22.36, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
3.36, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Llevan solo unos minutos en el aire cuando Oliver parece decidir que ya es seguro volver a dirigirle la palabra. El sonido de su voz junto a su oreja hace que Hadley sienta que algo se serena en su interior y, uno a uno, va relajando los dedos de las manos.
—Una vez —dice Oliver— volé a California un cuatro de julio.
Hadley gira la cabeza para mirarle, solo un poco.
—Era una noche clara y se veían todos los fuegos artificiales por el camino, como destellos diminutos que desprendía la tierra una ciudad después de otra.
Hadley se reclina de nuevo hacia la ventana y el corazón le late con fuerza mientras mira hacia el vacío que hay abajo, la nada más absoluta. Cierra los ojos e intenta visualizar los fuegos artificiales.
—De no haber sabido lo que eran, habría parecido terrorífico seguramente, pero vistos desde arriba eran bonitos. Silenciosos y pequeños. Resultaba complicado imaginar que en realidad eran esas grandes explosiones que se ven cuando estás en tierra. —Se queda pensativo unos instantes—. Supongo que todo es cuestión de perspectiva.
Hadley se vuelve de nuevo hacia él buscándole con la mirada.
—¿Se supone que eso me tiene que ayudar? —pregunta, aunque no está enfadada. Tan solo quiere saber cuál es la moraleja del cuento.
—En realidad no —dice Oliver con una sonrisa tímida—. Solo estaba intentando distraerte otra vez.
Hadley sonríe.
—Gracias. ¿Tienes más historias?
—Miles. Te podría desgastar los oídos, de hecho.
—¿Durante siete horas?
—Me gustan los retos.
El avión se ha enderezado ya y, cuando nota que empieza a marearse, Hadley intenta concentrarse en el asiento delantero, ocupado por un hombre con orejas grandes y escaso pelo en la coronilla; no podría decirse que es calvo, exactamente, tan solo es un anticipo de la calvicie que está por venir. Es como leer un mapa del futuro, y se pregunta si todas las personas tendrán algo así, pistas ocultas de aquello en lo que se convertirán algún día. Por ejemplo, ¿habría supuesto alguien que la mujer del asiento del pasillo dejaría un día de ver el mundo con sus brillantes ojos azules para en su lugar hacerlo a través de un brumoso velo? ¿O que el hombre sentado en diagonal respecto a ellos tendría que sujetarse una mano con la otra para que le deje de temblar?
Aunque en realidad en quien está pensando es en su padre.
El aire dentro del avión es seco y está cargado. Hadley nota su aspereza en la fosas nasales, cierra sus cansados ojos y por un momento contiene el aliento como si estuviera debajo del agua, algo que no le resulta difícil de imaginar mientras surcan el cielo nocturno e infinito. Después abre los ojos y, con un gesto abrupto, baja el estor rígido. Oliver la mira con las cejas arqueadas pero no dice nada.
Le sobreviene el recuerdo, repentino e inoportuno, de un viaje en avión con su padre, años atrás, aunque ahora le resulta difícil saber cuántos exactamente. Recuerda que su padre había jugado distraído con el estor rígido, cerrándolo y abriéndolo una y otra vez hasta que los pasajeros del otro lado del pasillo se habían inclinado con miradas y muecas de desaprobación. Cuando por fin se habían apagado las señales luminosas, se había levantado de su asiento e inclinado sobre Hadley para darle un beso de paso hacia el pasillo. Durante dos horas había recorrido el estrecho pasillo que iba desde el compartimento de primera clase hasta los cuartos de baño deteniéndose de vez en cuando a preguntarle a Hadley qué hacía, si estaba bien o qué estaba leyendo, para después echar a caminar de nuevo como alguien que espera impaciente el autobús.
¿Siempre había sido tan inquieto? Era difícil saberlo con seguridad.
Se vuelve hacia Oliver.
—Y tu padre ¿viene mucho a visitarte? —pregunta y él la mira ligeramente sorprendido. Hadley le devuelve la mirada también sorprendida por su pregunta. Había querido decir tus padres. ¿Vienen mucho tus padres a visitarte? Pero inconscientemente se le ha escapado la palabra padre.
Oliver se aclara la garganta y deja caer las manos sobre el regazo para a continuación dedicarse a retorcer la tela sobrante del cinturón de seguridad hasta formar con ella un bulto apretado.
—Solo mi madre, en realidad —dice—. Vino conmigo al principio del curso. No podía dejarme estudiando solo en Estados Unidos sin hacerme primero la cama.
—Qué maja —dice Hadley mientras trata de no pensar en su madre y en la discusión que han tenido horas atrás—. Parece muy cariñosa.
Espera a que Oliver siga hablando, o tal vez a que le pregunte por su familia, ya que le parece que ese sería el curso natural de la conversación entre dos personas que tienen horas por delante y ningún sitio adonde ir. Pero Oliver se limita a recorrer con el dedo las letras cosidas a la funda del asiento delantero: MANTENGAN ABROCHADO EL CINTURÓN DE SEGURIDAD MIENTRAS PERMANEZCAN SENTADOS.
Sobre sus cabezas una de las pantallas oscuras de televisión se enciende y se escucha un anuncio sobre la película que se proyectará durante el vuelo. Es una cinta animada sobre patos, Hadley ya la ha visto y cuando Oliver refunfuña se siente tentada a negarlo. Pero después se revuelve en su asiento y le mira con expresión crítica.
—Los patos no tienen nada de malo —dice y Oliver pone los ojos en blanco.
—¿Patos que hablan?
Hadley sonríe.
—De hecho también cantan.
—No me digas más. Ya la has visto.
Hadley levanta dos dedos.
—Dos veces.
—Eres consciente de que es una película para niños de cinco años, ¿no?
—De cinco a ocho años, si no te importa.
—Y tú ¿cuántos años decías que tienes?
—Los suficientes para apreciar a nuestros amigos palmípedos.
—Estás más loca que un sombrerero —dice Oliver sin poder evitar reírse.
—Espera un momento —dice Hadley mirándole con expresión de horror simulada—. ¿Eso es una referencia a… una película de dibujos animados?
—No, lista. Es una referencia a una inmortal obra literaria escrita por Lewis Carroll. Ya veo lo buena que es la educación estadounidense.
—Oye —dice Hadley golpeándole el pecho con suavidad, un gesto tan espontáneo que ni se detiene a pensarlo hasta que es demasiado tarde. Oliver le sonríe, es evidente que se está divirtiendo—. Creo recordar que estás estudiando en una universidad americana.
—Sí —contesta Oliver—. Pero lo compenso con mi inteligencia y mi encanto británicos.
—Ah —dice Hadley—. Qué bonito. ¿Y dónde los tienes escondidos?
Oliver hace una mueca.
—A ver. ¿No te ha llevado antes un chico la maleta?
—Ah, sí —responde Hadley llevándose un dedo a la barbilla en actitud pensativa—. Ese chico. Era un encanto. Me pregunto dónde se habrá metido.
—Eso es precisamente lo que estoy estudiando —dice Oliver con una sonrisa—. Este verano.
—¿El qué?
—Disociación de personalidad en varones de dieciocho años.
—Claro. La única cosa más terrorífica que la mayonesa.
De repente una mosca aparece junto a su oreja y Hadley trata de espantarla sin éxito. Un segundo después vuelve a zumbar cerca de ellos trazando irritantes círculos sobre sus cabezas como un obstinado patinador artístico.
—Me pregunto si habrá pagado el billete —dice Oliver.
—Lo más probable es que viaje de polizón.
—Pobrecilla, no tiene ni idea de que va a terminar en otro país.
—Sí, donde hablan raro.
Oliver agita una mano para ahuyentar a la mosca.
—¿Crees que es consciente de lo rápido que está volando? —pregunta Hadley—. ¿Como cuando vas sobre una de esas cintas transportadoras? Seguro que está flipando de lo poco que está tardando.
—¿Es que nunca has estudiado física? —pregunta Oliver entornando los ojos—. Es una cuestión de relatividad. La mosca vuela en relación con el avión, no en relación con la tierra.
—Muy bien, listillo.
—Este es un día más en su vida de pequeño insecto.
—Excepto que hoy va camino de Londres.
—Sí —dice Oliver frunciendo un poco el ceño—. Excepto por eso.
Una auxiliar de vuelo hace su aparición en el pasillo en penumbra con unas pocas docenas de auriculares que cuelgan de sus brazos como cordones de zapatos. Se inclina por encima de la anciana del pasillo y les pregunta con un susurro exagerado:
—¿Quieren unos?
Pero ambos niegan con la cabeza.
—Ya tengo, gracias —dice Oliver y mientras la auxiliar avanza hacia la siguiente fila mete la mano en el bolsillo y saca un par de auriculares que desconecta de su iPod. Hadley recoge su mochila de debajo de su asiento y mete la mano para buscar también los suyos.
—No me quiero perder a los patos —bromea, pero Oliver no la escucha. Está concentrado mirando la pila de libros y revistas que Hadley ha apoyado en el regazo mientras buscaba los auriculares en la bolsa.
—Así que sí te gusta la buena literatura —dice cogiendo el ejemplar gastado de Nuestro amigo común. Pasa las páginas con cuidado, con actitud reverencial casi—. Me encanta Dickens.
—A mí también —asegura Hadley—. Aunque este no lo he leído.
—Pues deberías —replica Oliver—. Es uno de los mejores.
—Eso me han dicho.
—Desde luego alguien se lo ha leído. Mira todas estas páginas dobladas.
—Es de mi padre —dice Hadley frunciendo un poco el ceño—. Me lo dio él.
Oliver levanta la vista y después cierra el libro sobre el regazo.
—¿Y?
—Lo llevo a Londres para devolvérselo.
—¿Sin haberlo leído?
—Sin haberlo leído.
—Supongo que se trata de algo más complicado de lo que parece.
—Supones bien —asiente Hadley.
Su padre le había dado el libro la última vez que fueron juntos a esquiar, la última vez que se habían visto. De camino a casa, de pie junto a la cola de los controles de seguridad del aeropuerto, había metido la mano en su bolsa y sacado el grueso volumen negro de páginas gastadas y amarillentas con esquinas dobladas por el uso como piezas que faltan de un rompecabezas.
—He pensado que este te gustará —le había dicho con una sonrisa teñida de desesperación. Desde que Hadley le había oído hablando por teléfono con Charlotte, desde que por fin había logrado encajar todas las piezas del puzle, casi no le había dirigido la palabra. Solo pensaba en volver a casa, donde podría hacerse un ovillo en el sofá, apoyar la cabeza en el regazo de su madre y dar rienda suelta a todas las lágrimas que llevaba conteniendo; todo lo que quería era llorar y llorar hasta que no le quedara nada por lo que llorar.
Pero allí estaba su padre, con su nueva barba, su nueva chaqueta de tweed y con el corazón en algún lugar al otro lado del océano, la mano vencida por el peso del libro mientras se lo ofrecía.
—No te preocupes —le había dicho con una sonrisa tímida—. No es poesía.
Hadley lo había cogido por fin y mirado la cubierta. No había sobrecubierta, solo las palabras impresas sobre un fondo negro: Nuestro amigo común.
—Es duro —siguió hablando su padre con la voz ligeramente rota—. Ya no puedo recomendarte libros tan a menudo. Pero hay algunos demasiado importantes como para que nos los perdamos con todo lo que está pasando.
Agitó la mano un poco como para intentar definir qué era exactamente lo que estaba pasando.
—Gracias —había dicho Hadley acercándose el libro al cuerpo y abrazándolo para no tener que abrazar a su padre.
Que todo lo que les quedara fuera esto —el encuentro incómodo y organizado de antemano, el silencio terrible— parecía más de lo que era capaz de soportar y la injusticia de toda la situación le provocaba un nudo en la garganta. Era culpa de su padre, todo, y sin embargo su odio hacia él era la peor clase de amor posible, una añoranza torturada, un deseo imposible de cumplir que hacía que el corazón le saltara en el pecho. No podía ignorar esa sensación deslavazada de que ahora eran dos piezas diferentes de dos rompecabezas distintos y de que nada en el mundo podría hacerlos encajar de nuevo.
—Ven a visitarnos pronto, ¿de acuerdo? —había dicho su padre mientras daba un paso adelante para abrazarla y Hadley asintió contra su pecho antes de desembarazarse. Pero sabía que nunca lo haría. No tenía la más mínima intención de ir a visitarle. Incluso si estuviera dispuesta a considerar la idea, como sus padres habían confiado en que ocurriera, las cuentas no le salían. ¿Qué se suponía que iba a hacer? ¿Pasar las Navidades y la Semana Santa allí? ¿Ver a su padre durante parte de las vacaciones y una semana en verano, lo suficiente para hacerse una idea somera y fragmentada de su nueva vida, esquirlas de un mundo en el que no había sitio para ella? Y encima pasar esos momentos sin su madre. Su madre, que no había hecho nada para merecer pasar sola las Navidades.
Esa, pensaba Hadley, no era manera de vivir. Quizá si hubiera más tiempo, o si el tiempo fuera más maleable; si pudiera estar en dos sitios a la vez, o si su padre volviera a casa. Porque desde luego ella no tenía la más mínima intención de conformarse con medias tintas. Aquello era o todo o nada. Un sentimiento ilógico, irracional, aunque algo en su interior sabía que nada era demasiado difícil y también que todo era imposible.
De vuelta en casa tras el viaje a esquiar había dejado el libro en una estantería de la habitación. Pero no pasó mucho tiempo antes de que lo cambiara otra vez de sitio, escondiéndolo bajo una pila de libros en una esquina de su mesa y después de nuevo junto al alféizar, el pesado volumen rodando de un lado a otro de la habitación como una piedra hasta quedarse por fin en el suelo del armario, donde había seguido hasta aquella mañana. Y ahora aquí está Oliver hojeándolo, pasando los dedos por páginas que llevan meses sin ser abiertas.
—Es su boda —dice Hadley en voz queda—. La boda de mi padre.
Oliver asiente.
—Entiendo.
—Sí.
—Así que supongo que lo del libro no es un regalo de boda.
—No —dice Hadley—. Yo diría que es más bien un gesto. O tal vez una protesta.
—Una protesta dickensiana. Interesante.
—Algo así.
Oliver seguía pasando las páginas con el dedo, deteniéndose de vez en cuando para leer algunas líneas.
—Tal vez deberías pensártelo.
—Puedo coger otro en la biblioteca.
—No lo decía solo por eso.
—Ya lo sé —contesta Hadley bajando de nuevo la vista hacia el libro. De repente le parece ver algo mientras Oliver pasa las páginas y, sin pensarlo, le agarra la muñeca.
—Espera. Para.
Oliver levanta las manos y Hadley coge el libro de su regazo.
—Me ha parecido ver algo —dice retrocediendo unas cuantas páginas con los ojos entrecerrados. Se queda sin respiración cuando encuentra una frase subrayada, la línea es irregular y la tinta está desvaída. Es la más sencilla de las marcas: no hay nada escrito en el margen, tampoco se ha doblado la esquina de la página para señalarla. Una sola línea escondida en el interior del libro y subrayada con un trazo irregular de tinta.
Incluso después de todo este tiempo, con todo lo que le ha dicho y lo que le queda por decirle, a pesar incluso de su determinación de devolverle el libro (porque así es como se mandan los mensajes, no subrayando una cita de repente en una vieja novela), el corazón le da un vuelco al pensar que tal vez durante todo este tiempo se ha estado perdiendo algo. Y ese algo está ahora ahí, en esa página, mirándola fijamente en blanco y negro.
Oliver la está observando con gesto interrogante, así que Hadley lee las palabras con un murmullo, deslizando el dedo sobre el subrayado, que debe de ser de su padre.
—¿Es mejor tener algo bueno y perderlo, o no haberlo tenido nunca?
Cuando levanta la vista los ojos de ambos se encuentran brevemente antes de separarse de nuevo de inmediato. Sobre sus cabezas los patos bailan en la pantalla, chapoteando en las orillas del estanque, su hogar modesto y feliz, y Hadley baja la barbilla para leer de nuevo la frase, esta vez para sí misma. Después cierra el libro de golpe y lo mete en su mochila.