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Salvar el abismo

No tenemos demasiada inteligencia y poca alma, sino demasiado poca inteligencia para las cuestiones del alma.

Robert Musil

Se puede fomentar la integración de historias y estadísticas o, en términos más generales, de lo literario y lo científico. La emoción y humanidad de las historias mejoran los estudios científicos y estadísticos, mientras que el rigor y la perspectiva desinteresada de los segundos impiden que las historias degeneren en nimiedades sensibleras y paja altisonante. Las metáforas y las analogías ensanchan la literalidad estricta del conocimiento matemático y científico, y los cálculos y límites matemáticos cimentan la imaginación literaria.

La cuestión no es enfrentar la imaginación literaria y la sustancia científica. Las historias suelen ser más fundamentales que las fórmulas, las ecuaciones y las estadísticas no sólo para comprendernos a nosotros mismos, sino para comprender la ciencia y las matemáticas; y las ideas matemáticas y científicas son a menudo más creativas y visionarias que las novelas y las obras de teatro. Si fuera dado a la exageración, calificaría mis incursiones al otro lado de la frontera historias/estadísticas de camaleonismo intelectual de matemático. Como no soy así, me permitiré lanzar una advertencia contra la fusión indiscriminada de lo narrativo y lo numérico.

Esta fusión fácil puede poner de manifiesto en ocasiones una falacia filosófica o, como acuñó el filósofo británico Gilbert Ryle hace tiempo, una confusión de categorías. Es lo que vemos en aquel niño que pregunta al profesor si cocido lleva acento y el profesor le responde que lleva garbanzos. Las anécdotas son una forma más que pertinente de merodear por la frontera entre historias y estadísticas, y cuando se emplean para proponer argumentos y no sólo para ilustrarlos, a menudo se produce un problema de inmigración ilegal.

Otro intento, a menudo desorientado, de integrar los dos reinos es disfrazar análisis estadísticos y sociocientíficos de ropaje literario. En El nuevo periodismo, Tom Wolfe repasa técnicas que el periodismo actual ha tomado de las novelas: diálogos en vez de declaraciones; contar lo ocurrido mediante escenas y guiones dramáticos en vez de exponer resúmenes y estadísticas; adoptar una actitud y un punto de vista particulares en vez de una perspectiva distante e impersonal, y dar suma importancia a los detalles de la indumentaria y el aspecto en vez de dejarlos en segundo plano. Otras técnicas se refieren al tiempo verbal (por lo general el presente histórico y el pretérito indefinido) para crear la ilusión de que se escucha tras las puertas, plantear preguntas y retrasar las respuestas para crear suspense, y el uso ocasional de anticipaciones y flashbacks para crear un efecto dramático.

En pocas palabras, las técnicas permiten enfocar la realidad como una historia más; difuminan la frontera entre las novelas y la no ficción y, de manera creciente, entre el ocio y las noticias. Los relatos de no ficción y las noticias no suelen salir ganando. El pequeño detalle de que, aun admitiendo una cantidad razonable de falibilidad, vaguedad, subjetividad, etcétera, se está contando algo que ocurrió realmente, se pierde en la confusión. Y al revés, los novelistas no deberían tolerar que sus obras se conciban como propaganda del marxismo, por ejemplo, o de cualquier otro ismo absoluto, ni siquiera como análisis sociocientífico. Que casi nunca lo hagan explica seguramente por qué desdeñan las novelas esos activistas sociales que, intransigentes ante las visiones individuales, sólo admiten movimientos colectivos a lo grande.

Puede haber también fusión ilegítima de lo personal y lo impersonal cuando proyectamos las circunstancias de nuestra vida sobre un mundo indiferente. Pensemos, por ejemplo, en la tendencia de los ancianos y los enfermos a elevar la historia de sus pérdidas personales a la categoría de advertencias apocalípticas de decadencia social; dicho palmariamente, viene a ser: «Como yo me hundo, el mundo también». No hace falta mucha perspicacia psicológica para darse cuenta de que muchos milenaristas y apocalípticos quieren que el mundo se acabe. Que el mundo se acabe con uno es tranquilizador; saber que la vida seguirá sin nosotros puede ser deprimente.

También yerran el tiro esos despreocupados tecnófilos tan identificados con el progreso impersonal de la ciencia que se olvidan de sus historias y apuros personales. Tendencias opuestas semejantes subyacen probablemente en la observación de que la transición de la Ilustración al Romanticismo fue pasar del optimismo objetivo al pesimismo subjetivo. La ciencia progresa de un modo impersonal y plácido, mientras que los individuos inevitablemente se descomponen.

Tal como quieren exponer los capítulos anteriores, en ciertos lugares pueden tenderse puentes sobre los abismos que separan las historias de las estadísticas, el punto de vista subjetivo de la probabilidad impersonal, el discurso informal de la lógica, y el significado de la información, pero no siempre. Estos lugares están mal señalizados, y en ninguna parte lo están tanto como en la frontera entre los dominios dispares que abordaré brevemente a continuación.

Loterías y deseos que se hacen realidad

He sido entrevistado muchas veces en la radio y la televisión, y la conversación ha derivado con frecuencia hacia las loterías y otros juegos de azar. En un programa me contaron que en ciertos estados de la Unión los números elegidos personalmente son premiados con más frecuencia que los dispensados por máquinas. Estuve a punto de descalificar aquella información diciendo que era un caso más de falso saber loterístico, pero me di cuenta de que, aunque difícil de comprobar, la afirmación no era totalmente descabellada. A decir verdad, ilustra muy bien una forma de influencia de los deseos personales en los fenómenos grandes e impersonales.

Pensemos en la lotería simplificada que sigue. En un pueblo ridículamente pequeño, el alcalde saca un número del bombo todos los sábados por la noche. Las bolas numeradas del 1 al 10 están en el bombo y sólo dos vecinos apuestan cada semana. George elige al alzar un número entre el 1 y el 10. Martha siempre elige el 9, su número de la suerte. Aunque los dos tienen las mismas posibilidades de ganar, el número 9 ganará con más frecuencia que cualquier otro. La razón es que para que un número sea ganador deben darse dos condiciones: que el alcalde lo saque del bombo el sábado por la noche y que uno de los apostantes lo haya elegido. Puesto que Martha elige siempre el 9, la segunda condición se cumple en cualquier caso, de modo que siempre que el alcalde saque un 9, ganará el 9 de Martha. No ocurre lo mismo, por ejemplo, con el 4. El alcalde podría sacar un 4 del bombo, pero es muy probable que George no haya elegido este número, de modo que el 4 ganará muy pocas veces. George y Martha tienen las mismas posibilidades de ganar y sus números tienen las mismas posibilidades de ser extraídos del bombo, pero no todos los números tienen las mismas posibilidades de resultar ganadores.

¿Hay otras situaciones menos estructuradas que se parezcan a ésta en algún aspecto relevante? Lo primero que me viene a la cabeza es la astrología. Si suficientes personas creen en esas patrañas celestes y moldean su conducta para conformarse a lo que, según ellas, es su «verdadera» naturaleza, entonces sus creencias se confirmarán hasta cierto punto por sí solas (a pesar de la vaguedad del discurso astrológico). Se pueden hacer observaciones parecidas a propósito del freudismo ortodoxo, del creacionismo científico y otros sistemas de creencias cerrados. Pero volvamos a nuestro ejemplo. ¿Hay «loterías» naturales donde el azar saque la bola del bombo, donde unas personas elijan al azar números diferentes en cada apuesta y otras, por el motivo que fuere, se atengan siempre al mismo número?

Los efectos de ciertas situaciones médicas, complicadas pero muy deprimentes, podrían ser análogos a los resultados de la lotería. Supongamos que algunos pacientes se ponen muy enfermos con cierta regularidad; les fallan tantos sistemas que es imposible prever su salud futura. Pongamos que los resultados posibles son 10, de los que sólo el 9 corresponde a la recuperación y los otros representan diversas causas de muerte. En el presente caso, el que su fe en la plegaria lleve a Martha a apostar siempre por la recuperación del paciente se correspondería con el hecho de que siempre elije el 9, su número de la suerte, mientras que la indiferencia de George a las plegarias y sus cálculos sobre un camino concreto hacia la muerte se corresponderían con la elección de números al azar. Aunque la fe en la plegaria tendría en esta situación tantas garantías como cualquier otra expectativa, se pronosticarían acertadamente muchas más recuperaciones que, por ejemplo, defunciones por angina de pecho.

En términos más generales, cualquier situación con múltiples resultados, uno de los cuales goce por convención del favor de la sociedad, parecerá que genera el resultado favorecido más a menudo de lo que sugeriría la probabilidad. Esto, a su vez, hará que el resultado sea favorito por algo más que por convención. En este sentido matizado, los deseos y las creencias se hacen realidad.

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La bolsa es también una especie de lotería, pero la elevada cantidad de apostantes con que cuenta le da un aire decididamente distinto, más frenético. Su tamaño y complejidad dan incluso más pie a que los deseos se vuelvan realidad, lo que puede justificarse adoptando al menos dos posturas distintas. ¿Invocamos sólo la estadística (paseos aleatorios, mercados eficientes, valores beta y otras ideas matemáticas) o en el cuadro hay también ingredientes narrativos (como el miedo, la euforia y la respuesta desmedida)? Una vez más, la opción más tentadora es sentarse a horcajadas sobre la divisoria historias/estadísticas. No deja de ser escandaloso que la mayoría de gestores financieros con sus diagramas, cifras y sueldazos sea incapaz de ir más allá de los fondos indexados a ciegas, lo que sugiere que los argumentos de la teoría estadística son sólidos. Dado cierto nivel de riesgo, a largo plazo sólo se puede esperar cierto nivel de ganancia. ¿Por qué querer saber más que los dados?

Por otra parte, la distribución normal en campana no refleja adecuadamente la tremenda y frecuente volubilidad del mercado. La psicología del inversor y la conducta isorrítmica que a veces genera (véanse la parábola de las feministas despiadadas y la idea de apareamiento probabilístico ya comentadas) sugieren asimismo que, en cierta medida, el mercado en cuanto tal puede verse como una especie de agente. Una expresión mejor que agente es «sistema complejo adaptativo», un concepto importante pero muy técnico estudiado por Per Bak, Brian Arthur y otros investigadores del Instituto de Santa Fe. Los sistemas complejos adaptativos (de los que nosotros mismos somos un ejemplo) podrían servimos en última instancia para aclarar la naturaleza del abismo que separa las historias de las estadísticas. Podría incluso resultar que no siempre seamos absurdamente antropomorfos cuando contamos historias sobre tales sistemas y sus cambios de humor.

Promesas, preguntas e intenciones implícitas

Al igual que los deseos y los temores, las preguntas y las promesas desempeñan a veces un papel sorprendente en la creación de hechos. Fijémonos, por ejemplo, en el distinto comercio entre lo objetivo y lo subjetivo que tiene lugar en la siguiente adaptación de un cuento de Raymond Smullyan, el maestro de los rompecabezas.

Un hombre dice a una mujer: «¿Prometes darme una foto tuya si te digo una verdad, y, al contrario, prometes no dármela si te digo una mentira?». Pensando que se trata de una declaración halagadora y con buen fin, la mujer se lo promete. El hombre dice entonces: «Ni me vas a dar una foto ni te vas a acostar conmigo». Si desentrañamos el galimatías, veremos que la mujer no le puede dar ninguna foto, ya que, si se la diera, las palabras del hombre serían mentira, y ella rompería la promesa del principio de darle una foto sólo si él le decía una verdad. Por lo tanto, no debe darle ninguna foto, pase lo que pase. Pero si no se acuesta con él, las palabras del hombre serán verdad y tendrá que darle la foto. La única forma de cumplir la promesa es acostarse con él para hacer que sus palabras sean falsas. La promesa, aparentemente inocua, la conduce a la trampa.

Sospecho que, por suerte o por desgracia, serían pocas las personas que saquen algún partido de esta táctica seductora. No obstante, podría ser un interesante punto de partida para un episodio de Star Trek, o quizá figurar en el manual para ligar de algún lógico.

Un caso en que cualquier respuesta categórica a una pregunta garantiza la falsedad objetiva de la respuesta lo tenemos en la siguiente fábula. Imaginemos un ordenador, que llamaremos Delphi-Omni-Sci (siempre me gustó el DOS), en el que se ha programado el conocimiento científico más completo posible, las condiciones iniciales de todas las partículas, y complicadas técnicas y fórmulas matemáticas. Imaginemos además que nuestro ordenador responde sólo «sí» o «no» a las preguntas, y que uno de sus puertos de salida se ha configurado de tal forma que un «sí» apaga una bombilla acoplada y un «no» la enciende. Supongamos también que esta imponente máquina responderá de manera impecable a cualquier pregunta que se le haga sobre el mundo exterior. Sin embargo, si le preguntamos a la máquina si la bombilla se encenderá al responder a la pregunta, se atascará y no sabrá qué responder. Si dice «sí», la bombilla se apagará, y si dice «no» se encenderá. Se trata de una pregunta no determinada por las leyes y axiomas del programa (aunque un ordenador externo sí podría responderla).

Hay algo afín a Delphi-Omni-Sci en el siguiente fenómeno, con el que estará familiarizado todo aquel que tenga hijos pequeños. Al predecir lo que otra persona decidirá suele ser muy importante ocultar la «información» predictiva a la persona que debe decidir para que no cambie su decisión. Las comillas de «información» indican que esta peculiar clase de información pierde su valor y se vuelve anticuada si se comunica a la persona cuya decisión se quiere predecir. La información, aunque puede ser exacta y verdadera, no es universal. El agente que observa y el que decide (compárense con el interrogador y Delphi-Omni-Sci) tienen puntos de vista complementarios e irreconciliables. Como ha dicho D. M. MacKay en «On the logical indeterminacy of a free choice» (publicado en Mind, 1962), nuestras decisiones no están determinadas hasta que las tomamos y no son algo que pueda observarse o predecirse.

(Esta indeterminación lógica afecta a nuestras predicciones de nuestras propias decisiones. En muchas situaciones podemos eludirla teniendo en cuenta sólo partes de nosotros. Representándonos situaciones en las que aparecemos, podemos objetivar esas partes. Nuestra versión de la situación será necesariamente incompleta, porque una parte de nosotros —el sujeto observador— está siempre observando y prediciendo, y por lo tanto no se observa ni se predice a sí misma).

En cualquier caso, las confusiones o fusiones de sujeto y objeto (como en el caso de Delphi-Omni-Sci) producen siempre preguntas abiertas e indecidibles. La fusión sólo producía allí la indecibilidad de ciertas preguntas relacionadas con una bombilla. Por lo general es mucho más lo indecidible.

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No sólo estos arcanos lógicos, también las charlas de salón y las explicaciones intencionales (las que se refieren a las intenciones y razones del agente) comportan estas difuminaciones de sujeto y objeto. Esto se debe a que exigen de nosotros identificación suficiente para comprender las reglas y restricciones, los valores y las convicciones de otra persona cuyas respuestas y acciones resultan por ello mismo afectadas. El filósofo H. P. Grice ha llegado a definir «S quiere decir algo con X» como «S expresa X para producir algún efecto en un oyente en virtud del reconocimiento por parte del oyente de la intención de S de producir tal efecto». En cierto modo, todos somos en ocasiones bombillas de ordenadores ajenos, y el acoplamiento cognitivo que resulta exige, como ya se dijo antes, una nueva lógica intensional. Pensemos en este breve diálogo:

El chiste (o lo que sea) está en que George y Martha se proponen emplear sólo la lógica extensional, pero hay elementos intensionales cosidos al tejido mismo de su (y nuestra) comunicación. Viene a ser como hablar a gritos de la importancia del silencio o como afirmar que nuestro hermano es hijo único. Aunque los deseos, los temores, las promesas y los motivos no sean (todavía) terreno de las matemáticas y la ciencia, ellos y las historias en que se insertan son una base esencial para comprender estos temas y sus aplicaciones.

Dos culturas, un solo localismo

Un motivo de que escriba sobre la relación entre historias y estadísticas es que refleja la relación, más general, de las dos culturas de C. P. Snow, la literaria y la científica, sin recurrir a los tópicos pasionales que suelen conllevar los comentarios sobre su conferencia de 1959. Por desgracia, el abismo entre las dos culturas sigue ahí, y las dos siguen tratándose con cierto desprecio. Muchos literatos hablan públicamente y escriben como si fueran los únicos intelectuales, mientras que muchos pensadores científicos creen en privado que buena parte de la erudición literaria y humanística son tonterías pretenciosas y traídas por los pelos.

Aunque los expertos de ambos bandos tienen a ser a la vez elitistas y localistas, la literatura es interesante por ella misma y tiene una historia y una tradición con las que casi cualquiera puede vincularse. En cambio, las matemáticas y la ciencia suelen presentarse como un vagón lleno de técnicas misteriosas que salieron vestidas y compuestas de nadie sabe dónde. La estrategia pedagógica implícita en muchas clases de matemáticas y ciencias sigue siendo la de siempre: tú calla y resuelve los problemas. (No quiero decir con esto que no deba haber un aprendizaje del cálculo, sólo recordar a los llamados fundamentalistas de las matemáticas que saber calcular es una facultad muy sobrevalorada, sobre todo en la actualidad. Así como nadie cree que vocalizar bien sea lo mismo que escribir bien, no hay motivo para pensar que un mago de la aritmética entienda las ideas matemáticas y pueda aplicarlas con eficacia).

A consecuencia de la obsesión pedagógica por la técnica, la concepción que los estudiantes y el público en general tienen de las matemáticas y la ciencia es a menudo muy estrecha (y lo sería más si no fuera por la buena salud de la divulgación científica). Mis alumnos, por ejemplo, reaccionan como si los traicionara cuando les exijo una exposición concisa y bien escrita, y hay personas a las que conozco en reuniones a las que les parece un poco raro que yo escriba.

Es imperdonable que los cursos de matemáticas y ciencias suelan pasar por alto la historia o el ámbito cultural de estas disciplinas, que raras veces echen un vistazo a sus ideas y aplicaciones principales, y que en contadas ocasiones permitan un metaenfoque de los temas. En cuanto a los cursos de literatura y ciencias humanas, es poco más lo que suelen ofrecer y con frecuencia llegan a los estudiantes como algo verborreico, vacío, asistemático y sin desenlace. (Véase «Poetry for physicist», de Sheila Tobias y Lynne Abel, en The American Journal of Physics, septiembre de 1990). Estas diferencias no pueden suprimirse del todo (como tampoco la distinción afín entre enunciado analítico y enunciado sintético), pero deberían explicarse para que los estudiantes comprendieran la pluralidad del conocimiento y su obtención.

El chiste del profesor de matemáticas que puso un examen con cuatro problemas viene a cuento aquí. Los tres primeros problemas exigían demostraciones de teoremas, y el último era una proposición precedida por las indicaciones «demostrar o refutar». Después de meditar un rato, un alumno se acerca a la mesa del profesor y le pregunta:

—A propósito del último problema, ¿qué quiere usted, que lo demuestre o que lo refute?

—Que haga lo que corresponda —dice el profesor.

—Bueno —replica el estudiante—, es que puedo hacer las dos cosas. Quería saber cuál prefería usted.

No habría chiste si el tema de la conversación fuera la historia o la literatura.

La encrucijada del médico

John J. McCarthy ha aclarado estos temas con una parábola titulada «La encrucijada del médico».[20] McCarthy, uno de los más veteranos investigadores de la inteligencia artificial e inventor del lenguaje informático LISP, pertenece, como es lógico, a la cultura científica, y nos pide que comparemos su respuesta al siguiente problema con respuestas procedentes de la cultura literaria.

La premisa (que, paradójicamente, exige una suspensión de la incredulidad mayor que la mayoría de la ficción) es que ha ocurrido un milagro y un joven médico que trabaja en un hospital descubre al despertar que, rozando sólo la piel del afectado, puede curar todas las enfermedades de las personas menores de 70 años. Como es un médico abnegado, quiere hacer el máximo uso de su poder, pues sabe que no es transferible, que desaparecerá con él y que su piel no tendrá ninguna virtud si se la arrancan. ¿Qué deberían hacer él y los demás con este poder?

Antes de responder, el mismo McCarthy da una lista de lo que él llama «ejercicios literarios paranoicos». Estos ejercicios incluyen: el médico cura sin problemas y despierta la envidia de sus colegas, que consiguen meterlo en la cárcel y al final le hacen una lobotomía. Un grupo religioso le acusa de sacrilegio por violar la convicción de que el destino inevitable del hombre es la enfermedad y la muerte, y después de mucho suspense e intriga es ejecutado. La alternativa es que su don se considera divino y llega a estar tan maniatado por la hermosa liturgia de que es objeto que apenas puede hacer uso de sus poderes. En otro guión, el médico se agota tanto curando enfermedades que muere tras pronunciar un discurso conmovedor sobre sus limitaciones. O trabaja con ahínco al principio y luego sucumbe a un creciente deseo de poder, dinero y mujeres. (Adviértase que el sexo sin protección es para él sexo seguro). También podría hacerse cargo de él la administración, que podría o bien retenerlo para que curase a los altos funcionarios o bien nombrar una junta para garantizar que sus poderes se apliquen equitativamente a personas de todos los grupos étnicos y raciales. Tampoco se pasa por alto la posibilidad de que la pérdida de inmunidad produzca una superpoblación descontrolada y epidemias, lo que se toma como pretexto para limitar el acceso del médico a los pacientes.

En todos los ejemplos hay mucha trama y emoción, muchas polémicas y pocas curaciones. McCarthy describe otros guiones donde aparecen la CIA y potencias extranjeras, terroristas, científicos locos, mafiosos y padres angustiados, y en todos los casos se burla del embrollo de la acción y de las invenciones paranoicas que, según él, caracterizan casi todos los tipos literarios.

Por último, McCarthy nos presenta lo que él describe como una solución moral que, aunque tiene menos atractivo literario que los demás guiones, por lo menos permite que el médico cure a todos los menores de 70 años, siempre que se les haya diagnosticado la enfermedad a tiempo y que el médico siga con vida. Sostiene que esta solución (u otra parecida) es la que con más probabilidad idearía un miembro de la cultura científica (aunque exige pocos conocimientos científicos). Sólo hace falta un puñado de números y cierta habilidad aritmética. Pongamos que al año mueren alrededor de 100 millones de personas menores de 70 años, un poco más de tres por segundo. Podría construirse una máquina con 10 cintas transportadoras, en cada una de las cuales pasaran 20 personas por segundo junto al médico, para que éste las tocase. No tendría que trabajar más que media hora al día. McCarthy pone objeciones y añade perfeccionamientos al método (máquinas en distintos puntos del mundo, peligro de superpoblación —ninguno en absoluto si la tasa de nacimientos baja algo— y otros temas morales y tecnológicos periféricos), pero el intríngulis está en calcular con un poco de tenacidad.

No está claro si la solución tecnológica de McCarthy a la encrucijada de su médico tiene menos mérito literario que sus «ejercicios literarios paranoicos», y los presupuestos de su dramática presentación me recuerdan un poco el diálogo anterior entre George y Martha. El artículo, en cambio, caricaturiza con eficacia a los representantes de la cultura literaria. Como ha dicho Susan Sontag en La enfermedad como metáfora, no es inusual que las personas asocien un abanico de esquemas narrativos y tipos literarios con enfermedades que van desde la tuberculosis hasta la polio y el sida. Estos esquemas y tipos se disuelven una vez que se encuentra un remedio. Y como se trata de jugar limpio y de construir puentes, incluyo aquí una observación menos calculadora que tomo de otro médico en la encrucijada, de The doctor’s dilemma de George Bernard Shaw: «Utilice su salud hasta el punto de gastarla. Para eso está. Consúmala totalmente antes de morirse; y no viva más que ella».

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Otra prueba sin validar de la diferencia entre la mentalidad literaria y la científica la tenemos en las primeras reacciones a la muerte de la princesa Diana. ¿Se concibió como una especie de drama, un folletín o un auto sacramental, con buenos, malos y giros sutiles de la trama, o se concibió como un accidente con antecedentes muy normales, como el exceso de velocidad, la embriaguez, un mal cálculo y un firme en malas condiciones? Durante el sondeo informal que hice inmediatamente después del accidente, las personas con alguna orientación científica por lo general mencionaban el segundo grupo de posibilidades (o que los ignorantes embaucadores que aconsejaban a la princesa habían dejado más solo que la una a aquel astrólogo aficionado); las que tenían intereses más literarios (con algunas excepciones extremas) despotricaban contra los paparazzi o pontificaban sobre las ironías de la vida. Fuera cual fuese el verdadero tipo cultural al que pertenecieran, las dos posiciones son compañeros incómodos, pero no incompatibles. Es revelador que la posición literaria estereotípica sea la más tranquilizadora. Las docenas de historias folletinescas que se contaron sobre los paparazzi, la vida amorosa y la familia real sirvieron para desviar la atención de una realidad más deprimente: la simple mala suerte de haber tenido un accidente y los sentimientos humanos de desesperación e impotencia que son habituales ante la muerte de cualquiera.

El medio ambiente y otras tierras de nadie

Hay muchas formas de escribir en la zona oscura que se abre entre la narrativa y los números, entre la literatura y la ciencia. Llamar «tierra de nadie» a esta zona me parece particularmente apto, puesto que no suele haber por aquí personajes reales. Casi toda la divulgación científica, mucha ciencia ficción, algunos escritos económicos, ciertas obras filosóficas e incluso la pornografía están en esta tierra de nadie. Como es natural, estos escritos contienen ciertas convenciones narrativas y simulacros de agentes, pero por lo general las historias presentan una cohesión mínima y sirven sobre todo de escaparates de la auténtica mercancía: las explicaciones y aclaraciones en el caso de la divulgación científica; la premisa, sus consecuencias y la cosa de la alta tecnología en la ciencia ficción; las explicaciones de los principios monetarios y fiscales en los artículos económicos; los puntos filosóficos que las parábolas y los experimentos mentales tienen que aclarar; y los actos sexuales que son el abrevadero de la pornografía.

Afines a la encrucijada del médico, los escritos sobre el medio ambiente a veces se internan también en esta zona oscura y lo hacen casi siempre que se concentran en el futuro lejano. La ciencia, la ciencia ficción, la economía, la filosofía y los esquemas groseros y semipornográficos desempeñan un papel en las proyecciones futuristas ambientales en las que las personas de carne y hueso se sustituyen inevitablemente por muñecos de papel. Estas proyecciones, como las imágenes del test de Rorschach, nos invitan a sobreponer nuestras ideas previas a un paisaje amorfo, complejo e indiferente. Vale la pena meditar sobre un par de ejemplos en los que no aparecen mezquinas empresas contaminadoras ni fanáticos adoradores de los árboles y donde faltan muchos pero no todos los elementos de la narrativa.

Supongamos primero que la sociedad, en vísperas del milenio, debe tomar una importante decisión de política ambiental y que la determinación de seguir adelante con la propuesta acarrea muchos riesgos futuros. Si se adopta, habrá al principio alguna perturbación social (gente cambiando de residencia, mucha edificación y construcción, organizaciones nuevas), pero la política de riesgo conducirá a un aumento significativo del nivel de vida durante 300 años por lo menos.

Tiempo después ocurre una catástrofe importante, directamente imputable a la adopción de la política de riesgo, en la que mueren 50 millones de personas. (Imaginemos que la decisión se refiere, por ejemplo, al vertido de residuos nucleares o a la edificación en un lugar geológicamente inestable). Ahora bien, como señaló el filósofo inglés Derek Parfit en Reasons and persons, podría sostenerse que la decisión de seguir la política de riesgo no fue mala para nadie. A decir verdad, no lo fue para las personas cuyo nivel de vida no hizo más que crecer durante los siglos anteriores a la catástrofe.

Más aún, la política no fue mala para las personas que murieron en la catástrofe, puesto que no habrían nacido de no ser por la decisión de seguir la política de riesgo. Esta política, recordémoslo, condujo al principio a cierta perturbación y a la consiguiente alteración del momento en que las parejas de entonces concibieron a sus hijos (y por ende sus identidades) y también, dado que se juntaron personas de distinta procedencia, qué parejas se formaron y tuvieron hijos. Con el paso de los siglos, estas diferencias se multiplicaron y extendieron, y podría suponerse razonablemente que ninguna persona viva el día de la catástrofe lo habría estado de no haberse optado por la política de riesgo. Las personas que murieron, repito, debían la vida a la decisión.

Tenemos así un ejemplo de decisión que conduce directamente a la muerte de 50 millones de personas, a pesar de lo cual no se puede calificar de mala para nadie. Lo que por lo visto hace falta es un principio o principios morales impersonales que nos permitan rechazar la política de riesgo. Sin la inmediatez de una historia (punto de vista, narrador y actores con los que identificarse) es difícil, para la mayoría de las personas, pensar en el desastre inevitable. Si se produce una catástrofe en el futuro lejano y nadie se entera, entonces ¿qué…?

Otro ejemplo de consecuencias que repercuten dentro de 300 años lo tenemos en The armchair economist: economics and every day life, de Steven Landsburg, que dice que nuestros descendientes, a pesar de nuestro presunto expolio del planeta, vivirán incomparablemente mejor que nosotros y que nuestra preocupación por el medio ambiente es a veces exagerada. Landsburg nos pide que imaginemos a una familia de cuatro miembros con unos ingresos medios de 32.000 dólares al año. Si, con la alta probabilidad que sugiere la historia económica, los ingresos per cápita crecieran en Estados Unidos en términos reales a una aceptabilísima razón del 2 por ciento anual, en sólo 300 años nuestra familia de cuatro miembros (y no sólo esta familia) percibirá unos ingresos anuales de más de 12 millones de dólares. Y no se trata de dólares menguados por la inflación; son dólares de 1997. Con un índice superior de crecimiento real, el tiempo necesario para alcanzar tales ingresos se reduciría.

La moraleja es que cada vez que un grupo ecologista se opone al desarrollo económico, está pidiendo de hecho a los trabajadores contemporáneos que hagan un sacrificio relativamente minúsculo para el placer de las futuras generaciones de millonarios. (Unos millonarios que, además, seguramente vivirán más años; la esperanza de vida del norteamericano medio era de 54 años en 1920; en 1985 se había elevado a 75). Es lo contrario de un sistema fiscal progresista que permita que el fisco se quede, por ejemplo, con el 40 por ciento de las rentas elevadas. El espíritu de este sistema progresista permitiría igualmente que los leñadores en paro contribuyeran a la opulencia de los bosques vírgenes de nuestros multimillonarios descendientes. Por otro lado, nuestros descendientes podrían preferir la explotación económica de la zona a la contemplación del bosque. No hace falta decir que hay argumentos en sentido contrario.

Una vez más, la abstracción de los temas, tanto científicos como morales, y las dificultades para sobreponerles una historia convencional tienden a alejar a quienes prefieren historias de batallas enconadas entre las fuerzas del bien y la codicia. Al pensar en futuros medioambientales posibles parece que nos lanzamos a la deriva sin más orientación que estas historias abstractas. Es mucho mejor tener estas historias, junto con problemas clásicos como el dilema del preso y la tragedia de los comunes, que no tener nada, pero la tierra de nadie sigue ahí, y por lo visto queremos encasquetarle una estructura narrativa que no le va.

Unas palabras sobre (proto)religión

El Nirvana, el Edén, la isla de Utopía, el Cielo. Las historias que parten de la existencia de esta clase de futuros «medioambientales» bienaventurados desempeñan un papel decisivo en muchas religiones. Los mitos de la creación, las crónicas sagradas y las profecías apocalípticas de algunas religiones también tienen un valor innegable como historias vivas. En la Biblia, por ejemplo, el trayecto desde el Génesis hasta el Apocalipsis pone en escena personajes, puntos de vista, deseos y temores, detalles contextuales, pasajes únicos, una dirección en el tiempo, subtramas y todos los elementos narrativos imaginables. En el Corán y el Bagavad-Gita tenemos crónicas de vitalidad y grandeza comparables. En cambio, a pesar de sus virtudes sin precio, las matemáticas, la estadística y las ciencias por lo general carecen de vida en el mismo sentido: personajes, tramas o subtramas, contextos, emociones, etc.

La religión puede tenerse, en parte, por un intento de conciliar lo personal con lo impersonal reduciendo, ya que no eliminando, lo segundo. (El budismo es una excepción). Los procesos físicos, las fuerzas anónimas y los acontecimientos improbables se transforman en actos personales, agentes omniscientes y oscuros presagios. Todo ello, sin excluir ese potencialmente captable y presuntamente existente «significado de todo», se entiende como parte de una historia de acción.

(Como me resulta imposible creer en tales fábulas, siempre me he preguntado por la posibilidad de una protorreligión que fuera aceptable para los ateos y los agnósticos. Me refiero a una «religión» sin dogmas ni historias de ninguna clase y que, pese a ello, posea algún rasgo del pasmo y el asombro que son esenciales y al mismo tiempo permita un margen de serenidad. Lo más atractivo que se me ha ocurrido es la religión «Sí», que responde a la complejidad, belleza y misterio del mundo con una sencilla afirmación que es también de aceptación, «Sí», y cuya única plegaria consiste en una sola palabra, «Sí». Esta religión minimalista del «Sí» es coherente con religiones más complejas —una excepción sería la religión «Noo»— con una ética no religiosa y con una tendencia liberadora, mediatizada por nosotros mismos, hacia la vida y sus historias. Además, cuadra muy bien con una perspectiva científica y con la idea de que la certeza de la incertidumbre es la única que podemos esperar).

Las ciencias físicas adoptan ante las historias la actitud opuesta. Muchas afirmaciones suyas pueden verse como un intento de reducir, ya que no eliminar, lo personal. De nuestros sentimientos, actitudes, éxitos y fracasos más íntimos se dice que sólo son consecuencias de una generalización psicosocioeconomobiofisicoquímica, incluso de nuestro yo y su conciencia de «yoidad» se dice que es una especie de cómico espejismo que surge de las necesidades biológicas de los organismos y de los abismos insondables del cerebro.

En última instancia, el abismo entre historias y estadísticas, y quizá entre religión y ciencia, podría ser un aspecto del problema mente-cuerpo, es decir, de la relación entre conciencia y materia, un enigma cuyas múltiples soluciones, disoluciones y tozudas reapariciones no tengo ganas de enumerar. Sean cuales fueren nuestros sentimientos religiosos (o su ausencia) y nuestras convicciones científicas, las historias religiosas y los enunciados científicos/estadísticos pueden coexistir en sus dominios incompatibles a condición de no ceder a los vulgares, universales y destructivos intentos de reducir el uno al otro. Hay abismos que, si alguna vez se cruzan, es preferible que sea mediante pasarelas individuales.

Siempre y cuando podamos pasamos sin pruebas ni comprobaciones empíricas, la complejidad del mundo da para una pluralidad de religiones. Al otro lado de nuestro horizonte colectivo de complejidad hay espacio imaginativo de sobra para toda clase de mitos de la creación, epopeyas semihistóricas, historias del más allá, y para las tradiciones y susceptibilidades éticas que crecen a su alrededor. En algunos casos podría hacer falta una especie de compartimentación intelectual, para aceptar a la vez la ciencia y la religión, pero en un radio de acción más restringido, este doble enfoque se necesita también en la vida diaria, donde barajamos visiones de nosotros mismos en primera y tercera personas.

Un problema sin resolver y de importancia creciente es cómo mantener un lugar donde el individuo esté a salvo de las estridentes demandas de la religión, la sociedad e incluso la ciencia. La solución, sin duda, pasará por la sencilla y pragmática aceptación de la necesidad de las historias, de las estadísticas y de su nexo, es decir, el individuo que las usa y es moldeado por ellas. De alguna manera, el vacío entre las historias y las estadísticas tenemos que llenarlo nosotros mismos.