¿Por qué nadie hasta ahora me ha mandado un par de limusinas primorosas?
¿Por qué la suerte nunca me ha dado más que para recibir ramos de rosas?
Dorothy Parker
Mientras estudiaba en la Universidad de Wisconsin seguí un curso de doctorado sobre análisis matemático, basado en un elegante libro del profesor Walter Rudin. Aunque autocontenido teóricamente, todo en él era abstracto.[9] Si no hubiera desarrollado por mi cuenta ciertas intuiciones corrientes ni seguido antes un curso sobre cálculo avanzado que se basaba en otro libro de Rudin, igual de hermoso pero más concreto, no me habría enterado de lo que pasó en aquel curso. Sospecho, pese a todo, que me habría ido igual de bien en lo que se refiere a los ejercicios técnicos y las demostraciones formales.
En mi opinión, la herramienta formal es una cosa y el conocimiento intuitivo otra. Ser capaz de manejar símbolos y objetos en una timba callejera no supone necesariamente ningún conocimiento de los principios matemáticos subyacentes. Quienes resuelven el cubo de Rubik con más rapidez no suelen saber nada de la teoría algebraica de grupos subyacente, mientras que los algebristas que lo han intentado sólo han conseguido dar la impresión de estar seriamente artríticos. A veces, mediante la aptitud técnica, se obtienen soluciones sin ningún conocimiento de las ideas pertinentes (como hacen los que montan las timbas en las aceras y los que resuelven el cubo de Rubik). Pero es más frecuente que cada aspecto contribuya a ampliar el otro, con la intuición generalmente por delante como fundamento de habilidades más técnicas.
El horizonte de esta relación entre conocimiento intuitivo y matemáticas formales es muy amplio. Así como las nociones estadísticas se desarrollaron en respuesta a situaciones cotidianas, también los argumentos y técnicas de la lógica se derivaron del discurso informal. Las inevitables disensiones y el deseo natural de alimentar el propio punto de vista beneficiarían a quienes adquirieran rudimentos de lógica y matemáticas. Al margen de los detalles evolutivos y culturales, aprendemos con el tiempo a producir no sólo observaciones y diálogos, sino también teoremas y corolarios. Las ideas lógicas, estadísticas y matemáticas maduran y a largo plazo alcanzan una vida propia independiente de nosotros, pese a lo cual nuestro conocimiento de ellas se sigue basando en los mismos humildes fundamentos e intuiciones. (Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que nuestras intuiciones lógicas, estadísticas y matemáticas acierten siempre).
Podemos incluso considerar la historia de las matemáticas como una serie de diálogos precisos sobre ideas a veces difusas. Todos los pasos de gigante que se han dado en matemáticas, al igual que casi todos los pasos de hormiga, se enmarcan en historias en las que los progresos técnicos resultan de motivaciones, contextos, referencias extramatemáticas y significados intuitivos.
En este sentido, la historia de las matemáticas no es muy diferente de la de otros campos. Es, naturalmente, una historia de teoremas, pero también una historia con las fábulas y el folclore de rigor: las leyendas pitagóricas, el desarrollo de nuestro sistema numérico, los progresos árabes en álgebra, la evolución del cálculo desde Isaac Newton hasta Leonhard
Euler, la geometría no euclidiana, la teoría de Galois y el giro hacia la abstracción en álgebra, los hitos de Cauchy en análisis, la teoría de conjuntos de Cantor, las técnicas estadísticas de Karl Pearson, la incompletitud de Gödel, la axiomatización de la probabilidad de A. N. Kolmogorov, la saga del último teorema de Fermat que ha culminado con la reciente demostración de Andrew Wiles, y más, mucho más.
Suele pensarse que las matemáticas se definen por la demostración formal y el cálculo preciso, pero, a pesar de reconocer su necesidad, la mayoría de estudiantes de matemáticas (y los matemáticos profesionales) casi nunca quiere oír hablar de esas cosas. Quieren lo que quiere la gente de otros campos: discurso informal, explicaciones heurísticas, el trasfondo histórico del «diálogo», conexiones, intuiciones, aplicaciones y respuestas a preguntas como cuál es la lógica de esto o qué está pasando. Muchas veces tienen que contentarse con respuestas insatisfactorias consistentes en una colección desordenada de técnicas, algoritmos y trucos.
Este libro no trata de la historia de los grandes teoremas, sino de la superación o, al menos, clarificación de algunos de los hiatos entre las matemáticas formales y sus aplicaciones. Las historias contextualizadoras y los conocimientos implícitos son importantes también aquí. A decir verdad, en el caso de las aplicaciones, el discurso informal es más crítico aún. Por ejemplo, aplicar la probabilidad y la estadística es más cuestión de entender la situación, de construir argumentos informales e historias integradoras, que de sustituir números en fórmulas. Además, una comprensión más amplia de las aplicaciones matemáticas (sobre todo las estadísticas) contribuye a estrechar el presunto abismo entre las historias y las matemáticas.
Por ejemplo, al margen de la precisión de las estadísticas pertinentes en la acción afirmativa, para que sean realmente significativas tienen que estar encuadradas en una historia y contribuir a adelantar un argumento. Además, es más probable que tengan defectos y se sometan a crítica la historia y el argumento que los números pelados. Así, como ha observado Arnold Barnett, confundir el enunciado «Me habrían contratado si fuera miembro de ese grupo minoritario» con el menos creíble «No me contrataron porque no soy miembro de ese grupo» sería un error garrafal. Y al margen de lo amplia que sea una estadística sobre la satisfacción del usuario de la seguridad social, el muestreo pertinente y revelador no es el muestreo aleatorio entre todos los usuarios, sino el que se hace sólo entre los muy enfermos. (Paralelamente, no debe medirse la libertad de expresión por la probabilidad de que se cierre la boca a un ciudadano medio, sino por la probabilidad de que se le cierre a un ciudadano que tiene algo que decir).
En estas aplicaciones de ideas estadísticas lo primero es la historia y su lógica cotidiana, y lo segundo las estadísticas formales. Pero aquí (suena un pitido multimedia; compruebe la encuadernación del libro si su ejemplar guarda silencio) está el problema; la lógica de las historias cotidianas no es la lógica normalizada de las demostraciones matemáticas y las pruebas científicas. Al explicar sus intuiciones, contar historias y hablar con otros, las personas suelen seleccionar e interpretar lo que ven de múltiples formas discrepantes e idiosincrásicas. Es mucho más probable que la gente imagine películas más o menos plausibles, use metáforas y comparaciones, enmarque las cosas en contextos concretos y adopte un punto de vista particular, que se ponga a hacer análisis y cálculos y a buscar demostraciones. En consecuencia, la lógica informal que se emplea en la narrativa, las conversaciones y las argumentaciones cotidianas es más difusa, inclusiva y antropocéntrica que la versión normalizada que se emplea en las deducciones científicas y en la construcción de las demostraciones matemáticas.
En la «lógica narrativa» cotidiana suele ser de gran importancia nuestra forma de caracterizar, en calidad de narradores, un suceso o persona; nuestra perspectiva y nuestra capacidad de «ver como» son esenciales. Si, por ejemplo, un hombre se toca la ceja con la mano, podemos interpretar ese gesto como una indicación de que tiene dolor de cabeza; también podemos entenderlo como una señal de un entrenador de béisbol a un bateador, o podemos deducir que el hombre quiere disimular su nerviosismo fingiendo despreocupación, o que es un tic, o que le ha entrado polvo en el ojo, y muchísimas otras cosas que dependerán de la infinidad de perspectivas que podamos adoptar y de la multitud de contextos humanos en que nos situemos. Una polisemia similar caracteriza el uso de la probabilidad y la estadística en los análisis y sondeos.
Esta dependencia de la perspectiva personal (incluso cuando es objetivamente ridícula) y de los contextos particulares ha generado montañas de polémicas inútiles sobre la «construcción social de la realidad», algo apenas discutible cuando la realidad que se construye socialmente es más social que física. Parece incuestionable que la realidad de las competiciones deportivas, la bolsa, las modas, las elecciones, las leyes, los conocimientos económicos, las normas de tráfico y los impuestos es en gran medida una construcción social, al contrario que la realidad del reino vegetal, de los planetas y de la constante de Plank. Las matemáticas, como se habrá adivinado, son un caso especial: los números y los teoremas existen al margen de nosotros, pero no sus orígenes primitivos, sus aplicaciones y sus interpretaciones. Al contrario de lo que sucede con las leyes científicas y los teoremas matemáticos, nos relacionamos con las leyes humanas como personas adictas a los placebos: queremos, creemos y les exigimos que funcionen, y funcionan.
Para no proseguir en esta vena vagamente posmoderna (aunque a veces la vaguedad se subestima, sobre todo entre los matemáticos), describiré una curiosidad que permite entrever lo que puede suceder en la confusa frontera entre las rígidas estructuras matemáticas y aquellas que permiten al menos un asomo de voluntad humana.
Los trucos con naipes pueden llegar a aburrir (muchos temen sin admitirlo la amenaza de «voy a enseñarte otro»), pero Steve Gadbois, John Emert y Dale Umbach han redescubierto hace poco un hecho relacionado con el póquer que debería interesar a quienes no han jugado a las cartas en su vida. El primero que habló de él fue el jugador profesional y escritor John Scarne en su libro Scarne on cards.
Imaginemos que estamos jugando al póquer normal de cinco cartas con descartes y dos comodines, es decir, dos cartas con una figura especial que valen por cualquier otro naipe. Gracias a estos comodines, cualquier jugador tiene cierta libertad para elegir la jugada que quiere ligar.
Nos limitaremos a elegir la jugada más alta posible según el orden habitual de las jugadas, que se determina de acuerdo con su dificultad. Cuanto menos probable sea la jugada, más alta será. Un trío es menos probable que una doble pareja, que a su vez es menos probable que una sola pareja. Estos autores, sin embargo, han observado que la introducción de comodines y la libertad que dan a los jugadores pueden desarticular el orden de las diversas jugadas posibles.
Con dos comodines es más probable ligar un trío que una doble pareja. (Cualquier pareja más un comodín es un trío). Puesto que en esta situación es menos probable ligar dobles parejas, esta jugada debería ganar al trío. Supongamos que cambiamos las reglas por decreto-ley para que los jugadores prefieran ligar una doble pareja a un trío. Si se hace esto, entonces vuelve a ser más probable ligar una doble pareja que un trío.
Lo repetiré: un trío es menos probable que una pareja, pero la introducción de comodines aumenta las posibilidades de ligar un trío. Si, para reflejar su menor probabilidad, la doble pareja se declara jugada más alta que el trío, entonces aumenta la probabilidad de ligar una doble pareja. El orden de las restantes jugadas se altera igual e irreparablemente por el hecho de introducir comodines. El caso es que con dos comodines es más fácil ligar una pareja que un proyecto de escalera o de color, de modo que un proyecto debería ganar a la pareja.
Cuando se juega con comodines no hay forma de obtener un orden lineal. No es posible ordenar las jugadas según sus probabilidades tal como puede hacerse sin los comodines (una parte irrenunciable del juego).
¿Qué significado tiene este hecho misterioso para el resto de la humanidad? Si la simple introducción de dos comodines en el ámbito rígidamente ordenado del póquer conduce a resultados no ordenables, es difícil resistirse a la conclusión de que otros dominios menos definidos estarán mucho más abiertos a la indeterminación y la voluntad personal. Muchos actos de la vida (casarse, tener hijos, conversar, ganarse la vida, aprender, comprar, invertir) se rigen por lo que podríamos considerar reglas de juego, a veces también muy confusas. Además de leyes, usos, costumbres y conocimientos, hay excepciones, faroles y, desde luego, comodines.
Cuando un resultado positivo se estima que es relativamente improbable y, por lo tanto, valioso, esta circunstancia genera mayor empeño en su obtención, por las buenas, por las malas o por comodines. Este empeño aumentado incrementa la probabilidad de llegar a ese resultado y, en consecuencia, rebaja su valor. No hay forma de ordenar de una vez para siempre los resultados posibles; cada ordenación provisional desarticula efectivamente la jerarquía y produce una inversión de los valores de algunos resultados. Es evidente que las modas pasajeras, la voluntad personal y la definición social tienen en la vida cotidiana (por no hablar de la bolsa) una influencia incomparablemente mayor que en el póquer, y que la única forma de evitarlo es huir de los comodines o sus equivalentes funcionales. No es fácil, y tal vez ni siquiera sea posible. La vida, como dijo el engolado matemático, está llena de comodines cuyo valor determinamos nosotros.
Nuestra forma de ver y caracterizar sucesos y personas suele ser una opción entre posibilidades abiertas, que además contribuye a conformar opciones posteriores. Si nuestra nota en un examen se sitúa en el trigésimo cuarto percentil, podemos pensar que no hemos suspendido, pero también que no damos la talla. Pensemos lo que pensemos, una conclusión cerrará unas puertas y abrirá otras. Los números y los hechos, filtrados por nuestras experiencias y convicciones, adquieren plasticidad. Las ideas de extensionalidad e intensionalidad nos ayudarán a entender esta cualidad moldeable.
La lógica científica y matemática estándar se denomina extensional porque los objetos y conjuntos están determinados por sus extensiones (es decir, por sus partes componentes). En otras palabras, hablamos de entidades idénticas cuando tienen las mismas partes, aunque nos refiramos a ellas de manera distinta. En la lógica intensional cotidiana esto no es así. Las entidades equivalentes en la lógica extensional no siempre son intercambiables en la lógica intensional. «Criaturas con corazón» y «criaturas con riñones» pueden referirse al mismo grupo de criaturas en sentido extensional (es decir, que todas las criaturas con corazón podrían tener riñones, y viceversa), pero los términos son diferentes en intensión o significado. También podemos prometer que llegaremos a Filadelfia el día de la boda, pero en el caso de que la boda en cuestión se celebrara el mismo día que el aniversario del presidente Millard Fillmore, raro individuo sería quien describiese así la fecha de su llegada aunque ambas descripciones sean extensionalmente equivalentes.
Entre las dos lógicas hay un bache que no podemos pasar por alto. En contextos matemáticos, siempre se puede sustituir o intercambiar el número 3 por la raíz cuadrada de 9 o por el mayor número entero menor que p sin que varíe la verdad del enunciado que lo incluya. Por el contrario, aunque Clark Kent sea Superman y Lois Lane sepa que Superman vuela, ella no sabe que Clark Kent puede volar, y aquí no puede haber sustituciones. A Edipo le atrae la mujer Yocasta, no la persona extensionalmente equivalente que es su madre. Las perspectivas de Lois Lane y de Edipo puede que sean limitadas, pero en el reino impersonal de las matemáticas la ignorancia o la actitud personal hacia alguna entidad no afecta a la validez de una demostración ni a la licitud de sustituir iguales por iguales.
La lógica de la historia humana es intensional. Tomemos cualquier versión histórica de un acontecimiento y sustituyamos incidentes y entidades por las equivalencias extensionales que primero nos vengan a la cabeza. El resultado será seguramente cómico o absurdo, como cambiar la fecha de nuestra boda por el aniversario de Millard Fillmore, o el día de la llegada del presidente chino Jiang Zemin a Filadelfia por el de la confesión de Craig Rabinowitz, un parricida local que mató a su mujer. («Pues sí, el día en que se celebró el aniversario número 172 del presidente Millard Fillmore fue uno de los más felices de mi vida», o «Hubo una ruidosa concentración delante del ayuntamiento poco después de que Craig Rabinowitz se declarara culpable»). Nuestra opinión sobre el acontecimiento y, en general, el juicio de la historia dependen hasta cierto punto de la caracterización extensionalmente equivalente por la que optemos; y esta caracterización depende de muchas cosas: de nuestra psicología, del contexto histórico y de la historia posterior al suceso en cuestión.
La insustituibilidad intensional es igualmente válida en la descripción de acontecimientos cotidianos. Cuando mi hermano y yo íbamos a visitar a nuestros abuelos de pequeños, solíamos dedicarnos a lanzar dardos a los grandes árboles que jalonaban las aceras del vecindario cada ocho metros más o menos, sin perder la cuenta de los tiros que acertábamos. Cierto día lo convencí de que practicáramos aquel juego en ropa interior. Hasta que volvimos a casa de los abuelos no se dio cuenta de que yo llevaba un bañador debajo de los calzoncillos. Yo riéndome y él furioso, ambos aceptamos que, de algún modo, yo había sido el menos idiota aquel día.
En términos más generales, a veces todos queremos, creemos, esperamos, tememos o nos sentimos confundidos por algo, sin querer, creer, esperar, temer ni sentirnos confundidos por cualquier otra cosa que sea, a todos los (d)efectos, extensionalmente equivalente.[10]
¿Qué importancia tiene todo esto para la probabilidad y la estadística? Como subdisciplinas de la matemática pura, la lógica correspondiente es la extensional de la demostración y la verificación. Pero la lógica apropiada para sus aplicaciones (que es lo que entiende la mayoría cuando habla de probabilidad y estadística) es informal e intensional. El motivo es que la probabilidad de un suceso o, mejor dicho, nuestra estimación de dicha probabilidad, está casi siempre influida por su descripción intensional.
Recordemos, por ejemplo, nuestro papel en la asignación de la probabilidad de que Waldo tenga o no determinada característica (capítulo primero). Si lo describimos como un empleado anónimo de cierta empresa del país X, el 45 por ciento de cuyos ciudadanos tiene cierta característica, será lógico suponer que hay una probabilidad del 45 por ciento de que Waldo posea la característica. Pero si decimos que es la única persona que vive en determinado domicilio y que pertenece a cierto grupo étnico, el 80 por ciento de cuyos miembros en la región que comprende los países X, Y y Z tiene la característica en cuestión, seguramente llegaremos a la conclusión de que Waldo tiene un 80 por ciento de posibilidades de poseer la característica. Y si lo describimos como un oscuro funcionario de una organización de alcance nacional en X, el 15 por ciento de cuyos miembros posee la mencionada característica, seguramente diremos que las posibilidades de Waldo son sólo del 15 por ciento.
Las descripciones que acabamos de leer son extensionalmente equivalentes; todas especifican al mismo individuo, Waldo. Qué (combinación de) descripciones intensionales no equivalentes empleemos y cuál supongamos que es la más básica es algo que, hasta cierto punto, decidimos nosotros. No obstante, estas descripciones influyen en nuestras asignaciones de probabilidades y en todo lo que se derive de ellas.
Para ilustrar el argumento de otro modo, imaginemos que dos estadísticos recogen datos sobre las posibilidades de despeje con el pie durante un partido de rugby americano. Como son profesionales competentes, ambos llegan a resultados aparentemente idénticos: uno concluye que los equipos despejan con el pie en el último tiempo el 95 por ciento de las veces, y el otro que los equipos despejan con el pie en el cuarto tiempo el 95 por ciento de las veces. (En el rugby americano hay cuatro tiempos, de modo que último tiempo equivale a cuarto tiempo). Ahora bien, ¿y si se cambian las reglas del juego para que haya cinco tiempos? En tal caso, la predicción del primer estadístico sigue siendo válida (los equipos seguramente seguirán despejando con el pie en el último tiempo el 95 por ciento de las veces), mientras que la del otro estadístico será falsa (los equipos ya no despejan con el pie en el cuarto tiempo). Aunque último y cuarto tiempos son extensionalmente idénticos según las antiguas reglas, la diferencia de intensión o significado queda clara cuando se cambian las reglas.
¿Y qué ocurre cuando se cambian las leyes que rigen, por ejemplo, la seguridad social y grupos de personas que eran extensionalmente equivalentes dejan de serlo? ¿Seguirán siendo pertinentes nuestras estadísticas escrupulosamente cosechadas? ¿Y las estadísticas económicas en una sociedad donde el marido y el que gana el dinero han dejado de ser, en virtud de los cambios sociales y jurídicos, conceptos extensionalmente equivalentes?
Los resultados estadísticos dependen de la intensión y el contexto. Las aplicaciones acríticas de la probabilidad y la estadística a situaciones regidas por leyes y normas humanas pueden conducir a absurdos científicos. La lógica y las leyes implícitas en las historias son inseparables de las estadísticas. Más concretamente, cualquier estudio estadístico sobre una entidad estructurada (un juego, un sistema de protección pública, los matrimonios, una época histórica) es probable que contenga defectos irreparables si deja de tener en cuenta la estructura al sustituir descuidadamente entidades extensionalmente equivalentes. La propiedad de una aplicación matemática está siempre expuesta a la crítica y el desacuerdo en lo fundamental; en este sentido se diferencia de la validez de una demostración matemática, y recuerda la pertinencia variable de una interpretación literaria.
¿Qué es exactamente la lógica intensional? Esta denominación se aplica a un conjunto informe y mal comprendido de disciplinas que abarca ciertas ramas de la lógica matemática y la filosofía (la llamada lógica modal, la semántica de situación, la lógica inductiva y la teoría de la acción), una parte de la lingüística, la teoría de la información, la ciencia cognitiva, la psicología y, lo más importante de todo, el conocimiento y las intuiciones lógicas informales de la vida diaria.
La lógica intensional está más vinculada al contexto, la perspectiva y la experiencia que la lógica extensional y, por tanto, exige el empleo de contextualizadores: palabras como esto, aquello, tú, ahora, entonces, aquí, allí, y en último lugar pero no menos importantes, yo, me y mí. Cuando empleamos la lógica intensional tenemos que situar la acción y el personal implicado. Debemos tener en cuenta sus rasgos, las personas y cosas que conocen y las circunstancias en que se encuentran. Esta contextualización se parece a la determinación de las condiciones iniciales de una ley científica (la altitud y velocidad de un proyectil, la temperatura y presión de un gas, etc.); pero, al contrario de lo que ocurre en la ciencia, donde hay muchas leyes y las condiciones iniciales suelen ser detalles menores, en lógica intensional los contextos, las conexiones y las condiciones son mucho más importantes que las relativamente escasas «leyes» de comportamiento. El estribillo «Para comprenderlo tendrías que haber estado allí» no por trillado es menos cierto.
No sería del todo inútil preguntarse cuántos contextos, conexiones y condiciones existen. (Responder escuetamente que hay «muchísimos» podría inducir al lector a saltarse los dos párrafos megalonuméricos que siguen). Las estimaciones del orden de magnitud confirman la enormidad de esta cantidad vagamente definida. Si suponemos que las personas varían en dos dimensiones (tener o no tener dos rasgos, por ejemplo la timidez y la inteligencia), entonces hay 22 pares posibles de rasgos que una persona puede tener: timidez e inteligencia, timidez sin inteligencia, inteligencia sin timidez y ni timidez ni inteligencia. Si suponemos que las personas varían en N dimensiones (tener o no tener N rasgos), entonces la persona tendría 2N conjuntos posibles de rasgos.
Para N = 100 (un número más bien bajo) tenemos 2100 posibilidades, es decir, más de un quintillón de conjuntos de rasgos personales posibles (y esto suponiendo que los rasgos considerados no admitan matices ni gradaciones). ¿Y qué decir de las conexiones posibles entre personas? Si hay X personas, entonces hay [X × (X − 1)]/2 pares posibles de personas y 2[X × (X − 1)]/2 conjuntos posibles de pares. Si X vuelve a ser 100, entonces hay 4950 parejas posibles y 24950 (un 1 seguido de casi 1500 ceros) conjuntos posibles de parejas. ¿Y qué decir de los tríos y grupos mayores? ¿Y de las conexiones o asociaciones entre rasgos de (grupos de) personas?
Consideremos ahora las situaciones posibles, la cantidad casi inimaginable de maneras posibles de mirar, hablar, comprar y vender, hacer cosas, etc. Las situaciones se componen de una cantidad indeterminada de elementos cuyas combinaciones posibles están sujetas a explosiones combinatorias aún mayores.
Ante estos números tan descomunales, podría pensarse que los enfoques estadísticos convencionales deberían dar buenos dividendos, pero no es así. Desde nuestro punto de vista individual, nuestra constelación particular de conexiones casi siempre nos parece especial, aunque desde fuera parezca de lo más vulgar. Como nos conocemos mejor que nadie, somos conscientes de todos los delicados matices de nuestras circunstancias, y solemos olvidar egocéntricamente los detalles de las circunstancias ajenas. Aunque hay muchísimas circunstancias, conexiones y condiciones posibles, desde nuestra perspectiva individual son relativamente pocas las que se parecen lo bastante a las nuestras para engendrar generalizaciones o estadísticas pertinentes. No parece, por lo tanto, que podamos obtener mucha orientación estadística de ellas.
Pese a todo, nos las arreglamos para clasificar situaciones, relaciones y personas. A decir verdad tenemos que hacerlo; de lo contrario, la particularidad de cualquier encuentro nos desbordaría y nos incapacitaría para seguir adelante. (Véase el pasaje sobre los estereotipos del capítulo primero). Las reglas informales de muchas modalidades de situación reconocibles al instante orientan buena parte de nuestra conducta. Sin saber cómo, nos fijamos en las regularidades de orden superior y desechamos los detalles irrelevantes. A menudo leemos novelas para penetrar en nuestra propia vida a través de personajes, en la superficie, totalmente distintos de nosotros. Todos comprendemos y utilizamos una lógica no formalizada, y seguramente no formalizable, que impregna nuestras acciones e interacciones cotidianas y las historias que se elaboran con ellas.
ΩΩΩ
Como la lógica estándar, la lógica informal contiene variables. Aunque los estudiantes de cursos introductorios de álgebra o lógica formal suelen echarse a temblar cuando las ven por primera vez, las variables no son más abstractas que los pronombres de la lógica intensional, con los que guardan un estrecho parecido conceptual. (Del mismo modo, los sustantivos son comparables a las constantes matemáticas). Dado que la gente no suele tener problemas para barajar la idea de pronombre o sus referentes, las variables no deberían crear, en principio, demasiadas dificultades.
Las matemáticas, sin embargo, tienen una peculiaridad: las ligaduras ecuacionales se expresan en forma de variables que a menudo nos permiten determinar su valor. Así, si 5X − 4Y − 3Z + 3(1 + 7X) = 22, y además Y = 3 y Z = 2, entonces podemos averiguar el valor de X. (Por poner un ejemplo más cotidiano, si conocemos la equivalencia en carne y hueso de una de las cuatro medidas de una muñeca Barbie —estatura, busto, cintura y caderas—, podemos determinar las equivalencias en carne y hueso de las otras tres resolviendo ecuaciones algebraicas simples. He elegido este ejemplo porque algo tan elemental parece superar la comprensión de algunos agudos periodistas que se han dedicado últimamente a especular sobre las medidas de la nueva muñeca. En contra del misterio invocado en sus artículos, y al margen de si el fabricante divulga o no las medidas de la nueva Barbie, al menos conocemos sus medidas relativas y sólo necesitamos saber una para calcular las demás).
Las técnicas empleadas para resolver estas ecuaciones y otras más complicadas no tienen equivalente directo en el discurso cotidiano, aunque los desenlaces de las novelas policíacas y las inferencias que hacemos en la vida diaria tienen cierto parecido con ellas. Meditemos lo siguiente: la persona (X) que anuló la reserva de hotel sabía que la mujer (Y) acudiría a la celebración, que llegaría a última hora y que el hecho de no tener una habitación reservada sería fastidioso para ella y embarazoso para la persona (Z) que la había invitado. Sabiendo quiénes son Y y Z, ¿podemos averiguar quién (X) anuló la reserva? En lugar de las leyes de la aritmética y la lógica matemática estándar, aquí aplicamos las leyes más imprecisas de la psicología y la lógica intensional.
Antes de seguir explorando la naturaleza de la lógica intensional, me gustaría bosquejar los rudimentos de la lógica matemática estándar y, en el proceso, señalar por qué no es apta para tratar situaciones, historias, conversaciones y contextos cotidianos. Ante todo, la lógica matemática estándar sólo se preocupa del significado de muy pocas palabras. Los chocantes pensamientos que siguen son ejemplos de tautologías matemáticas, enunciados que son verdaderos en virtud del significado de las conectivas lógicas no, o, y, si… entonces y algunos equivalentes: «Aristóteles tenía halitosis o Aristóteles no tenía halitosis»; «si es falso que Gottlob o Willard están presentes, entonces Gottlob y Willard están ausentes»; «si siempre que Thoralf está enfadado Bertrand está triste, entonces si Bertrand está alegre es que Thoralf no está enfadado». (La práctica habitual de simbolizar enunciados simples como «Aristóteles tenía halitosis» o «Thoralf está enfadado» mediante las letras P y Q ha inspirado la única muestra de humor de lavabos públicos con base lógica que conozco: la diferencia entre los hombres y las mujeres es la que hay entre los enunciados [P y no Q] y [Q y no P]).[11]
Los lógicos han formalizado el proceso de verificación por el que los enunciados complejos (enunciados simples unidos mediante las conectivas mencionadas) se juzgan siempre verdaderos (tautológicos), siempre falsos (contradictorios) o unas veces verdaderos y otras falsos (contingentes). Estas normas nos permiten, por ejemplo, determinar mecánicamente lo que dice en realidad el siguiente anuncio de la elección de Miss América Adolescente: «Buscamos una candidata con talento y espíritu de servicio o con belleza física. Sintiéndolo mucho, no podemos admitir candidatas con talento y espíritu de servicio y sin belleza física».
Estas reglas, sin embargo, sirven de poco en las oraciones con expresiones de relación. La validez de la inferencia «Mae West es amiga mía» a partir de «Todos los amigos de Ludwig Wittgenstein son mis amigos» y «Mae West es amiga de Ludwig Wittgenstein» no depende de los significados de y, o, no y si… entonces. Las reglas tampoco sugieren ninguna asociación entre los enunciados «A veces se puede engañar a todo el mundo» y «Siempre se puede engañar a alguien». Estas conexiones sólo caben en una lógica ampliada que abarque expresiones de relación que implican variables («X es amigo de Y» o «Podemos engañar a X en el tiempo Y») y los llamados cuantificadores (todo, algún). En este vasto dominio, el lógico Alonzo Church ha demostrado que, a diferencia de lo que ocurre con las tautologías, no puede haber ningún procedimiento mecánico para determinar la validez de oraciones o argumentos.
Como sucedía con los términos conectivos y, o, no y si… entonces, los enunciados complejos se pueden construir a partir de enunciados simples con la adición de términos relacionales y conectivos, variables y cuantificadores. Consideremos la misantrópica forma lógica «X odia a Y» definida en el conjunto de los individuos y en la que cada variable puede ir precedida de un universal todo o un existencial algún.
Si ambas variables se cuantifican universalmente, la forma pasa a ser «Para todo X y para todo Y, X odia a Y», lo que equivale a la sentencia hobbesiana «Todo el mundo odia a todo el mundo». Si la primera variable se cuantifica universalmente y la segunda existencialmente, tenemos que «Para todo X, existe algún Y (tal que) X odia a Y» o, dicho de forma más realista, «Todo el mundo odia a alguien». Si se intercambian los cuantificadores en el enunciado anterior, tenemos que «Existe algún Y (tal que) para todo X, X odia a Y», lo que equivale a afirmar la existencia de un chivo expiatorio: «Hay alguien a quien todo el mundo odia». Si la primera variable se cuantifica existencialmente y la otra universalmente, la iracunda conclusión es que «Existe algún X (tal que) para todo Y, X odia a Y», es decir, «Hay alguien que odia a todo el mundo». Si las dos variables se cuantifican existencialmente, obtenemos que «Existe algún X y algún Y (tales que) X odia a Y», lo que equivale a la banalidad de que «Siempre hay alguien que odia a alguien». ¿Cuál sería la versión coloquial de «Para todo Y, existe un X (tal que) X odia a Y»?
La adición de términos que simbolizan una relación entre dos o más objetos, términos y símbolos conectivos, términos y símbolos cuantificadores, más diversas reglas de inferencia, produce un sistema lógico mucho más poderoso que, en esencia, permite formalizar cualquier razonamiento matemático. Este sistema, cuya belleza, elegancia, potencia y precisión ni siquiera he llegado a insinuar, es lo que se conoce como lógica de predicados.
Y en un uso que ha acabado generalizándose, los enunciados sobre los símbolos, las proposiciones o las demostraciones de la lógica de predicados (tal enunciado es falso, tal demostración es válida, etcétera) se denominan metaenunciados. Del mismo modo, hay metametaenunciados sobre metaenunciados y metametametaenunciados sobre metametaenunciados. La crítica de un libro sería un metaenunciado sobre el libro, y un artículo sobre las críticas de libros sería un metametaenunciado sobre libros. Los enunciados metalingüísticos ofrecen una especie de contexto a cualquier cosa que se discuta. El término informal contexto tiene un radio de acción más amplio, más circunstancial, pero, al igual que los metalenguajes, también la contextualización puede reiterarse: el contexto de un contexto, etcétera. En teoría, estos procesos pueden reiterarse indefinidamente, pero en la práctica tienen que detenerse en algún punto. (Si un paparazzo hubiera fotografiado a los paparazzi que fotografiaban a la agonizante princesa Diana, sus fotos habrían contextualizado la actividad fotográfica de los otros y el resultado habría sido una especie de metafoto).
A diferencia de las matemáticas y la lógica de predicados, el lenguaje hablado suele ser impreciso, y formalizar una frase, sobre todo si es metafórica, es un asunto delicado. «No es oro todo lo que reluce» es un ejemplo. ¿Significa que hay cosas que relucen y no son oro, o que nada de cuanto reluce es oro? Incluso el sencillo verbo ser se puede traducir a la lógica formal de múltiples maneras. Compárese lo que sigue: «Estragón es Beckett», donde es indica identidad: e = b; «Estragón es nervioso», donde es tiene función predicativa: e tiene la propiedad A; «El hombre es nervioso», donde es indica inclusión: para todo X, si X tiene la propiedad de ser hombre, entonces X tiene la propiedad de ser ansioso; y «Es un hombre nervioso», donde es indica existencia (en sentido lógico): existe un hombre con la propiedad de ser nervioso.
El artículo indeterminado un/una no es menos problemático, pues su interpretación puede depender, entre otras cosas, del tiempo verbal. Las argumentaciones que siguen no son equivalentes, aunque tengan la misma forma:
Un gato necesita agua para vivir
Luego mi gato Puffin necesita agua para vivir
Un perro ladra en el patio
Luego mi perro Ginger ladra en el patio.
Otra dificultad asociada a la traducción del lenguaje cotidiano al lenguaje formal artificialmente restringido es consecuencia directa de la austeridad del conjunto de enunciados que pueden formarse con conectivas lógicas (y, o, no), variables, cuantificadores (todo, algún) y predicados relaciónales («X ataca a Y», «W prefiere U a V»). Hasta hace poco se habían descuidado las situaciones o contextos en que se formulaban los enunciados. Esta indiferencia está a tono con el carácter intemporal y universal de los enunciados y argumentaciones matemáticos, pero a duras penas se justifica cuando se pretende comprender la comunicación humana y la literatura.
Para ir más allá de la lógica matemática de predicados, un grupo heterogéneo de académicos entre los que se cuentan el filósofo Saul Kripke, el matemático John Barwise (mi director de tesis en la Universidad de Wisconsin) y el teórico de la literatura Mark Turner se ha propuesto formalizar diferentes aspectos de la naturaleza obligatoriamente contextual, recursiva, metaforizante, centrada en el agente y referencialmente confusa de la lógica intensional. Podría citar una larga serie de académicos, pero mis objetivos son modestos. Sólo pretendo subrayar la importancia de la lógica intensional y exponer que, aunque mal construida, es la base de nuestra comprensión de las aplicaciones matemáticas, especialmente las de carácter probabilístico y estadístico (y también de las historias y el discurso informal). Estas aplicaciones no siempre son tan claras y directas como la gente suele creer.
En su libro Naming and necessity, Kripke ha desarrollado una teoría semántica de «mundos posibles» que ha contribuido a aclarar las nociones de necesidad (verdad en todos los mundos pertinentes) y posibilidad (verdad en algunos). Dicha teoría arroja luz sobre cuestiones relacionadas con la mención nominal de entidades (¿Son la madre Teresa de Calcuta y Groucho Marx los mismos en todos los mundos posibles?) y las conexiones entre mundos posibles (Si el viajante de comercio no hubiera tomado anfetaminas, ¿se habría producido el altercado?). La teoría de los «mundos posibles» ha tenido mucho eco también en teoría literaria, donde se ha utilizado para arrojar luz sobre el significado de hechos, circunstancias y personajes de mundos ficticios (¿dónde vive Peter Pan?).
Barwise, en su libro The situation in logic, ha ideado una extensión de la lógica matemática que construye dentro de un enunciado una referencia manifiesta a su contexto o situación y permite que una situación sea el objeto de enunciados más complicados. La lógica estándar tiene problemas para aprehender una afirmación tan elemental como «Waldo vio estudiar a Oscar», puesto que lo visto no es una entidad comparable a una persona o un objeto físico, sino una situación en la cual Oscar estudia. En la «semántica situacional» de Barwise es posible y natural referirse a situaciones y clases de situaciones.
El movimiento subraya igualmente el aspecto autorreferencial de la narrativa y las conversaciones cotidianas. El «acervo» o «conocimiento común» (la fuente de información de la que bebe cada dialogante y a la que todos contribuyen) es una noción importantísima. En su formulación habitual, X es un elemento informativo del acervo común de Myrtle y Waldo si cada uno conoce X, cada uno sabe que el otro conoce X, cada uno sabe que el otro sabe que el otro conoce X, y así sucesivamente hasta el infinito. En una formulación alternativa, X es un elemento informativo del acervo común de Myrtle y Waldo si ambos conocen Y, donde Y es igual a la proposición compuesta «X y (Myrtle conoce Y y Waldo conoce Y)». Adviértase que Y se define en términos de sí misma. En cualquier caso, el acervo o conocimiento común es una idea inherentemente autorreferencial que comporta algo más que el simple hecho de que dos personas conozcan las mismas cosas y sepan que la otra lo sabe.
Aunque formalizados, los aspectos situacionales y autorreferenciales de la comunicación humana normal (incluyendo la comunicación de probabilidades y estadísticas) convierten la literatura y el diálogo en partes inextricables de la formación cultural y personal. Comunicarse con otro es necesario para identificarse con él (lo cual, desde luego, exige presuponer la existencia de ese otro). Así pues, hay que referirse al ineludible conocimiento cultural y de fondo, al acervo o conocimiento común de los participantes y a la situación particular. Los conocimientos implicados son sutiles y fugaces, y la base de datos requerida descomunal.
Ningún ordenador, por ejemplo, ha superado la conocida prueba de Turing. Imagine el lector que charla con dos interlocutores a través de una pantalla. Se trata de adivinar qué hardware (o fisiología) se basa en el silicio y cuál en el carbono. Si no se puede, se dice que el ordenador ha pasado la prueba de Turing (llamada así por el lógico Alan Turing). Los mensajes de los ordenadores seguirán desnudando su alma metálica con facilidad, por lo menos en el futuro previsible. La cantidad de conocimiento tácito que poseemos desborda a nuestros presuntos imitadores. Sabemos que los gatos no brotan de los árboles y que no paren tractores, que no ponemos mostaza en los sombreros ni calcetines en la jarra de la leche, que los cepillos de dientes no miden dos metros ni se venden en las tiendas de muebles, que aunque las botas de piel estén hechas de piel y las botas de lona estén hechas de lona, las botas de agua no están hechas de agua. Lo único que haría falta para desenmascarar al robot impostor sería hacerle preguntas sobre algunos de estos conocimientos obvios desde el punto de vista humano.
Como doctor en lógica matemática, me fascina que algunos investigadores de este campo (bastión de verdades y argumentaciones intemporales) estén estudiando formalmente la idea de que la comunicación es un proceso socialmente mediatizado donde el contexto suele ser decisivo. En su libro Goodbye, Descartes, Keith Devlin ha propuesto la denominación «matemática blanda», a semejanza de la distinción entre las llamadas ciencias duras y ciencias blandas. La matemática blanda potencia algunas intuiciones sostenidas desde hace tiempo por estudiosos de la literatura y las humanidades, pero sin abandonar las nociones de verdad y referencia.
Este acercamiento parcial no debería sorprendernos; a pesar de lo que suele creerse, es poco lo que hay de inherentemente antitético o irreconciliable entre la literatura, las historias en general o la conversación y las aplicaciones de la lógica, las matemáticas o la estadística. Así como la semántica situacional pretende incorporar parte de la riqueza del conocimiento cotidiano en una lógica formal extendida, sería conveniente desarrollar una «estadística situacional» que incorporase posibilidades caprichosas como las que sugiere la narrativa con sentido común. No creo que concediéramos mucho mérito a quien se tomara la molestia de pasar todos los enunciados de un poema o un cuento por la criba de la lógica de predicados. Pienso que debería adjudicarse un demérito parecido a quienes meten de cualquier manera hechos y cifras en fórmulas estadísticas y emiten juicios desorientadores y sin autoridad.
Hay un tema afín que se refiere a cómo afectan la recogida y la difusión de las estadísticas sociales a las cosas que se miden. Casi todos los sondeos sobre creencias religiosas coartan sutilmente las declaraciones de falta de fe. Los sondeos sobre sexualidad, por mencionar otro ejemplo notorio, son poco de fiar por la sencilla razón de que las personas tienden a mentir cuando un desconocido les pregunta por su vida sexual. ¿Cómo se explica, si no, que los hombres heterosexuales declaren haber tenido más parejas sexuales por término medio que las mujeres heterosexuales? Sin embargo, la publicación de estos sondeos influye en la vida sexual de las personas y en lo que están dispuestas a divulgar (o inventar), y contribuye a definir su concepción de la sexualidad. La interpretación de las estadísticas, como ya vimos, no escapa a las reglas autorreferenciales mal comprendidas de la lógica intensional.
El escritor austríaco Karl Krauss señaló una vez que «el psicoanálisis es esa enfermedad mental que se cree terapia». Aunque comparto esta pobre opinión sobre los méritos científicos de la psicología freudiana, la frase evoca muy bien los aspectos autoformativos de la lógica intensional. Oír, contar y, por último, interiorizar historias son pasos necesarios para la construcción del yo. Tomamos elementos y pautas de las representaciones ajenas (elementos y pautas que han evolucionado a partir de inclinaciones simples, instintivas) y los hacemos propios. El sentimiento de identificación que nos une a la familia, a los amigos y, con menor intensidad, a colectivos mayores, nos hace humanos. (La misantropía opera del mismo modo, aunque por lo general en sentido inverso: colectivo, amigos, familia). La identificación posibilita asimismo la comunicación humana y lo que podríamos llamar apareamiento cognitivo o, más prosaicamente, encuentro de cerebros.
Como ya se ha dicho, la lógica extensional de la ciencia no sirve para describir este apareamiento cognitivo que tan importante papel desempeña en la literatura y el diálogo. Raras veces nos limitamos a intercambiar información para luego hacer inferencias estáticas sobre el mundo exterior. En vez de eso, «bailamos» unos con otros y establecemos un acervo común en el que la historia o el diálogo puedan avanzar (o, en algunos casos, no avanzar). Un ejemplo de diálogo que no avanza mucho (pero con baile a pesar de todo) es la siguiente conversación típica:
GEORGE: Hola, Martha.
MARTHA: ¿Qué te pasa, George? ¿No estarás enfadado conmigo?
GEORGE: ¿Yo? Claro que no.
MARTHA: Sí lo estás. ¿Por qué estás enfadado?
GEORGE: Te digo que no lo estoy.
MARTHA: Y yo digo que sí. Te lo noto en la voz.
GEORGE: Martha, estoy haciendo lo posible por no enfadarme.
MARTHA: ¿Lo ves? Rezumas hostilidad hacia mí. ¿Por qué, George? ¿Qué he hecho yo para merecer tanto odio?
(George se va dando un portazo).
No todas las conversaciones a dos bandas comportan un antagonismo tan enredado. Un conocido mío de los cursos de doctorado solía empezar lo que según él era una conversación diciendo: «Sea X un espacio de Banach completamente normado», tras lo cual pasaba a exponer un teorema y su demostración sin mirarme a la cara en ningún momento. Durante uno de aquellos «diálogos» pensé que, si me marchase, mi interlocutor ni siquiera se daría cuenta, pero no hice la prueba. Aunque sin proponérselo, sus «diálogos» ilustraban la poca importancia que tienen la conversación y la narrativa implícitas para la lógica estándar.
Keith Devlin tiene otra historia de doctorandos que pone de manifiesto la sutileza lógica que pueden alcanzar nuestros tangos dialécticos. Tres doctorandos ayudan a su profesor de matemáticas a adecentar su jardín. Entran a tomar un refresco, los tres con manchas de barro en la frente. Se sientan alrededor de una mesa y el profesor comenta que por lo menos uno de ellos tiene manchas de barro en la frente. Al cabo de unos momentos se levantan los tres a la vez y corren a limpiársela. Si cada uno puede ver por sí mismo que por lo menos dos tienen barro en la frente, ¿cómo puede el comentario del profesor (que en apariencia comunica menos información de la que ya tienen) resultar informativo?
La respuesta es que el comentario del profesor se suma al conocimiento común a los tres. Más concretamente, Mortimer, uno de los doctorandos, podría metarrazonar del siguiente modo sobre el razonamiento de Waldo y Oscar, los otros dos doctorandos: si tuviera la frente limpia, Waldo lo vería y razonaría que si también él tuviera limpia la frente, Oscar, al ver dos frentes limpias, llegaría a la conclusión de que la frente sucia es la suya y correría a limpiarse; al no levantarse Oscar, Waldo debería concluir que la frente sucia es la suya. Oscar podría razonar del mismo modo y concluir que la suya es la frente manchada de barro. Como ni Waldo ni Oscar se han levantado, Mortimer llega a la conclusión de que la frente manchada es la suya.
Pero la situación es simétrica. Waldo y Oscar hacen el mismo razonamiento y cada uno llega a la conclusión de que su frente es la sucia. Suponiendo que los tres estudiantes sean igual de astutos y razonen a la misma velocidad,[12] los tres se levantarán a la vez y correrán a limpiarse la frente. Resumiendo: Mortimer, Waldo y Oscar ya sabían que dos por lo menos tenían la frente manchada, pese a lo cual el conocimiento común de que al menos uno tenía una mancha les indujo a la acción.
La conjunción resonante del pensamiento de los tres estudiantes pone de manifiesto un aspecto importante del hiato existente entre las historias y las estadísticas y, en términos más generales, entre la literatura y la ciencia. La matemática pura y su lógica extensional permiten (incluso exigen) el distanciamiento personal, mirar desde fuera una relación, una política gubernamental, un fenómeno biológico, toda una galaxia. Las matemáticas nos liberan de enredos. Por el contrario, la lógica intensional informal, cuyas maleables reglas emanan de la vida misma, tiende a implicarnos con otros, nos induce a influir y ser influidos, a presuponer a la vez soberanía personal y un contexto social compartido. La lógica intensional es implicativa; nos implica y nos enreda.
He aquí una variante de la anécdota de las manchas de barro que ilustra mejor su naturaleza implicativa.
Escribí esta parábola una semana después de la brusca caída de la bolsa en octubre de 1997. Sucede en un pueblo ignorante y sexista de un condado inconcreto. En el pueblo hay 50 matrimonios, y cada mujer sabe inmediatamente cuándo es infiel el marido de otra, pero no cuándo lo es el suyo. Las estrictas leyes feministas del pueblo exigen que si una mujer demuestra que su marido le ha sido infiel, debe matarlo el mismo día. Supongamos además que las mujeres son fieles cumplidoras de la ley, inteligentes, conscientes de la inteligencia de las otras mujeres y, menos mal, nunca hablan con otra mujer de las correrías de sus maridos mujeriegos. Como suele suceder, los 50 maridos han sido infieles, pero como ninguna mujer puede demostrar nada el pueblo sigue viviendo alegre y recelosamente. Cierta mañana llega de visita, de allende los bosques, la matriarca de la tribu. Todos conocen su honradez y su palabra es ley. Les anuncia con voz sombría que en el pueblo hay por lo menos un marido mujeriego. ¿Qué sucede cuando este hecho, que no es más que una consecuencia menor de lo que todos ya saben, pasa a ser conocimiento común?
La respuesta es que tras el aviso de la matriarca habrá 49 días de paz hasta que de pronto, el quincuagésimo día, habrá una matanza general de maridos. Para comprenderlo, supongamos que sólo hay un marido infiel, el señor A. Todos menos la señora A tienen ya noticia de su infidelidad, de modo que cuando la matriarca hace el anuncio sólo la señora A se entera de algo que no sabía. Como es inteligente, se da cuenta de que si hubiera otro marido infiel, ella lo sabría. De aquí deduce que el señor A es el mujeriego y lo mata aquel mismo día.
Supongamos ahora que sólo hay dos maridos infieles, los señores A y B. Todas las mujeres, menos las señoras A y B, están al tanto de las dos infidelidades; la señora A conoce sólo la del señor B y la señora B conoce sólo la del señor A. La señora A no saca pues nada concluyente del anuncio de la matriarca, pero como la señora B no mata al señor B aquel mismo día, deduce que también el señor A es culpable. Lo mismo le sucede a la señora B, que del hecho de que la señora A no mate al señor A aquel mismo día deduce que el señor B también es culpable. Al día siguiente, las señoras A y B matan a sus maridos.
Si hubiera tres maridos culpables, los señores A, B y C, el anuncio de la matriarca no causaría ninguna conmoción el primer día, pero mediante un razonamiento semejante al descrito, las señoras A, B y C, cada una por su cuenta, acabarían deduciendo, de la pasividad de las otras dos durante los dos primeros días, que también el cónyuge propio es culpable y matarían a los tres el tercer día. Por inducción matemática llegamos a la conclusión de que si los cincuenta maridos fueran infieles, sus inteligentes esposas conseguirían demostrarlo el día quincuagésimo, el día del justiciero baño de sangre.
Sustituyamos ahora el aviso de la matriarca de allende los bosques por el que lanzaron el verano pasado los problemas monetarios de Tailandia, Malaisia y otras economías asiáticas; el nerviosismo e inquietud de las esposas por el nerviosismo e inquietud de los inversores, la resignación de las esposas mientras sus toritos no den cornadas por la resignación de los inversores mientras no sean sus toros los corneados, el ajusticiamiento de los maridos por la venta de acciones, y el intervalo de 50 días entre el anuncio y la matanza por el intervalo entre los problemas del Sudeste Asiático y la venta desenfrenada, y el asunto se comprenderá fácilmente. Para ser más explícitos, las partes financieras interesadas puede que sospecharan de la vulnerabilidad de las restantes economías asiáticas, pero no se movilizaron hasta que alguien lo proclamó públicamente y con el tiempo pusieron de manifiesto su propia vulnerabilidad. Es posible, por lo tanto, que el discurso que pronunció el primer ministro malasio en abril de 1997 criticando a los bancos occidentales tuviera el efecto del aviso de la matriarca y precipitase la misma crisis que temía.
Por suerte, a diferencia de los maridos de la fábula, el mercado tiene capacidad para resucitar. La posterior recuperación de Wall Street sugiere que nuestra parábola sería más sólida si las esposas pudieran resucitar a sus maridos tras una corta estancia en el purgatorio. Así es la vida, la muerte, la compra y la venta en la aldea global.
ΩΩΩ
Del mismo modo, los secretos de familia y las intrigas políticas que tan bien conocen todos los partidos de peso adquieren un cariz distinto cuando pasan a ser de conocimiento público. Lo mismo ocurre con los hechos (y seudohechos) estadísticos, que, evidentemente, no son inmunes al cambio de papel que experimentan cuando pasan a formar parte del conocimiento común de un grupo lo bastante grande de personas. Tal vez con menos acrobacias mentales que en la historia de las manchas de barro, las feministas despiadadas o las intrigas familiares y políticas, asimilamos selectivamente las estadísticas sobre distribución de la riqueza, alarmas sanitarias, prácticas sexuales, modas, incidencia del delito y un sinfín de asuntos, y las convertimos en parte del acervo común de nuestras relaciones y nuestras historias.
Ha sido el caso, por ejemplo, de la concienciación pública sobre la elevadísima cantidad de muertes causadas por el tabaco y del reconocimiento general de la amplia incidencia de los malos tratos conyugales (que, a diferencia de lo que ocurría en la aldea feminista, suele significar el maltrato de la esposa). Por desgracia, las asociaciones falsas, como la propalada sobre los implantes de mama y diversas enfermedades inmunológicas, también pueden integrarse en nuestro acervo común durante un tiempo. El personalísimo conjunto de estadísticas que incorporamos contribuye a definir quiénes somos, aunque sus conexiones con la realidad sean tenues. Las que adoptamos colectivamente, y por tanto pasan a ser conocimiento común, nos impulsan a levantarnos para limpiarnos la frente o a matar a nuestra pareja. Una vez más, la interpretación de las probabilidades y estadísticas depende de los dominios más brumosos de la lógica intensional y la psicología.
Naturalmente, la sutileza inherente a las historias y los diálogos no es estadística, sino que depende en gran parte de incontables detalles situacionales y estilos lingüísticos que evolucionan influyéndose entre sí. Aunque los filósofos advierten de la imposibilidad de un lenguaje totalmente privado, los lenguajes semiprivados son parte del acervo común de cualquier par de personas significativamente relacionadas y aparecen en cualquier historia larga. Podríamos llenar un libro con los signos con que los miembros de una pareja dan a entender sus intenciones de comprar objetos y sus actitudes hacia el dinero. La siguiente anécdota ilustra la adquisición natural de este conocimiento.
Un joven está de vacaciones y llama a su casa para hablar con su hermano:
—¿Cómo está el gato Oscar?
—Muerto. Murió esta mañana.
—Eso es horrible. Ya sabes lo mucho que lo quería. ¿No has podido comunicármelo con menos brusquedad?
—¿Cómo?
—Diciéndome, por ejemplo, que estaba en el tejado. Luego, cuando volviera a llamarte, podías haber dicho que no pudiste bajarlo, y así, poco a poco, hasta que la noticia fuera inevitable.
—Entiendo. Disculpa, chico.
—Por cierto, ¿cómo está mamá?
—En el tejado.
La autobiografía es otro campo en el que las historias y los conocimientos privados interaccionan con declaraciones y estadísticas públicas de un modo turbio y autorreferencial. Consideremos la suposición y el asunto que siguen. Imaginemos que me he tomado la molestia de desenterrar estadísticas sobre la inmigración griega de principios del siglo XX, la psicología de los primogénitos, la vida en los años cincuenta y sesenta, el supermanido fenómeno de la explosión demográfica conocido como el baby boom, el divorcio, y muchísimos otros temas objetivos innegablemente emparentados con mi desarrollo psicológico. ¿Darían más conocimiento sobre mí a los lectores que los párrafos autobiográficos que siguen? (Lo que sigue lo he tomado literalmente de un archivo de recuerdos que tenía casi olvidado en una casi olvidada reliquia, un ordenador KayPro).
«Nieto primogénito de inmigrantes griegos, fui el centro de sus atenciones y lisonjas. Me mimaban y agasajaban, y durante los primeros años todo me parecía mágico, vivo y único: las espirales de la puerta del armario mientras me dormía, el sol del atardecer reflejándose en los ladrillos rojos y en las bocas de incendios negras y oxidadas que había al otro lado de la calle, las rayas de la acera y las mellas del bordillo, los olores de la tienda de comestibles de la esquina y de la alcantarilla del callejón, el silencio casi musical de todas las cosas. Recuerdo la seguridad total que sentía cuando mi abuela me pasaba los dedos por el pelo y me limpiaba la mejilla con saliva. Recuerdo también las ensaladas de tomate que comía con mi abuelo en la azotea del edificio de Chicago donde vivíamos.
»Todas las noches durante los calurosos veranos del Medio Oeste, amigos y parientes bajaban a sentarse en los escalones de las puertas y se ponían a charlar mientras yo me sentaba en un rincón, escuchando y fantaseando al mismo tiempo. Pensaba, sin ninguna lógica, que las preocupaciones de los adultos eran en su mayoría insignificantes, y esta silenciosa convicción hacía que me sintiera extrañamente contento, muy seguro y un poco superior. Mi madre era hermosa y mi padre era jugador de béisbol. Todo era estupendo.
»Mucho tiempo después, mis padres se divorciaron tras 36 años de matrimonio y cuatro hijos. No fue ninguna sorpresa. Siempre habían sido muy diferentes y sus diferencias no habían hecho sino aumentar, o eso dijeron. A mi padre le gusta hacer comentarios sobre aquello que ve, escribir poemas, bromear y meditar. Enfoca la vida como un Will Rogers optimista. Mi madre es más seria y centrada. Tiene más elegancia y atractivo. Para disgusto de mi madre, a mi padre le falta frialdad. A mi madre, según mi padre, le falta calidez.
»¿Cómo podría resumir sus diferencias? Un día, teniendo yo diez años, me puse enfermo y no fui al colegio. En cuanto se fueron los demás, mi madre enchufó la radio y se puso a bailotear por toda la casa mientras oía Madame Butterfly, canciones de Helen Morgan[13] y otras historias musicales de amor no correspondido. Parecía feliz mientras bailaba, hablaba por teléfono y hacía las faenas domésticas en una especie de sueño romántico. Luego llegó mi padre, el traje arrugado, el sombrero ladeado, la corbata aflojada como de costumbre y su típica sonrisa apretada. “Spahn jugará esta noche. Los Braves saldrán de la crisis. Ya lo verás”. Los quiero a los dos».
Al margen de la respuesta que se dé a la pregunta sobre los méritos relativos de los relatos y los números (la mía es este libro), está claro que contar historias y citar estadísticas propicia sondeos alternativos en entidades alternativas, por lo general individuos/grupos. Ya he hablado de la naturaleza extensional de los datos estadísticos, que contrasta con las descripciones inevitablemente intensionales características de las autobiografías. Sin embargo, las autobiografías sugieren otras (de)semejanzas, más generales, entre los estudios estadísticos y las historias de todas clases, en particular las novelas.
ΩΩΩ
En tanto que representaciones en miniatura de partes del mundo, los modelos estadísticos y las novelas realistas pueden ser más o menos descriptivos, más o menos precisos, más o menos sugerentes. A propósito de las dos clases de simulación, en particular las aplicaciones relacionadas con temas económicos y sociales, o las novelas históricas y los romans á clef (novelas en clave) nos gustaría saber cuánto se basa en la observación y la investigación y cuánto en la invención y la conveniencia.
Por desgracia, casi todos los modelos estadísticos y, según creo, casi todas las novelas se construyen con componentes que están al alcance de la mano y que apenas se adaptan. Compramos un programa estadístico caro, tomamos de él un modelo estándar, introducimos los datos y nos lanzamos al ataque con una serie de resultados impresionantes pero absurdos. Idear un programa informático así es, lógicamente, mucho más difícil que utilizarlo, pero incluso en esto suele faltar inspiración. Del mismo modo, asistir a suficientes seminarios y conferencias de escritores permitirá a casi todos los aspirantes a novelistas adornar sus historias más insulsas de un modo razonablemente presentable.
El resultado frecuente es que los modelos no modelan gran cosa y las novelas tienen poco de novelesco. En ambos casos, lo esencial para alcanzar cierta profundidad son los detalles reveladores. En los modelos acostumbran a ser detalles estructurales. ¿Se sostienen en «la calle» los supuestos del modelo? Y al revés, ¿capta el modelo las regularidades relevantes de «la calle»? En las novelas, los detalles reveladores son situacionales, estilísticos y emocionales. ¿Son verosímiles las acciones, pensamientos y diálogos descritos? Y al revés, ¿se introducen de manera natural en la novela acciones, pensamientos y diálogos realistas?
Las correspondencias entre el mundo y sus representaciones están bien, pero los modelos y las novelas son de lo más valioso cuando hacen predicciones o revelan actitudes inesperadas y contrarias a la intuición. Los modelos demográficos que sugieren que la gente con más ingresos es más probable que gaste más en artículos de lujo, o las novelas que revelan que las personas casadas a veces tienen aventuras y mienten al cónyuge, no son precisamente incisivos. Hacen falta más matices, complicaciones y destellos estilísticos.
A menudo los supuestos básicos pueden complementarse e interpretarse de muchas maneras, y dar lugar a diferentes modelos matemáticos y simulaciones informáticas. Por ejemplo, hay unos cuantos modelos epidemiológicos de propagación del sida, todos más o menos coherentes con hechos conocidos y con supuestos comunes, que sin embargo llevan a predicciones dispares. Un modelo, el del economista del MIT Michael Kremer, llega a hacer la afirmación, no del todo inverosímil, de que en determinadas condiciones un aumento de la promiscuidad entre la población en general frenaría la difusión del virus, presumiblemente porque las personas más activas sexualmente tendrían menos necesidad de concentrar sus contactos en los grupos de más riesgo. Algunos modelos econométricos que aseguran prever la inflación, el desempleo y otras variables económicas producen predicciones igual de dispares.
Del mismo modo, tramas casi idénticas pueden dar lugar a novelas muy distintas. Casi todas las novelas sentimentales, por ejemplo, tienen una trama esquemática: chico conoce chica; chico pierde chica; chico gana chica. También las historias policíacas tienen su receta esquemática. Sin embargo, los libros resultantes no son iguales. Lo mismo vale para las respuestas a la conocida adivinanza «What’s black and white and re(a)d all over?»,[14] que son centenares, como ha expuesto M. B. Barrick en un artículo titulado «The newspaper riddle joke» y publicado en The Journal of American Folklore. Las propuestas van desde un periódico hasta soluciones tan poco convencionales como una cebra ruborizada, Santa Claus bajando por una chimenea llena de hollín, una monja herida, una visión rabiosamente racista de un emparejamiento interracial y una mofeta con el trasero escocido.
La siguiente historia sufí que he tomado de Another way of laughter, de Masud Farzan, ilustra en clave humorística lo difícil que es retratar una realidad infinitamente rica con unos pocos supuestos. Como en la adivinanza del periódico, casi siempre hay modelos alternativos para cualquier conjunto de supuestos. Es lo que en filosofía se conoce a veces como «problema de subdeterminación».
«Habiendo recibido la visita de un sabio y religioso de Roma, el emperador turco Timur indicó a un afamado juez que se preparase para combatir contra el ingenio del sabio. Lo primero que hizo el juez fue cargar su asno con libros de títulos absurdos. El día de la contienda, el juez se presentó en la corte con el asno y, a pesar de la barrera lingüística que había entre ambos, aplastó al sabio de Roma con su encanto e inteligencia innatos. El sabio decidió finalmente poner a prueba los conocimientos del juez en cuestiones teóricas. Levantó un dedo. El juez levantó dos. El romano levantó tres. El juez levantó cuatro. El sabio agitó la mano abierta y el juez replicó golpeándose la palma con el puño. El sabio abrió entonces su bolsa y sacó un huevo. El juez replicó sacando una cebolla del bolsillo. El sabio preguntó: “¿Qué pruebas tienes?”. El juez, con cara de no entender nada, señaló hacia sus libros. El romano los miró y los títulos le impresionaron tanto que admitió su derrota.
»Como nadie había entendido nada de lo ocurrido, poco después, mientras tomaban un refrigerio, el emperador acercó la cabeza hacia el romano y le preguntó por el significado de todo aquello. El sabio respondió: “Este juez es un hombre brillante. Levanté un dedo para indicarle que había un solo Dios y él levantó dos para decirme que Dios había creado el cielo y la tierra. Levanté tres dedos para referirme al ciclo humano del nacimiento, la vida y la muerte, y él levantó cuatro para indicar que el cuerpo está compuesto por los cuatro elementos: tierra, aire, agua y fuego. Agité la mano para hacerle ver que Dios está en todas partes, y él, golpeándose la palma con el puño, me replicó que Dios también está aquí, entre nosotros”. “¿Y lo del huevo y la cebolla?”, insistió el emperador. “La yema del huevo simbolizaba la tierra y la clara los cielos que la rodean. El juez sacó una cebolla para recordarme que los cielos forman capas alrededor de la tierra. Le dije entonces que demostrara que hay tantas capas celestiales como capas de cebolla, y él me señaló un montón de libros eruditos de los cuales, ay, no sé nada en absoluto. Ese juez es un hombre muy sabio”.
»Después de que el abatido romano se marchara, el emperador, que también hablaba el idioma del juez, se acercó a él y le preguntó cómo había sido el debate. El juez replicó: “Fue muy fácil, Majestad. Cuando me desafió alzando un dedo, yo le enseñé dos para indicarle que le iba a sacar los ojos. Me replicó alzando tres dedos, sin duda para avisarme de que me iba a dar tres puntapiés, a lo que respondí que yo le devolvería cuatro. Luego agitó la mano simulando una bofetada, y yo simulé un puñetazo. Al ver que la cosa iba en serio, quiso hacer las paces y me ofreció un huevo, de manera que yo le ofrecí mi cebolla”».
Aunque los argumentos y supuestos que contienen más información numérica tienen menos libertad de interpretación que los dedos y puños de la parábola, muchas discrepancias políticas no son menos absolutas pese a todo el pataleo estadístico de los partidos. A veces las tradiciones y prácticas no verbales limitan las posibilidades de malinterpretación de forma incluso más efectiva que los números. Por ejemplo, las religiones antiguas, que se basan en la costumbre, la tradición y los textos sagrados, son sin duda menos proclives a la interpretación desaforada que otras confesiones más recientes basadas sólo en escritos religiosos.
Los modelos, las novelas y las religiones son interpretaciones posibles de supuestos matemáticos, tramas literarias y libros sagrados, respectivamente, y esto es cierto a distintos niveles (lo subrayo aún a riesgo de caer en lo obvio). Como sugiere el cuento turco, incluso dentro de las novelas puede haber modelos alternativos de realidad ficticia.
La confusión de identidades, ese pequeño motor que tira de incontables historias por las cuestas de la narrativa, puede verse como una forma de introducir un portador inesperado (un modelo no estándar) de un conjunto de atributos, supuestos y relaciones, para luego situar este personaje en el mundo del libro. También las novelas epistolares, que consisten sobre todo en cartas y pasajes del diario de dos corresponsales, encierran a menudo interpretaciones (modelos) dispares de unos mismos hechos. Pamela y Clarissa, de Samuel Richardson, que están entre las primeras novelas en lengua inglesa, son de esta forma. Las historias policíacas dependen a menudo de interpretaciones radicalmente distintas del mismo cuerpo de hechos (o del cuerpo a secas).
En las novelas más modernas, el punto de vista determina en gran medida la interpretación con la que seguramente se quedarán los lectores. Una historia de adulterio, por ejemplo, puede contarse desde por lo menos cuatro puntos de vista naturales: el del cónyuge ofendido, el del cónyuge infiel (si ambos son infieles, el de cualquiera de los dos), el de el/la amante y el de un extraño. Imaginemos Madame Bovary desde el punto de vista de Charles Bovary. Las interpretaciones incompatibles del matrimonio suelen ser, sin embargo, totalmente compatibles con los hechos básicos de su situación.
La idea de modelo matemático es una herramienta útil para aclarar la polivalencia y resonancia en la que abundan obras literarias. Lo mismo sucede con la idea de metaanálisis, que, aunque se remonta por lo menos a los metacomentarios del coro de la antigua tragedia griega, es cada vez más corriente en la metaliteratura experimental y hasta en la cultura popular (desde «Tienes tanta vanidad que apuesto a que crees que esta canción va por ti» hasta David Letterman o Beavis y Butt-head).[15] Las herramientas tradicionales de la expresión literaria (metáfora, metonimia, atmósfera, modo, mimesis y muchas otras, incluida la rima) son mucho más potentes y numerosas. Sin embargo, hay indicios de que el trabajo formal en lógica, filosofía, ciencia cognitiva, inteligencia artificial y psicología se está acercando a algunas de las (más razonables) intuiciones de la teoría literaria, intuiciones que, a su vez, no son en absoluto irrelevantes para la interpretación de las aplicaciones matemáticas. A pesar de todo, los territorios fronterizos están aún casi despoblados, incluso donde no hay campos de minas enemigas.
ΩΩΩ
Una última observación sobre modelos y novelas: las verdades necesarias de la matemática, la estadística o la lógica puras tienen que distinguirse más explícitamente de los titubeos e inseguridades de otros juicios. Hasta el observador más accidental sabe que los enunciados matemáticos o se postulan (axiomas) o se demuestran (teoremas), pero no se comprueban ni confirman en el mismo sentido que las leyes y las hipótesis científicas. Los enunciados de ciencias empíricas como la física, la historia o la psicología son contingentes en el mundo físico real. Conceptualmente al menos, la ley de los gases de Boyle, el fin del Titanic y la vida sexual del presidente de Estados Unidos habrían podido ser de otro modo; pero no las proposiciones que afirman que 26 = 64 o que la integral de (1/√2π)(e−x2/2) entre 1 y 2 es 0,136. En cuanto se asigna un enunciado matemático a una interpretación física (social, psicológica) en un modelo (o novela), deja de ser una proposición matemática necesaria y se convierte en una proposición empírica incierta.
Repito: las aplicaciones de la matemática son susceptibles de crítica y debate, pero no así sus teoremas. La incapacidad para apreciar este hecho puede depararnos un destino semejante al de aquellos cazadores de cierta tribu ya extinguida que, expertos en las propiedades teóricas de las flechas (vectores), las lanzaban sistemáticamente hacia el norte y el oeste cada vez que veían un oso al noroeste.
La distinción entre verdades matemáticas necesarias y afirmaciones empíricas inciertas está estrechamente relacionada con otra distinción tradicional en filosofía. Un enunciado analítico es verdadero o falso en virtud del significado de las palabras que contiene, mientras que un enunciado sintético es verdadero o falso en virtud de cómo es el mundo. «Los solteros no son casados» es analítico; «Los solteros no son castos» es sintético. «Los ovnis son objetos voladores no identificados» es analítico; «Los ovnis transportan pequeños alienígenas verdes de un remoto sistema solar» es sintético. Cuando el pedante médico de Molière explica que la poción somnífera surte efecto por sus virtudes adormecedoras, está haciendo una afirmación analítica y vacía, no una afirmación sintética que se atiene a los hechos. La distinción procede de otras parecidas trazadas por Immanuel Kant y David Hume. Aunque puesta en duda modernamente por W. V. O. Quine, quien ha argumentado que la distinción lo es sólo de grado y conveniencia, en términos generales sigue evidenciando la profunda división existente entre las «relaciones de ideas» y las «cuestiones de hecho», por decirlo en palabras de Hume.
ΩΩΩ
El capítulo siguiente aborda de otra manera algunos de estos temas y trata de algunas consecuencias de la teoría de la información, una rama de la probabilidad; una es que las historias transmiten información que, en un sentido casi literal, pasa a ser parte de nosotros.
(Lo que sigue es el texto, ligeramente modificado, de una charla que di en un simposio sobre cálculo y humor celebrado en 1995 en la holandesa Universidad de Twente. Lo incluyo aquí porque las afinidades entre dos temas aparentemente tan dispares tienen mucho que ver con las conexiones entre historias y estadísticas, y entre discurso informal y lógica).
En 1980 publiqué un libro titulado Mathematics and humor, donde analizaba las operaciones, ideas y estructuras comunes al humor y las matemáticas. Por lo que sé, era el primer estudio matemático de las propiedades formales del humor. El humor puede definirse a grandes rasgos como el resultado de la percepción de alguna clase de incongruencia en una atmósfera emocional apropiada,[16] y se sobreentiende que las matemáticas abarcan la lógica, la matemática propiamente dicha y la lingüística.
Uno de los temas del libro era que tanto las matemáticas como el humor procuran placer mental, y puede decirse que radican en un continuo intelectual lúdico. En matemáticas, lógicamente, se hace hincapié en lo intelectual; en el humor, en lo lúdico. Entre ambos hay híbridos como las adivinanzas, los rompecabezas y los jeroglíficos. Tanto la matemática pura como el humor suelen cultivarse por sí mismos y no por motivos estrictamente utilitarios. El ingenio y la agudeza son los distintivos de ambos. Aunque de manera distinta, la lógica, las pautas, las reglas y las estructuras son básicas en ambas empresas, como también lo son la iteración, la autorreferencia y los modelos no convencionales. Ambos emplean la técnica lógica de la reducción al absurdo, pero la matemática se centra en la reducción y el humor en el absurdo. Las demostraciones y los chistes inacabables están prohibidos por lo general; la economía expresiva se premia en ambos campos, al igual que la interpretación literal de los términos (como ponerse a hablar cerca del suelo tras ver en una biblioteca el rótulo «Baje la voz»).
Buena parte del humor que se mostraba en el libro era lo que Freud habría llamado chistes sin tendencia, anécdotas que expresaban formas disparatadas de razonar, en vez de impulsos sexuales o agresivos. He aquí una muestra: dos imbéciles, uno alto, delgado y calvo, el otro bajo y gordo, salen de un bar y, mientras se dirigen a su casa, una paloma vuela sobre ellos y deja un recuerdo excrementicio en la cabeza del calvo; el bajo dice que va por papel higiénico al bar, a lo que el alto replica: «¿Para qué? El pájaro debe estar ya a un kilómetro». Otra muestra: un universitario escribe a su madre para decirle que está haciendo un curso de lectura rápida; la madre le contesta con una larga carta llena de chismes, en mitad de la cual le comenta: «Como estás practicando la lectura rápida, seguramente ya habrás terminado de leer esta carta». Una tercera muestra: un funcionario de prisiones juega a las cartas con un preso; al descubrir que el preso ha hecho trampas, el funcionario lo echa a la calle.
Cinco años más tarde, en 1985, publiqué Pienso, luego río, que, al menos en parte, pretendía ser una réplica a la observación de Wittgenstein de que era posible escribir una obra filosófica buena y seria limitándose a encadenar chistes. Si se entendía el asunto filosófico en cuestión, se entendía el chiste (o parábola, o historia, o rompecabezas). Decía allí que el humor y la filosofía analítica resuenan a un nivel profundo (por ejemplo, ambos tienen una fuerte inclinación desenmascaradora) y apoyaba esta afirmación con anécdotas y chistes, exposiciones de temas que iban desde paradojas como la del cuervo hasta la distinción entre enunciados analíticos y sintéticos, y la construcción de diálogos imaginarios entre celebridades filosóficas y del espectáculo. La siguiente conversación entre Bertrand Russell y Groucho Marx se ha tomado de aquel libro.
Groucho Marx y Bertrand Russell: ¿qué se habrían dicho el gran comediante y el célebre filósofo y matemático, cada uno fascinado a su manera por los enigmas de la autorreferencia? Supongamos, puestos a ser absurdos, que han quedado encerrados en un ascensor, en la metaplanta 13 de un edificio en el corazón de Panfiladelfia.
GROUCHO: Esto es un fallo del Primer Motor en toda regla. ¿Nos sacarán del aprieto sus silogismos, lord Russell? (Aparte: Hablar con un señor tan ilustre aquí arriba me da escalofríos. Me temo que vamos a tener ciencia infusa).
RUSSELL: Por lo visto hay algún problema con el fluido eléctrico. Ha pasado otras veces y todo se ha arreglado. Si la inducción científica sirve para prever el futuro, no tendremos que esperar mucho.
GROUCHO: Inducción, pelmacción, por no hablar de majaderías.
RUSSELL: Buena observación, señor Marx. Como ya dijo David Hume hace 200 años, la única garantía en el uso del principio de inferencia inductiva es el principio inductivo mismo, un círculo claramente vicioso y muy poco tranquilizador.
GROUCHO: Los círculos, cuanto más viciosos, menos tranquilizadores son. ¿Le he hablado alguna vez de mi hermano, mi cuñada y George Fenneman?
RUSSELL: Creo que no, aunque sospecho que se refiere usted a otra clase de círculo.
GROUCHO: Tiene razón, lordy. Pensaba más bien en un triángulo, y no precisamente equilátero. En un triángulo obscenósceles.
RUSSELL: No se preocupe, señor Marx, también sé algo de eso. Recordará usted el alboroto que se produjo cuando me ofrecieron una cátedra en el City College de Nueva York, hacia el año 40. No toleraban mis opiniones sobre la sexualidad y el amor libre.
GROUCHO: ¿Y por eso quisieron darle la cátedra?
RUSSELL: El claustro cedió a la intensa presión, retiró la oferta y no pude ingresar en la facultad.
GROUCHO: No se preocupe. Yo, desde luego, jamás ingresaría en una organización que quisiera tenerme como miembro.
RUSSELL: Eso es una paradoja.
GROUCHO: Sé algo de paraplejias.
RUSSELL: Me refiero a mi paradoja de los conjuntos.
GROUCHO: Yo también. Una vez vi dar una paliza a un conjunto que desafinaba y el cantante tuvo que cantar en silla de ruedas hasta que se jubiló.
RUSSELL: Hablo del conjunto M de conjuntos que no son miembros de sí mismos. Si M es miembro de sí mismo, no puede serlo. Si no lo es, debe serlo.
GROUCHO: Sí, la vida es dura. Pero basta de cháchara inútil. (Se detiene y escucha). Un momento…, están transmitiendo un mensaje en clave golpeando la suspensión. Nos están echando un cable, Bertie.
RUSSELL (riendo por lo bajo): Deberíamos llamarla clave de Gödel, señor Marx, en honor del eminente lógico austríaco Kurt Gödel.
GROUCHO: Lo que sea. Usted acuda el primero al concurso de preguntas musicales y gane cien dólares.
RUSSELL: A ver si lo descifro… (Escucha los golpes con atención). Dice: «Este mensaje es… Este mensaje es…».
GROUCHO: Bertie, por favor, desclava a tu amigo Gödel y deja de tartamudear. El ascensor se tambalea. ¡Quiero salir de este prisma!
RUSSELL: Los golpes producen resonancias. «Este mensaje es…»
(Se oye una fuerte explosión. El ascensor se pone a oscilar espasmódicamente).
RUSSELL: «… es falso. Este mensaje es falso». El enunciado tiene tanta solidez como este ascensor. Si el mensaje es verdadero, ¿por qué dice que es falso? Pero si es falso, entonces lo que dice ha de ser verdadero. Me temo que el mensaje ha cruzado la barrera lógica.
GROUCHO: No tema. Yo la vengo cruzando desde que nací. Produce algunos altibajos y viceversa, pero como dice mi hermano Harpo a todas horas, ¿por qué un pato?
Una conclusión que extraigo de éstas y otras miniaturas que podría haber incluido es que el proyecto de comprender, generar y sistematizar la forma y el contenido del humor es equivalente al problema general de la inteligencia artificial. Quiero decir que comprender el humor es, en muchos sentidos, lo mismo que comprender la inteligencia. El humor impregna nuestro conocimiento y es indistinguible de él. Creo que Wittgenstein tenía razón cuando dijo que el humor debería considerarse un adverbio y no un sustantivo. Incluso nuestra «definición» esquemática de humor (una incongruencia percibida en una atmósfera emocional apropiada) pone de manifiesto su universalidad. Pocas palabras son más confusas y amplias que incongruencia. Adviértase, sin embargo, que el proyecto humor no es imposible, pero es tan difícil como cualquiera que tenga por objeto la inteligencia artificial.
¿Qué deberían hacer entonces los informáticos para crear una máquina de la que, al menos metafóricamente, pudiera decirse que tiene sentido del humor? Permítaseme presentar cuatro sugerencias.
La primera es que, en vez de ser tan ambiciosos, deberían diseñar identificadores y generadores de comicidad específicos para esquemas humorísticos concretos, muchos de los cuales ya pueden generarse por ordenador. Las técnicas combinatorias elementales producen equívocos (la recomendación de W. C. Fields de que deberían promoverse los clubes de adolescentes acude enseguida a la memoria), retruécanos (como «el tiempo hiere todas las curas»), diversas modificaciones aleatorias de textos (el clásico juego N + 7, donde los sustantivos se van sustituyendo por el séptimo sustantivo que les siga en un diccionario corriente), palíndromos y sus numerosos primos disléxicos, las combinaciones de dos refranes (como «Cuando menos se espera te sacarán los ojos» o «A quien madruga, amanece más temprano»), transformaciones chomskianas (Esposa: ¿Dejarías de fumar por mí? Marido: ¿Qué te hace pensar que fumo por ti?), iteraciones simples (una pequeña calamidad tras otra) y combinadas con elementos autorreferenciales o metarreferenciales (un remolcador que remolca un remolcador, un neurótico preocupado por sus muchas preocupaciones, un animal en peligro de extinción que sólo puede alimentarse de una planta en peligro de extinción, o un mensaje de correo electrónico cuyo asunto es «véase contenido» y cuyo contenido es «véase asunto»).
La dificultad del problema crece conforme aumenta la abstracción de las unidades de análisis. Para identificar o generar chistes modales —ocurrencias en las que la forma no cuadra con el contenido («Serénate, canalla»)— se necesita mucha más habilidad programadora, especialización lingüística y conocimiento básico que para identificar o generar equívocos. Estamos aún muy lejos de generar historias cómicas como la que sigue (que además es verídica): un conocido filósofo estaba dando una conferencia sobre lingüística y acababa de decir que las construcciones con doble negación tienen sentido afirmativo en unos idiomas y un sentido muy negativo en otros; a esto añadió que, en cambio, no existe ningún idioma en el que una doble afirmación tenga sentido negativo. Al oír aquello, otro conocido filósofo que estaba sentado al fondo de la sala dijo en son de burla: «Sí, sí».
Con lo cual pasamos a la segunda sugerencia. Ya he dicho que tanto en las matemáticas como en el humor es esencial cierto sentido de la economía, y una forma de medirla es recurrir a las nociones de complejidad ideadas por Greg Chaitin y otros (que veremos en el siguiente capítulo). Si dos programas informáticos generan la misma serie de ceros y unos, por ejemplo, casi siempre es preferible el más pequeño. Es una versión de lo que se ha dado en llamar navaja de Occam (sobre el que volveremos más adelante), que aconseja no multiplicar las entidades más de lo necesario.
La idea freudiana de economía, por la que se invocan sucintamente pensamientos agresivos o sexuales disfrazados, podría verse también, con algún esfuerzo, de esta manera. Eliminar pompas y vanidades viene a ser como encontrar una agudeza o un «programa» más corto con el mismo contenido lógico que otro mayor, lo cual explica por qué parece haber tanto reduccionismo y tanto desenmascaramiento en el humor. (A propósito, un programa incomprimiblemente corto sería comparable a un epigrama clásico imposible de mejorar. De las sencillas ecuaciones que generan los enredados fractales de Mandelbrot se ha dicho, no sin razón, que son los comentarios más ingeniosos de la historia. Buscar estas perlas perfectas podría ser una buena estrategia para los investigadores del humor).
Las observaciones sobre la economía o la brevedad traen a la memoria los tests de inteligencia y las listas de problemas de la sociedad Mensa, donde se nos dan tres o cuatro elementos de una sucesión y se nos pregunta cuál entre varias alternativas es la continuación. Como cualquier sucesión finita puede continuarse de cualquier modo, cualquier alternativa es una continuación. (El cuarto término de la sucesión 2, 4, 6… no tiene por qué ser 8; si queremos que sea, por ejemplo, 38, podemos argüir que el término enésimo de la sucesión es [2N + 5(N − 1)(N − 2)(N − 3)]). Lo que hace falta es una continuación describible del modo más económico posible. Como no suele especificarse el lenguaje apropiado para esta descripción, la pregunta no siempre admite una respuesta clara y concluyente.
La tercera sugerencia que hago a los investigadores del humor es que presten más atención a los progresos de la psicología evolutiva. Las publicaciones recientes, por ejemplo, sugieren que tenemos intuiciones particularmente agudas en tres áreas: quebrantar normas sociales, buscar pareja y comer. Debería tenerse en cuenta este dato en la investigación informática del humor. (Por cierto, hay que reconocer que la misma idea de «investigación informática del humor» puede ser tan cómica para unos como amenazadora para otros).
1. Consideremos el quebrantamiento de normas sociales. El psicólogo Peter Wason ha mostrado que muchas personas se equivocan en la prueba siguiente. Al sujeto se le enseñan cuatro tarjetas sobre una mesa, cada una con un número en una cara y una letra en la otra, y se le pregunta qué tarjetas debe volver para confirmar la afirmación de que si una tarjeta tiene una D en una cara, entonces tiene un 3 en la otra. Las tarjetas que se muestran son D, F, 3 y 2. Casi todos los sujetos volvían las tarjetas D y 3 en vez de D y 2.
Comparemos esta prueba con la del encargado de seguridad que tiene que echar del bar a los clientes menores de edad que beban alcohol. Tiene ante sí cuatro personas: una bebe cerveza, otra bebe cola, otra tiene 28 años y la cuarta 16. ¿A cuáles debería interrogar primero? Aquí está claro que a la que bebe cerveza y a la que tiene 16 años, y las bromas en este contexto (por ejemplo, con un guardia zumbado que interroga a la persona de 28 años) son obviamente más fáciles de comprender que las relativas al uso de tarjetas psicológicas.
2. ¿Y buscar pareja? Un hombre acude a un geómetra y le pide una superficie que satisfaga los cuatro primeros axiomas de la geometría euclidiana y se queda de una pieza cuando el geómetra le alarga una superficie en forma de silla de montar, que satisface los cuatro axiomas, pero no el infame postulado de las paralelas. La existencia, antaño sorprendente, de modelos no euclidianos de los cuatro primeros axiomas de Euclides puede verse como una broma matemática.
El chiste no lo cogería ni el mismísimo Kant, pero compárese con la situación de alguien que solicita contactos en una agencia informatizada y especifica que quiere una pareja de baja estatura, sociable, que vista de etiqueta y sea experta en deportes de invierno. Se lleva una sorpresa, claro, cuando el ordenador le ofrece el nombre de un pingüino. Al igual que antes, los chistes en este contexto son más fáciles de entender que en otros con idéntica estructura formal.
3. Y comer. Recordemos que Bertrand Russell calificó en cierta ocasión de «escándalo de la filosofía» la observación de David Hume de que la justificación de la inducción científica es la inducción misma. Esperamos que el futuro se parezca al pasado en ciertos aspectos sólo porque los futuros que ya han pasado han sido como los pasados del pasado en esos aspectos concretos. Cotejemos esto con la más nutritiva situación de la mujer que pide ayuda al médico porque su marido se cree una gallina. Cuando el médico le pregunta desde cuándo tiene el marido tales ideas, la mujer le dice que desde que lo conoce. «¿Y por qué no ha venido antes?», le pregunta el médico, a lo que la mujer responde: «Lo habría hecho, pero necesitaba los huevos» (del mismo modo que admitimos la inducción sin un razonamiento convincente, porque la necesitamos).
Un chiste que tomo de The joys of yiddish, de Leo Rosten, combina hasta cierto punto la comida, la búsqueda de pareja y el quebrantamiento de normas sociales. Un joven pide a un rabino que le aconseje sobre cómo conversar con mujeres, y el rabino le dice que los mejores temas son la comida, la familia y la filosofía. El joven llama entonces a una conocida y le suelta: «¿Te gustan los fideos?». No, responde ella. «¿Tienes hermanos?». Tampoco, dice la mujer. Entonces el joven pregunta: «Si tuvieras algún hermano, ¿le gustarían los fideos?».
Otro ejemplo en apoyo de mi tesis de que todo estudio del humor debe ser también un estudio del conocimiento. En su libro La grandeza de la vida, Stephen Jay Gould habla de los errores causados por fijarse sólo en las medias o los extremos de una distribución. Esta tendencia suele producir una falsa sensación de movimiento, de descenso o ascenso, que no se aguanta cuando contemplamos la totalidad de la distribución estadística. Pensemos, por ejemplo, en la explicación que da Gould de la desaparición del bateador con 0,400 de media, en la que argumenta convincentemente que la ausencia de estos bateadores en las últimas décadas no se debe a ninguna decadencia deportiva, sino más bien a la reducción de las diferencias entre los mejores y los peores (tanto lanzadores como bateadores). Como casi todos los jugadores están muy bien preparados en la actualidad, la distribución de las medias de bateo presenta menos variabilidad hoy que en el pasado, de aquí que las medias de 0,400 sean raras. (La media del total de las medias de bateos se ha mantenido relativamente constante, en parte porque se ha trampeado con las reglas).
Todo esto es algo abstracto, pero cierta broma estadística que ya he citado depende del mismo conocimiento y es mucho más fácil de captar. La estadística decía que el habitante medio de Miami nace hispano y muere judío. Aquí la falsa impresión de movimiento (de conversiones en este caso) es más fácil de resistir, pero el contenido intelectual es el mismo.
Mi cuarta y última sugerencia tiene que ver con las representaciones del humor en el marco de la teoría de catástrofes, una interesante teoría topológica desarrollada por el matemático francés René Thom en 1975. La teoría de catástrofes se interesa por la descripción geométrica y la clasificación de las discontinuidades (saltos, cambios, inversiones, etcétera). Como ya expuse en Mathematics and humor, la teoría de catástrofes es una especie de metáfora matemática de la estructura de algunos chistes.
La utilidad de esta teoría es fácil de advertir. Conjugar la lógica del humor no es otra cosa que la inversión o cambio brusco de interpretación que se produce cuando de pronto percibimos cierta situación, cierto enunciado, o cierta persona de un modo distinto e incongruente. El cambio de interpretación puede asociarse al vencimiento de un ligero temor, como cuando nos damos cuenta de que lo que creíamos peligroso no lo es, o puede sobrevenir al resolver una adivinanza. A veces el cambio se acompaña de una liberación emocional, en particular cuando nos reímos de una agudeza agresiva o sexualmente punzante. La inversión interpretativa puede ser la expresión de un enfoque desenfadado de una situación. En otras ocasiones, la inversión se asocia a la autocomplacencia, como en la «alegría espontánea» que, según Hobbes, sentimos cuando nos enteramos de una (pequeña) desgracia ajena. En todos estos casos, el cambio repentino de interpretación produce una liberación de energía emocional que suele adoptar la forma de carcajadas o, a veces, de gemidos.
El principal resultado de Thom, su teorema de clasificación, describe lo que puede suceder cuando una magnitud es discontinua, cumple ciertas condiciones poco restrictivas y depende de cuatro factores a lo sumo. Las siete figuras geométricas que según el teorema agotan todas las posibilidades son de escasa utilidad práctica por su carácter cualitativo y difícil de cuantificar. A primera vista parecen superficies superpuestas que se cortan de varias maneras. En sentido amplio, sin embargo, nos dan la forma de ciertos chistes. Los diferentes significados posibles del preámbulo de un chiste simple, por ejemplo, pueden localizarse en el plano determinado por los ejes x e y, y la interpretación del oyente puede situarse en el eje z. (Una alternativa es atribuir al eje z una medida de la excitación neurológica). El cambio de interpretación se produce cuando, en el remate del chiste, la ruta interpretativa «cae» de la superficie superior de la figura a la inferior. El planteamiento ambiguo de un chiste simple suele abarcar una región en forma de cuña que permite dos interpretaciones posibles. Si el chiste se cuenta mal (por ejemplo, si sus elementos se desordenan), el paso de la interpretación evidente a la oculta no se produce y el chiste fracasa «de plano». Esta expresión es una de las diversas metáforas que pueden adquirir sentido matemático. La teoría de catástrofes también arroja luz sobre el tiempo del humor y el «estar al límite».
Además, los diagramas en cuña reflejan la no conmutatividad de la mayoría de comunicaciones. La lógica extensional de la ciencia es conmutativa; el orden en que se presentan las proposiciones no afecta a su verdad potencial. No ocurre lo mismo con la lógica intensional cotidiana, donde las «primeras impresiones» modifican a menudo la disposición del interlocutor. En la serie rascacielos, catedral, templo, oración, por ejemplo, es muy probable que la última palabra se considere una intrusa, mientras que en la serie: oración, templo, catedral, rascacielos, es muy probable que se considere que la palabra rascacielos pega totalmente.
Estas representaciones establecen una importante conexión entre las versiones cualitativa y cuantitativa del humor y otros fenómenos psicológicos, y contribuyen a llenar el vacío existente entre las explicaciones teleológicas y las causales, o entre las intencionales (que se refieren a las intenciones y motivaciones del agente: le aticé porque ofendió a mi mujer…) y las mecanicistas (que se refieren sólo a las causas y no a las razones: la extremidad superior derecha, tras una complicada sucesión de señales electroquímicas, trazó un arco y…). La conexión entre cambio cualitativo y cambio cuantitativo es un problema latente pero fundamental en las explicaciones psicológicas y en ciertas terapias, así como en la naciente disciplina de la lógica intensional. Freud abordó esta cuestión en su Proyecto de psicología para neurólogos. Una muestra típica con sabor freudiano es la aparición más o menos súbita de una nueva defensa, por ejemplo la formación de un síntoma, como consecuencia de un aumento gradual de la presión externa sobre el yo.
Las representaciones generadas por la teoría de catástrofes han sido justamente criticadas por su no falsabilidad y su vaguedad (y por eso mismo encajan a la perfección en la psicología freudiana). No obstante, creo que valdría la pena estudiar más a fondo sus variantes y refinamientos. Es muy probable que los primeros pasos de una teoría así sean decepcionantes y hasta cierto punto estúpidos, pero la idea de una representación geométrica de los pensamientos y los chistes es demasiado atractiva para desecharla a la ligera.
Concluiré este breve repaso con el humor absurdo, que surge allí donde la disparidad entre nuestros deseos y la realidad es tan palmaria que ni el más miope puede ignorarla. Si alguna vez se construyen ordenadores con inteligencia, complejidad y experiencia suficientes para tener sentido del humor, también ellos adolecerán (o disfrutarán) de este sentido del absurdo. El problema es que la facultad de reconocer y generar humor es más o menos equivalente a la de pensar y comunicarse, por lo que tendrá que pasar bastante tiempo antes de que conozcamos a algún humorista de silicio, y más aún para oírlo bromear melancólicamente sobre su propia e inminente defunción, a causa, por ejemplo, de una comprobación beta de la Versión 732.116.jgd.iv.