«Tardose en parirme
mi madre, pues vengo
cuando ya está el mundo
muy cascado y viejo.
Tristes de nosotros,
dichosos de aquellos
que el mundo alcanzaron
en su nacimiento.
De la edad del oro».
FRANCISCO DE QUEVEDO Y VILLEGAS
La vida poltrona
En el Alcázar
Aquel 14 de agosto, a la sombra de los estores que cubrían nuestras ventanas, pasábamos las horas sumidos en el tedio más absoluto. Acurrucados en la penumbra de una luz abrasiva tamizada por el esparto, mi abuela doña Ana, don Ruy, doña Inés y yo aguardábamos tan resignados como el resto de los miembros de la corte y villa de Madrid a que la reina Isabel pariese por fin a la criatura que portaba en sus entrañas.
El sopor nos obligaba a enclaustrarnos y a dormir durante el día para despertar al ocaso. Ni siquiera entonces bajaba la temperatura. Nuestras muñecas, ya casi desencajadas de sus articulaciones, mantenían el vaivén inútil de nuestros abanicos mientras el tórrido aire estancado desde hacía meses entre las callejas se filtraba en nuestros pechos tornando angustioso el respirar.
Sólo las orillas del río Manzanares se mantenían frescas, pero la osadía para pasear por ellas a sabiendas de lo que escondían nos salvaguardaba de aquella tentación, pues no transcurría una jornada en que no asesinasen, robasen o violasen a alguien por su ribera.
Con los párpados entreabiertos y sumidos en un silencio inconsciente por miedo a que nuestras lenguas se secaran, esperábamos con paciencia a que el sol se escondiese para poder salir cual lechuzas al abrigo de la oscuridad y el leve frescor de los jardines.
Aquel verano, como los anteriores, nos hubiese gustado emigrar a nuestro palacio en Guadalajara, donde al anochecer refrescaba y el abrasador sol nos brindaba una tregua, pero no pudimos. Ni siquiera cuando nuestros lacayos regaban los suelos de toda la casa y los cubrían con las esteras empapadas a modo de alfombras las altas temperaturas arreciaban.
Aquel atardecer nos mirábamos soñolientas las unas a las otras a la espera de que una leve brisa irrumpiese en la estancia. Para nuestra sudorosa decepción, por los diminutos agujeros de la tela sólo se filtraba el polvo de las callejas que levantaban las bestias en su lento transitar. Aun así, no había noble que hubiese abandonado la corte con el riesgo de perderse el mayor acontecimiento de la década.
La única que canturreaba y parecía no sentir las inclemencias del árido clima, con la certeza de un inminente milagro para con ella y su familia, era doña Inés. Se obcecaba en apresar su vana ilusión tanto como los muros del calabozo de don Rodrigo a su cautivo. Pero era lógico que se asiera a un clavo ardiendo si éste le infundía un mínimo viso de esperanza.
Corría por aquellos días un rumor emanado de los desalmados mentideros que aseguraba que los indultos denegados cuando el rey Felipe ascendió al trono ahora sí se concederían para celebrar el nacimiento inminente del heredero a la corona. Si éste además era varón, el perdón sería casi general.
Según aquella infeliz, el primero en ser perdonado sería su marido el marqués de Siete Iglesias, ya que incluso los que un día fueron sus enemigos más virulentos ahora clamaban por ello considerando su pena ya prescrita y cumplida. Su largo penar, de un extraño modo, había creado una armadura compuesta de ilusiones alrededor de su corazón, y prefería ignorar a cualquiera que intentase atravesarla con hirientes verdades. Era lógico después de soportar tanto tiempo la incertidumbre ante el destino de un marido preso y torturado hasta el borde de la muerte en dos ocasiones.
Doña Inés mejor que nadie, fiel a su asidua visita dos veces a la semana, continuaba pegada a la reja que lo custodiaba y que yo un día no demasiado lejano compartí con ella. Sabía que allí, tumbado en el mismo lecho nauseabundo que atisbamos juntas, se pudría el padre de sus hijos enfermo, medio ciego y pobre después de que el fisco le desposeyera de todos sus bienes. Únicamente el caldo de un puchero de arrogancia, dignidad y orgullo alimentaba su hambre de vida. Era un casi cadáver que ella seguía dispuesta a recoger para velar y cuidar el resto de sus días aunque fuese en un lugar humilde desterrada de la corte.
Sólo Dios sabía quién la había engañado con la dolorosa y coreada majadería de un posible perdón, pero no iba a ser yo la que la privase de su única esperanza. Si eso nos libraba del constante arrullo de sollozos con los que nos tenía martirizados desde hacía tanto tiempo, bienvenida la mentira. Una vieja enana que paseaba por casa haciendo las labores de sirvienta y de bufona acababa de prender la primera vela de estancia cuando entró Joaquina muy alarmada. Joaquina era mi dueña preferida.
—¡La reina Isabel ha parido una niña enferma y débil a la que han bautizado con el agua de socorro y le han puesto el nombre de Margarita!
La duquesa se levantó como si los años no le pesasen en absoluto.
—A su abuela le debe el nombre. Desde el cielo ha de velarla.
Todos los presentes la imitamos, santiguándonos y rogando por la salud de madre e hija. Terminada la oración, nos dispusimos a salir raudas hacia el alcázar. Preferimos tomar tres de las sillas de manos, pues la premura lo exigía y los lacayos eran más capaces de soslayar carros, vagabundos y animales que cualquier carruaje. Doña Inés nos despidió pesarosa y consciente de su condición. Ya hacía mucho tiempo que no ponía el pie en el alcázar, y no quería enfrentarse a una acusación de persona non grata. Atrás quedaba resignada y retorciendo entre sus dos puños el pañuelo que muy pronto le serviría para enjugar las lágrimas que ahogarían su última esperanza.
En la antesala de la cámara regia no cabía un alfiler. Rebosaba de rostros tan conocidos como afligidos. Por sus expresiones intuimos lo peor. En silencio tomamos asiento para sacar el rosario de nuestra bolsa y unirnos al rezo común. Todos pasábamos sus cuentas con parsimonia a la espera de un comunicado. Tras dos horas de espera infructuosa se abrió la puerta lentamente. Fue precisamente uno de los médicos el primero que salió, secándose el sudor de la frente. Al alzar la mirada y percatarse de nuestra expectación, no pudo contener un melancólico suspiro.
—¡Su alteza real la princesa Margarita ha muerto!
La pequeña no había llegado a vivir un día, ni siquiera había sido jurada en Cortes como la sucesora, y sin embargo la reconocían post mortem como tal. El silencio sepulcral en el que nos vimos sumidos hasta el momento se deshizo de inmediato en murmullos. Todos ansiábamos entrar, pero nos contuvimos.
Al cuarto de hora, la puerta se abrió de nuevo para dejar paso a una comadrona escoltada por dos guardias reales. La mujer sostenía temblorosa entre sus brazos un revoltijo de sábanas. No le hubiésemos prestado atención si no fuese por sus veladores. Todos supusimos lo que aquel paquete inerte contenía, pero nadie osó acercarse a investigar. Lo que más nos importaba a todos era el estado de la reina. Tras ella, salió Olivares.
—Pueden pasar todos, siempre y cuando respeten la distancia. Sus majestades los reyes están demasiado afligidos como para enfrentarse a una audiencia por muy primos de éstos que vuestras mercedes se consideren.
¿Nos considerábamos? Me hubiese gustado contestarle como era debido, pero no era el momento. Si nos creíamos casi parientes de los reyes, era porque ellos mismos siempre nos habían tratado como tales. Era como un agradecimiento más a los desvelos y luchas de nuestros antepasados y nosotros mismos por sus causas. ¡Algunos incluso les dieron su vida! Pero Olivares era grande desde hacía demasiado poco tiempo como para asimilar lo que el término simbolizaba.
Aunque todos pensamos lo mismo, nadie osó contradecirle. Fuimos tomando asiento al fondo de los aposentos en dos filas de sillas que habían dispuesto.
El cuerpo esbelto de la reina se consumía por la tristeza. Su tez marmórea se traslucía cetrina, y el usual sonrojo de sus mejillas, violáceo. A sus dieciocho años tendría mucho tiempo para poder reemplazar a la pequeña, pero eso era algo que no debía de pasársele por la sesera en aquellos duros momentos.
El rey Felipe, medio tumbado en el borde del lecho, la consolaba besándola y acariciándola sin descanso. Sólo su prominente mandíbula descansaba de vez en cuando sobre el embozo de sus sábanas, incapaz de encontrar una sola palabra de consuelo que pudiese calmar semejante desasosiego. Debía de llevar horas en esa posición porque las valonas de su cuello se mostraban amarillentas y empapadas por un almizcle de sudor y lágrimas.
La distancia a la que me encontraba no me impidió admirar cómo los grandes ojos oscuros de la reina Isabel permanecían clavados en los verdes y expresivos iris de su esposo. Ni siquiera nuestra entrada consiguió que uno de ellos desligase su mirada de la del otro para prestarnos un segundo de atención. Ni siquiera parecían parpadear.
Sólo de mirarlos, mi observar se vio empañado. Recordaba a la reina el día en que la visitamos en las Descalzas Reales y no pude eludir compararla con la mujer que tenía enfrente postrada en la cama. Era como si la niña que portaba en sus entrañas le iluminara por dentro como la llama a un candil y ahora que la había parido todo su fulgor se hubiese apagado de golpe. ¡Hasta su frondosa melena castaña carecía de brillo! El óvalo de su rostro se alargaba desvirtuando su alegre expresión, y sus labios rosados se fruncían entre sollozos y rabia.
Después de un buen rato sin atrevernos a romper esa unión en la desdicha, nos retiramos tan sigilosamente que sentimos hasta el crujir de las sedas de nuestros sayos. Tratamos de expresar nuestro pesar en un gran libro que dispusieron para nuestros pésames con la esperanza de que lo leyeran cuando estuviesen más calmados, y salimos del alcázar con la sensación de haber cumplido con un velatorio en vida. A nuestro regreso, doña Inés de nuevo vio todas sus esperanzas frustradas con la muerte de la pequeña Margarita.
Estaba claro que el luto cerraba la posibilidad de cualquier probabilidad de indultos. En el fondo sabía que era su última oportunidad para que librasen al cautivo marqués de su presidio y condena. Pero lo que más nos extrañó fue su modo de asimilar la noticia. Lejos de llorar como siempre, se asomó a la ventana, miró hacia la plaza buscando a alguien, y asintió pensativa hablando para sí misma.
—No quise creerla, pero muy a mi pesar la predicción de esa mujer fue cierta. Tan certera como todas las que augura.
La curiosidad me hizo descorrer la cortina contraria a la suya para ver a quién dirigía el gesto. Sólo pude ver a una mujer de espaldas que huía entre la multitud.
—¿Quién es?
Me contestó enigmática.
—Una mujer que nos ronda desde hace tiempo y que sólo pretende ayudarme calmando este sufrir.
La duquesa, doña Ana, supo de inmediato de quién se trataba y se mostró enfadada.
—La Guevara sólo porta odio y brujería en su alma. Espero que no haya tenido nada que ver con la muerte de la niña. No os acerquéis a ella. Las brujas nunca interceden gratuitamente y os habréis de arrepentir.
Por la expresión de doña Inés intuí que no se equivocaba en sus suposiciones. ¿Cómo podía saber de quién se trataba sin ni siquiera asomarse?
La aludida, furiosa, salió de la estancia. A la semana Ruy llegó al amanecer. Preferí no preguntarle de dónde venía, él sabría de mi enfado por mi sepulcral silencio durante dos o tres días. Normalmente caía como un leño a mi lado antes de comenzar a roncar, pero aquella vez fue diferente. Pegó su cuerpo al mío y me abrazó.
—¿Estáis despierta?
Impregnado su aliento de aquel olor agrio que produce la bebida al evaporarse de las entrañas por no encontrar ya cabida posible en el estómago, me causó repugnancia. Sólo le di la espalda emitiendo un gruñido. Hasta los poros de su piel rezumaban vino.
Insistió zarandeándome.
—¿No me preguntáis de dónde vengo?
Me senté mirándole a los ojos con furia.
—Por la peste que traéis, lo adivino. Respetad al menos mi sueño.
Arropándome de nuevo, me separé de él con desprecio, pero no se dio por vencido.
—Anoche hubiese regresado pronto si no fuese porque a la salida del mesón me topé con el rey nuestro señor y el conde duque de Olivares. Don Felipe, al verme, me rogó que les acompañase.
¿Cómo iba a esperar que mi señor apaciguase su juvenil alma si el mismo rey le tentaba? La imagen del rey una semana antes sollozando sobre su esposa recién parida me vino a la mente. ¡Qué pronto se recuperan los hombres de sus desdichas!
La reina, en cambio, continuaría sangrando durante al menos cuarenta días los dolores de su ánima y de su cuerpo.
Todas las mujeres dignas de la corte sabíamos que aquel mesón escondía en sus buhardillas una casa de mancebía, pero aquello era lo de menos. Doña Isabel sabía que si Olivares se había propuesto que el rey recuperase la alegría, lo conseguiría antes arrancándolo de la vera de la reina y arrastrándolo al primer jolgorio que se fraguase.
De nuevo me sentí identificada con doña Isabel; sin duda, como a mí, el diablo la debió de despertar a media noche para preguntarse dónde andarían nuestros esposos. Como yo, pasadas las largas horas de insomnio dándole vueltas al tema, llegaría a la misma conclusión.
En vez de reprochárselo, lo que haría la reina sería recuperarse de aquel parto vacío lo antes posible para procurar consuelo, calor y descendencia a su impaciente esposo. Sabía que engendrar un heredero para la corona era su mayor cometido en la tierra, y no defraudaría al ansiado destino con monsergas, quejas y reproches que diesen al traste con la pasión que el joven rey sentía por ella.
El hecho era que mancebas y queridas tenían todos los caballeros de la corte que las pudiesen costear, y no por ello sus esposas iban a ser menos. Pues aunque todas fuesen mujeres, no cabía la comparación. Una esposa es para siempre mientras que las otras, aunque a pan y manteles, solían ser más efímeras que la vida de una mariposa.