja, ejerciendo de matrona, le palpó la entrepierna. Tomó el huevo con sumo cuidado entre sus dedos, procurando no cascarlo con aquellas largas y quebradas uñas, y lo introdujo en lo más profundo de su vagina.
—Ya está. Os aseguro que ahora su yema es tan roja como vuestra sangre y la cáscara, tan delicada como el fino pellejo con el que nacisteis.
Le pegó un azote en las nalgas y bajó las faldas, ayudándola a levantarse.
—Tened cuidado de no brincar antes de ser mancillada de nuevo o se os caerá. Procurad que el desvirgue sea en un lugar no demasiado limpio para disimular las cáscaras de la mentira, y hacedlo antes de dos días o la sangre de vaca que portáis se oscurecerá.
Asombrada por el proceso, comprendí a qué se referían cuando decían que la Margaritona devolvía la doncellez a la desflorada. En un momento, la misma mesa que había servido de lecho a la quimérica cirugía volvió a ser tocinera.
La celestina, de un recoveco y otro de la estancia, empezó a sacar cuencos, pócimas y demás mejunjes, que fue machacando en un mortero para echar en un puchero humeante que pendía del tiro de la chimenea al calor de las brasas.
Dos pizcas de hierbas secas, tomadas del ramo que colgaba atado de una viga, una extraña seta, tres gotas de un diminuto tarro prendidas de un palillo, unos polvos de color blanquecino extraídos de una caja de nácar, un puñado de semillas de beleño, adormidera blanca, opio y otros tantos elementos de alquimia desconocidos para todas las que allí andábamos que removía sin descanso al son de un canturreo en un idioma indescifrable.
—El mortal elixir está casi dispuesto. Para que sea efectivo con vuestra víctima, sólo me habéis de entregar cada una de vosotras algo que justifique vuestra venganza.
La viuda fue la primera en sacarse de entre sus pechos el pequeño perfumero que vi el día que mataron a su marido Rodrigo de Calderón. La Margaritona lo tomó con sumo cuidado entre sus callosos dedos, raspó con el filo de una cuchilla la sangre seca que contenía para echarla al puchero, y se lo devolvió.
La Guevara rebuscó entre su faltriquera para sacar un pequeño alfiler dorado con incrustaciones de cristal dibujando las armas reales y se lo tendió pesarosa.
—Es el único recuerdo que pude salvar del sayo que vestía en el alcázar antes de que Olivares me echase como a una perra. Me pesa desprenderme de él, pero merece la pena el sacrificio.
La modesta joya fue al fondo del puchero con el resto, y la Margaritona se fijó en mí. Dudé: mi motivo de venganza no era otro que el odio hacia Olivares por confiscar los bienes del abuelo de Ruy y menoscabar el honor de los Sandoval y Rojas.
—Siento deciros que no tengo nada que os pueda servir.
La bruja pensó un momento.
—¿No tenéis nada que haya pertenecido a Lerma?
Acariciándome el cuello, quiso el destino que tocase los relicarios que de él siempre pendían. Recordé que precisamente uno de ellos me lo había regalado el cardenal duque de Lerma el día de mi boda con su nieto. En su interior había un trozo del hábito de santa Teresa junto a un mechón de su propia barba. Según él, para que nunca olvidase quién me lo había entregado. Saqué aquel manojo de pelos y se lo di para que lo añadiese al resto del mejunje.
Mientras removía todo esperando a que fuese consumiéndose, nos explicó que sólo con remojar cualquier alimento en esa pócima su efecto sería mortal para quien lo ingiriese. Tendríamos que impregnarlo en una fruta tierna y esperar a que se secase el líquido para que su sabor fuese inapreciable. Al cuarto de hora volcó el contenido viscoso de la olla en una pequeña vasija que tapó con un pedazo de lienzo y un corcho y me lo entregó.
La tomé con sumo cuidado, saqué diez escudos de mi bolsa, se los entregué y me dispuse a salir corriendo de aquella casucha inmunda a punto de vomitar.
De camino a casa, la Guevara se despidió de nosotras advirtiéndonos que sólo contaríamos con la tarde para convertir a Magdalena en una joven doncella capaz de seducir a quien fuese, pues esa noche habría un juego de gallos en el que participaría el montero y sería el momento idóneo para presentarlos.