10

«Estas que fueron pompa y alegría

Despertando al albor de la mañana,

A la tarde serán lástima vana

Durmiendo en brazos de la noche fría».

PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA

Soneto

Salí a regañadientes y temerosa de casa con un manto transparente cubriéndome el rostro. Por un momento atisbé las temblorosas sombras amenazadoras que los hachones pendientes de las argollas de cada lado de la puerta iluminaban tenuemente. Los dragantes del escudo de armas que coronaba la fachada principal parecían haber cobrado vida alertándonos del peligro que corríamos.

Aquella misma tarde habían asesinado a otro de nuestros amigos. La inseguridad de Madrid ya era conocida en media Europa, y sin embargo, mi guardiana y abuela política me lanzaba a las calles en busca de su nieto. ¡Como si fuese mi culpa su clara inclinación hacia el libertinaje!

Al punto de partir, apareció doña Inés con sus hábitos negros de viuda ofreciéndose a acompañarnos.

—Vos velasteis mi llanto cuando mi señor andaba preso, hoy velaré yo el vuestro.

Acepté con gusto, sintiéndome más protegida con su compañía. Al fin y al cabo, no era la primera vez que salíamos juntas en la noche, pero a pesar de todo me pareció extraño que se brindase a salir de su propia clausura tan fácilmente. Muy pronto sabría su verdadera intención.

Al entrar en la carroza, mi dueña miró confidencialmente a la viuda. Algo parecían estar diciéndose la una a la otra sólo con la mirada, pero yo no quería perder más tiempo.

—Joaquina, sin duda conocéis el exacto paradero de mi marido. Yo no quiero saberlo hasta que lleguemos. Decid, pues, al cochero nuestro destino de manera que no lo pueda oír, pues después de esta noche evitaré por todos los medios repetir este paseo.

Miró de nuevo a doña Inés. Ésta asintió, como aceptando su solicitado permiso. Joaquina salió, se asomó al pescante y le susurró una dirección al cochero que le hizo dudar.

—¿Estáis segura? —preguntó con extrañeza la voz grave del lacayo.

—No discutáis y llevadnos.

No hubo más preguntas. El látigo sonó sobre el lomo de los caballos y nos pusimos en movimiento. No habían pasado dos segundos cuando nos cruzamos con dos mujerzuelas. No pude dejar de analizarlas.

Rompí el silencio.

—¿Las habéis visto? Supongo que no tienen nada que perder. ¿Qué harán si definitivamente las casas públicas y mancebías se prohíben por los muchos escándalos y desórdenes que hay en ellas?

Joaquina me interrumpió.

—No se pueden prohibir. Si lo hacen, seguirán trabajando clandestinamente, pues desde tiempo inmemorial tienen su razón de ser. Sé de más de uno que se volvería loco si no pudiese satisfacer su desenfreno en las querencias y necesidades que le azuzan asiduamente. Y sabe Dios lo que un loco carcomido por la lujuria es capaz de hacer en una calleja oscura ante una inocente incauta.

Lo pensé detenidamente.

—Joaquina, la imaginación os pierde.

Como siempre, fue resabiada en su contestación.

—No son sueños, sino realidades. Descorred la cortina y observad como a estas horas la alevosía y el pecado surgen de la oscuridad para introducirse en las almas de los que por aquí transitan.

Un segundo de atisbar me bastó para corroborar lo que mi dueña aseveraba con tanta tranquilidad. Los mismos candiles que iluminaban a un Cristo incrustado en la hornacina de una esquina delataban a dos borrachos que, apoyados el uno en el otro, hacían malabarismos para no caer de bruces sobre una anciana mendiga. La vieja, medio desnuda, los ignoraba mientras roía con fruición una simple cáscara seca de naranja. Los ebrios cantaban a coro algo indescifrable mientras por detrás de ellos asomaba un embozado con mucho sigilo.

Centré mi atención en este último. Les robaba sus bolsas, animado por el susurro de una meretriz que pretendía una participación en el beneficio mientras le mostraba insinuante el pecho desnudo. Se me revolvió el estómago al pensar que Ruy debía de andar con una prima hermana de aquella desvergonzada, y cerré de golpe la cortinilla.

—¿Y decís, Joaquina, que ésas son necesarias? Quizá tengáis razón y sea mejor así. Unos se desahogan y las otras comen vendiendo su cuerpo. ¡Hoy todo se tapa y esconde con devociones y religión! Sólo un segundo espiando y la misma luz que ilumina al Cristo crucificado de la esquina del convento descubre toda nuestra inmundicia.

»Hoy no hay ramera que no alardee de ser devota de un santo o Virgen y que no acuda a los oficios. Los ladrones que roban al rico y entregan una décima parte de lo obtenido al pobre creen estar sirviendo a Dios. Hay rufianes que a cuchilladas privan de la vida a sus mujeres, haciéndoles confesar primero para apaciguar su alma. Cornudos, consentidores y vagos que antes de trabajar en un oficio digno prefieren vender el cuerpo de sus hijas, hermanas y esposas sin ver mal en ello. ¡Fijaos en la familia de los portugueses Tabora!

Joaquina rió estrepitosamente.

—¡A mi juicio, los últimos son los peores! Pues sabiendo que cualquier día les pueden detener, subir en un asno con un tocado de cuernos y ser fustigados por los látigos de sus propias mujeres, persisten en su delito. Es divertido ver el espectáculo y triste comprobar públicamente tan grande deshonra. ¡De buena se libraron con la muerte el portugués y su mujer!

Deseaba no pensar en nada. Sabía que nos dirigíamos a una de esas mancebías en las que nunca había entrado, y quería estar informada.

—¿Qué termino hay para las rameras? ¿En qué se diferencian las unas de las otras?

Doña Inés me interrumpió.

—No queráis saberlo.

La ignoré e insistí.

—Sé que las mancebas sólo son las mantenidas por hombres casados que buscan parir de ellos para asegurarse las rentas de sus hijos de por vida. Desgraciadas que juegan a señoras y sólo son sanguijuelas más indignas aún que las putas que van de frente y no esconden precios ni intenciones. ¡Menos mal que mi señor, que yo sepa, aún no ha caído en semejante estipendio!

Joaquina me interrumpió:

—No os metáis con ellas. Muchas serán como decís, pero otras son en realidad las verdaderas enamoradas de los señores, a los que se entregaron y que por pobres no lograron dotar sus bodas como hubiesen querido. Además, cuando cumpláis más años, querréis tranquilidad más de una noche, y si vuestro señor comparte el lecho con una manceba, ella os librará del débito conyugal cuando la necesidad del cuerpo de vuestro marido acucie. Ellas son las reinas de corazones ocultos, limosnas y casuchas. Las esposas legítimas son en muchos casos sólo las soberanas de los sentimientos forzados, las mercedes e intereses y los palacios.

»Si no queréis sufrir, ahorraos los celos siempre que se muestren discretas y no pidan más de lo que se les debe. Mientras sea sólo manceba y no querida que pretenda un cortejo con todas sus consecuencias por parte de vuestro esposo, bienvenida sea.

Me negaba a pertenecer al grupo de las legítimas.

—Alguno se habrá casado por amor.

Se mostró incrédula.

—No seré yo la que os prive de seguir soñando durante toda vuestra vida; si os place y os ayuda a eludir la verdad, agarraos bien a la rama del guindo para no caer de bruces.

En este punto, y consciente de que llevaba razón, preferí no ahondar en la crudeza. Seguía intrigada por aquellas mujerzuelas.

—Por vuestras palabras, deduzco entonces que, de ser casada, nunca estaríais celosa de una manceba pero sí de una querida.

—Os he dicho que los celos sólo traen sufrimiento y hay que ignorarlos, pero la lógica dice que la querida puede llegar a doblegar el ánimo de cualquier hombre hasta hacerle enloquecer de amor, y la manceba nunca. Ellas tienen muy claro lo que dan y a cambio de qué, y nunca pretenden más de aquello.

Me enervé.

—Diréis lo que queráis, Joaquina, pero yo las veo igual a todas. Unas más sutiles, otras menos, pero todas venden sus favores. ¿En qué diferenciáis a mancebas y queridas de putas?

Pensativa, me contestó:

—Las primeras son más discretas, aunque ahora hay tantas clases de mujeres que venden y casi regalan su cuerpo que es ya difícil delimitar el terreno de cada una de ellas.

Doña Inés intervino.

—Olvidáis a las solteras que, habiendo perdido ya la virginidad, pretenden sus madres venderlas en matrimonio a cualquier incauto extranjero asegurando su virginidad mediante un papel firmado ante notario. ¡Como si el notario pudiese certificar su doncellez sin haberla catado y fiándose sólo de su palabra!

Más que acompañarme, parecía venir a incordiarme. La contradije.

—No exageréis, que eso ya se acabó. Ayer mismo leí que condenaron a una pícara por fingir su doncellez al pago de 3000 ducados de indemnización para el incauto que con ella se casó engañado.

Joaquina sonrió de nuevo.

—¡Menuda recompensa por el daño causado! ¡Para qué los querrá si ha de cargar de por vida con ella! Mejor harían anulándole el matrimonio. Pero si hasta vuestro pariente Diego Hurtado de Mendoza ha escrito dos poemas elogiando a las bubas y al cornudo. Qué se puede esperar si ya se escribe abiertamente de estos pecados y enfermedades, castigo digno a la promiscuidad. ¡Si hasta Góngora lo transforma en verso!

Sabía a lo que se refería. Hice memoria y recité:

Casada hay quien libra

En sí misma letras

Para el mismo día

Que a casar la llevan.

—Labia no le falta al escritor, aunque no tiene que envidiar a nuestro amigo Quevedo. Por algo son rivales.

Nuestros temores a lo largo del paseo se habían disipado. Reíamos animadamente cuando la carroza frenó en seco y nos sobresaltó. El corazón se me aceleró mientras Joaquina se asomaba.

—No es nada. Sólo un perro que se cruzó. Os veo temerosa aún, doña María. Propongo un juego para distraeros. La que más nombres recuerde gana. ¿Cuántos apelativos tienen las mujeres públicas?

Me gustó el reto.

—¿Valen todas?

Mi dueña se rascó la cabeza bajo la toca antes de contestar.

—Todas las que de cualquier estado y condición están dispuestas a ser despicadas por dinero. Empezad vos.

Titubeé y pronuncié sinónimos lentamente hasta levantar siete dedos.

—Manceba, querida, cortesana, ramera, meretriz, buscona o amerada, que es la que se alquila por meses.

Me quedé en blanco. Joaquina, inquieta, se entrometió tan acelerada que atropellaba una palabra con la siguiente alzando cada vez más la voz.

—Cisne concejil, coima, guaya, maraña, pelota penuria, tributo, urgamandera, iza, germana, moza de partido, sirena de respigón, niña del agarro…

Inspiró para retomar el aire que sus pulmones habían escupido y seguir.

—¡Golfa, cantonera, rubiza, mujer de amor, marca godeña, dama de achaque, tusona!

La viuda, sonriendo por primera vez al verla tan agitada, la interrumpió.

—¡Alto! Las tusonas son las madres de los prostíbulos y las que comercian con las mujeres que albergan.

Joaquina se molestó.

—¿Conocéis acaso a alguna tusona que no haya ejercido antes la prostitución?

Haciendo memoria, negó frunciendo el ceño.

—¡Pues dejadme en paz!

Al no poder competir con ella, aproveché para interrumpirla mientras ella sacaba la punta de la lengua y miraba hacia el techo de la carroza haciendo un esfuerzo ímprobo para recuperar la memoria.

—Dejadlo, Joaquina. Al fin y al cabo, otro de los propósitos principales de la junta de Reformación es acabar con ellas, se llamen como se llamen.

Joaquina sonrió.

—No podrán. ¡Si hasta los frailes de San Felipe aún conservan una portezuela que les une lindando a su muro con la más importante mancebía de la calle Mayor!

Se acercó mucho a mí como para guardar un secreto a pesar de estar solas.

—Fray Pedro Zarza, asiduo sin duda de estas casas, asegura que las mancebías públicas vigiladas con cuidado por el Gobierno y sujetas a ciertas reglas son útiles a la buena moral, la salud pública y al reino. Dice que si las prohibiesen, habría mayores males que los que ahora se producen.

La viuda la interrumpió.

—Estoy de acuerdo con el franciscano, aunque es osado porque esta gran verdad le acabará condenando y quién sabe si excomulgando. ¿Qué van a hacer con toda la gente que vive en y de esas casas de pecado si las cierran? Si al final consienten en este propósito, el pillaje y la picaresca se dispararán como arcabuz incontrolable y la casa de galeras se derrumbará incapaz de albergar a más mujeres.

Le contesté convencida.

—Está claro que Olivares, con su ataque de moralidad repentina, sólo pretende evitar lo inevitable. Esas Juntas de Reformación son tan absurdas y utópicas en este caso como en los otros puntos que pretende cambiar.

La viuda me miró con sorpresa.

—¡Y va a resultar que podríais participar en la tertulia de una de esas academias! ¿Habéis leído Utopía, de Tomás Moro?

—¿Os extraña?

Doña Inés sonrió con tanta prepotencia que la hubiese abofeteado con gusto si no fuese porque nos detuvimos. Ella misma se asomó apartando los flecos dorados que adornaban el final de la cortinilla.

—Hemos llegado. Ahora, doña María, en vez de nombrar a las putas, podréis dialogar con ellas, pues suponemos que aquí está vuestro marido.

Me asomé. No estábamos en la mancebía de la calle Francos ni en la de Luzón, ni siquiera en alguna de las que más había oído hablar, ubicadas en plena calle Mayor entre las iglesias de San Felipe el Real y Santa María de la Almudena. La verdad es que aquella calle no me sonaba en absoluto.

—¿Dónde estamos?

Joaquina me contestó de inmediato.

—¿No me dijisteis que no queríais saber cuál sería nuestro último paradero?

Aprovechó mi silenciosa duda para proseguir ansiosa.

—Estamos en pleno barrio de la Morería, en la plaza del Alamillo.

El chirrido de una puerta sonó frente a nosotras, y una docena de damas de medio manto tapadas con los velos y mantillas de diferente paño blanco, según su riqueza y categoría, salieron lentamente de la pequeña portezuela que defendía de miradas indiscretas aquel antro de paredes desconchadas y embarradas.

La herrumbre del pasquín que lo denominaba había devorado sus letras. Probablemente nadie se había molestado en repasar la escritura de aquel cartel porque todos sus clientes habituales ya sabían que bajo la apariencia de mesón o figón aquellas paredes costrosas saciaban más necesidades que las del yantar y el beber.

Una ráfaga de viento lo hizo tambalearse al tiempo que descubría gran parte de aquellos manoseados y acardenalados cuerpos embozados. Pude incluso distinguir en una de ellas el bermellón y albayalde que se había aplicado en el rostro para ocultar las cicatrices de la viruela, y que al parecer también usaban para adobar sus partes pudendas. ¡Quién les habría dicho que así estaban más bellas!

Después de desafiar al incómodo viento tapándose con leve recato, las mujerzuelas nos miraron con el único ojo que llevaban al descubierto, lo que las hizo más enigmáticas. Se fueron acercando poco a poco al acecho de un nuevo cliente hasta que al vernos dieron un paso atrás desconcertadas. Un segundo después, la que debía de ser la madre de la mancebía se abría paso entre las demás sin encontrar resistencia alguna.

Dispuesta a sacar a Ruy de allí lo mas rápidamente posible, salté de la carroza. La viuda y Joaquina me siguieron. La madre de todas aquellas desgraciadas, aún mas tapada que sus perdidas hijas con una mantilla de encaje, ordenó al resto que entrase, eludió mi mirada y dirigiéndose directamente a doña Inés, le gritó como si la confianza las uniese.

—¡Para qué jodienda la traes! ¿Acaso quieres arruinarnos? Dicen que en la corte de Madrid hay casi 30.000 mujeres de mal vivir repartidas por unas 800 mancebías y este hombre viene a parar aquí.

Su tono cascado y obsceno de voz casi me hace estallar los oídos. No pude contener mi extrañeza.

—Doña Inés, ¿de qué conocéis a esta mujer?

Con la mano me rogó silencio para seguir dialogando con aquella extraña.

—Sólo venimos a recoger a su marido. Sé que está aquí y es preciso que nos acompañe.

—¿Y no podíais haber venido sola como siempre?

Miré a Joaquina sorprendida. Ella me susurró que ya me contaría.

—La duquesa, su abuela, se empeñó en que viera esto. Quizá esté pensando en unirse a nosotras y su nieto le ha proporcionado la excusa perfecta para que esta ingenua despierte a la vida.

¡Mi señora, la duquesa del Infantado, unirse a semejante gentuza! ¿Aliarse para qué? No me lo podía creer. Debía de estar teniendo una pesadilla. ¡Si la viuda era casi una beata, qué hacía en aquel tugurio!

La tusona me miró de arriba abajo sin el menor decoro.

—Para qué la necesitamos ahora que casi todo está resuelto. A ella le ofrecí mis servicios más de una vez y los despreció con arrogancia. Yo también tengo orgullo, aunque no lo creáis. ¿Por qué ahora he de prestarme a ello?

Doña Inés contestó de inmediato.

—La duquesa es ya vieja, sabe que la venganza probablemente será lenta y quiere que la mujer de su sucesor esté muy al tanto de todo con la esperanza de que herede su odio y resquemor.

Aquella deslenguada asintió, y como si aquello hubiese sido una razón poderosa para hacerle cambiar de parecer, se levantó el velo del rostro. Al reconocerla me llevé la mano a la boca para contener la sorpresa. Desde que la conocí con tocas de monja, en las Descalzas Reales y al servicio de la reina durante su retiro, había ido de mal en peor. Primero vagabundeando por las calles, más tarde de celestineo y ahora de madre manceba.

—Ana de Guevara. ¿No andabais de celestineo con la Margaritona? Decidme por Dios qué hace mi marido en vuestra casa y qué es lo que mi señora la duquesa pretende de vos.

Se rió a carcajadas.

—Son muchas preguntas de una vez, pero procuraré complaceros. A vuestra primera interrogación, os contesto que aquí es donde se consuelan los presos del desamor. A la segunda no os contesto, ya sólo vuestro esposo os lo podrá aclarar en un instante. Y a la tercera os respondo que aunque vuestra abuela la duquesa del Infantado es dama de palacio y yo de los bajos fondos, a veces y por extraño que os parezca, nos necesitamos. Lo más alto muchas veces necesita de lo bajo y al revés. Sobre todo cuando los intereses entre esos dos mundo son comunes. Pasad ahora, que esta noche tengo mucho trabajo.

Tocó dos veces a un llamador con forma de sirena y la mirilla se abrió. El ojo claro y fresco de una mujer joven se asomó para dejar paso al aullido de un par de cerrojos mal engrasados.

Al entrar tras la Guevara, no pude centrar la mirada en otra persona que en la niña que acababa de abrirnos. ¿Qué hacía esa pequeña allí? La tomé de la mano.

—¿Cuántos años tenéis? ¿Estáis bautizada?

Temerosa, miró hacia la Guevara. Ésta se había adelantado para ordenar a otras dos mujeres que buscasen a Ruy. Así me ahorraría el presenciar escenas desagradables. La pequeña me contestó tímidamente.

—Catorce, mi señora, y me llaman Magdalena.

Le aparté un mechón rubio de la frente para observarla mejor. Su piel era blanca como si nunca hubiese visto la luz del sol, sus labios, carnosos y su mirada, lánguida. Su camisa vieja y remendada transparentaba el contorno de unos pezones rubicundos coronando su pequeño pecho. El corsé que lo alzaba, en vez de cordón, tenía una cuerda deshilachada a punto de romperse. Arranqué de los puños de mi camisa una larga cinta de raso color carmesí y con sumo cuidado la fui introduciendo en cruz por los agujeros de su andrajoso corpiño.

—¿No deberíais estar en casa a estas horas?

Bajó la mirada sonriente y, agradecida, acarició el inesperado ornamento.

—Ésta es mi casa y familia.

La voz de Guevara sonó a mi espalda.

—¡Magda! Subid a los cuartos y ayudad a esas vagas a buscar al caballero del jubón azul que vino hará una hora. Decidle que alguien le aguarda urgentemente en el mesón. Luego regresad a la portería.

La despedí haciéndole la señal de la cruz en la frente. Con aire de extrañeza, la niña se alzó el mandil y salió despavorida.

—Miradla. Muestra más sumisión que una esclava, la tratáis como a tal y ella os llama madre. Sólo os falta marcarla a fuego en la frente con la ese y el clavo de los cautivos.

La Guevara se adelantó a mi protesta.

—No oséis juzgarme. Como la ley indica desde los tiempos del rey Felipe II, he demostrado ante el juez que hace dos años que cumplió los doce, que ya ha perdido la virginidad y que es hija de padres desconocidos. Fueron los de su sangre los que la abandonaron frente a esta puerta una noche hará seis meses, y desde entonces nos sirve.

No me pude contener.

—¿De qué modo os sirve?

Se indignó.

—De todas las maneras que una mujer puede hacerlo si el precio es el convenido, y no es de vuestra incumbencia lo contrario.

Me mordí la lengua ante el tirón de faldas que mi dueña me dio disimuladamente desde atrás.

—Estamos en la guarida del lobo. Comportaos y no olvidéis a qué hemos venido. Una vez hayamos regresado con vuestro esposo, podréis ofrecer por esa niña lo que se os antoje. Pero desde ahora os digo que vuestro generoso esfuerzo será en vano, porque si hay algo que sobran, son niñas como ella, y pronto la reemplazarán por otra.

Me callé sin olvidar por ello mi intención. No podía ayudar a todo el que me encontrase por el mundo, pero por algún motivo que ignoraba, quiso Dios o la casualidad que aquella joven se cruzara en mi camino, y la ayudaría a asomarse al brocal de aquel pozo inmundo en el que se había visto empujada.

Haciendo oídos sordos a Joaquina, pensé que aseada y bien vestida supliría a las mil maravillas a una de mis doncellas que hacía una semana había desaparecido de casa sin dejar rastro alguno.

Según las indicaciones de la madre de aquel lugar, tomamos asiento en un discreto banco bajo la escalera. Así no espantaríamos a los clientes. Al apoyarme en él, el guante se me pegó a la mugre de brea que lo cubría. Todo allí resultaba repugnante, la casucha, el mobiliario, sus moradoras e incluso el aire estancado que se respiraba.

La Guevara, ante la incómoda tardanza de mi señor, nos escanció en unos toscos vasos descascarillados de barro un líquido que pretendía ser vino a pesar de su color chocolate y su olor avinagrado. Muy despacio puse la mano sobre el mío. La mujer se impacientó, posando con tanta fuerza la jarra sobre una mesa que a nuestro lado había que nos salpicó.

—¡Vos os lo perdéis!

Andaba demasiado turbada como para hacer comentarios. Al otro lado de aquella estancia había un cuartucho iluminado. Desde su interior, pero oculto a nuestras miradas por una gualdrapa a modo de cortina, se imaginaba lo que escondía. Entre gemidos acompasados, carcajadas y suspiros, un bulto enorme de sinuosas sombras entrelazadas de vez en cuando golpeaba la tela para dejar asomar el miembro desnudo de aquel pulpo de lujuria.

Guevara, al percatarse de mi observar, se dirigió hacia lo que en realidad era un establo, descorrió la cortina y gritó incómoda:

—¡Ya está bien! Dejad a los estudiantes, que bastante bien servidos están por lo que pagaron, y subid a descansar.

Las primeras en deshacer aquel nudo humano de pasiones desenfrenadas fueron tres mujeres tan viejas y hastiadas que podrían doblar la edad de los dos jóvenes con los que holgaban. Al sentir el puntapié de la madre de la mancebía, se levantaron del montón de paja, tapándose apresuradamente sus partes pudendas pintadas de rojo con mantillas de bastos encajes de Lorena y Provenza. Las vestimentas estaban tan picadas que sus agujeros, lejos de tapar las miserias, abrigaban levemente la indecencia. Me compadecí de ellas al comprobar que aquel oficio ni siquiera les daba para un encaje de Bruselas sin apolillar. Subieron las escaleras como alma que lleva el diablo mientras los dos estudiantes, a regañadientes, se cubrían las vergüenzas con las togas de la universidad de Alcalá de Henares.

—¿Qué hacéis aquí?

La voz de Ruy me trajo a la realidad.

—La abuela me mandó a buscaros. Han asesinado a Villamediana y teme por vuestra integridad. Quiere que regreséis de inmediato.

Traía un zapato de menos, se abrochaba torpemente el jubón, la camisa le caía por afuera de las calzas y portaba sus medias bajadas a la altura del tobillo. Tambaleándose inseguro, alzó la cabeza con un esfuerzo titánico, como si luchara contra el peso añadido de un herrumbroso yugo sobre su conciencia. Al lograrlo, lentamente eludió la evidencia rascándose el pelo alborozado.

—Pero si esta misma tarde jugábamos juntos a los naipes cuando se despidió para acudir a la academia que os había organizado en su casa.

Su voz sonó abotargada por la resaca de una borrachera sin dormir. Entreabrió los párpados sorprendido, como si a pesar de estar hablando conmigo acabase de descubrirme.

—¿Y cómo se le ocurre mandaros a vos?

Me levanté, le di un manotazo para que dejase de abrocharse coja la botonadura de su jubón y tiré de él deseando desaparecer de allí.

—Me manda y no hay más que hablar. Yo tampoco lo entiendo. Sus razones tendrá. ¿No es así, doña Inés?

Al girarme hacia ella, la sorprendí en un intercambio de miradas confidentes con la madre de aquel tugurio. Aquella mujer escondía más de lo que yo nunca pude prever aun desconfiando de ella. Al parecer, su beato semblante de viuda le servía de disfraz para otros fines mucho más oscuros y tergiversados. Ya había eludido mis preguntas en una ocasión, pero esta vez no amanecería sin que doña Inés me revelase sus verdaderos secretos.