«Ninguna cosa despierta tanto advenimiento
como la novedad y la mejor fiesta que hace la
fortuna y con que entretiene a los vasallos
es remudarlos el dominio».
Las Descalzas Reales
La primera semana de abril fue extraña. No se habían secado aún las lágrimas de nuestras mejillas por la muerte del rey Felipe III y ya correteaban muchos por las callejas de Madrid preparándose para las celebraciones, que sin duda se darían, en la coronación de su hijo Felipe IV El famoso grito de «a rey muerto, rey puesto» se oía en todos los recovecos de la villa. Los más pobres agradecían estos eventos, pues sólo llenaban sus buches por merced y agasajo del Ayuntamiento de la corte durante los días festivos. Venían desde aldeas y pueblos lejanos para acurrucarse en las plazuelas y soportales de Madrid a la espera de que se les escanciara vino gratuitamente y se llenaran sus descascarilladas escudillas con cualquier vianda que pudiesen masticar.
El amanecer que regresábamos, sumidas en el silencio que el martirio de don Rodrigo nos había inculcado, me comprometí con doña Inés a implorar a la reina la libertad de nuestros maridos. No se me ocurrió mejor consuelo para su desazón.
Para hacerlo tendría que recurrir a mi abuela política, la duquesa del Infantado. Ella había sido confidente y compañera de la reina Margarita hasta el día de su muerte, y por ello sabía bien que don Rodrigo no había tenido nada que ver con su muerte, como ahora le acusaban.
Era defensora acérrima de la justicia, y sabía que ante este caso no me negaría su ayuda. Por esto mismo, la reina Isabel la respetaba. Al poco tiempo del martirio nos llegó su aceptación a recibirnos en audiencia. Era de agradecer, ya que nuestra visita interrumpiría el luto que guardaba por el rey, su suegro.
Salimos de las cuadras lentamente y en silencio. A mi lado, doña Inés miraba ausente a las cúpulas de San Andrés, y en el asiento frontal nuestra benefactora se ponía los guantes.
Mi abuela se llamaba Ana, tocaya de muchas otras mujeres Mendoza, incluida mi célebre bisabuela la princesa de Éboli, y procuraba no deshonrar nunca el buen nombre de la familia. El que Ruy estuviese preso no era un bocado placentero para ella, ya que las lenguas y mentideros se ensalivaban con demasiada facilidad y no convenía dar carnaza a la bestia de la infamia.
Fue doña Ana, precisamente, la artífice de nuestro desposorio, pues en el lecho de muerte de su hija mayor le prometió asumir la crianza de sus hijos y no había incumplido. Ruy y su hermana moraban con ella desde el inicio de su orfandad.
Aún recuerdo el día en que la vi por primera vez. Yo era una niña que observaba desde una posición discreta cómo aquella noble dama hablaba con mi padre, el duque de Pastrana. Venía a tratar de un doble matrimonio.
Mi hermano mayor se casaría con Catalina, la hermana de Ruy, procurando para ella la futura heredad de los señoríos de Pastrana, mientras que yo me desposaría con Ruy como futuro heredero de todas las posesiones de la Casa del Infantado y con mucha probabilidad de las de los de Lerma, ya que su hijo mayor, el duque de Uceda, aunque tenía descendencia, era ésta femenina y el mayorazgo de esta casa se había fundado para los varones. La copia de la escritura así decía: «Que al morir el duque dejase en su finamiento al hijo mayor varón que hubiere, y si muchos varones hubiere, que al desfallecimiento del mayor lo herede el siguiente en edad, y así descienda de grado en grado por los varones mayores que descendieren por línea derecha».
Siendo don Ruy hijo del segundo hijo de Lerma, era por aquel entonces el descendiente varón más cercano. Si su tío, el duque de Uceda, no tenía un varón que acompañase a sus dos primas, las hijas de Uceda, él debía sucederle.
No tardaron mucho los Mendoza en firmar las capitulaciones matrimoniales, ya que de nuevo, como tantas veces a lo largo de nuestra historia, la familia unía a sus descendientes para engrandecer sus posesiones alcarreñas.
Nada más desposarme, fui a vivir al palacio de Guadalajara bajo la custodia de la abuela de mi señor, hasta que un buen día nos trasladamos al palacio que poseía en Madrid. Doña Ana no sabía negarnos nada. Sentadas en la carroza, camino de las Descalzas Reales, aproveché que mi abuela estaba leyendo la gacetilla para observarla detenidamente. La duquesa del Infantado tenía un porte solemne en donde lo hubiese, rezumaba nobleza por cada uno de los poros de su blanca piel, y sobre todo era fiel a sus títulos, cumpliendo con cada uno de los deberes que aquéllos le imponían día a día. Pía y consecuente con sus actos, procuraba conducirnos por el mejor camino con el ejemplo.
Últimamente andaba desesperada con mi señor esposo, pero reconocía que Ruy, con su labia y sentido del humor, acrecentado sin duda desde que andaba junto a Francisco de Quevedo día y noche, siempre la derrocaba en sus monsergas. No era de extrañar, pues aprendía del hombre más versado en estos ardides de la corte.
A pesar del empaque y la solemnidad que mi tutora y abuela demostraba, no me fue difícil acostumbrarme a ella. La respetaba y cada vez le tenía más cariño, pues con el tiempo descubrí que tras esa máscara impertérrita se escondía un gran corazón capaz de cualquier cosa para con los de su sangre y familia.
Yo misma, desde que llegué a su casa, me sentí una de las más protegidas a pesar de los vaivenes y devaneos de Ruy. Tenía por aquel entonces diecisiete años y él me superaba en dos. Cuando ella supo de su primera escapada, muy pronto se sentó frente a mí para convencerme de la poca importancia que aquello tenía.
—No se lo tengáis en cuenta. Pensad que sólo es debido a su juventud y a la poca práctica que demuestra a la hora de dominar los impulsos con los que la Naturaleza y el diablo tientan a los débiles. Os aseguro que muy pronto aprenderá a respetaros como es menester.
Visto el horizonte a mi alrededor, no lo creía posible. Sólo en la calle Mayor había más mancebías que en toda la provincia, y sus inquilinas no dudaban en salir a cualquier hora del día y de la noche para avasallar a cualquier viandante que pudiese rendirse a sus encantos. Pero ¿quién osaba contradecir a tan grande señora?
Unos discretos y largos pendientes de azabache le golpeaban a un lado y a otro del cuello con el bamboleo de la carroza. Con una mano posada en la gacetilla y la otra sobre el asiento capitoné, mantenía la espalda tan recta que nadie la hubiese llamado anciana. Su pelo, totalmente cano y recogido en un moño, asomaba bajo un pequeño tocado oscuro carente de más engolamiento que una cinta negra como símbolo del recato que el luto real demandaba.
Sus ojos claros recorrían las líneas de la gacetilla de izquierda a derecha.
Sin mirarme me increpó.
—María, no debéis nunca observar con tan poco disimulo a nadie, pues incomoda y no demuestra vuestra sensibilidad al respecto. Poneos en mi lugar. ¿Os gustaría que yo os escudriñase con la mirada?
Inmediatamente descorrí la cortinilla de mi ventana para disimular.
Aquel día la clara luz de Castilla se reflejaba en los charcos que la escarcha derretida había formado sobre los adoquines del suelo. Frente a mí, doña Inés sollozaba arrullando nuestro movimiento. Aquel sonido ya no nos dolía, creo que, simplemente, nos habíamos acostumbrado a él como al sonido del goteo de la lluvia sobre el cristal. Sólo cesaba cuando caía derrotada por la tristeza en el lecho que acogía su sueño.
El convento de las Descalzas Reales distaba apenas media legua. Bajamos por la calle de los Mancebos para evitar las cavas, cruzamos la plaza de la Paja, la calle Segovia, y subimos hacia las Descalzas. El gentío parecía haberse multiplicado a lo largo de la última semana.
Una vez en el zaguán, justo frente al segundo portón del convento en donde se hallaba la reina recluida, mi abuela se detuvo para mirar a doña Inés, que continuaba inmersa en su lamento con el rostro hundido en el pañuelo. Arqueó las cejas, suspirando, y pacientemente la sentó en una de las bancadas.
—Señora, será mejor que esperéis aquí a que salgamos, no vaya a pensar la reina que acudimos a ella para infundir pena. Ya lo intentasteis arrojándoos a los pies del príncipe Felipe, y no os importó vejaros repitiendo tal humillación frente a Olivares. ¿De qué os sirvió? ¿Es que no veis que sólo con llorar no arregláis nada? Si seguís así, sólo conseguiréis que os huyan, engrosando vuestra soledad. Es como si disfrutaseis regodeándoos en vuestro dolor en vez de intentar poner un remedio más efectivo a vuestro mal.
Doña Inés se tragó las lágrimas, sacó otro pañuelo arrebujado bajo los encajes de su bocamanga, y se sonó estrepitosamente antes de dirigir su mirada vacía a la lazada de su zapato. Doña Ana, arrepentida de su arrebato, se quitó los guantes para tomarla de la mano y sentir su piel. Le daba una de cal y otra de arena, pues había llegado a esa edad en la que todos dicen lo que piensan sin el menor recato. Cambió de inmediato el tono de voz.
—Confiad en mí. Os prometo que lucharé por vuestra causa tanto o más que por la libertad de mi nieto Ruy. Al fin y al cabo, su delito es minucia frente a todos los que le imputan a vuestro esposo, y no le vendrá mal un susto para que enmiende su actitud.
Al oír aquello, me incorporé. Conocía a aquella mujer y era muy capaz de saltarse a Ruy y anteponer a Siete Iglesias frente a una injusticia. Protesté.
—Mi señora.
Doña Inés tomó asiento sin rechistar en uno de los bancos que allí había y tiró de la capucha de su capa para delante, queriendo cubrirse la cara para continuar llorando en la intimidad. ¿Tendrían las lágrimas un fin? Las de doña Inés manaban de un pozo sin fondo siempre lleno a rebosar. Doña Ana me despertó a la realidad.
—Llama tú, María, y di que venimos a ver a su majestad la reina Isabel. Vuestra dulzura encandila a cualquiera, y la madre portera te escuchará con más atención que a mí.
Sonreí, me conocía mejor que nadie y sabía que mi aspecto era más fachada que realidad, pues no me gustaba quedar relegada a un segundo plano. Según ella, en algunas ocasiones le parecía vislumbrar la malicia premeditada de mi bisabuela la Éboli en mi semblante.
Toqué la campanilla tres veces y aguardé. La pequeña mirilla se abrió para descubrirnos aquella clausura. Contesté de inmediato:
—¡Ave María Purísima!
Al otro lado contestó una voz anciana:
—Sin pecado concebida.
Grité con todas mis fuerzas:
—¡Madre, vengo con la duquesa del Infantado a visitar a su alteza real! ¿Podríais avisarle de nuestra intención?
—Soy vieja pero no sorda. Esperad aquí, que regreso rauda.
La mirilla se cerró. Al otro lado, el sonido de los pasos de la monja se alejó. Nos sentamos cada una a un lado de doña Inés. No habrían pasado ni dos minutos cuando nos levantamos de un respingo al oír que la puerta se abría. Al comprobar que no era para cedernos el paso, tomamos asiento de nuevo. Sólo era una joven monja que salía y que nos despidió sonriente con un gesto distante.
Al oír los sollozos de doña Inés, detuvo el paso para mirarnos. Cuando nuestras miradas se cruzaron, la reconocí. Sólo la había visto una vez en mi vida, de pasada por la villa de Ágreda, en Soria, pero su edad y rostro se me quedaron grabados. Sus ojos grandes y ligeramente rasgados destacaban en aquel rostro alargado. Tenía el labio inferior más grueso que el superior, y se dibujaban dos hoyuelos en sus mejillas al sonreírnos con preocupación. Su tono de pelo, aunque escondido bajo las tocas, se adivinaba por el de sus finas cejas castañas. A sus diecinueve años ya era la madre abadesa del convento que allí fundaron sus padres, y disfrutaba del respeto de las viejas monjas que con ella vivían, aun siendo casi la más joven de su congregación. No me pude contener:
—¿Sor María?
Asintió, mirándome con curiosidad y reflejando su desconocimiento. Inmediatamente me levanté para presentarme y hacer lo mismo con doña Inés y doña Ana. Las dudas que hubiese tenido acerca de la pena que atenazaba a la mujer que las dos asíamos de la mano se desvanecieron en cuanto supo que era la marquesa de Siete iglesias. Se puso en cuclillas justo frente a ella y, posando sus manos sobre la rodilla, sólo dijo:
—Rogaré a Dios por vos, por vuestros hijos y por vuestro marido, para que lo que haya de ser sea sin procuraros dolor. Consolaos mientras pensando que hay muchos desterrados que ahora vuelven a la corte. Quizá el rey, al verse coronado, otorgue un indulto general. Claro que…
Sor María se calló, pero creí leerle el pensamiento. Al fin y al cabo, todos pensábamos lo mismo. El que tendría que dar su aprobación sería Olivares más que el propio rey. Doña Inés la miró con gratitud.
La monja se levantó rápidamente, montó en una mula y desapareció junto a dos novicias que la esperaban calle arriba. Sin duda regresaba al claustro. Me asomé para verla alejarse, y pensé que aquella mujer llegaría lejos. Lo que no imaginé en aquel momento es que el destino la convertiría en la pieza clave de un propósito futuro que tendríamos en común.
La puerta se abrió de nuevo y a mi espalda oí la voz serena y pausada de la madre portera.
—Su majestad les recibirá de buen grado.
En silencio dejamos a doña Inés en el banco y la seguimos por los corredores hasta su acogedora celda. Allí estaba, frente a la chimenea, sentada sobre una mecedora que crujía con cada avance y retraso. Se resguardaba de la humedad con una manta de piel que cubría su abultado vientre.
No podríamos estar mucho tiempo, pues según nos dijeron, el príncipe, ya rey Felipe para todos, vendría pronto a ver a su mujer. Sabíamos que, como ella, había decidido pasar el luto recluido en los Jerónimos; lo que ignorábamos era que salía del claustro a diario para visitarla. No quisimos ser indiscretas y preguntar más.
La reverenciamos a la espera de que nos permitiese sentarnos. Era la primera vez que la veía tan de cerca en mi vida, y el respeto me hizo relegarme voluntariamente a un rincón detrás de mi abuela política para mejor observarla en silencio.
Doña Isabel, a pesar de su estado, seguía siendo esbelta. Sus grandes ojos oscuros, incrustados en aquel óvalo de piel sonrosada, resaltaban enmarcados por aquella frondosa melena castaña. Sus labios, perfectamente perfilados, parecían dibujados en un blanco lienzo.
Cerrando el Libro de las Horas que tenía en sus manos, no se anduvo con rodeos:
—Ha llegado a mis oídos que vuestro nieto ha vuelto a las andadas. Como todos, disfruta visitando figones, mancebías, bodegones y demás antros de mala muerte. En los tiempos que corren, en vez de venir a protegerle, deberíais sujetarle mejor las riendas de sus desbocados propósitos. Decidme, doña Ana, qué hay de cierto en ello.
Mi abuela sonrió, procurando soslayar aquel tema como inicio de su conversación.
—Señora, sólo venimos a daros el pésame por la muerte de vuestro suegro.
No pude evitar el rememorar una y otra vez aquella noche en que yo andaba en una sucia calleja asida a una reja. La voz de doña Isabel me sobresaltó.
—Disculpadme, prima, quizá me he dejado llevar por el enojo que cada escapada del rey me produce. Intento convencerme día a día de que tanto la conducta de vuestro nieto y sucesor como la de mi señor el rey serán transitorias, y que tanto vuestra nieta como yo hemos de soportarlo hasta que éstos queden saciados.
Crucé confidencialmente la mirada con la de mi abuela. Ese mismo consejo que ella misma me había dado se repetía. Debía de ser el único consuelo en el que podrían refugiarse dos mujeres jóvenes engañadas. Me alegré de que la reina se sintiese identificada conmigo, y me sorprendió gratamente comprobar que me había reconocido, ya que sólo nos habíamos visto en un par de ocasiones y rodeadas de una multitud. No pude contenerme.
—Quizá peque de deslenguada, mi señora, pero ¿podríais interceder para que le liberasen?
La mirada de mi abuela me trepanó el cogote.
La reina Isabel, tomando impulso hacia atrás, sonrió.
—¿Conque no veníais a ello? No os preocupéis, doña María, que si hay alguien que sabe soportar los escarceos de un esposo, es vuestra reina. Don Ruy saldrá mañana de prisión, pero habéis de procurar que cumpla con el destierro que se le impuso. Las penas son penas, y el Santo Oficio no tolera con gusto que no se respeten ni cumplan.
Asentí y tomé asiento, según su indicación. Una doncella entró con una bandeja de plata y tres tazones del chocolate aromático que elaboraban los reverendos padres recoletos. Nos sirvió. Lo saboreaba consciente de que mi arrebato posiblemente había truncado cualquier posibilidad de reiniciar la conversación a favor de Rodrigo de Calderón. Tenía que aprender a morderme la lengua a tiempo. Pero guardaba la esperanza de que la serenidad y experiencia de mi abuela pudiesen buscar remedio a mi arrojo.
Durante un minuto permanecimos las tres en silencio, seducidas por el fulgor del fuego del hogar. El crujido de la mecedora y el chisporroteo de la leña me hicieron recordar la impaciente espera de doña Inés, sentada en aquella bancada de la entrada impregnada de cera y polvo. El cargo de conciencia que me produjo el imaginarla me privó del placer de paladear el chocolate. Dejé mi taza sobre la bandeja.
La reina Isabel, inmersa en la paz y serenidad de la clausura, prolongaba el silencio como si siempre fuésemos a estar allí, inconsciente de que para nosotras cada segundo se hacía angustioso ante la premura. Doña Ana al fin lo quebró.
—¿Cómo murió el rey?
Doña Isabel, con la mirada fija en las llamas y el rostro encendido por el calor que irradiaban, contestó de inmediato.
—Aquella noche yo estaba en la antesala de los aposentos reales, recibiendo a todos los que se acercaron a despedir al rey. Las puertas estaban abiertas, pero respetábamos la distancia por indicación de los médicos; como sabéis, últimamente su mal se había apretado y parecía que ya no tenían duda sobre su tránsito.
»Cuando mi señor don Felipe bajó sumamente compungido del estrado sobre el que estaba el lecho del rey, todos supimos que ya no había nada que hacer. Cruzó la estancia repleta de gente como si fuésemos transparentes hasta llegar a Olivares y sólo a él le dijo: “Si Dios le lleva, conde, sólo en vos he de fiar el mucho embarazo del Gobierno, porque estoy persuadido de que podéis desempeñarlo”. Después entramos todos a despedirnos del rey.
No era aquello lo que realmente le habíamos preguntado, pero, por una extraña razón, a ella era lo que más le debió de indignar, y por eso lo recordaba con tanta nitidez. Su tono de voz al narrarlo sonaba más melancólico que enojado. Era como si la reina también se hubiese rendido al de Olivares, algo que nos extrañó.
Mi abuela procuró despistar su ensimismamiento preguntándole de nuevo.
—Me refiero, mi señora, a cómo estaba en sus últimos momentos. ¿Respiraba tranquilo o le fue difícil liberar su alma de nuestras ataduras terrenales?
—Si os digo la verdad, casi no pude verlo. Dejé que sus hijos estuvieran lo más cerca posible de él y fueron ellos precisamente los únicos testigos de su último suspiro a pesar de andar el aposento atestado. En el instante que murió yo rezaba concentrada ante el altar que tenía la imagen de la Virgen de Atocha y el cuerpo de san Isidro labrador que habían traído unos días antes para aliviarle de la ardiente subida de fiebre. La última vez que pude acercarme a él agarraba con fuerza el mismo crucifijo que tuvo en sus manos su abuelo el emperador Carlos y su padre Felipe II.
Escuchándola, evoqué el recuerdo de don Rodrigo postrado en su catre del calabozo después de haber sido torturado. Al igual que el rey, sintiendo tan cercana la muerte, había pedido que le trajesen su crucifijo. Él no murió, pero a la misma hora y en el mismo momento el rey y su antiguo valido, postrados, asían a Cristo con fe y esperanza.
La reina Isabel continuó pensativa.
—Nada más morir el rey, Olivares salió de la estancia y le dijo al de Uceda, vuestro tío: «A esta hora, todo es mío». «¿Todo?», preguntó Uceda. «Todo, sin faltar nada», respondió impertérrito y seguro de sí mismo el de Olivares.
Mi abuela la interrumpió.
—Bien merecido lo tiene por enfrentarse como lo hizo a su padre. Que fue él quien, a sabiendas de que su progenitor venía desde Lerma a despedirse del rey, avisó al de Olivares para que aconsejase al príncipe impedirle el ademán. Como podréis suponer, el cardenal duque obedeció de inmediato. Lerma, como todos, es consciente de quién será su sucesor en el valimiento de nuestro señor el rey Felipe.
Suspiró antes de continuar.
—Como sabéis, mi nieto Ruy es hijo del segundo hijo de Lerma y sobrino, por lo tanto, de Uceda. Aunque lleve sangre de su tío, no lo aprecia, y os diré que me alegro de que ahora le releguen de todos sus cargos, ya que un hombre que traiciona a su padre no es digno de grandezas. De lo que no estoy tan convencida es del buen tino y la premura con la que el rey mi señor está eligiendo a su valido.
Doña Isabel la miró directamente a los ojos. Doña Ana se apresuró a continuar.
—No me malinterpretéis, quizá sea osada al deciros esto, pero lo hago con mi mejor intención, con la misma buena voluntad con la que asesoraba a vuestra suegra doña Margarita antes de morir. El de Olivares parece querer desagraviarse de todos los que le precedieron, y la venganza no es buena.
Nuestra anfitriona la escuchó atentamente. Contuvimos la respiración un instante y nos relajamos cuando finalmente sonrió.
—No os debéis preocupar, soy joven pero no ciega. Si hay alguien que sufre el acoso de la influencia del de Olivares, soy yo misma. ¡Figuraos hasta qué punto que ahora quiere alistar a su propia mujer entre mis damas! Supongo que para mantenerme vigilada muy de cerca; la he aceptado siempre y cuando no se inmiscuya demasiado en mi vida privada. Olivares es un hombre lleno de proyectos, démosle una oportunidad.
Bajó la cabeza un segundo antes de continuar.
—Es curioso, antes de recibiros he estado con sor María de Ágreda y también andaba alterada al respecto. Sólo os digo que si no cumple ni sirve a nuestros reinos, yo misma buscaré un remedio.
Una novicia anunció la llegada del rey. Rápidamente nos levantamos para salir. Olvidábamos el tema principal por el que estábamos allí. ¿Qué le íbamos a decir a doña Inés? Como escuchando mi pensamiento, mi abuela detuvo el paso antes de abandonar la estancia.
—Mi señora, podríamos empezar templando los ánimos de todos con respecto a Siete Iglesias. El pueblo cree que ha pagado con creces por sus faltas, y sin embargo, se pudre en el calabozo de la casa que un día fue su morada.
La reina frunció el ceño.
—Aún recuerdo cómo hace once años, muy poco antes de que yo viniese a España a desposarme con mi señor, un hombre llamado Juan Francisco de Ravaillac, creyéndose iluminado por Dios, asaltó la carroza del rey de Francia convencido de que era un hugonote camuflado y mató a mi padre. Se le juzgó como se hará con Rodrigo de Calderón, y dictada su sentencia, no debemos dudar sobre la verdad de la justicia que imparten los tribunales de la Santa Inquisición. A mis doce años presencié cómo aquel desalmado fue ajusticiado y descuartizado frente a todo París en la plaza de Grevé. Si Calderón es inocente, se salvará.
Mi abuela se enervó.
—Señora, os ruego por Dios bendito que no comparéis a semejante asesino con don Rodrigo. Al fin y al cabo, su único y verdadero delito ha sido el servir a España y al difunto rey.
Doña Isabel nos dio la espalda.
—Creo que todo está dicho. El tribunal decidirá.
Una de sus damas nos azuzó para que saliésemos, impidiendo la réplica. Al cruzar el claustro vimos claramente al otro lado la figura delgada del rey avanzando hacia la estancia de doña Isabel.
Mi abuela habló en voz alta para sí misma.
—Dios nos guarde, don Felipe sólo tiene dieciséis años y la reina está preñada. Más de uno sacará buen provecho de esa juventud.
La voz de la mujer que nos acompañaba hacia la salida sonó tras de nosotras.
—A este paso, no sólo don Rodrigo será un inocente castigado. Miradme a mí, nada más morir el rey, el de Olivares me echó del alcázar. La buena de doña Isabel, a sabiendas del cariño que me tiene don Felipe por haberle servido de nodriza y confidente durante toda su infancia, me acogió temporalmente, pero no sé qué haré cuando el luto acabe.
La miré sorprendida. ¿Cómo una mujer de la servidumbre se atrevía a inmiscuirse en nuestras conversaciones de tal manera? Mi abuela, en cambio, no se inmutó.
—¡Ana! No puedo creer que Olivares corra tanto y llegue hasta los de siempre.
La tomó de la mano.
—Perdóneme, pero no la había reconocido.
La mujer se rascó la cabeza bajo la toca que llevaba.
—Y menos me reconocerá cuando los reyes regresen al alcázar y yo me vea obligada a buscarme el pan entre todos los muertos de hambre que abarrotan las infectas callejas de esta corte. Pero os aseguro que no seré yo la primera que caiga. Ana de Guevara es mucha mujer como para rendirse tan pronto.
Miró de un lado a otro con un viso de malicia antes de proseguir y bajar aún más la voz.
—Gaspar de Guzmán anda afilando los cuchillos del Gobierno y sus chispas saltan sin orden ni concierto quemando a cualquiera que ose acercarse demasiado al trono. Vuestra merced no anda exenta de riesgo por muy amiga que fuese de la reina Margarita. Haced caso a esta vieja nodriza y guardaos las espaldas.
Se calló inmediatamente al oír unos pasos en la escalera. Mi abuela susurró:
—¿Hasta a la servidumbre llega la masacre de Olivares?
Alzándose el mandil remendado, contestó:
—Aquí me tenéis.
Mi abuela pensó un segundo antes de proseguir.
—Creo que exageráis. Habéis sido el ama de cría del actual rey, y como tal se os ha tratado siempre. Dad tiempo al tiempo y no desconfiéis de los cambios porque con la calma viene siempre el sosiego. De todos modos, si fuese cierto lo que decís y os despidiesen, no dudéis en acudir a mi casa. Hasta entonces tened cuidado con haceros esclava de vuestras palabras, que los arrepentimientos a veces son tardíos e inoportunos.
Al llegar abajo, aquella enigmática mujer nos dejó frente a la madre portera y desapareció eludiendo un despido demasiado afectuoso. No me pude contener.
—¿Quién era?
Indignada, la duquesa se posó el dedo en los labios mirando de refilón a la monja que nos guiaba hacia la salida.
Ya solas, en el zaguanete, me contestó.
—Ana de Guevara fue una de las amas de cría que tuvo el rey al nacer; era de noble linaje, pero el amor la impulsó a casarse con un plebeyo, perdiendo así su condición. A pesar de eso y por la calidad de su sangre y leche, la aceptaron como nodriza en palacio a falta de otra mejor. Desde entonces cuidó al príncipe Felipe, y a ella siempre se ha sentido muy unido su majestad. Como ves, Olivares también le cierra el cerco. Es como si quisiese la exclusividad y el dominio absoluto sobre el monarca. ¡Qué pena! ¿Cómo es que el rey no lo ve?
Negando contrariada con la cabeza, buscó de inmediato a doña Inés.
No estaba donde la dejamos, pero al vernos salió de una esquina entre las sombras en donde nos esperaba agazapada. Había dejado de llorar. Con voz trémula nos dio explicaciones.
—El rey ha pasado por aquí hace sólo unos minutos con su guardia. Os he hecho caso y, en vez de tirarme a sus pies como me pedía el alma, contuve el impulso y procuré pasar desapercibida escondiéndome en aquel rincón. Al fin y al cabo, vosotras ya intercedíais por mí.
Temerosa de nuestro silencio, me sujetó fuertemente del brazo para zarandearme.
—¡Decidme que lo hicisteis! ¿Le hablasteis a la reina de la condena a muerte que se cierne sobre mi señor el marqués de Siete Iglesias?
Mi abuela fue concisa.
—Lo hice.
Doña Inés me soltó de inmediato, dirigiéndose a ella.
—¿Qué contestó?
—Nada, sólo quedó en silencio. Siento deciros que es como si temiese implicarse.
De nuevo se derrumbó. El destino del marqués de Siete Iglesias parecía escrito con tinta abrasiva en el documento de su condena para que nadie lo pudiese borrar jamás. Su nombre era demasiado relevante como para figurar en las listas del indulto general.