21.58, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
2.58, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Para cuando Oliver hace su aparición al principio del pasillo, Hadley ya está sentada junto a la ventanilla con el cinturón de seguridad abrochado y la maleta guardada en el compartimento superior. Ha pasado los últimos siete minutos intentando convencerse de que no le importa si Oliver viene o no, contando aviones por la ventana y estudiando el estampado del respaldo del asiento delantero. Pero lo cierto es que ha estado esperándole, y cuando por fin le ve llegar hasta su fila de asientos descubre que se ha puesto colorada y que la única razón es que él la está mirando con esa sonrisa torcida tan suya. Cada vez que lo tiene cerca una extraña corriente eléctrica le recorre el cuerpo y no puede evitar preguntarse si a él le ocurrirá lo mismo.
—Te había perdido —dice Oliver y Hadley solo consigue asentir con la cabeza, feliz de haber sido encontrada.
Oliver levanta la bolsa que lleva colgada antes de deslizarse con agilidad al asiento del medio, junto a Hadley, acomodando sus piernas demasiado largas en el estrecho espacio y encajando el resto del cuerpo entre los dos rígidos reposabrazos. Hadley le mira mientras el corazón le late con fuerza por tenerle tan cerca y por la naturalidad con que se ha sentado a su lado.
—Me quedaré un minuto —dice Oliver reclinándose en el asiento—. Hasta que venga alguien.
Hadley se da cuenta de que una parte de ella ya está imaginando la historia tal y como se la contará a sus amigas. Cómo conoció a un chico guapo en un avión y se pasaron todo el vuelo charlando. Pero otra parte de ella, la parte práctica, está preocupada por el hecho de llegar a Londres mañana por la mañana para la boda de su padre sin haber dormido. Porque ¿cómo va a dormir con un compañero de asiento así? El hombro de Oliver está rozando el suyo y las rodillas de ambos casi se tocan; también hay algo en su olor que le resulta irresistible, una mezcla maravillosamente masculina pero también juvenil de desodorante y champú.
Oliver se saca unas cuantas cosas del bolsillo y busca con el pulgar entre un montón de monedas hasta que por fin encuentra un caramelo envuelto en papel y cubierto de pelusas que primero le ofrece a Hadley y a continuación se mete en la boca.
—¿Cuántos años tiene ese caramelo? —le pregunta Hadley arrugando la nariz.
—Muchísimos. Estoy seguro de que lo saqué de un frasco de caramelos la última vez que estuve en casa.
—Déjame adivinar. Era parte de un estudio sobre la transformación del azúcar con el paso del tiempo.
Oliver sonríe.
—Algo así.
—¿Qué estás estudiando de verdad?
—Eso es alto secreto —le dice con un semblante de lo más serio—. Y pareces una buena persona. Así que no quiero tener que matarte.
—Muchas gracias, de verdad. ¿Por lo menos puedes decirme en qué te vas a licenciar? ¿O eso es también secreto?
—Psicología, seguramente —contesta Oliver—. Aunque todavía no lo he decidido.
—Ah —dice Hadley—. Eso explica lo de los juegos mentales.
Oliver se ríe.
—Tú los llamas juegos mentales. Yo los llamo investigación.
—Entonces supongo que será mejor que controle lo que digo, por si me estás analizando.
—Eso es verdad. Te estoy estudiando.
—¿Y?
—Todavía es demasiado pronto para llegar a ninguna conclusión.
Detrás de ellos una mujer de edad avanzada se detiene junto a su fila de asientos y entorna los ojos tratando de leer su tarjeta de embarque. Lleva un vestido de flores y tiene unos cabellos blancos tan finos que dejan ver el cuero cabelludo. La mano le tiembla un poco mientras señala los números que hay sobre los asientos.
—Me parece que estás en mi asiento —dice mientras dobla con el dedo pulgar las esquinas de su tarjeta de embarque y Oliver se pone de pie tan deprisa que se golpea la cabeza con el panel del aire acondicionado.
—Perdón —dice, mientras intenta quitarse de en medio y sus maniobras apresuradas contribuyen poco a facilitar las cosas en un espacio tan pequeño—. Solo me había sentado aquí un momento.
La mujer le mira con atención y después su vista se desplaza hacia Hadley y casi es posible ver cómo se le va ocurriendo la idea por la forma en que se le arrugan las comisuras de su ojos clarísimos.
—Ah —dice juntando las palmas de las manos—. No me había dado cuenta de que estabais juntos. —Deja caer el bolso en el asiento del pasillo—. Quedaos donde estáis. Yo puedo sentarme aquí perfectamente.
Oliver tiene aspecto de intentar contener la risa, pero Hadley está demasiado ocupada preocupándose por el hecho de que Oliver acaba de quedarse sin su asiento. Porque ¿quién quiere pasarse siete horas encajonado en el asiento del medio? Pero mientras la mujer se recuesta con delicadeza sobre el respaldo de tela Oliver le dedica a Hadley una sonrisa tranquilizadora y esta no puede evitar sentirse algo aliviada. Porque lo cierto es que, ahora que está él aquí, no puede imaginarse las cosas de otra manera. Ahora que está aquí, se le ocurre que sobrevolar un océano entero con alguien sentado entre los dos sería lo más parecido a una tortura.
—A ver —dice la mujer rebuscando en su bolso y sacando unos auriculares de gomaespuma—. ¿Cómo os conocisteis vosotros dos?
Hadley y Oliver se intercambian una mirada rápida.
—Pues, aunque no se lo crea —dice Oliver—, fue en un aeropuerto.
—¡Qué bonito! —exclama la mujer con aspecto de estar verdaderamente encantada—. ¿Y cómo fue?
—Bueno… —empieza Oliver enderezándose un poco en su asiento—. Yo fui muy galante y me ofrecí a ayudarla con su maleta. Empezamos a hablar, y una cosa llevó a la otra…
Hadley sonríe.
—Y desde entonces no ha dejado de llevarme la maleta.
—Es lo que haría cualquier caballero —dice Oliver con exagerada modestia.
—Sobre todo los galantes.
A la anciana parece gustarle lo que está oyendo y su cara se pliega formando un mapa de diminutas arrugas.
—Y aquí estáis.
Oliver sonríe.
—Aquí estamos.
A Hadley le sorprende comprobar la fuerza del deseo que siente crecer en su interior. Desearía que fuera verdad, todo. Que fuera algo más que una historia. Desearía que fuera su historia, la de los dos.
Pero entonces Oliver se vuelve de nuevo hacia ella y se rompe el hechizo. Los ojos casi le brillan literalmente de risa mientras busca confirmar que Hadley le está siguiendo la corriente. Ella consigue sonreír levemente antes de que él se gire de nuevo hacia la mujer, que ha empezado a contar la historia de cómo conoció a su marido.
Esas cosas no pasan en la realidad, piensa Hadley. No pasan. Por lo menos a ella no.
—… Y el más pequeño tiene cuarenta y dos —le está contando la anciana a Oliver. La piel del cuello le cuelga en flácidos pliegues que tiemblan como gelatina cuando habla y Hadley se lleva pensativa la mano a la garganta y se la acaricia con los dedos pulgar e índice.
—Y en agosto cumpliremos cincuenta y dos años de matrimonio.
—Vaya —dice Oliver—. Increíble.
—Yo no lo calificaría de increíble —replica la mujer pestañeando—. Cuando encuentras la persona adecuada, es fácil.
El pasillo ya está despejado a excepción del personal del vuelo, que lo recorre comprobando que los pasajeros llevan puesto el cinturón; la anciana saca una botella de agua del bolso, después abre su arrugada mano y muestra una pastilla para dormir.
—Cuando ya los has vivido —continúa—, cincuenta y dos años pueden parecer cincuenta y dos minutos. —Inclina la cabeza hacia atrás y se traga la pastilla—. Igual que, cuando eres joven y estás enamorado, un vuelo de siete horas puede equivaler a una vida entera.
Oliver se da una palmada en las rodillas, que tiene encajadas contra el asiento delantero.
—Espero que no —bromea, pero la mujer se limita a sonreír.
—No tengo ninguna duda —dice mientras se inserta un auricular amarillo en una oreja y después repite el gesto con la otra—. Que tengáis un buen vuelo.
—Usted también —dice Hadley. Pero la mujer ya ha dejado caer la cabeza a un lado y de inmediato empieza a roncar.
Bajo sus pies, el suelo vibra mientras los motores se ponen en marcha. Una auxiliar de vuelo recuerda a los pasajeros por los altavoces que no se puede fumar y que todos deben permanecer en sus asientos hasta que el capitán haya apagado los letreros luminosos de ABRÓCHENSE EL CINTURÓN. Otra les explica cómo deben usarse los chalecos salvavidas y las máscaras de oxígeno y sus palabras suenan como un salmo, vacías y automáticas, ya que la mayoría de los viajeros las ignoran y en su lugar hojean periódicos y revistas, apagan sus teléfonos móviles o abren un libro.
Hadley saca la cartulina con instrucciones de seguridad del bolsillo del asiento delantero y frunce el ceño mientras estudia los monigotes que parecen disfrutar extrañamente mientras abandonan aviones dibujados. A su lado, Oliver ahoga una carcajada y Hadley levanta la vista.
—¿Qué?
—Nunca he visto a nadie leerse esas instrucciones.
—Pues entonces tienes suerte de ir sentado a mi lado.
—¿Quieres decir en general?
Hadley sonríe.
—Bueno, sobre todo si hay una emergencia.
—Claro que sí —contesta él—. Me siento de lo más tranquilo. Si me quedo inconsciente por golpearme la cabeza con la mesa plegable durante un aterrizaje de emergencia ya te veo, con tu metro y medio de altura, sacándome del avión.
Hadley deja de sonreír.
—Eso no lo digas ni en broma.
—Perdona —dice Oliver acercándose un poco más. Entonces apoya una mano en la rodilla de Hadley, un gesto tan inconsciente que no parece darse cuenta de lo que ha hecho hasta que Hadley baja la vista sorprendida por el contacto de la palma caliente en su pierna desnuda. Oliver retira la mano con brusquedad, con aspecto también de estar un poco sorprendido, y después menea la cabeza—. Todo va a ir bien. No lo decía en serio.
—No pasa nada —dice Hadley con voz queda—. Por lo general no soy tan supersticiosa.
Fuera, unos cuantos hombres con chalecos reflectantes están rodeando el gigantesco avión y Hadley se inclina para mirarlos. La anciana del asiento del pasillo tose en sueños y ambos se giran para mirarla, pero sigue durmiendo plácidamente mientras le tiemblan un poco los párpados.
—Cincuenta y dos años —dice Oliver con un pequeño silbido—. Impresionante.
—Yo ni siquiera estoy segura de si creo en el matrimonio —dice Hadley, y Oliver parece sorprendido.
—¿No vas a una boda?
—Sí —contesta Hadley asintiendo con la cabeza—. Por eso lo digo.
Él la mira sin comprender.
—No debería montarse tanto circo, obligando a gente a desplazarse desde la otra punta del mundo para ser testigo de lo enamorado que estás. Si quieres compartir la vida con alguien, pues estupendo. Pero es algo entre dos personas y eso debería bastar. ¿Para qué todo el espectáculo? ¿Qué necesidad hay de restregárselo a la gente por la cara?
Oliver se acaricia el mentón y es evidente que no sabe qué pensar.
—Me parece que lo que pasa es que es en las bodas en lo que no crees —dice por fin—, no en el matrimonio.
—Tampoco soy una gran partidaria de eso ahora mismo.
—Pues no sé qué decirte. A mí me parece que son bonitas.
—De eso nada —insiste Hadley—. Son pura apariencia. No debería ser necesario probar algo si de verdad crees en ello. Debería ser mucho más sencillo. Debería significar algo.
—Yo creo que significa algo —dice Oliver—. Una promesa.
—Supongo —dice Hadley con un suspiro mal disimulado—. Pero no todo el mundo la mantiene.
Mira a la mujer, que duerme profundamente.
—No todo el mundo sigue casado durante cincuenta y dos años y, cuando pasa eso, haber estado de pie delante de un montón de gente prometiendo que lo vas a hacer pierde todo el sentido. Lo que importa es haber tenido a alguien a tu lado todo ese tiempo. Incluso cuando la vida es un asco.
Oliver ríe.
—Matrimonio: para cuando la vida es un asco.
—Te lo digo en serio —insiste Hadley—. Si no ¿cómo puedes saber que significa algo? Si no tienes a alguien que te apoye en los tiempos difíciles…
—¿Así que ya está? —pregunta Oliver—. Ni boda ni matrimonio. ¿Solo alguien que esté a tu lado cuando las cosas se ponen feas?
—Exacto —dice Hadley asintiendo con la cabeza.
Oliver mueve la cabeza en expresión de asombro.
—¿Y a qué boda dices que vas? ¿A la de un ex-novio?
Hadley no puede evitar reír.
—¿Qué? —pregunta Oliver.
—Mi ex-novio se pasa la mitad del tiempo jugando a videojuegos y la otra mitad repartiendo pizzas. No me lo imagino en el altar.
—Ya me parecías un poco joven para ser una mujer despechada.
—Tengo diecisiete años —dice Hadley con tono indignado, y Oliver levanta las manos en gesto de paz.
El avión empieza a alejarse de la puerta de embarque y Oliver se inclina hacia la ventanilla para mirar. Hay luces que se pierden en el horizonte, como reflejos de estrellas formando grandes constelaciones en las pistas de despegue, donde docenas de aviones aguardan su turno para emprender el vuelo. Hadley tiene las manos entrelazadas con fuerza sobre el regazo y respira hondo.
—Bueno —dice Oliver recostándose otra vez en el asiento—. Parece que hemos empezado por el final. ¿No?
—¿Qué quieres decir?
—Pues que discutir sobre la definición de amor verdadero es algo de lo que suele hablarse tres meses después de haberse conocido, no a las tres horas.
—Según ella —dice Hadley señalando con la barbilla hacia la derecha de Oliver—, tres horas son más bien como tres años.
—Pero solo si estás enamorado.
—Es verdad. Entonces en nuestro caso, no.
—No —concede Oliver con una sonrisa—. En nuestro caso una hora es una hora. Así que lo estamos haciendo todo mal.
—¿Por qué lo dices?
—Conozco tu opinión sobre el matrimonio, pero todavía no hemos hablado de las cosas importantes, como tu color o tu comida preferidos.
—Azul y mexicana.
Oliver asiente con aprobación.
—No está mal. Los míos, el verde y el curry.
—¿El curry? —Hadley hace una mueca—. ¿De verdad?
—Oye, no vale juzgar. ¿Qué más?
Las luces del avión se atenúan para el despegue al tiempo que el motor ruge bajo sus pies y Hadley cierra los ojos solo un instante.
—¿Qué más de qué?
—¿Animal favorito?
—No sé —dice abriendo de nuevo los ojos—. ¿El perro?
Oliver niega con la cabeza.
—Muy soso. Di otro.
—Pues el elefante.
—¿En serio?
Hadley asiente.
—¿Por qué?
—Cuando era pequeña no podía dormir sin un elefante de peluche raído —explica Hadley sin estar muy segura de por qué se ha acordado de eso ahora. Quizá es que está a punto de volver a ver a su padre, o tal vez es el avión acelerando bajo sus pies y devolviéndola al viejo deseo infantil de tener un peluche al que aferrarse.
—No sé si eso cuenta.
—Está claro que no has conocido a Elefante.
Oliver ríe.
—¿El nombre se te ocurrió a ti sola?
—Desde luego —dice Hadley sonriendo al pensarlo. Elefante tenía ojos negros vidriosos, orejas suaves y flexibles, una cuerda trenzada a modo de cola y siempre se las arreglaba para hacer que se sintiera bien en los malos momentos, que podían ir desde tener que comerse las verduras o llevar leotardos de los que pican, lastimarse el dedo del pie o estar en cama con dolor de garganta. Elefante era el antídoto perfecto. Con el tiempo había perdido un ojo y la mayor parte de la cola; Hadley había llorado, había estornudado y se había sentado encima de él, pero, a pesar de todo, siempre que estaba disgustada por algo, su padre le apoyaba una mano en la cabeza y la dirigía escaleras arriba.
—Es la hora de consultar con el elefante —anunciaba y, de alguna forma, siempre funcionaba. Ahora se le ocurre, sin embargo, que tal vez el mérito fuera más de su padre que del pequeño peluche.
Oliver sigue mirándola divertido.
—Sigo sin estar convencido de que eso cuente.
—Pues muy bien. A ver, ¿cuál es tu animal preferido?
—El águila americana.
Hadley ríe.
—No me lo creo.
—¿Cómo que no? —dice Oliver llevándose una mano al corazón—. ¿Es que no te puede gustar un animal que da la casualidad de que es también el símbolo de la libertad?
—Ahora me estás tomando el pelo. Descaradamente.
—Un poco, a lo mejor —dice él con una sonrisa—. Pero ¿funciona?
—¿El qué? ¿Conseguir que tenga cada vez más ganas de amordazarte?
—No —dice Oliver con suavidad—. Me refiero a que si te estoy distrayendo.
—¿De qué?
—De tu claustrofobia.
Hadley sonríe agradecida.
—Un poco —dice—. Aunque lo peor es cuando el avión está en el aire.
—¿Y eso por qué? Ahí arriba hay espacios abiertos de sobra.
—Pero no hay vía de escape.
—Ah. Así que siempre necesitas una vía de escape.
Hadley asiente.
—Siempre.
—Me lo imaginaba —dice Oliver con un suspiro teatral—. Me pasa mucho con las chicas.
Hadley deja escapar una carcajada breve y después cierra de nuevo los ojos cuando el avión empieza a coger velocidad, rodando por la pista de despegue en medio de un gran estruendo. Cuando el impulso cede a la gravedad, los pasajeros se inclinan hacia atrás en sus asientos mientras el avión levanta la nariz hacia el cielo —apoyándose por última vez en las ruedas— y después se eleva como un gigantesco pájaro de metal.
Hadley cierra el puño alrededor del reposabrazos mientras suben cada vez más alto en el cielo nocturno y las luces de tierra se van desintegrando como los píxeles de una imagen. Los oídos se le empiezan a taponar conforme aumenta la presión y apoya la frente contra la ventanilla temiendo el momento en que atraviesen los primeros bancos de nubes y el suelo desaparezca debajo de ellos y solo les envuelva un cielo inmenso e interminable.
Por la ventana, el contorno de los aparcamientos y las urbanizaciones se va quedando más y más lejos, y acaba por fundirse en una sola forma. Hadley observa cómo el mundo cambia y se diluye hasta adquirir un nuevo aspecto, las farolas con su brillo anaranjado, los largos jirones de autopista. Se endereza un poco en el asiento y nota cómo el plexiglás le refresca la frente mientras se esfuerza por no perder nada de vista. Lo que le da miedo no es tanto volar como la sensación de ir a la deriva. Pero por el momento están lo suficientemente bajos como para ver las ventanas iluminadas de los edificios de tierra. Y por el momento también Oliver está a su lado, manteniendo los nubarrones a raya.