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4.02, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS

9.02, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH

Hadley se despierta de repente, ni siquiera consciente de haberse quedado dormida otra vez. La cabina del avión continúa en su mayor parte en penumbra, pero por los resquicios de las ventanas se cuelan ahora hilos de luz y a su alrededor hay gente que empieza a moverse, bostezando, estirándose y pasando bandejas con restos de huevos y beicon de aspecto chicloso al personal de vuelo, que presenta un aspecto increíblemente fresco y terso después de un viaje tan largo.

Ahora es la cabeza de Oliver la que reposa en el hombro de Hadley obligándola a quedarse sentada, pero, cuando sus intentos por permanecer completamente quieta dan como resultado una especie de tic que la obliga a mover los brazos, él se endereza como si le hubieran dado un susto.

—Perdón —dicen los dos al mismo tiempo y después Hadley repite:

—Perdón.

Oliver se frota los ojos como un niño que se despertara de un mal sueño y después parpadea con los ojos fijos en Hadley durante lo que parece demasiado tiempo. Hadley intenta no tomárselo a mal, pero sabe que debe de tener un aspecto horrible. Antes, en el diminuto cuarto de baño, se había mirado en el todavía más minúsculo espejo y le había sorprendido comprobar lo pálida que estaba, con los ojos hinchados por el aire cargado del avión y la altura.

Había observado su imagen reflejada con ojos entrelazados, sin explicarse cómo podía Oliver siquiera hacerle caso. Hadley no es del tipo de chicas que están todo el día pendientes del pelo y del maquillaje, no acostumbra a pasar demasiado tiempo frente al espejo, pero es menuda, rubia y guapa, al estilo de las chicas que gustan en el instituto. Sin embargo, la imagen que le había devuelto el espejo resultaba un tanto alarmante, y eso había sido antes de quedarse dormida por segunda vez. No puede ni imaginarse la pinta que tendrá ahora. Le duele cada centímetro del cuerpo por el agotamiento y le escuecen los ojos; junto al cuello de la camisa tiene una mancha de refresco y casi le da miedo pensar cómo tendrá el pelo.

Pero Oliver también parece distinto; resulta raro verle a la luz del día, como cambiar el canal del televisor a alta definición. Tiene los ojos todavía llenos de sueño y una arruga le recorre uno de los lados de la cara desde la mejilla a la sien, justo donde ha estado apoyado sobre el hombro de Hadley. Pero hay algo más; está pálido y parece cansado, sin fuerzas; tiene los ojos rojos y una expresión abstraída, como si se encontrara a kilómetros de distancia.

Arquea la espalda para estirarse y después parpadea legañoso intentando leer su reloj.

—Ya casi estamos.

Hadley asiente, aliviada al saber que no van con retraso, aunque una parte de ella no puede evitar desear tener más tiempo. A pesar de todo —el espacio atestado, los estrechos asientos, los olores que llevan ya horas recorriendo el pasillo— no está todavía preparada para abandonar este avión, donde tan fácil le ha resultado hablar con libertad y olvidarse de todo lo que ha dejado atrás y también de lo que la espera.

El hombre del asiento de delante sube el estor de la ventanilla y una columna de luz blanca —tan cegadora que Hadley se lleva una mano a los ojos— les rodea, llevándose la oscuridad y, con ella, lo poco que pudiera quedar de la magia de la noche anterior. Hadley alarga el brazo para subir también su estor, ahora que el hechizo se ha roto oficialmente. Fuera el cielo es de un color azul deslumbrante y tiene nubes intercaladas como capas en una tarta. Después de tantas horas a oscuras casi resulta doloroso mirarlo durante demasiado tiempo.

En Nueva York son solo las cuatro de la madrugada y cuando el piloto habla por los altavoces su voz suena demasiado alegre para esas horas.

—Señoras y señores —dice—. Iniciamos el descenso hacia el aeropuerto de Heathrow. Parece que el tiempo en Londres es bueno, veintidós grados y parcialmente soleado con posibilidad de algún chubasco por la tarde. Habremos aterrizado en menos de veinte minutos, así que, por favor, abróchense los cinturones. Ha sido un placer volar con ustedes y confiamos en verles nuevamente a bordo.

Hadley se vuelve hacia Oliver.

—¿Cuántos grados son esos en Fahrenheit?

—Calor —contesta Oliver y en ese momento también Hadley siente calor; tal vez es el pronóstico meteorológico, o el sol en la ventana o la proximidad de este chico, con su camisa arrugada y las mejillas sonrosadas. Alarga la mano hacia el botón del panel que tiene encima de la cabeza, lo gira del todo a la izquierda y después cierra los ojos para sentir el chorro de aire fresco.

—Bueno… —suspira Oliver haciendo crujir los nudillos.

—Sí.

Se miran de reojo y algo en la expresión de la cara de él —una incertidumbre que es reflejo de la suya propia— hace que Hadley sienta ganas de llorar. En realidad no hay una distinción clara entre anoche y esta mañana —solo la oscuridad que ha dado paso a la luz— pero de alguna manera todo parece horriblemente distinto. Se acuerda de cuando esperaban de pie junto al cuarto de baño, cómo parecía que estaba a punto de pasar algo, todo, como si el mundo entero se transformara mientras permanecían muy cerca el uno del otro en la oscuridad. Y ahora en cambio parecen dos corteses desconocidos, como si todo lo demás hubiera sido producto de su imaginación. Le gustaría que pudieran dar la vuelta y volar en dirección contraria, cruzar de nuevo el globo en busca de la noche que han dejado atrás.

—¿Crees —pregunta Hadley con voz pastosa— que anoche agotamos todos los temas de conversación?

—Imposible —responde Oliver, y la manera en que lo dice, con la boca esbozando una sonrisa y la voz llena de calidez, deshace el nudo que Hadley tiene en el estómago—. Ni siquiera hemos llegado todavía a los temas importantes.

—¿Como cuáles? —pregunta Hadley tratando de adoptar una expresión que disimule el alivio que siente—. ¿Como, por ejemplo, por qué Dickens es tan buen escritor?

—Nada de eso. Me refiero a cosas como la defensa de los koalas. O a que Venecia se hunde. —Se detiene para dar tiempo a Hadley de asimilar lo que dice y como ella no replica nada, se da una palmada en la rodilla—. ¡Se está hundiendo! ¡La ciudad entera! ¿Te lo puedes creer?

Hadley simula un gesto de preocupación.

—Desde luego eso parece muy importante.

—Es que lo es —insiste Oliver—. Y no me hagas hablar de la huella de carbono a causa de este viaje. O de la diferencia entre cocodrilos y caimanes. O del récord de vuelo de una gallina.

—Por favor, dime que no te sabes ese dato de memoria.

—Trece segundos —dice Oliver inclinándose para mirar por la ventana—. Qué desastre. Estamos ya casi en Heathrow y ni siquiera hemos hablado del tema de las gallinas. —Señala la ventanilla con el dedo—. ¿Y ves esas nubes?

—Como para no verlas —dice Hadley. El avión está ya prácticamente envuelto en niebla y el gris se agolpa contra las ventanas conforme el aparato pierde altura.

—Son cúmulos. ¿Lo sabías?

—Estoy segura de que debería saberlo.

—Son las mejores.

—¿Y eso?

—Porque tienen el aspecto que deberían tener todas las nubes, como las dibujan los niños. Y eso está bien. Porque, por ejemplo, el sol nunca es como lo dibujábamos.

—¿Como un círculo del que salían palitos?

—Exacto. Y desde luego mi familia nunca ha sido como yo la pintaba.

—¿Monigotes?

—Oye, no te pases. Que también les dibujaba pies y manos.

—¿Que parecían guantes de boxeo?

—Pero está bien, ¿no te parece?, cuando hay algo que sí coincide. —Inclina la cabeza hacia delante con una sonrisa de satisfacción—. Los cúmulos son las mejores nubes de todas.

Hadley se encoge de hombros.

—Supongo que nunca lo había pensado.

—Pues por eso te lo digo. Tenemos todavía un montón de cosas de las que hablar. De hecho solo acabamos de empezar.

Detrás de la ventanilla las nubes se alejan y el avión desciende suavemente hacia el cielo plateado que hay debajo. Hadley siente un alivio irracional al ver la tierra, aunque todavía está demasiado lejos y es tan solo una colección de prados de colores, edificios sin forma definida y un apunte de carreteras que la surcan como hilos grises.

Oliver bosteza y apoya la cabeza sobre el respaldo.

—Supongo que deberíamos haber intentado dormir más —dice—. Estoy hecho fosfatina.

Hadley le mira sin comprender.

—Cansado —aclara Oliver neutralizando las vocales y subiendo el tono de voz una octava para sonar americano, aunque lo que consigue en realidad es un leve acento sureño.

—Me siento como si me hubiera apuntado a un curso de alguna lengua extranjera.

—¡Aprenda inglés británico en solo siete horas! —dice Oliver con voz de locutor de televisión—. ¿Cómo puede dejar alguien pasar un comercial así?

—Un anuncio —le corrige Hadley con los ojos en blanco—. ¿Cómo puede dejar alguien pasar un anuncio así?

Pero Oliver se limita a sonreír.

—¿Ves todo lo que has aprendido ya?

Casi se han olvidado de la mujer anciana que tienen al lado y que lleva durmiendo tanto tiempo que cuando se dan cuenta de que ya no ronca se sorprenden y no pueden evitar mirarla.

—¿Qué me he perdido? —pregunta cogiendo su bolso, del que saca con cuidado unas gafas, un bote de colirio y la cajita de pastillas de menta.

—Ya casi hemos llegado —le dice Hadley—. Pero tiene suerte de haber venido durmiendo. Ha sido un viaje muy largo.

—Sí —corrobora Oliver, y, aunque está mirando para otro lado, Hadley nota que sonríe por su manera de hablar—. Se nos ha hecho eterno.

La mujer deja de hacer lo que estaba haciendo y se queda balanceando las gafas entre los dedos pulgar e índice mientras les dedica una gran sonrisa.

—Os lo dije —se limita a comentar y después vuelve a concentrarse en el contenido de su bolso. Hadley, que ha entendido muy bien las connotaciones de la afirmación, evita la mirada de Oliver mientras el personal de vuelo recorre el pasillo por última vez recordando a los pasajeros que deben enderezar el respaldo de sus asientos, abrocharse el cinturón de seguridad y guardar su equipaje en los compartimentos superiores.

—Me parece que incluso vamos a llegar con unos minutos de adelanto —dice Oliver—. Así que, a no ser que el control de pasaportes sea una pesadilla, creo que vas a llegar a tiempo. ¿Dónde es la boda?

Hadley se inclina, saca de nuevo la novela de Dickens de su mochila y extrae una invitación de entre sus últimas páginas, donde la ha metido para asegurarse de no perderla.

—Hotel Kensington Arms —dice—. Suena de lo más fino.

Oliver se inclina para mirar la elegante caligrafía con que está escrita la invitación color crema.

—Ahí será la celebración —dice señalando la dirección que está justo encima—. La ceremonia es en la iglesia de Saint Barnabas.

—¿Y está cerca?

—¿De Heathrow? —Niega con la cabeza—. No mucho. Pero en realidad nada está cerca de Heathrow. Así que, si te das prisa, puedes llegar a tiempo.

—¿Dónde es la tuya?

La mandíbula de Oliver se tensa.

—En Paddington.

—¿Y eso dónde está?

—Cerca de donde vivía de pequeño —contesta Oliver—, en el oeste de Londres.

—Suena bonito —dice Hadley, pero Oliver no sonríe.

—Es la iglesia a la que íbamos de niños —prosigue—. Hace años que no voy por allí. Siempre me castigaban por subirme a la estatua de la Virgen María que hay en la entrada.

—Qué bien —dice Hadley metiendo de nuevo la invitación entre las páginas del libro y cerrando este con demasiada fuerza, lo suficiente para sobresaltar a Oliver, que la mira meter la novela en la mochila.

—Entonces, ¿se lo vas a devolver?

—No lo sé —responde Hadley con sinceridad—. Seguramente.

Oliver se queda pensando un momento.

—¿Por lo menos esperarás hasta después de la boda?

Hadley no tenía pensado hacer eso. Es más, se había imaginado dirigiéndose hacia su padre antes de la ceremonia y haciéndole entrega del libro en un gesto de rebeldía triunfal. El libro es la única cosa que le ha dado desde que se marchó —dado en mano, no un regalo enviado por Navidad o por su cumpleaños—, y la idea de devolvérselo le produce cierta satisfacción. Si tenía que asistir a esta estúpida boda, entonces lo haría a su manera.

Pero Oliver la está mirando con gran interés y Hadley no puede evitar sentirse algo incómoda al ver la esperanza en sus ojos. Cuando le contesta la voz le tiembla un poco.

—Me lo voy a pensar —dice, y a continuación añade—: De todas maneras, igual no llego a tiempo.

Los ojos de ambos se vuelven hacia la ventana para comprobar cómo avanza la cosa y Hadley se esfuerza por reprimir una oleada de pánico, no tanto por el aterrizaje, sino por todo lo que viene después de este. Fuera, el suelo se acerca cada vez más y todo —las formas borrosas— se vuelve repentinamente nítido, las iglesias y las vallas y los restaurantes de comida rápida, incluso las ovejas desperdigadas por prados aquí y allá, y Hadley ve cómo todo se acerca mientras con una mano se agarra fuerte al cinturón de seguridad, preparándose como, si en lugar de aterrizar, el avión fuera a estrellarse.

Las ruedas tocan tierra y rebotan una, dos veces, antes de posarse con firmeza en la pista y una vez allí salen propulsadas, como el corcho al destapar una botella, todo viento, motores y ruido de velocidad y una sensación de impulso tal que Hadley duda de que puedan detenerse. Pero por supuesto lo hacen y de nuevo reina el silencio; después de viajar a más de ochocientos kilómetros por hora durante siete horas se deslizan en dirección a la puerta de entrada del aeropuerto con la parsimonia de un carrito de venta ambulante.

Su pista de aterrizaje se bifurca para unirse a otras como en un laberinto gigante hasta enfilar un camino de asfalto que a Hadley le parece interminable, interrumpido solo por torres de control, hileras de aviones y la gigantesca terminal, que se yergue solitaria bajo el cielo gris de nubes bajas. Así que esto es Londres, piensa. Sabe que está dándole la espalda a Oliver pero se siente incapaz de despegarse de la ventana, como unida por una fuerza invisible que le impide, sin saber muy bien por qué, girarse para mirarle.

Conforme se acercan a la terminal, ve la pasarela desplegada para recibirles y el avión se coloca en posición con elegancia, hasta detenerse con una breve sacudida. Pero incluso cuando se han parado por completo, los motores se han detenido y las luces de ABRÓCHENSE LOS CINTURONES se han apagado con un tintineo, Hadley no se mueve. Detrás de ella crece un murmullo, conforme los pasajeros se ponen de pie para recoger su equipaje de mano, y Oliver espera un momento antes de tocarle suavemente el brazo. Hadley se gira.

—¿Preparada? —pregunta él y Hadley niega con la cabeza. Muy poco, pero lo suficiente para hacerle sonreír—. Yo tampoco —confiesa, pero se pone de pie de todas formas.

Justo antes de que les llegue el turno de salir al pasillo Oliver se mete la mano en el bolsillo y saca un billete color morado. Lo deposita en el asiento en que ha estado sentado las últimas siete horas y el papel se queda allí un poco perdido entre tanto estampado.

—¿Para qué es eso? —pregunta Hadley.

—El whisky. ¿No te acuerdas?

—Ah, sí —dice mirando más de cerca—. Pero no creo que costara veinte libras.

Oliver se encoge de hombros.

—Un plus por robo.

—¿Y si lo coge alguien?

Oliver se agacha y coge ambos extremos del cinturón de seguridad que luego abrocha sobre el billete, como arropándolo.

—Ya está —dice dando un paso atrás para admirar su obra—. Seguridad ante todo.

Delante de ellos, la mujer mayor da unos cuantos pasos de pajarito por el pasillo antes de levantar la vista hacia los compartimentos del equipaje. Oliver se apresura a ayudarla, haciendo caso omiso de la gente que empieza a amontonarse detrás de ellos mientras baja una maleta maltrecha y después espera pacientemente a que la anciana se prepare.

—Gracias —le dice esta con una sonrisa—. Eres un chico encantador. —Echa a andar, después vacila como si se hubiera olvidado algo y se vuelve a mirarle—. Me recuerdas a mi marido —le dice a Oliver, que niega con la cabeza en señal de protesta. Pero la mujer ha comenzado a girarse de nuevo avanzando a pasitos pequeños y constantes, como el minutero de un reloj, y, una vez situada en la dirección correcta, echa a andar con lentitud por el pasillo mientras ambos se quedan mirándola.

—Espero que eso fuera un cumplido —dice Oliver con expresión algo cortada.

—Llevan casados cincuenta y dos años —le recuerda Hadley.

Oliver la mira de reojo mientras ella baja su maleta.

—Creía que no eras partidaria del matrimonio.

—Y no lo soy —dice Hadley dirigiéndose a la salida.

Cuando Oliver la alcanza en la rampa de salida ninguno de los dos habla pero Hadley lo siente, acercándose a ellos como un tren de carga: el momento en que habrán de decirse adiós. Y por primera vez en horas le sobreviene un repentino ataque de timidez. A su lado Oliver estira el cuello buscando el letrero indicador del control de pasaportes, pensando ya en lo próximo, siguiendo adelante con su vida. Porque eso es lo que se hace en los aviones. Compartes un reposabrazos con alguien durante unas pocas horas. Intercambias historias personales, una o dos anécdotas divertidas, tal vez un chiste. Hablas del tiempo y te quejas de lo mala que es la comida. Le escuchas roncar. Y después dices adiós.

Así pues, ¿por qué se siente tan poco preparada para la siguiente fase?

Debería estar preocupada por encontrar un taxi y llegar a tiempo a la iglesia, por ver a su padre otra vez y conocer a Charlotte. Pero en lugar de eso solo piensa en Oliver y darse cuenta de ello —de que no quiere separarse de él— de repente la hace dudar de todo. ¿Qué pasa si ha malinterpretado lo ocurrido en estas últimas horas? ¿Qué pasa si no es lo que ella piensa?

De hecho todo es distinto ahora. Oliver parece encontrarse a kilómetros de distancia.

Cuando llegan al final del pasillo se encuentran con una larga cola formada por sus compañeros de vuelo que esperan, con bolsas a sus pies, inquietos y protestando. Mientras deja caer su mochila, Hadley hace un recuento mental de lo que ha metido en ella, tratando de recordar si lleva un bolígrafo con el que apuntar quizá un teléfono o una dirección de correo electrónico, algo de información sobre él, una póliza de seguros contra el olvido. Pero algo en su interior se paraliza y se siente incapaz de decir nada que no suene cuando menos desesperado.

Oliver bosteza y se estira con los brazos en alto y la espalda arqueada, después posa un codo en el hombro de Hadley en un gesto amistoso, simulando apoyarse en ella. Pero Hadley siente que el peso de su brazo puede hacerle perder el equilibrio y traga saliva antes de mirarle, extrañamente sonrojada.

—¿Vas a coger un taxi? —le pregunta. Oliver niega con la cabeza y retira el brazo.

—El metro —dice—. La estación está cerca.

Hadley se pregunta si está hablando de la iglesia o de su casa, si va a esta última a darse una ducha y cambiarse de ropa o se dirige a la boda directamente. Odia no saberlo. Se siente como en el último día de clase, el último día del campamento de verano, cuando todo está a punto de terminar de forma abrupta y confusa.

Para su sorpresa, Oliver baja la cara hasta situarla a su altura, después entrecierra los ojos y posa un dedo en su mejilla con suavidad.

—Una pestaña —dice, deshaciéndose de ella con el pulgar.

—¿Y qué pasa con mi deseo?

—Lo he pedido yo por ti —dice con una sonrisa tan encantadora que a Hadley le da un vuelco el corazón.

¿Es posible que solo se conozcan desde hace diez horas?

—He pedido que la cola del control de pasaportes vaya rápido —le dice—. Si no, no tienes ninguna posibilidad de llegar a tiempo.

Hadley mira el reloj de la pared de cemento sobre sus cabezas y se da cuenta de que Oliver tiene razón; ya son las 10.08, faltan menos de dos horas para que empiece la boda. Y aquí está, atascada en el control de aduanas, con el pelo enredado y el vestido hecho un gurruño dentro de la maleta. Trata de imaginarse caminando hacia el altar, pero hay algo en esa imagen que no logra reconciliar con el presente estado de cosas.

Suspira.

—¿Suele ir muy lento esto?

—Ahora que he pedido mi deseo, no —dice Oliver, y justo entonces, como si de verdad fuera tan fácil, la cola empieza a avanzar. Oliver le dirige una sonrisa triunfal mientras da un paso al frente y Hadley le sigue moviendo la cabeza.

—Si es tan fácil, podías haber pedido un millón de dólares.

—Un millón de libras —la corrige Oliver—. Ahora estás en Londres. Y no. Porque luego habría que pagar los impuestos.

—¿Qué impuestos?

—Los impuestos sobre el millón de libras. Al menos un ochenta y ocho por ciento iría a parar directamente a la reina.

Hadley le mira fijamente.

—Conque el ochenta y ocho por ciento.

—Los números no mienten —dice Oliver con una sonrisa.

Cuando llegan al punto en que la cola se bifurca se encuentran con un agente con cara de pocos amigos y uniforme azul apoyado contra la barandilla de metal que les señala con la mano un letrero que indica hacia dónde debe ir cada uno.

—Ciudadanos de la Unión Europea a la derecha, el resto a la izquierda —repite una y otra vez con una voz aflautada y poco convincente que con el bullicio poca gente escucha—. Ciudadanos de la Unión Europea a la derecha…

Hadley y Oliver se miran y toda la inseguridad que sentía ella desaparece. Porque en la cara de él hay también una resistencia fugaz a separarse. Se quedan allí de pie largo rato, demasiado, de hecho parece una eternidad, ambos reacios a separarse y dejando que la gente pase junto a ellos como un arroyo que va sorteando piedras.

—Señor —dice el agente rompiendo el encanto mientras apoya una mano en la espalda de Oliver y le urge a avanzar, a ponerse en marcha—. Tiene usted que seguir avanzando, está obstruyendo el paso.

—Un minuto —empieza a decir Oliver. Pero el agente le interrumpe.

—Ya, señor —le dice el agente empujándole con más decisión.

Una mujer con un bebé que tiene hipo está tratando de adelantar a Hadley, empujándola hacia delante al hacerlo, y a esta no parece quedarle más remedio que dejarse llevar por la marea de gente. Pero antes de que pueda avanzar nota una mano en el codo y así, de repente, Oliver está de nuevo a su lado. La mira con la cabeza ladeada y la mano todavía apoyada con firmeza en su brazo y, antes de que le dé tiempo a ponerse nerviosa, antes de ni siquiera darse cuenta de lo que está ocurriendo, le escucha murmurar:

—Qué narices…

Y entonces, para su sorpresa, se inclina y la besa.

La fila de gente sigue avanzando a su alrededor y el agente de policía se rinde momentáneamente con un suspiro de frustración, pero Hadley no se da cuenta de nada de esto; se agarra fuerte a la camisa de Oliver por miedo a que alguien lo arrastre y lo separe de su lado, pero la mano de él aprieta su espalda mientras la besa y lo cierto es que nunca en su vida se ha sentido más segura. Los labios de Oliver son suaves y saben a sal por las galletas que compartieron antes y Hadley cierra los ojos —solo un instante— mientras el resto del mundo desaparece. Cuando Oliver se separa de ella con una sonrisa, Hadley está demasiado sorprendida para decir nada. Da un paso atrás tambaleándose mientras el agente se lleva a Oliver en dirección contraria entornando los ojos.

—Vamos a ver, que la fila no es para pasar a países diferentes —murmura.

El murete de cemento que separa las dos áreas va creciendo entre los dos y Oliver levanta una mano en un gesto de saludo mientras continúa sonriendo. Muy pronto, se da cuenta Hadley, dejará de verle, pero todavía puede devolverle la mirada y agitar también la mano. Oliver señala con el dedo el comienzo de su fila y Hadley asiente, confiando en que eso quiera decir que la estará esperando fuera, y después él desaparece y a ella no le queda otro remedio que seguir avanzando con el pasaporte en la mano y el recuerdo del beso todavía en los labios. Se lleva una mano al corazón para intentar tranquilizarse.

Pero no pasa mucho tiempo antes de que se dé cuenta de que el deseo de Oliver no se ha hecho realidad; la cola está prácticamente parada y Hadley se encuentra atrapada entre un bebé llorón y un hombre corpulento con una camiseta que dice: Texas. Nunca en su vida se ha sentido tan impaciente. Lanza miradas al reloj y de este al muro detrás del que ha desaparecido Oliver y cuenta los minutos con ferviente intensidad, revolviéndose inquieta, caminando y suspirando mientras espera.

Cuando por fin le llega el turno, prácticamente corre hasta la ventanilla y una vez allí empuja el pasaporte por la ranura.

—¿Negocios o placer? —le pregunta la mujer mientras estudia el librito y Hadley duda antes de contestar, ya que ninguna de las dos posibles respuestas define su situación. Al final se decide por placer (aunque ver a su padre casarse de nuevo difícilmente entra en esa categoría) y contesta al resto de preguntas con tanto brío que la mujer la mira con aire de sospecha antes de estampar un sello en una de las muchas páginas en blanco de su pasaporte.

Su maleta se tambalea atrás y adelante mientras corre alejándose del control de pasaportes, en dirección a la zona de recogida de equipajes, tras decidir que la manzana que cogió de la nevera de casa antes de salir no cuenta como producto agrícola a declarar. Ya son las 10.42 y si no consigue coger un taxi en los siguientes minutos hay muchas probabilidades de que no llegue a la ceremonia. Pero todavía no va a pensar en eso. Ahora solo piensa en Oliver, y cuando llega a la puerta de salida —un mar de gente apelotonada detrás de una cinta de separación negra sosteniendo letreros y esperando a amigos y familiares— se le cae el alma a los pies.

La sala es enorme, con docenas de cintas transportadoras sobre las que viajan maletas de brillantes colores y, por todas partes y desplegadas en todas direcciones, cientos y cientos de personas, cada una de ellas buscando algo: a alguien, un medio de transporte, una indicación, la sección de objetos perdidos. Hadley avanza en círculos, el equipaje le pesa como si fuera de plomo, tiene la camisa pegada a la espalda y el pelo le cae sobre los ojos. Hay niños y abuelos, conductores de limusinas y empleados de aeropuerto, un tipo con un delantal de Starbucks y tres monjes con túnicas rojas. Parece haber un millón de personas y ninguna de ellas es Oliver.

Se recuesta contra una pared y apoya sus cosas en el suelo sin preocuparse siquiera de que alguien pueda empujarla. Está demasiado ocupada barajando posibilidades. Puede haber pasado cualquier cosa, la verdad. Que siga en la cola. Que le hayan retenido en el control de pasaportes. Que haya salido antes y dado por hecho que ella ya se ha ido. Incluso pueden haberse cruzado sin haberse visto.

O quizá simplemente se ha ido.

Y sin embargo, espera.

El reloj gigante sobre la pantalla electrónica la mira acusador y Hadley trata de ignorar la creciente sensación de pánico en su interior. ¿Cómo ha podido irse sin decir adiós? O quizá eso había sido el beso, una despedida. Pero, de todas maneras, después de todas esas horas, de esos momentos juntos, ¿cómo puede haberse terminado todo?

Se da cuenta de que ni siquiera sabe su apellido.

Lo último que le apetece ahora es ir a una boda. Casi puede sentir cómo se disipan sus energías, como agua que se va por el sumidero. Pero conforme pasan los minutos le resulta cada vez más difícil ignorar el hecho de que se va a perder la ceremonia. Con cierto esfuerzo se aleja de la pared y vuelve a recorrer el lugar con la vista, los pies le pesan mientras examina la inmensa terminal, pero Oliver, con su camisa azul y su pelo revuelto, no está por ninguna parte.

Así pues, con nada más que hacer, Hadley sale por fin por las puertas correderas a la niebla gris de Londres, contenta por lo menos de que el sol no haya tenido el mal gusto de salir esta mañana.