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«Ya se van acomodando

En tablados y ventanas

Y los muchachos pregonan

Terrados como castañas.

¡Suban al terrado,

Que está fresco y regado!».

QUIÑONES DE BENAVENTE

Los toros

Llegamos a las puertas del alcázar justo a tiempo para unirnos al cortejo. Una vez en la plaza, cada uno nos sentamos en nuestro lugar correspondiente. El balcón central de la Casa de la Panadería, como siempre cubierto por un toldo dorado, resaltaba entre las demás colgaduras. Los reyes tomaron asiento y tras ellos lo hizo el conde duque junto a su mujer y al resto de las damas y gentiles hombres de cámara.

Fuimos muchos los que miramos al valido con desprecio, pero nadie osó comentarlo. Apoyada en la balaustrada y sentada sobre mi almohadón de seda, miré a mi alrededor. La muchedumbre se apretujaba en el tablado de la plaza, siendo los soportales preferidos el de los pañeros, los manteros y los zapateros. Los vendedores de balcones y tablados se frotaban las manos con la ganancia, pues si la plaza tenía cabida para 50.000 almas, parecían más las que la ocupaban.

Las ventanas en el primer piso costaban seis ducados porque siempre había algo que les velaba la visión, a doce estaban las del segundo, a ocho las del tercero, a seis las del cuarto y así sucesivamente.

Los dueños de las casas que tenían balcón con vistas a la plaza y los habían utilizado a solas por la mañana en el encierro fruncían sus ceños al verse obligados a alquilarlos por la tarde, ya que, quisiesen o no, el Ayuntamiento se lo demandaba bajo amenaza de una multa si se negaban.

En los tejados, las tusonas se mezclaban con rufianes y gentes de mala calaña en busca de clientes. Las castañeras se desgañitaban vendiendo su mercancía mientras los alguaciles custodiaban las puertas de Toledo, Atocha, Guadalajara, Boteros y Carnicería para que nadie sin haber conseguido entrada se colase armando un guirigay aprovechando el despiste.

El rey y la reina por fin hicieron una señal, y las carretas cargadas de cubas comenzaron a regar el coso para reafirmar el trabajo de los pisones y refrescar el ambiente. Nada más terminar, el rey lanzó las llaves del establo a uno de los alguaciles e inmediatamente sonó la inconfundible música de los tambores, timbales, trompetas, clarines, pífanos, oboes y flautas que marcaba el inicio de la lidia.

Don Ruy, como heredero del ducado del Infantado, apareció el primero junto a su homónimo en el ducado de Alba; tras ellos, el conde de Villamediana y el marqués de Tendilla. Cada uno de ellos iba cortejado por sus respectivos lacayos, caballos, cabalgaduras y armas para el rejoneo.

Los lidiadores se dirigieron al palco real, frente a la Casa de la Panadería, saludaron terciando la capa y el sombrero a los reyes para continuar inclinándose a derecha e izquierda ante nuestro balcón y el de los miembros del Consejo Real. Al percatarse mi señor esposo de la presencia de Olivares en el balcón real, su ceño se frunció irremisiblemente, pero la muchedumbre andaba tan alterada y pendiente de Villamediana que su gesto pasó desapercibido.

Todas las miradas se centraron en su opositor en la lidia, Juan de Tasis, conde de Villamediana, no por ser el más diestro en el rejoneo, sino por su indumentaria, pues portaba un traje bordado entero con reales de plata en los que figuraba la cara de la reina Isabel, y para más afilar las viperinas lenguas ansiosas de desplegarse, portaba una banda dorada en la que se leía el lema Son mis amores reales.

Las damas de mi palco se revolucionaron en demasía. No era para menos. ¿Cómo podía ser tan osado? No era un secreto la pasión que sentía don Juan por la reina, pero hacerlo tan evidente en un día tan señalado… Doña Isabel, al leerlo, lejos de mostrarse distante, le sonrió.

Sentí dos toques de abanico en mi brazo. La abuela requería mi discreta atención. Al mirarle, vi cómo con un gesto miraba de soslayo hacia la Portuguesa.

—No os dejéis influir por los chismorreos que manan de los mentideros. En realidad, don Juan disimula. Toda esta pantomima es un disfraz que enmascara y despista a todo el que ignora la verdad de sus amores.

La miré sorprendida. Ella continuó entre susurros:

—¿Veis a esa dama morena y altiva que está en el balcón contiguo?

Asentí haciéndome la despistada, ya que estaba claro que ella no sabía nada del trío de caballeros que aquélla se traía entre manos.

—Es una dama portuguesa que anda en pendencia de amores picando muy alto con más de un caballero. Su marido consiente, pues, a pesar de ser nobles, dicen las malas lenguas que es ella la que mantiene la casa con los regalos que recibe de sus amantes. Francisca de Tabora es, sin duda, la dueña de los versos de amor que Villamediana a escrito recientemente, y juega a gran señora, pero en realidad no es más que una cortesana camuflada.

A pesar de que nada de lo que me contaba me sorprendía, disimulé, no fuese a reprenderme por andar más pendiente de los mentideros que de mis asuntos. Sin duda ignoraba que la dama en cuestión también holgaba con su nieto. Mientras analizaba disimuladamente a aquella mujer, no pude dejar de recordarla en comprometida situación medio desnuda en la carroza de don Juan la noche en la que velábamos la tortura del marqués de Siete Iglesias, y de imaginármela de la misma guisa con mi esposo. Indudablemente, era una mujer muy bella. Se mostraba segura de sí misma. Pero había algo que yo seguía sin comprender.

—¿Y eso qué tiene que ver con la alabanza que don Juan hace a la reina al vestirse así?

Tapándose la boca con su abanico para conseguir más intimidad, me contestó:

—Mucho. Todo el mundo sabe de la cruel competencia que crea esa mujer entre don Juan y el rey. A buen recaudo ha de poner su vida Villamediana si persiste en sus amores.

Me sentí necia al ignorar aquellos rumores, e incapaz de contestar, temí la misma suerte para Ruy si persistía en su devaneo. Agradecí la interrupción de las trompetas anunciando la salida del primer toro de la tarde con brío y fortaleza al coso.

Todos gritaban mientras mi señor esposo le recibió sin miedo. Jugó un rato con el animal antes de tomar el rejón, pues tenerlo asido desde un principio no estaba bien visto. En aquel momento los ocho palmos de largo que medía aquel arma se menguaron en mi mente por el peligro de la faena. Ladeaba el caballo sobre la bestia tomando las riendas al principio en su mano izquierda para luego volverse sobre la derecha. Todo lo hacía porque en el caso de que el toro se revolviese no le cogiera por la izquierda. Cuando lo estimó oportuno, le clavó el rejón en la nuca. El toro cayó de golpe y yo respiré tranquila entre los aplausos.

Salía el segundo cuando sacamos la merienda. Nuestras doncellas abrieron los cestillos llenos de pollas de leche, perdices, pichones en escabeche y tocino extremeño acompañado con hogazas de pan. Tomé un bocado de hojaldres de la pastelería de Botín y unas pocas confituras secas que ayudé a engullir con una horchata de almendras. El calor era asfixiante.

Cuando iba a meterme el primer bocado en la boca, sentí como una pequeña pelotilla me golpeaba en la frente. Buscaba con la mirada al artífice del lanzamiento cuando otra pelotilla me dio con fuerza en el cuello colándoseme entre los pliegues de mi escote. Por su trayectoria venía de los tejados justo donde las tusonas armaban una algarabía considerable. El dedo de doña Inés, que nos acompañaba aquella tarde para olvidar sus penas, me señaló a un punto determinado.

Procuré fijar la mirada para descubrir a la causante de aquellos lanzamientos. La reconocí de inmediato. Ana de Guevara andaba amasando con su propia saliva las migajas de pan que una mujer sucia y desgreñada le tendía entre risas y carcajadas. Las escupía con fuerza hacia nosotras a través de una pequeña caña que se colocaba en los labios.

Al ver que la localizaba, me saludó con descaro mientras buscaba presurosa algo escondido en su pechera. Desde lejos intuí que podría ser un pedazo de papel que enrolló entre sus dedos antes de introducirlo en la rudimentaria cerbatana que había pergeñado. Ostentosamente abrió la boca para inflarse de aire y sopló con todas sus fuerzas apuntando a nuestro balcón.

Me froté la frente y el escote con repugnancia, no fuesen a estar ensalivados, y la miré con asco. ¿Cómo una mujer presuntamente educada podía llegar a adoptar semejantes maneras? El papel erró en su tiro cayendo a los tablados, pero su voz nos llegó cascada y concisa.

—¡Cuidaos bien del tirano que desde su palco acecha como un águila en busca de presas!

Su voz quedó diluida entre el griterío, pero para mí fue como si hubiese sido la única en aquella plaza, pues le leí los labios. Nerviosa, miré disimuladamente a derecha e izquierda para comprobar que nadie más lo había oído. Las trompetas anunciaron la salida del segundo toro y sin poderlo remediar, mi mirada se dirigió hacia Olivares. La casualidad quiso que justo en ese preciso momento nuestras miradas se cruzasen. La suya me pareció soberbia. Él inclinó levemente la cabeza sonriendo, y yo no pude eludir el saludo aireando mi abanico.

A pesar de su reciente grandeza, en su semblante no se dibujaba ni una brizna de nobleza. Su tez era amarillenta, su frente ancha, y los pocos cabellos que le quedaban, a pesar de ser negros como el azabache, mejor hubiesen estado cubiertos. Era alto y hubiese parecido fuerte si no fuese tan ancho y cargado de espaldas, pues, más que fornido, se perfilaba rechoncho y obeso. La nariz la tenía tan gruesa que casi le rozaba el labio superior de aquella boca hundida y cubierta por un mostacho bien cuidado y una barba en abanico. En ese preciso momento supe que nuestra presencia no le era indiferente, y rogué a Dios alzando la mirada al cielo para que no nos enfilase como Ruy temía.

Para regocijo de la multitud, el tercer toro salió cojo. Fueron muchos los que, ansiosos de sangre y congoja, se lanzaron al ruedo para matarlo con sus propias manos, ya que el rey ordenó el desjarrete. El animal no se veía entre las gentes pendencieras, y los perros de presa, entre tanto desbarajuste, equivocaban sus dentelladas enganchando más de una vez una pierna en vez de una pata. Los golpes, las estocadas y las cuchilladas que propinaban a la bestia entre las risas de los asistentes muy pronto tiñeron de sangre la arena del coso y los andrajos de los espontáneos. Los alguaciles, conscientes de la furia indisciplinada que demostraban en ello, acudieron pronto para apartar a los heridos de una muerte tan segura como anestesiada por su ansia sanguinaria.

Una vez muerto el toro, las mulillas entraron en la plaza para arrastrarle hacia el matadero donde sería despiezado. No pude dejar de comparar aquello con el espectáculo que se debía de formar en un circo romano, y se lo comenté a las damas de mi alrededor. Doña Ana de Mendoza, mi abuela, sonrió mirando descaradamente a Olivares.

—Miradlo cómo disfruta. Según mi astrólogo, ese hombre nació el día de Reyes del año de nuestro Señor de 1587 en Roma, en el mismo palacio en el que lo hizo Nerón. Eso no trae buenos agüeros, pues sus estrellas indican que gobernará monarquías.

Doña Inés, desesperada ante su triste destino, no pudo contener la lengua.

—Sin duda será el Nerón hipócrita de los españoles, y sus obras continuarán siendo crueles, aunque esperemos que sin sangre.

Sentí desilusionarla.

—No os engañéis, que el que desea ascender raudo a nuevos y altos lugares no suele gobernar limpiamente, y si es necesario, se vale de acechanzas, malas ausencias y pláticas injustas fuera de toda buena cortesía y correspondencia.

Mi abuela me apoyó.

—A sus 34 años, sin duda se hará dueño del joven rey por mucho tiempo, ya que no se rinde ante ningún vicio. Observadle, me han dicho que siempre bebe agua y sólo prueba el vino cuando los barberos se lo recomiendan como medicina para el estómago. Madruga a diario para no dejar un lugar a la pereza, no es extraño verle a todas horas pasear cargado de cartapacios y libros que contengan los registros de los negocios a tratar, y alardea de levantarse antes del día para sumirse en su labor con tanto gusto y diligencia que muchas veces termina a la luz de las velas sin ni siquiera ser consciente del transcurso de las horas. Dicen que a veces incluso obliga al rey a despachar ¡tres veces al día!

Me abaniqué interrumpiéndola.

—¿Nunca se fatiga?

—Él nunca, aunque quizá busque agotar con su constante diligencia al joven rey para que, asustado ante la dura tarea de gobernar, delegue aún más en él. Es perspicaz, ingenioso y elocuente. Sabe agradecer oportunamente cualquier merced que le otorgue el monarca y devolverle el favor con distracción y divertimento si le nota cansado. Frente a la confianza plena que demuestra el monarca para con él, todas ésas son virtudes que le sirven para consolidar su posición frente a los fáciles e insustanciales negocios que pergeña burlando a la esperanza y engañando con vanas promesas.

El silencio se hizo entre todas, y lo observamos detenidamente. Allí estaba justo ocupando el lugar donde debía de estar la sombra del rey si careciesen de toldo que le librase de la solana. Vestido de paño leonado blanco, adornado con cordoncillos en plata y negros y unos ferreruelos a tono. Las plumas de su sombrero eran blancas.

Doña Inés, a punto de llorar, rompió el silencio.

—No sé si es miedo o respeto lo que me induce.

Procuré animarla.

—La altura siempre impone, pero no es oro todo lo que reluce. Sé de buena tinta por un artesano que le hace una armadura, que es el mismo que el que bruñe las de mi señor esposo, que Olivares mide 1,78 y su calva esconde un cuerpo tan velludo como el de un mono. El armero dice que es deforme porque tiene los hombros tan altos que parece jorobado sin serlo, y que el cuello casi no se le ve.

Conseguí que aquella desdichada sonriese.

—Quizá debería cubrirse con una peluca. Me abaniqué con fuerza.

—No sé cómo decís eso, porque sabéis que no está bien visto ni el usarlas ni el llevar largo el cabello. ¿Recordáis a sor María de Ágreda?

Asintió. Aquella joven monja que vimos en las Descalzas Reales dejaba un halo tras de sí difícil de olvidar. Proseguí:

—Ella dice que el largo del pelo representa los pecados que nos atan a la perdición eterna, como en el símbolo de Absalón. De todas maneras, si no hemos de temerlo, sí debemos estar alerta.

Bajé el tono de mi voz hasta el susurro para captar aún más su atención.

—Observadlo con más detenimiento, su carrera es rápida como la de una estrella que procuraremos fugaz. Desde que hace seis años le pusieron en la casa del entonces príncipe, ahora nuestro rey, allí fue nombrado uno de los seis gentiles hombres, acompañando en la comitiva a nuestra reina Isabel desde Francia, y ahora ahí está. Cuenta con dos cocheros, veinticuatro pajes y doce lacayos, y aún se han de multiplicar. Nadie sabe adónde pueden llegar sus ambiciones, pero sí es cierto que la vanidad le revienta por la cincha de la cabalgadura de su caballo.

Doña Ana nos interrumpió.

—Dicen que cambia de humor dependiendo de la luna. Es imprevisible, astuto y la soberbia es su compañera predilecta.

Mi curiosidad se agudizó.

—¿Qué más aficiones tiene?

La duquesa frunció el ceño.

—¿Por qué os interesa tanto?

Contesté de inmediato.

—Al enemigo hay que conocerlo como si lo hubiésemos parido para poder herirle en profundidad.

Mi abuela sonrió divertida ante el desnudo de mi picardía normalmente escondida.

—Que sepa yo, le privan los libros y las gallinas de su gallinero. Son dos aficiones muy diferentes, pero, por raro que parezca, procura cebarlas a diario cacareando mientras las libra de sus huevos. Dicen que adora a una que llama, mal que me pese, doña Ana. No me hace ninguna gracia tener a una gallina por tocaya, pero el valido, al igual que bautiza a sus caballos con los mismos nombres de sus parientes, nombra a las gallinas con nombres de mujer.

La carcajada fue general.

—Excentricidades aparte, ¿qué más sabéis de él?

—Como os he dicho, trabaja tan a destajo que en ocasiones hasta su carroza dorada de cuero repujado se torna salón de embajadores o corredores al son del trotar de sus mulas. Su biblioteca es digna de alabanza. Gusta de cazar y también monta a caballo.

Doña Inés por un momento recuperó el buen humor.

—No estaría mal que el destino le tuviese guardado un accidente imprevisto. Un tiro que se escapa o un caballo que tropieza cayendo sobre su jinete.

No me pude reprimir.

—Tenéis motivos para odiarle, tantos o más que nosotras. Merma nuestros bienes y a Lerma le está llevando a la tumba con sus desaires.

Doña Ana se posó el abanico cerrado sobre los labios para pedirnos silencio, pues la mujer de Olivares había acudido a nuestro balcón. Nos miramos confidencialmente, simulando el máximo interés en la corrida.

Anochecía cuando terminó el rejoneo. Encendieron luminarias por toda la plaza para sorprendernos con un nuevo espectáculo que traían de las indias. Al último de la tarde lo lidiaron unos esclavos criollos sujetando al toro desde su caballo con un lazo a los cuernos mientras le tenían amarrada la cola a su cabalgadura. Lucharon sin armas caballo, criollo y toro hasta que la bestia, mareada de dar tantas vueltas sobre sí misma y rendida ante el enredo de sus patas con la soga, perdió el equilibrio y fue derribada. Gustó a todos esta manera nueva, pero no enloqueció a nadie, ya que no caló ni en nuestras tradiciones ni en el corazón.

Al final, como no lo mataron, pidieron permiso para hacerle mojigangas. Cuando el rey lo permitió, abandonamos la plaza mientras las gentes continuaban el festejo rompiéndole al toro cosas en el testuz, atrayéndole con pañuelos de colores vivos y mareándole con los bufones.

Como la mayoría de las noches de juerga, terminó todo con la intromisión de seis alguaciles que, ayudados por tres guardias reales, tuvieron que detener a varios perturbadores que nunca veían el momento de terminar con la pendencia. El alguacil más valeroso resultó ser Pedro Vergel, el marido de una actriz de la corrala de la Cruz conocida como la Vaca. Lo supimos porque al reducir a los más violentos resultó herido.