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«Sancho Panza, el confesor

Del ya difunto monarca

Que de la vena del arca

De Osuna fue sangrador,

El cuchillo del dolor

Lleva a Huete atravesado

Y en tan abatido estado

Que será, según he oído

Del inquisidor, inquirido;

De confesor y confesado».

CONDE DE VILLAMEDINA

Décima dedicada a la caída de los

antiguos ministros de Felipe III

Cada mes que transcurría, los problemas se agudizaban y estábamos más alarmadas. Nuestro difunto Felipe III pobló y enriqueció de tal manera a los conventos en detrimento de los bienes del pueblo que, ya extinto su reinado, muchos labradores se vieron obligados a abandonar el arado para mendigar; los soldados regresaban harapientos de las guerras sin haber cobrado, y ya eran demasiados los que, sin otro remedio, se unían a la picaresca en las ciudades y campos para sobrevivir de un modo innoble.

Para más entorpecer la buena marcha del incipiente reinado, en vez de poner remedio a tan grandes males, Olivares alimentaba su forma de gobierno con venganzas en contra de sus antecesores, impulsando aún más el declive en que nos veíamos inmersos. En las callejas de Madrid todo valía, y la inseguridad era cada vez mayor.

El día que el conde duque fue nombrado grande, se le oyó decir con tono amenazante que, si habiendo sido un título sin grandeza hasta el momento nunca se había intimidado ante el semblante airado de los grandes, no lo haría ahora que había obtenido su mismo grado. Advirtió a los presentes que era al vulgo al que temía de verdad y en consecuencia actuaría. Fue sincero entonces porque ya se había encargado de vejar a los hombres de mayor prestigio en el reinado anterior. Uno a uno iban cayendo presos, muertos o desterrados como las cartas de un castillo de naipes a merced de una ráfaga de viento, mientras esta injusta actuación se enmascaraba con festejos que al pueblo entretenían para olvidar por un momento su hambre, miseria y pobreza.

Aquella tarde había corrida de toros con rejones en la plaza Mayor para celebrar el juramento del joven rey Felipe IV y el final del luto por su padre.

Debíamos salir a tiempo para unirnos al cortejo real, que recorrería la calle Mayor desde el alcázar hasta la plaza Mayor; sin embargo, Ruy andaba dubitativo a pesar de que, como uno de los diestros de mayor prestigio, se había comprometido a tomar parte en ella. No era para menos, pues sabía que si acudía el de Olivares, se acordaría de él al verle y no sería para bien.

Miré al reloj inquieta; los minutos pasaban, pero él parecía no querer arrancar nunca. Como siempre que no quería cumplir con un deber impuesto, se peinaba sus provocativos mostachos. Su frente bien moldeada se fruncía ante el disgusto, y sus abultados carrillos casi escondían su nariz fina y alargada. Me miró indignado.

—¡Cómo queréis que acuda! Primero detienen a Siete Iglesias y destierran a mi abuelo, el duque de Lerma. Y casi al mismo tiempo que a él, obligan a recluirse en el convento de Santo Domingo de Huete al padre Aliaga sin tener en cuenta su antigua condición de confesor de don Felipe III.

Suspiró, retorciendo una vuelta más la punta de su bigote.

—Antes de ayer, como os predijo la vapuleada Ana de Guevara, apresaron a Osuna, y para más pesar, junto a él han encerrado a nuestro amigo y su servidor Francisco de Quevedo.

Se desesperó, atropellándose al hablar.

—A mi tío, el duque de Uceda, por mal hijo y peor gobernante, le han relegado de su cargo, requisándole todos los despachos que obraban en su poder para encerrarle en el castillo de Torrejón de Velasco, y asegurándole que le liberarán una vez haya pagado 20.000 ducados y haya cumplido los ocho años de destierro a veinte leguas de la corte que le han impuesto. Decidme, María, ¿qué os hace pensar que yo me veré librado de semejante escabechina?

Le prendí una lazada en la coleta y le abracé por detrás apretándole contra mi busto.

—Sois joven, tenéis una abuela influyente en la corte y, que yo sepa, habéis sido indultado. Ahora habéis de esforzaros por no defraudar a nadie. Haced como el duque de Fernandina, que, aun desterrado en Orán, se mofa de Olivares.

Cabizbajo, negó con la cabeza.

—Dichoso él que la lejanía le otorga la posibilidad de brindar todas las noches por la caída del tirano. Yo, personalmente, prefiero llamarle Holofernes, porque, como dice la leyenda, algún día una bella Judith será precisamente la que acabe decapitándolo para mostrar en una bandeja su cabeza a todo un pueblo sometido.

Le reprendí.

—¡Qué imaginación! ¿Cómo iba una mujer a terminar con el conde duque? Dejaos de historias y centraos. ¿No deseabais vencer al conde de Villamediana tanto en la lidia como en sus conquistas? ¡Hoy tenéis la oportunidad!

Me miró sorprendido de que supiese que había sucedido en sus favores a Villamediana para con la noble portuguesa. Aquella semana su amorío había sido la comidilla de toda la corte. La tarde anterior, paseando por el Prado, yo misma había sido testigo al ver cómo Villamediana, despechado por el tambaleo de su fama de mujeriego, acometía contra la carroza de la señora en cuestión, la insultaba y la despojaba de un collar de perlas que le había regalado. Pero por consejo de nuestra abuela y la reina, me convencí de que eran cosas pasajeras, caprichos de juventud, escarceos sin consecuencias como tan bien describía nuestro amigo Quevedo en sus versos.

Tragando saliva, decidí hacerle saber que yo le había descubierto con una estrofa de aquellos versos.

—Todos pretenden casadas / Porque a todos les parece / Que gusto que tiene guarda / Es más hazaña vencerle.

»Vos, mi señor, no conformándoos con ultrajar el honor de la Portuguesa, os enfrentasteis a sus poderosos amantes. Contra Villamediana podríais lidiar toros y mujeres, pero dicen que al mismo rey le atrae esa mujer. ¿Os enfrentaréis también con él?

Don Ruy se hizo el tonto y el sordo para disimular.

—¿Qué habéis dicho?

Preferí no continuar.

—Nada. Yo, como el esposo de la Portuguesa, me hago la ciega y la sorda, pero no la idiota. Ahora centraos en lo que estamos. Desde el amanecer la plaza Mayor anda atestada y ya no queda un sitio en los tablados. Son muchos los que han llegado a la corte desde los pueblos y las aldeas circundantes, pasando la noche a la intemperie para guardarse el mejor sitio, y no podéis defraudarles. Para el rey y la reina será precisamente vuestra ausencia la que levante ampollas.

Fijando la mirada ausente en la ventana, regresó a sus antiguas preocupaciones sin dar importancia a la infidelidad.

—No es al rey al que temo. Es al valido, que no contento con privar de la libertad, busca otros castigos. ¿Os dais cuenta de la ruina a la que nos empuja a toda la familia? Insatisfecho con haber cobrado a mi abuelo, el duque de Lerma, los 20.000 ducados que le impuso al principio de multa, ahora le amenaza con revisar las cuentas de Estado pasadas y comparar los bienes con los que comenzó su mandato con los que ahora posee, privándole de la diferencia hallada. ¡Como si una vida de entrega y servicio no valiese nada! Si Olivares me ve, quizá también decida tomar represalias en contra de mi abuela y terminar así con el patrimonio de la Casa del Infantado. ¡Su inquina hacia nuestra familia no parece tener límite!

Miré de nuevo el reloj. La duquesa ya había partido y me había advertido sobre este pesar de Ruy. Mi empresa no era otra que convencerle para no llegar tarde.

—Animaos. No tienen pruebas contra ninguno de los detenidos, y las que puedan tener son infundadas. Vos mismo habéis sentido la humedad de un calabozo para salir libre casi de inmediato. Ya veréis como muy pronto sueltan a todos nuestros amigos.

Le tomé de la mano y le llevé a la ventana, descorriendo la cortina.

—Asomaos. Tenéis a vuestro caballo perfectamente engalanado con sus cintas aguardándoos en el patio, y tras él un centenar de lacayos de nuestra casa uniformados con sus libreas de terciopelo vino y verde. Hay ocho toros que han seleccionado de la vacada real de Aranjuez que esperan ser lidiados y la expectación es general. ¿Vais a defraudar a toda la corte?

Vestido entero de negro incluida la capa, armado con espada ancha y daga, y calzado con los botines blancos, se cubrió con el sombrero de ala ancha antes de contestarme indignado.

—¡No insistáis! Y contestadme: ¿a quién más desterrará o detendrá el valido? ¿Es que no veis que desde hace un mes nuestros más allegados se hacinan en los calabozos? Si alguien quisiese dar un baile, tendría que celebrarlo en el patio de la prisión.

—Hace días que vengo pensando que lo único que podemos hacer es huir de la corte a nuestros señoríos de Guadalajara. Así quizá el rey, al verse solo, intuya su error y pasado el tiempo quizá podamos regresar triunfales para las corridas de San isidro, San Juan o Santa Ana.

Agachándome, le ceñí las espuelas moriscas de una punta al tobillo y tirando de su mano, intenté levantarle con decisión, pero se desprendió fácilmente. Desesperada, le di un capón sobre el sombrero para contradecirle en su obcecado lamento.

—¡Eso, Ruy, eso es precisamente lo que quiere Olivares! ¡Algunos incluso insinúan que quiere deshacerse de los infantes para no tener estorbos! Si es así, yo me quedo en Madrid entorpeciéndole todo lo que pueda. No os dais cuenta acaso de que si a nosotros la mera presencia de Olivares nos incomoda, su sentir es recíproco. No desperdiciaré la oportunidad de verle en banquetes, bailes, misas o cacerías a sabiendas de que le enervo. ¡Vos, como yo, vais a hacerlo hoy desde el centro del coso! Os enfrentaréis con gallardía a caballeros como don Diego de Toledo, al marqués de Tendilla o al conde de Villamediana, que dice que os supera en mucho. Competid con ellos y demostradles lo contrario.

Le até mi cinta de color carmesí a un botón y tiré de nuevo con todas mis fuerzas de él. Esta vez se levantó.

—Quizá tengáis razón.