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0.43, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS

5.43, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH

Hadley duerme, flota a la deriva y sueña. En oscuros rincones de su mente —todavía alerta, aunque todo lo demás se haya rendido al agotamiento— está en otro avión, el que perdió, tres horas por delante del horario previsto y sentada junto a un hombre de mediana edad con un bigotillo nervioso que estornuda y parpadea mientras sobrevuelan el Atlántico sin decirle una sola palabra a Hadley, que está cada vez más frenética, con la mano apoyada con fuerza en la ventana aunque fuera no hay nada de nada de nada.

Abre los ojos, de repente está despierta y comprueba que la cara de Oliver se encuentra a solo unos centímetros de la suya, atento y callado, con una expresión imposible de descifrar. Hadley se lleva una mano al corazón, sorprendida, antes de darse cuenta de que tiene la cabeza apoyada en el hombro de él.

—Perdón —farfulla mientras se aparta. El avión está ya prácticamente a oscuras y parece que todos los pasajeros se han dormido. Incluso las pantallas de televisión están apagadas y Hadley saca la muñeca dolorida de donde se ha quedado atrapada entre Oliver y ella y mira el reloj, que sigue con la hora de Nueva York, de modo que no le aclara gran cosa. Se pasa la mano por el pelo y a continuación mira de reojo la camisa de Oliver y comprueba con alivio que no tiene restos de saliva, sobre todo cuando este le pasa una servilleta.

—¿Para qué me das esto?

Él hace una señal con la cabeza, y, cuando Hadley vuelve a mirar, ve que ha dibujado uno de los patos de la película.

—¿Esta es tu técnica artística? —pregunta—. ¿Bolígrafo sobre servilleta?

Oliver sonríe.

—Le he puesto gorra de béisbol y zapatillas de tenis para darle más aspecto de americano.

—Qué detalle por tu parte. Aunque las llamamos deportivas —dice terminando la frase con un gran bostezo. Después guarda la servilleta en la mochila—. ¿Nunca duermes en los aviones?

Oliver encoge los hombros.

—Normalmente sí.

—¿Pero esta noche no?

—Eso parece —dice Oliver moviendo la cabeza.

—Perdona —repite Hadley, pero Oliver hace un gesto de que no tiene importancia.

—Tenías cara de estar tranquila.

—Pues no lo estoy, pero supongo que está bien haber dormido, así no lo haré durante la ceremonia mañana.

Oliver mira su reloj.

—Querrás decir hoy.

—Eso —dice Hadley y a continuación hace una mueca—. Soy dama de honor.

—Qué bien.

—No tanto, si me pierdo la ceremonia.

—Bueno, pero luego está la recepción.

—Sí —dice Hadley bostezando de nuevo—. No veo el momento de sentarme sola y ver a mi padre bailar con una mujer a la que no conozco.

—¿Nunca la has visto? —pregunta Oliver arrastrando el final de las palabras con su acento británico.

—No.

—Vaya. Así que supongo que no estáis muy unidos.

—¿Mi padre y yo? Antes sí.

—¿Y después?

—Después tu estúpido país se lo tragó de un bocado.

Oliver deja escapar una risa suave y equívoca.

—Se marchó a Oxford a dar clases durante un semestre —explica Hadley—. Y no volvió.

—¿Cuándo fue eso?

—Hace casi dos años.

—¿Y fue entonces cuando conoció a esa mujer?

—Exactamente.

Oliver mueve la cabeza.

—Qué horror.

—Pues sí —dice Hadley, con la sensación de que esas dos palabras tan insignificantes no aciertan ni de lejos a transmitir lo horroroso que de hecho sigue siendo todo. Pero aunque ha contado la versión larga de la historia cientos de veces y a miles de personas, tiene el presentimiento de que Oliver seguramente la comprenderá mejor que nadie. Es por algo en la manera en que la está mirando, con esos ojos que parecen taladrarle un pequeño agujero en el corazón. Sabe que no es real, solo el espejismo que produce estar tan cerca de alguien, la falsa sensación de confianza que genera estar en un avión oscuro y en silencio, pero no le importa. Por el momento al menos, tiene la impresión de que es real.

—Debiste quedarte hecha polvo —comenta Oliver—. Y tu madre también.

—Al principio sí. De hecho casi no se levantaba de la cama. Pero creo que se ha recuperado antes que yo.

—¿Y eso? —pregunta—. ¿Cómo te puedes recuperar de algo así?

—No lo sé —contesta Hadley, y dice la verdad—. Está convencida de que ha sido lo mejor para los dos. Que es lo que tenía que pasar. Ella ha conocido a alguien, él también y ahora los dos son más felices. La única que no está encantada con la situación soy yo. Y lo que menos ilusión me hace de todo es tener que conocer a la nueva pareja de mi padre.

—Aunque ya no es tan nueva.

—Sobre todo porque no es tan nueva. Eso lo hace todo mucho más intenso e incómodo, que es precisamente lo que más odio. No dejo de imaginarme en el banquete sola, con todo el mundo mirándome. La hija americana melodramática que se niega a conocer a su madrastra. —Hadley arruga la nariz—. Madrastra, ¡madre mía!

Oliver frunce el ceño.

—A mí me parece muy valiente.

—¿El qué?

—Que vayas. Que te atrevas a enfrentarte a ello. Que dejes que la vida siga. Me parece valiente.

—Pues yo no me siento así.

—Eso es porque te está pasando. Pero ya lo verás.

Hadley le estudia con atención.

—¿Y tú qué?

—¿Yo qué de qué?

—Supongo que a ti no te dará tanto miedo la tuya como la mía…

—No estés tan segura —dice con cierta frialdad. Ha estado sentado muy cerca de ella, con el cuerpo inclinado hacia el suyo, pero ahora se aleja otra vez, muy poco, pero lo suficiente para que Hadley se dé cuenta.

Se inclina hacia delante mientras Oliver lo hace hacia atrás, como si ambos estuvieran unidos por una suerte de resorte invisible. La boda de su padre no es precisamente su tema de conversación preferido, pero bueno, se lo ha contado.

—¿Vas a ver a tus padres mientras estés en casa?

Oliver asiente.

—Qué bien —dice Hadley—. ¿Estáis muy unidos?

Oliver abre la boca y a continuación la cierra cuando por el pasillo llega rodando el carro de bebidas, con las latas entrechocando alegres y las botellas cascabeleando. La azafata pisa el freno nada más pasar por su fila, fija el carro y después se vuelve hacia ellos para ver qué quieren tomar.

Todo ocurre deprisa, tan deprisa que Hadley casi no lo ve. Oliver saca una moneda del bolsillo de sus vaqueros y la deja caer en el pasillo con un rápido giro de muñeca. Después alarga la mano por encima de la anciana dormida, coge la moneda con la mano izquierda mientras la derecha desaparece en el carro de bebidas y sale con dos botellitas de Jack Daniel’s escondidas en el puño. Se las mete en el bolsillo junto con la moneda pocos segundos antes de que la azafata vuelva la vista hacia ellos.

—¿Quieren tomar algo? —les pregunta mientras sus ojos se van deteniendo en la expresión de asombro de Hadley, las mejillas encendidas de Oliver y por último en la mujer mayor, que sigue roncando furiosamente junto al pasillo.

—Nada, gracias —consigue decir Hadley.

—Yo tampoco —dice Oliver—. Pero gracias.

Cuando la azafata se ha marchado y el carro se encuentra lo suficientemente lejos, Hadley mira a Oliver con la boca abierta. Este saca las botellitas y le da una, después desenrosca el tapón de la otra mientras se encoge de hombros.

Hadley pestañea con la botella en la mano.

—¿Tienes pensado pagar esto de alguna manera?

Oliver sonríe.

—¿Diez años de trabajos forzados?

—Estaba pensando más bien en lavar los platos —bromea devolviéndole la botella—. O transportar maletas, a lo mejor.

—Me imagino que me vas a obligar a hacerlo —dice Oliver—. No te preocupes, cuando me vaya dejaré un billete de diez en el asiento. No quería montar un número, aunque ya tengo dieciocho años y a estas alturas debemos estar más cerca de Londres que de Nueva York. ¿Te gusta el whisky?

Hadley niega con la cabeza.

—¿Lo has probado?

—No.

—Pues pruébalo —le dice ofreciéndoselo de nuevo—. Solo un sorbito.

Hadley desenrosca el tapón y se lleva la botella a la boca, haciendo una mueca de desagrado en cuanto el olor le llega a la nariz, un olor áspero, como ahumado y demasiado fuerte. El líquido le quema la garganta y tose con fuerza mientras los ojos se le llenan de lágrimas. Vuelve a poner el tapón y le devuelve la botella a Oliver.

—Es como chupar una antorcha —dice con una mueca—. Está horroroso.

Oliver ríe y se termina su botella.

—Vale, ya te has tomado tu whisky —dice Hadley—. ¿Quiere decir que ha llegado el momento de hablar de tu familia?

—¿Por qué te interesa tanto?

—¿Y por qué no iba a interesarme?

Oliver suspira y su suspiro suena más bien como un lamento.

—Veamos —dice por fin—. Tengo tres hermanos mayores…

—¿Siguen viviendo en Inglaterra?

—Sí. Tengo tres hermanos mayores que viven en Inglaterra —continúa desenroscando el tapón de la segunda botellita de whisky—. ¿Qué más? A mi padre no le hizo mucha gracia que decidiera ir a Yale en lugar de a Oxford, pero mi madre estaba encantada porque ella también estudió en una universidad americana.

—¿Por eso no vino tu padre contigo al principio del curso?

Oliver la mira con expresión dolorida, como si quisiera estar en cualquier otro lugar, y después se termina lo que queda de whisky.

—Haces un montón de preguntas.

—Yo te he contado que mi padre nos dejó por otra mujer y que llevo un año sin verle —dice Hadley—. A ver, venga. Estoy segura de que no puedes superar ese dramón familiar.

—Eso no me lo habías contado —replica Oliver—. Lo de que llevas un año sin verle. Pensaba que a la que no habías visto era a ella.

Ahora le toca a Hadley revolverse en su asiento.

—Hablamos por teléfono —comenta—. Pero sigo demasiado enfadada para verle.

—¿Y él lo sabe?

—¿Que estoy enfadada?

Oliver asiente.

—Claro que lo sabe —dice Hadley y hace una inclinación de cabeza—. Pero te recuerdo que no estamos hablando de mí.

—Es que me parece interesante. Que hables tan abiertamente de ello. En mi familia siempre hay alguien molesto por algo pero nadie dice nada.

—Tal vez os iría mejor si lo hicierais.

—Tal vez.

Hadley se da cuenta de que están hablando en susurros y muy cerca el uno del otro en las sombras que proyecta la luz con la que lee el hombre sentado delante de ellos. Es casi como si estuvieran solos y en cualquier otra parte, sentados en el banco de algún parque o en un restaurante, a muchos kilómetros hacia abajo, con los pies bien apoyados en el suelo. Está lo bastante cerca de Oliver como para distinguir una pequeña cicatriz que tiene encima del ojo, una sombra de barba en la mandíbula, la increíble longitud de sus pestañas. Sin quererlo se descubre separándose y a él le sorprende lo brusco del gesto.

—Perdona —se disculpa, sentándose erguido y retirando la mano del reposabrazos—. Se me había olvidado que tienes claustrofobia. Debes de estar pasándolo fatal.

—No —dice Hadley negando con la cabeza—. Si te digo la verdad, no ha sido tan malo.

Oliver vuelve la barbilla hacia la ventana, que sigue con el estor bajado.

—Sigo pensando que estarías mejor si miraras por la ventana. Incluso a mí me da agobio estar aquí sin ventanas.

—Es un truco que me enseñó mi padre —le explica Hadley—. La primera vez que me pasó me dijo que pensara en el cielo. Pero eso solo ayuda cuando el cielo está encima.

—Claro —dice Oliver—. Tiene sentido.

Se quedan callados mirándose las manos mientras el silencio se extiende entre los dos.

—A mí me daba miedo la oscuridad —comenta Oliver transcurridos unos instantes—. Pero no solo cuando era pequeño. Me duró casi hasta los once años.

Hadley le mira de reojo sin saber muy bien qué decir. El rostro de Oliver parece ahora más aniñado, menos angular, y los ojos tienen un aspecto redondeado. Siente el impulso repentino de apoyar una mano sobre la suya, pero se contiene.

—Mis hermanos se metían conmigo todo el rato, apagando las luces cada vez que entraba en una habitación y después burlándose de mis gritos. Y mi padre odiaba que yo gritara, no le daba ninguna pena. Me acuerdo de que si en mitad de la noche iba a la habitación de mis padres, me decía que dejara de portarme como una niña pequeña. O me contaba historias de monstruos escondidos en el armario, para asustarme aún más. Su único consejo era: A ver cuándo creces. Qué majo, ¿no?

—Los padres no siempre saben hacer las cosas bien —dice Hadley—. A veces nos lleva un tiempo comprenderlo.

—Sin embargo, una noche —continúa Oliver— me desperté y le vi enchufando una luz pequeñita al lado de mi cama. Estoy seguro de que pensaba que yo estaba dormido, porque no habría querido que le hubiera pillado haciendo una cosa así por nada del mundo, así que no dije nada y me quedé mirándole enchufar la lamparita y encenderla, de modo que se formó un pequeño círculo de luz azul.

Hadley sonríe.

—¿Conque al final se apiadó de ti?

—A su manera, supongo que sí —dice Oliver—. Pero debía de tenerla comprada, ¿no? Podría habérmela dado al volver de la tienda o haberla enchufado antes de que me fuera a la cama. Pero no, tenía que hacerlo cuando no le veía nadie.

Se vuelve hacia Hadley y a esta le sorprende lo triste de su expresión.

—No sé por qué te he contado esto.

—Porque te lo he preguntado —se limita a contestar Hadley.

Oliver respira de forma entrecortada y Hadley ve que está ruborizado. El asiento delantero tiembla cuando el hombre que lo ocupa se recoloca la almohada con forma de rosquilla alrededor del cuello. El avión está en silencio excepto por el zumbido del aire acondicionado, el suave sonido de hojas pasando y algún que otro pasajero reacomodándose en sus asientos buscando pasar lo mejor posible las horas que faltan para aterrizar. De vez en cuando un tramo de turbulencias zarandea suavemente el avión, como un barco en una tormenta, y Hadley piensa de nuevo en su madre, en las cosas tan feas que le ha dicho en Nueva York. Su vista se desliza a la mochila que lleva a sus pies y una vez más desea no estar sobrevolando el Atlántico para así poder intentar llamarla.

A su lado, Oliver se frota los ojos.

—He tenido una idea genial —dice—. ¿Qué te parece si hablamos de otra cosa que no sean nuestros padres?

Hadley asiente.

—Me parece estupendo.

Pero ninguno de los dos dice nada. Pasa un minuto y luego otro y conforme el silencio entre ellos se hace más grande, ambos se echan a reír.

—Me temo que como no se te ocurra algo interesante vamos a tener que hablar del tiempo —dice Oliver y Hadley arquea las cejas.

—¿A mí?

Oliver asiente.

—Sí. A ti.

—Vale —dice muerta de vergüenza antes incluso de formular la pregunta, pero lleva horas queriendo hacerla y ya no tiene otra opción—. ¿Tienes novia?

Oliver se pone colorado y la sonrisa que esboza antes de bajar la cabeza le resulta a Hadley de lo más críptica. Es, decide, una sonrisa con dos posibles significados. Su intuición le dice que se trata de una sonrisa caritativa, esbozada para hacer que se sienta menos incómoda tanto por haber formulado la pregunta como por la respuesta que está por llegar, pero una parte de ella no puede evitar pensar que tal vez —solo tal vez— es algo más que compasión, un gesto de complicidad, la expresión de un acuerdo tácito entre los dos de que algo está pasando, de que esto puede ser el principio de alguna cosa.

Transcurrido un instante que se hace eterno, Oliver niega con la cabeza.

—No tengo novia.

Al oír estas palabras Hadley tiene la sensación de que se ha abierto una puerta, pero ahora que ha ocurrido no está muy segura de cómo continuar.

—¿Y eso?

Oliver se encoge de hombros.

—Todavía no he conocido a nadie con quien me apetezca pasar cincuenta y dos años, supongo.

—En Yale tiene que haber como un millón de chicas.

—En realidad cinco o seis mil, me parece.

—Pero la mayoría americanas, ¿no?

Oliver sonríe, después ladea la cabeza y le da un golpecito amistoso a Hadley con el hombro.

—Me gustan las chicas americanas —dice—. Aunque nunca he salido con una.

—¿No forma parte de tu proyecto de investigación para el verano?

Oliver niega con la cabeza.

—No. A no ser que a la chica en cuestión le dé miedo la mayonesa, lo cual, como sabes muy bien, es ideal para mi estudio.

—Claro —dice Hadley con una sonrisa—. Y en el instituto, ¿tuviste novia?

—En secundaria sí. Era muy simpática. Le gustaban mucho los videojuegos y repartir pizzas.

—Muy gracioso —dice Hadley.

—Bueno… Supongo que no todos podemos vivir una historia de amor épica tan jóvenes.

—¿Y qué pasó?

Oliver reclina la cabeza en el asiento.

—¿Que qué pasó? Supongo que lo de siempre. Terminamos el instituto y yo me marché. Cada uno siguió con su vida. ¿Qué pasó con el señor Pizza?

—Hacía más cosas aparte de repartir pizzas, que lo sepas.

—¿Repartía colines también?

Hadley hace una mueca.

—Lo cierto es que me dejó él a mí.

—¿Qué pasó?

Hadley suspira y adopta un tono filosófico:

—Lo de siempre, supongo. Me vio hablando con otro chico durante un partido de baloncesto y se puso celoso, así que cortó conmigo por e-mail.

—Ya —dice Oliver—. El no va más del amor épico.

—Más o menos —coincide Hadley mientras comprueba que Oliver la mira con atención.

—Es un imbécil.

—Eso es verdad. Siempre lo fue, ahora que lo pienso.

—Pero de todas maneras… —dice Oliver y Hadley le mira agradecida. Justo después de haber roto, Charlotte había llamado, siempre tan oportuna, para insistir en que Hadley llevara pareja a la boda.

—No todo el mundo va a traer a alguien —había explicado—, pero hemos pensado que para ti sería divertido estar acompañada.

—No pasa nada —había contestado Hadley—. Estaré bien sola.

—Te lo digo en serio —había insistido Charlotte del todo ajena al tono de voz de Hadley—. No es ningún problema. Y además —había añadido en un susurro cómplice— me he enterado de que tienes novio.

En realidad Mitchell había roto con ella solo tres días antes y lo sucedido seguía persiguiéndola por los pasillos del instituto con la persistencia de una criatura indestructible. Se trataba de algo sobre lo que no quería hablar, y mucho menos con una futura madrastra a la que ni siquiera conocía personalmente.

—Has oído mal —había dicho Hadley con sequedad—. Y voy a ir sola.

Lo cierto era que incluso aunque hubieran estado saliendo todavía, la boda de su padre sería el último lugar al que querría llevar a nadie. Pasar una noche enfundada en un traje de dama de honor hecho un guiñapo y viendo a un puñado de personas adultas bailando los pajaritos ya sería bastante para soportar sola; tener compañía no haría más que empeorar las cosas. Las posibilidades de momentos humillantes eran inmensas. Su padre y Charlotte besándose y entrechocando sus copas, dándose de comer trocitos de tarta el uno al otro y haciendo discursos deliberadamente babosos.

Recuerda haber pensado, cuando Charlotte le dijo que podía llevar pareja a la boda hace ya muchos meses, que no había nadie en el mundo a quien odiara lo suficiente como para someterlo a esa tortura. Pero ahora, mirando a Oliver, se pregunta si su reacción fue la correcta. Se pregunta si el problema no sería que no había nadie en el mundo que le gustara lo suficiente, nadie con quien se sintiera lo bastante cómoda como para permitirle ser testigo de este dudoso hito en su vida, este acontecimiento tan temido. Se sorprende a sí misma imaginando por un segundo a Oliver vestido de esmoquin de pie junto a la entrada al banquete y, por muy ridícula que sea la idea —la boda ni siquiera es de etiqueta—, siente cosquillas en el estómago. Traga saliva con decisión y ahuyenta la imagen de su cabeza.

A su lado, Oliver está mirando a la anciana, que sigue roncando y moviendo la boca de forma intermitente en un tic nervioso.

—Tengo que ir al baño —confiesa y Hadley asiente.

—Yo también. Seguro que podemos pasar sin despertarla.

Oliver se desabrocha el cinturón de seguridad y se endereza con brusquedad, chocando con el asiento delantero y ganándose una mirada de odio de la mujer que lo ocupa. Hadley le mira mientras trata de pasar junto a la anciana dormida sin despertarla, y cuando ambos han conseguido salir de la fila de asientos, le sigue por el pasillo en dirección a la parte trasera del avión. Una azafata con aspecto aburrido sentada en un asiento plegable levanta la vista de su revista cuando pasan a su lado.

La señal roja de OCUPADO está encendida en la puerta de los dos aseos, así que Hadley y Oliver se quedan de pie en un estrecho espacio cuadrado justo fuera. Están lo bastante cerca el uno del otro como para que Hadley pueda oler la tela de su camisa, el whisky en su aliento; no lo suficiente como para tocarse exactamente, pero sí nota cómo los pelos de su brazo le hacen cosquillas y de nuevo siente un impulso repentino de cogerle la mano.

Levanta la barbilla y descubre que Oliver la está mirando con la misma expresión que tenía antes, cuando se despertó con la cabeza en su hombro. Ninguno de los dos se mueve ni habla; se limitan a quedarse allí de pie mirándose en la oscuridad mientras los motores del avión zumban bajo sus pies. Se le ocurre a Hadley que —es imposible, improbable— Oliver está a punto de besarla y se acerca a él solo unos milímetros mientras el corazón se le sale del pecho. La mano de Oliver roza la suya y Hadley recibe una descarga eléctrica que le llega directamente a la espina dorsal. Para su sorpresa, Oliver no se separa; en lugar de ello le coge la mano acoplándola con firmeza a la suya y después tira suavemente, acercándola a él.

Es casi como si estuvieran completamente solos —como si no hubiera capitán ni tripulación ni filas de asientos con pasajeros dando cabezadas a lo largo del avión— y Hadley inspira profundamente e inclina la cabeza hacia atrás. Pero entonces una de las puertas de los servicios se abre, inundándolos de un haz de luz demasiado fuerte, y un niño pequeño sale arrastrando una tira de papel higiénico que se le ha quedado pegada a la suela de uno de sus zapatos rojos. La magia se ha roto.