«Ellas de nada se duelen,
Como a ellas no les falten
Almendrucos y pasteles,
Chufas, fresas y acerolas,
Garapiñas y sorbetes,
Despeñaderos y rizos,
Perritos y perendengues».
CALDERÓN DE LA BARCA
Aurisfela y Lisidante
Valiéndome de una pequeña palangana, humedecí el búcaro esmaltado que Ruy me había regalado. Aquella vasija de arcilla negra, roja y blanca perfumó la estancia con todos los aromas que de las Indias traía. Tomé un pedacito de tierra sigilada de su interior y me lo metí en la boca para mascar todo su sabor mientras aguardaba a que mi abuela, la duquesa, terminase de peinarse.
Aquella tarde acudiríamos a una reunión con visos de academia que había convocado el mismísimo marqués de Villamediana. Prometía un gran divertimento para todas las que allí acudiésemos, ya que incluso el rey se titulaba poeta.
Este tipo de tertulias literarias siempre habían sido exclusivamente para hombres enviciados en el arte de las letras, que proliferaban tanto o más que los bandidos.
Villamediana, en su último viaje a Zaragoza, supo que por aquellos lares había tantas mujeres escritoras como hombres en Madrid. Estas señoras de la pluma también solían reunirse una vez al mes en una academia que ellas mismas habían fundado. Nuestro anfitrión, siendo como era el artífice de los más entretenidos saraos, pensó que no sería mala cosa hacer algo similar en la corte, ya que la conjunción de verso y mujer siempre había dado resultado.
Convocó, por medio de pasquines que pegó en todos los rincones de la villa, un premio literario para todas las damas que deseasen concurrir. La expectación entre las monjas, hidalgas y nobles que no eran analfabetas fue inmediata, y causó tanta emoción que fueron muy pocas las que no se pertrecharon con pluma y tintero para rimar o escribir lo que a sus calenturientas mentes acudiese.
He de reconocer que yo misma lo intenté durante un par de horas de insomnio. Emborroné decenas de papeles y entinté mis manos, los encajes de los puños de mi camisola y mis sesos con palabras sin sentido. Mi juventud y valiente osadía llegaron a convencerme de que aquel entremés era bueno, pero aún necesitaba una segunda opinión.
Fui a visitar al amigo más versado en estos ardides que conocía. No fue difícil sobornar a los alguaciles que le custodiaban para que me dejasen hablar con él. Al verme al otro lado de la reja, se levantó de un pequeño escritorio que tenía en la celda y acudió a mi encuentro.
Sin decir palabra, le tendí el manoseado papel a través de los barrotes. Lo leyó muy despacio y en silencio. Temí el momento en el que mi buen amigo Francisco de Quevedo y Villegas se ajustó los anteojos como siempre hacía antes de satirizar. Me miró fijamente a los ojos antes de dejar que una sonora carcajada manase de su gaznate. En cuanto su mofa cesó, le pregunté con humildad si tan malo era y me contestó con una sola palabra: «Peor».
Don Francisco intentó enmendar su burla inicial ofreciéndose a ayudarme a repetirlo, pero para entonces mi autoestima se arrastraba cual lombriz en un terral humedecido por la lluvia helada. Deseché su buena disposición para dirigir mi trabajo, consciente de que al final el entremés sería más suyo que mío. Una retirada a tiempo sería lo mejor. En realidad prefería leer que escribir, y por lo menos lo había intentado.
Doña Ana sacó de un escondrijo que había entre los faldones de su tocador un joyero con incrustaciones de marfil. Tomó un broche alargado de esmeraldas, que le tendió a su peluquera para que lo prendiese de su cabello junto a un pedazo de papel arrugado que escondió rápidamente en su faltriquera de terciopelo.
Guardando en un lado de mi boca el barro, sonreí.
—¿También vos escribisteis?
Me miró indignada, eludiendo una respuesta con una reprimenda.
—Doña María, miraos al espejo. Tenéis los dientes marrones. No deberíais mascar tanto barro. Las jóvenes de hoy parecéis más vacas rumiando que damas. Ese uso que se está imponiendo tanto entre las de vuestra edad acabará mellándoos la boca antes de lo debido. Os dejará opilada, el vientre se os hinchará y pondrá duro como el de una preñada a punto de parir y vuestra piel se tornará tan amarillenta como la de un membrillo. ¡Poca penitencia os pone vuestro confesor al privaros de ese vicio durante sólo un día!
Antes de contestar, escupí la piedra en un pequeño cuenco de Talavera pintado con nuestro escudo de armas.
—Lo hacemos imitando a las damas francesas y su presunción, pues al enjuagarnos después de mascar barro, nuestra dentadura parece más limpia y nos salvaguarda de los hediondos olores. Desde que nos enviciamos con el barro, nuestro aliento se perfuma con su aroma y nuestros esposos lo agradecen, ya que los besos les saben mejor.
Negó disconforme.
—Convenceos como queráis, pero sólo son golosinas quejicosas. Vos no lo oís, pero suenan demasiado al chocar en vuestra boca las unas con las otras.
Tomé impulso para levantarme del almohadón de seda en el que me encontraba reclinada, y sin pedirle permiso, me permití colorearle las mejillas con unos polvos carmín que reservaba en una pequeña caja de nácar.
—Hacedme caso, dejadme aconsejaros sobre los novedosos afeites y perfumes que nos llegan.
Doña Ana inspiró resignada mientras, restregándose un pañuelo por la cara, borraba la sombra encarnada que le acababa de dibujar.
—Doña María, os sobran ímpetu y juventud. Vos aún os podéis aderezar y engalanar en demasía sin resultar atrevida; yo, en cambio, hace años que aprendí a cultivar mi alma en vez de un cuerpo en natural decadencia. Ya aprenderéis que no hay nada más patético que ver a una mujer anciana disfrazada de jovencita. Tocas y mantillas dadme para disimular la edad y ya me ocuparé yo de conquistar voluntades mediante lo aprendido por la experiencia.
Sin darse cuenta, se llevó la mano a la faltriquera como asegurándose de que portaba lo que había guardado hacía un momento. Al verla, la curiosidad me hizo insistir.
—¿Qué escondéis con tanto disimulo? ¿Es un poema? ¿O quizá una obra sacramental con una moraleja llena de experiencia? Leédmelo, por favor. Yo también escribí algo, pero después de que Quevedo me diese su opinión sobre ello, preferí que ardiese en la chimenea.
Como sin quererlo, se echó la mano a la bolsa para salvaguardarlo.
—¿Qué os he dicho mil veces sobre vuestra desmesurada curiosidad?
Sumisa, bajé la mirada. Ella era la dueña de la casa, y aunque no estaba estipulado en ninguna parte, por respeto y agradecimiento, todos los que morábamos en ella le debíamos obediencia. Ante mi aparente arrepentimiento, decidió darme una explicación
—Doña María, he escrito algo, pero prefiero esperar a escuchar a las que allí acudan antes de exponerme a leer en voz alta mis palabras, ya que, sin haber pedido opinión a ningún escritor, soy muy consciente de mis limitaciones. Hay mujeres duchas en este afán. Sólo con leer la historia manada de las plumas de Ana de Castro Egas y Ana de Caro Manlleu os daréis cuenta, y si eso os aburre, podéis deleitar vuestros sentidos con los poemas de la toledana Ana de Ayala, que para algo son mis tocayas.
»Claro que… desde Burgos podrían venir Beatriz de Sarmiento o Leonor de la Cueva, y desde Andalucía, Cristobalina Fernández de Alarcón o Feliciana Enríquez de Guzmán. ¡Cómo podría competir yo con ellas!
La interrumpí sarcástica.
—Rivalizando, aunque tened en cuenta que también podrían abandonar el claustro Ana Francisca de Abarca y Bolea o nuestra amiga sor María de Ágreda. ¿No creéis que estáis dando demasiada importancia a este sencillo certamen? Si bien es cierto que son muchas las mujeres sobresalientes en la escritura, no creo que vengan todas esta tarde a la corte para demostrar su maestría a la hora de empuñar la pluma. Pensad que muchas escriben por gusto y no para vanagloriarse con ello.
Pensativa, musitó:
—Puede ser, ya que muchas veces no es justo el reconocimiento y premio que en estas lidias se otorgan. Fijaros en Feliciana Enríquez, después de tres años disfrazada de hombre acudiendo a las aulas de la universidad de Salamanca en pos de su amado, acabó huyendo a Coimbra enferma de celos y sin dar a conocer la mayoría de sus escritos.
Sonreí; me divertía ver cómo la mujer que yo más admiraba por su fortaleza y seguridad se mostraba dubitativa.
—Si sabéis que en el fondo ninguna de ellas acudirá a esta justa literaria, ¿por qué las recordáis? Yo de vos, me preocuparía más por María Zayas o por nuestra parienta Antonia de Mendoza, que viven aquí en Madrid. La cercanía y la hermosura de sus sonetos y elegías bien le podrían dar el triunfo. ¡Por algo la apodan la divina Antandra!
La duquesa del Infantado dio por terminada la conversación prendiéndose otro broche de esmeraldas en el escote y levantándose dispuesta a salir sin añadir nada más.
Al abrirse la puerta de sopetón, pegamos un respingo. El rostro de doña Inés delataba una mala noticia. Tras ella, Joaquina, mi dueña, jadeaba a la espera de que le otorgásemos la palabra. Doña Ana la azuzó con la mirada.
—Mi señora. La reunión para la academia en el palacio de Villamediana se suspende, y vuestras mercedes mejor harían en mudar esos ricos vestidos por negros y austeros sayos de luto.
Las dos nos sorprendimos.
—Malas han de ser las nuevas y poco de albricias tendrán cuando don Juan sólo una hora antes de la celebración decide dar al traste con todo. ¡Si incluso los reyes se engalanan a estas horas para ello!
Joaquina, de un soplido, se retiró de la frente un despeinado mechón que le impedía la visión, tragó saliva y prosiguió.
—¡Y tan malas, como que el anfitrión ha sido asesinado en los soportales de la plaza Mayor hace media hora!
Nos santiguamos mientras el coro de las voces de los niños llegaban a nosotras.
Matan a diestro y siniestro
Matan de noche y de día
Matan al Ave María
Matarán al Padre Nuestro.
Escuchamos en silencio aquellos versos que el padre José Butrón había compuesto y que por desgracia se estaban haciendo tan populares y pegadizos. Hasta los más párvulos los repetían en cuanto había ocasión, y para nuestra desgracia, éstas cada vez eran más asiduas. La voz de doña Inés interrumpió el silencio sepulcral en el que cada una de nosotras nos habíamos refugiado.
—Ya lo predijo la Guevara y os lo dije.
Al recuperar el denuedo, pregunté:
—¿Seguís viéndola?
Se hizo la sorda, inquiriéndole a Joaquina:
—¿Cómo ha sido?
La dueña tomó aire.
—Dicen que venía de jugar a los naipes en una partida que montaron después de almorzar en uno de esos figones de mala muerte. Como en otras ocasiones, había perdido una gran suma, pero a pesar de ello se le veía contento, pues según algunos testigos, esperaba con ilusión escuchar esta tarde las grandes obras literarias que sin duda habrían surgido de las seseras femeninas que había convocado.
Doña Ana se enervó.
—No se mofaría de nuestra capacidad.
Joaquina negó rotundamente.
—¡Nada más lejos de su intención! Como sabéis, él siempre alardeaba de conocer bien a las mujeres y las admiraba en todas sus trazas.
Doña Ana, a pesar de no quedar muy convencida de ello, prefirió no objetar nada al respecto.
—¡Demasiado sabía de nosotras y en su beneficio lo utilizaba, pero a mí no me engañaba! Prefiero no profundizar en ello, ya que, una vez muerto, Dios será el que le juzgue. Proseguid, Joaquina. ¿Qué más sabéis?
—Como os iba diciendo, serían las nueve, iba hacia su casa acompañado de su habitual compañero de avatares, dispuesto a prepararse para recibiros a todas las damas literatas, cuando de entre la penumbra de los soportales de la plaza Mayor le salió al paso un rufián tan hábil en el arte del asesinato que asestándole una sola y certera puñalada le mató. El embozado desapareció como la sombra fugaz del diablo en un santiamén, sin darle tiempo al marqués ni siquiera a desenvainar.
—¿Tampoco Luis de Haro pudo defenderle?
La dueña se encogió de hombros.
—Siendo su mejor amigo, de haberse brindado la ocasión, lo hubiese hecho sin dudar, pero dicen que sólo fue capaz de sujetarle con desespero antes de que cayese al suelo.
—Dios nos guarde. Como al portugués, le han matado a plena luz del día. Si seguimos así, nos vamos a tener que enclaustrar en casa a todas horas.
Joaquina la interrumpió.
—El asesino iba tan embozado en su capa que los alguaciles no han podido dar con él, pero los rumores sobre su posible asesino son muchos.
Ruy de nuevo me vino a la mente. Mi señor, como Villamediana, también tenía enemigos en el juego, deudas por pagar y envidiosos que amansar por unos motivos u otros. Los pensamientos escaparon de mi boca sin quererlo.
—Será difícil dar con quien pagó al asesino. Hay demasiados hombres que le hubiesen querido matar, siendo uno de los hombres más envidiados de la corte por su ingenio al utilizar la sátira en sus escritos, su riqueza y su poder.
La voz de Joaquina me secundó.
—Amén de sus amoríos.
La dueña se tapó inmediatamente la boca, a sabiendas de su indiscreción y temiendo una represalia de su señora la duquesa. Se tranquilizó al ver que ella también andaba inmersa en sus pensamientos. Sentada ya de nuevo en frente del tocador, se quitó el broche de esmeraldas y comentó:
—Se me ocurre un mandatario de muy alto rango…
Todas quedamos en silencio, y por la cabeza de todas cruzó el mismo nombre.
—No creo que el rey fuese capaz de matar por haber compartido con Villamediana a la Portuguesa. Su alteza no destaca por perdurar en sus amores, y nunca mataría por ello, ya que siempre encuentra reemplazo a sus efímeros caprichos.
Guardó el broche en una caja con incrustaciones de marfil. Con la voz temblorosa, elucubré mencionando en voz alta el nombre que a todos nos rondaba.
—El rey no mataría a un grande, pero ¿y Olivares?
Doña Ana se molestó.
—¡Olivares! ¡Siempre Olivares! Su nombre se pronuncia tantas veces en esta corte que acabaréis desgastándolo. Ese hombre consigue silenciar con divertimentos el pensamiento del pueblo. Recurre al viejo ardid que utilizaron en su día los romanos con el circo y el teatro. Así silenciaron la caída del imperio. Los castellanos, como ellos en su momento, entretenidos en trifulcas de esta guisa, olvidan el hambre, los asesinatos y la decadencia en la que todos nos vemos ahogados día a día independientemente de nuestro estado o condición.
Intervine:
—Es cierto que hoy más que nunca la corte en Madrid es un hervir de intrigas de la peor especie. ¿De qué sirven los esfuerzos de nuestros valerosos hombres en las contiendas de Sicilia, Nápoles, Monferrato, Bohemia y Valtelina? Los soldados ya sólo son un recuerdo del glorioso reinado de Felipe II, porque mientras en Europa les admiran por la entrega que demuestran al intentar salvar el declive de nuestro ya desastrado imperio, el rey les ignora dejando su devenir en manos de cualquier gobierno.
Doña Inés, hasta el momento callada, intervino apretando puños y dientes, más enrabietada que nunca.
—¡De cualquier no! ¡De Olivares! ¡Y no me digáis que de nuevo hablamos de él, porque ese hombre ha conseguido introducirse en las bocas y pensamientos de todos como diablo al poseer un cuerpo! Aparentemente, todos pugnan por hacerse con el cetro, la corona y la confianza de nuestro voluble soberano, pero la verdad es que sólo un hombre lo consigue. ¡Debemos vengar a todos nuestros muertos! Y la venganza no ha de cernirse a la muerte de los rivales. No, señoras. Eso es precisamente lo que hace nuestro enemigo.
Consciente de su repentino arrojo, agachó la cabeza y bajó el tono de voz.
—Nosotras seremos más meticulosas. ¡Hay que pensar en algo peor y más hiriente que una lenta tortura! Sólo sería digna de elogiar una trama bien urdida y parsimoniosa que poco a poco fuese denigrando al contrario hasta el punto de que ansiara cavarse su propia fosa.
A pesar de aquella exaltación imposible de contener, la duquesa doña Ana, con toda su prudencia, la secundó con los pensamientos de su calmada ancianidad.
—Venganza, curiosa palabra tan pronunciada en estos días. Venganza y Olivares, un binomio digno de realzar en algún manuscrito. ¿Por qué no escribe alguien sobre ello? Ya no contamos con la pluma de Villamediana, pero sin duda Quevedo lo hará, ya que los barrotes, lejos de amedrentar su odio, se lo avivan como fuelle a las brasas.
La interrumpí.
—Su tesón no desespera.
La abuela no me escuchaba. Ella seguía divagando sobre unos tiempos mejores que ella había conocido bien y veía desmoronarse con difícil solución.
—¿En vez de venganza, creéis que hay desesperación? No lo sé. Lo único cierto es que si seguimos así tendremos que huir de la corte, y con ello contentaremos a Olivares. Ya son muchos los que han emigrado, soslayando la amenaza de las deudas. Si regresáramos a Guadalajara, además de eludir la probabilidad de ser los siguientes asesinados, ayudaríamos a cumplir con las premisas que marca la nueva junta de Reformación.
Doña Ana se levantó del taburete que había frente a su tocador para sentarse nuevamente en los almohadones que había a mi lado. Decaída, prosiguió con su particular monólogo a sabiendas de que nadie la interrumpiría.
—¿Qué pretende el valido? ¿Quizá contentar a los pobres limitando el lujo de todos? ¿Es que no comprende Olivares que ése no es el camino? La mejor manera de ahorrar sería limitar el gasto de las contiendas que en el extranjero nos arruinan, ahorrar manteniendo a nuestros soldados en casa. ¿Es que no ve que Aragón, Valencia y Andalucía están cansadas de contribuir a este dispendio sin límite? ¡Los castellanos también lo están, aunque no alcen su voz!
»Para convencer a los más pobres de su buen gobierno, está creando montes de piedad y erarios. Sus pragmáticas nos cansan, y tarde o temprano también cansarán al rey, ya que se permite menguar sus faustos particulares argumentando que así dará ejemplo a los plebeyos. ¡Como si éstos se enterasen de lo que se cuece entre los muros del alcázar!
»Todo anda en declive. Muchos lugares se despueblan, abandonando los lugareños sus casas, iglesias y conventos a merced del paso del tiempo y la ruina. Los campos quedan sin plantar, obligados a un barbecho estéril que no alimenta a nadie. Los graneros, llenos de ratas y medio vacíos, recuerdan lejanos los tiempos de opulencia. Por los caminos fluyen familias que deambulan de un lado a otro buscando un remedio a sus penurias sin hallarlo, y los méritos de nuestros tercios para con la corona se pagan con honores y no con monedas.
Poco a poco la duquesa del Infantado se iba recalcitrando con su propia exposición.
—Y decidme, María, ¿qué hace Olivares para remediar este mal?
Arqueé las cejas, pues ignoraba la respuesta que esperaba. Por un lado, la política me aburría, y por el otro, sabía que doña Ana ardía en deseos de contestarse a sí misma. Alzó la voz:
—Yo os lo diré: ¡nada que para la corona signifique el menor sacrificio! ¡Nada que pueda incomodar al rey! No vaya a ser que decida prescindir del mequetrefe que emula su sombra. Como siempre, ha recurrido a nosotros para salir del paso. Ahora, no contento con prohibirnos el estipendio desmesurado, pretende obligarnos a los títulos del reino, prelados y otros hidalgos que no tengamos cargos en la corte a que retornemos a nuestros estados y señoríos, donde tendremos que dar trabajo a los jornaleros de las tierras y sembrar las dehesas y baldíos que no están aprovechados.
Suspiré.
—Menos mal que vuestro marido el duque es consejero del rey y así todos podremos permanecer aquí.
Doña Ana me dio un pescozón.
—Qué ingenua sois, María. A los que no tienen cargos es a los que menos persiguen, pues la junta de Reformación de Costumbres obliga a todos los que desde 1592 fueron ministros en la corte a informar de lo que tenían mediante inventario en el momento que se les nombró y compararlo con lo que tienen ahora. ¿Sabéis para qué?
Me encogí de hombros.
—¡Para arruinaros a vos y a vuestro marido disponiendo de los bienes que un día habréis de heredar! Pues con ello calculan el incremento de los patrimonios durante cada mandato, y si comprueban que éstos crecieron desproporcionadamente a las rentas que les correspondiere, pedirán más cuentas y razonamientos de las ya solicitadas a vuestro abuelo el cardenal duque de Lerma y a vuestro tío Uceda, amenazándoles con penas gravísimas si incumpliesen. Con este ejemplo pretenden restablecer la moralidad de los cortesanos y funcionarios, mientras los actuales se llenan los bolsillos.
Sonreí.
—¡Qué tontería! Nuestro abuelo Lerma, como siempre, se verá librado de cualquier castigo gracias al hábito cardenalicio.
Mi abuela se enojó.
—Se ha visto librado del calabozo, pero no tendrá tanta suerte con la administración y multas. No es un secreto que el pueblo le odia, y Olivares, amenazándole, se gana la confianza de todos. Primero ha acabado con los más favorecidos, y ahora quiere seguir.
Pregunté:
—¿Por qué la plebe no desconfía de él?
Doña Inés soltó una irónica carcajada.
—¡El primero que ha de hacer inventario de lo que posee es él, y aún no lo hizo! Estoy segura de que cubriéndose de grande no ha satisfecho todas sus expectativas. ¿Quién osará pedirle que rinda sus cuentas? ¿Quién le investigará?
Doña Ana procuró amansar sus enrabietados ánimos contestándose a sí misma.
—¡Nadie! Todos andan temerosos de su venganza. Por eso debemos ser cautas y pacientes. Sólo dadle tiempo para que sus ahora amigos le odien y se cavará su propio foso. En los últimos tiempos los oficios de los 24, entre regidores, escribanos y procuradores se han reducido a un tercio por haber abusado de su condición, y desde hace nada se limita a un mes de estancia al año en la corte a cualquier pretendiente de cualquier calidad que no logre en ese tiempo conseguir un cargo o trabajo. Ya son muchos los que le aborrecen, dejemos reposar los ánimos y se engrosarán las filas de sus enemigos, y algún día el que le suceda se encargará de injuriarle como él hace con los que en el pasado ocuparon su lugar. Dio un sorbo a un zumo que tenía a su vera.
—Ahora, doña María, salid a buscar a Ruy. He de informarle de los últimos acontecimientos. Joaquina os acompañará.
Me quejé.
—Mi señora, no me obliguéis a ello. Sé que no visita lugares propicios para las damas, y yo no ansío conocerlos. Él mismo me prometió no ha mucho tiempo que estaría en casa al anochecer. Mirad el reloj, delata la hora de un efímero ocaso que no concluyó. Dadle tiempo porque debe de estar al llegar.
Doña Ana, furibunda, dirigió una mirada fugaz al reloj que había sobre la chimenea.
—¡Al llegar! ¿Es que olvidáis que él cuenta con que hoy llegaremos tarde de la frustrada academia que Villamediana había organizado en su casa? Vuestro esposo da por hecho que goza de una larga noche libre de excusas, y tened por seguro que ha dispuesto de ella sin recato. Muy oculto y embelesado se ha de hallar si aún no se ha enterado del asesinato de Villamediana.
En silencio se levantó para pasear meditabunda de un lado a otro de la sala.
Temerosa de que repitiese la orden, bajé la mirada rogando a Dios que el despistado apareciese. Sus chapines de raso pisaban exactamente en el mismo lugar que segundos antes habían clavado la punta de su bastón de marfil. El pasillo ya desgastado de la alfombra sufría de nuevo su nervioso tránsito. El tiempo pasó tan lento como angustioso. No quería marcharme de ninguna manera. El reflejo del espejo del tocador se fue oscureciendo como si la niebla matinal de la caja de Pandora se hubiese escapado para inundar la estancia. Entre el tictac del reloj y los pasos desacompasados de la duquesa, mi corazón se fue enterrando en angustia.
Pasado un cuarto de hora, nos importunaron dos lacayos, que hincando rodilla al suelo y pertrechados con aceite, velones y mechas, según la costumbre de siempre, alabaron al Santísimo Sacramento y pidieron permiso para encender lámparas y candiles.
Doña Ana se lo concedió con un leve gesto de cabeza y frenó el paso frente al cúmulo de almohadones en donde me encontraba recostada. Fue taxativa.
—Ya ha anochecido, María. Sé que Ruy no ha de estar en ningún lugar del todo decente, pero aun así me lo habéis de traer.
Repliqué:
—¿Por qué yo? Tengo miedo. Mandad a Joaquina junto a dos de vuestros lacayos. Ella, como dueña experimentada y conocedora de todo lo que yo ignoro, sabrá hallarle con mayor fortuna.
Levantándome con el bastón, enaguas, guardainfantes y sayas, me gritó:
—¡Niña! ¡Levantaos para hablarme o ateneos a las consecuencias!
De un salto me puse de pie.
—Lo siento, mi señora. Sólo eludo al temor.
Dudó un segundo.
—¿Vais armada?
Al echar mi mano a la cadera, sentí el bulto de la pequeña arma que portaba.
Asentí.
—El arma y Joaquina serán tus mejores guías y protección. No regreséis hasta no haber dado con él. Ya va siendo hora, María, de que os enteréis de lo que hay en las calles y lo asimiléis, que en nada os ayuda ignorarlo.