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19.32, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS

00.32, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH

A pesar de haber pedido el sándwich de pavo sin mayonesa, Hadley ve el pringue blanco asomando entre la corteza mientras lleva su bandeja hasta una mesa vacía y se le revuelve el estómago. No sabe qué será peor, el sufrimiento de comérsela o parecer una idiota quitándola del pan, pero se decide por lo segundo e ignora las cejas arqueadas del chico mientras disecciona su comida con el mismo cuidado que si se tratara de un experimento de laboratorio. Arruga la nariz mientras aparta la lechuga y el tomate y limpia cada trozo de los grumos blancos.

—Un trabajo de precisión —dice el chico con la boca llena de rosbif y Hadley asiente con naturalidad.

—Me da miedo la mayonesa, así que con los años me he convertido en una experta.

—¿Te da miedo la mayonesa?

Hadley asiente de nuevo.

—Está entre mis tres o cuatro principales fobias.

—¿Cuáles son las otras? —pregunta el chico con una sonrisa—. ¿Qué puede haber peor que la mayonesa?

—Los dentistas —empieza a enumerar Hadley—. Las arañas. Los hornos.

—¿Los hornos? Supongo que no te gusta demasiado cocinar, entonces.

—Y los espacios pequeños —continúa Hadley en voz más baja.

El chico ladea la cabeza.

—Y entonces, cuando estás en un avión ¿qué haces?

Hadley encoge los hombros.

—Aprieto los dientes y confío en que todo salga bien.

—No está mal como táctica —dice el chico riendo—. ¿Y te funciona?

Hadley no tiene respuesta para esta pregunta y la asalta una breve sensación de pánico. Es peor casi cuando se ha olvidado del miedo, porque siempre vuelve con fuerzas renovadas, como una suerte de bumerán enloquecido.

—Bueno —dice el chico apoyando los codos sobre la mesa—. La claustrofobia es una tontería comparada con la mayonesafobia, y me parece que esa la tienes controlada.

Hace un gesto con la cabeza en dirección al cuchillo que sostiene Hadley cubierto de mayonesa y migas de pan. Hadley sonríe agradecida.

Mientras comen, dirigen la vista sin querer hacia el televisor situado en una esquina de la cafetería que retransmite sin parar partes meteorológicos. Hadley trata de concentrarse en su comida, pero no puede evitar mirar de reojo al chico de vez en cuando, y cada vez que lo hace nota unas cosquillas en el estómago que no tienen nada que ver con la mayonesa que queda todavía en su sándwich.

En toda su vida solo ha tenido un novio, Mitchell Kelly: atlético, nada complicado y de lo más aburrido. Estuvieron saliendo durante gran parte del año anterior —para ambos el penúltimo en el instituto— y aunque le encantaba verle jugar al fútbol (la manera en que la saludaba con la mano desde la línea de banda), le resultaba agradable encontrárselo en los pasillos del instituto (la manera en que la levantaba del suelo al abrazarla) y cuando la dejó tan solo cuatro meses atrás había llorado delante de cada una de sus amigas, esa breve relación ahora se le antoja la mayor equivocación de su vida.

Le parece imposible que le gustara alguien como Mitchell cuando existen chicos en el mundo como este, alto y desgarbado, con el pelo revuelto, unos ojos verdes impresionantes y una mancha de mostaza en la barbilla, esa pequeña imperfección que, de alguna manera, hace que el conjunto funcione.

¿Es posible que uno no sepa quién es su tipo —o ni siquiera si se tiene un tipo— y de repente descubrirlo?

Hadley retuerce su servilleta debajo de la mesa. Acaba de darse cuenta de que interiormente siempre se refiere al chico como «el inglés», así que se inclina sobre la mesa, la limpia de restos de migas de los sándwiches y le pregunta su nombre.

—Ah, claro —dice él parpadeando—. Se supone que deberíamos haber empezado por ahí. Me llamo Oliver.

—¿Como Oliver Twist?

—Vaya —dice el chico con una sonrisa—. Y luego dicen que los americanos son unos incultos.

Hadley le mira con los ojos entrecerrados simulando enfado.

—Ja, ja. Muy divertido.

—¿Y tú?

—Hadley.

—Hadley —repite el chico asintiendo con la cabeza—. Es bonito.

Hadley sabe que solo está hablando de su nombre pero, inexplicablemente, se siente halagada. Tal vez sea el acento, o la manera en que la mira, tan interesado ahora mismo, pero hay algo en este chico que hace que el corazón le palpite como cuando se lleva una sorpresa inesperada. E imagina que eso será precisamente: lo inesperado que es todo. Ha invertido tantas energías en temer este viaje que no estaba preparada para la posibilidad de que algo bueno, algo inesperado, saliera de él.

—¿No te vas a comer el pepinillo? —le pregunta Oliver inclinándose hacia ella. Hadley niega con la cabeza y le acerca el plato. Se lo come en dos bocados y vuelve a recostarse en su asiento.

—¿Has estado alguna vez en Londres?

—Jamás —contesta Hadley quizá con demasiada energía.

Oliver se ríe.

—No está tan mal.

—Estoy segura de que no —dice Hadley mordiéndose el labio—. ¿Tú vives allí?

—Crecí allí.

—¿Y ahora dónde vives?

—Supongo que en Connecticut —dice—. Estoy en Yale.

Hadley es incapaz de disimular su asombro.

—¿En serio?

—¿Por qué? ¿No tengo pinta de estudiar en Yale?

—Qué va, no es eso. Es que está tan cerca…

—¿De qué?

No quería haber dicho eso, y ahora nota que se está poniendo colorada.

—De donde yo vivo —dice. Y enseguida añade—: Es que con tu acento, supuse que…

—¿Que era un golfillo callejero que se busca la vida en Londres?

Hadley se apresura a negar con la cabeza. Está completamente azorada, pero el chico se ríe.

—Te estoy tomando el pelo —dice—. Acabo de terminar mi primer año en Yale.

—¿Y cómo es que no has vuelto a casa para pasar las vacaciones?

—Me gusta estar aquí —contesta encogiendo los hombros—. Y además me han dado una beca de investigación para el verano, así que tengo que quedarme.

—¿Qué clase de investigación?

—Estoy haciendo un estudio sobre el proceso de fermentación de la mayonesa.

—¡Venga ya! —dice Hadley riendo y Oliver frunce el ceño.

—Te lo digo en serio. Es un trabajo muy importante. ¿Sabías que el veinticuatro por ciento de la mayonesa que se hace contiene helado de vainilla?

—Desde luego, parece importante —dice Hadley—. Pero ahora en serio: ¿qué estás estudiando?

Un hombre golpea con fuerza el respaldo de la silla de Hadley al pasar y sigue su camino sin pedir disculpas. Oliver sonríe.

—Estoy estudiando los patrones de congestión en los aeropuertos de Estados Unidos.

—Estás loco —dice Hadley negando con la cabeza—. Pero no me importaría que pudieras hacer algo por evitar estas aglomeraciones. Odio los aeropuertos.

—¿En serio? —pregunta Oliver—. A mí me encantan.

Por un momento está convencida de que le está tomando el pelo, pero entonces se da cuenta de que habla en serio.

—Me gusta eso de no estar ni aquí ni allí. Y también saber que no tienes ningún otro lugar donde estar mientras esperas. Estás como… suspendido en el tiempo.

—Sí, eso está bien, supongo —dice Hadley jugueteando con la anilla de su lata de refresco—. Si no fuera por las multitudes.

Oliver se gira y mira a su alrededor.

—No siempre hay tanta gente como hoy.

—Tal y como yo lo veo, sí.

Hadley mira hacia las pantallas que anuncian las salidas y llegadas, donde parpadean muchas letras verdes indicando retrasos o vuelos cancelados.

—Todavía nos queda un rato —dice Oliver y Hadley suspira.

—Ya lo sé, pero yo ya he perdido un vuelo, así que para mí esto es solo un aplazamiento de lo inevitable.

—¿Tenías que haber cogido el vuelo anterior?

Hadley asiente.

—¿A qué hora es la boda?

—A mediodía.

Oliver hace una mueca.

—Lo tienes complicado.

—Eso me han dicho. ¿A qué hora es la tuya?

Oliver baja la vista.

—Tengo que estar en la iglesia a las dos.

—Entonces no tienes problema.

—No —dice Oliver—. Supongo que no.

Permanecen sentados en silencio, ambos mirando la mesa, hasta que del bolsillo de Oliver sale el sonido ahogado de un teléfono llamando. Lo saca y lo mira con intensidad mientras sigue sonando, hasta que por fin parece decidirse y se pone de pie con brusquedad.

—Tengo que cogerlo —le dice a Hadley alejándose de la mesa—. Perdona.

Hadley le hace un gesto con la mano.

—No pasa nada. Vete.

Le mira alejarse, abriéndose camino en el atestado vestíbulo con el teléfono pegado a la oreja. Lleva la cabeza gacha, todo él tiene cierto aspecto encorvado, la curva de los hombros, la inclinación del cuello, que ahora le da un aspecto distinto, como si fuera un versión menos intensa del Oliver con el que ha estado hablando. Se le ocurre que la llamada puede muy bien ser de una estudiante guapa y listísima de Yale, de esas que llevan gafas y chaquetón de marinero a la última moda y que nunca sería tan desorganizada como para perder un vuelo por cuatro minutos.

Le sorprende la fuerza con que descarta este pensamiento.

Baja la vista y mira su propio teléfono y se da cuenta de que seguramente debería llamar a su madre y contarle lo del cambio de horario. Pero siente un hormigueo en el estómago al recordar la manera en que se han despedido, el silencio glacial durante el trayecto al aeropuerto y después sus imperdonables palabras en la puerta de la zona de embarque. Sabe que tiene la mala costumbre de soltar lo primero que se le viene a la cabeza —su padre solía bromear diciendo que había nacido sin filtro—, pero ¿podía alguien esperar que se comportara de un modo racional el día que llevaba meses temiendo?

Se había levantado por la mañana completamente tensa, con dolor de cuello y de hombros y un martilleo persistente en la parte posterior de la cabeza. No era solo la boda, o el hecho de que muy pronto tendría que conocer a Charlotte, después de dedicar tantas energías a hacer como si no existiera; era que este fin de semana marcaría el fin oficial de su familia.

Hadley es consciente de que esto no es una película de Disney. Sus padres no van a volver a vivir juntos. Y lo cierto es que tampoco quiere que lo hagan. Es evidente que su padre es feliz y, en gran medida, su madre parece serlo también. Ya lleva más de un año saliendo con el dentista de ambas, Harrison Doyle. Pero incluso con todo eso, la boda pondrá un punto final a una frase que se suponía que no tenía que terminar aún, y Hadley no está segura de querer asistir a ese momento.

Aunque también es cierto que no tenía elección.

—Sigue siendo tu padre —le decía su madre todo el tiempo—. Es obvio que no es perfecto, pero para él es importante que estés allí. Y es solo un día. Tampoco te está pidiendo tanto.

Pero Hadley tenía la impresión de que así era, de que todo lo que hacía su padre era pedirle cosas: que le perdonara, que pasara más tiempo con él, que le diera una oportunidad a Charlotte. Pedía, pedía y pedía y no le daba nada a cambio. Hadley sentía deseos de coger a su madre por los hombros y hacerla entrar en razón. Su padre había traicionado su confianza, le había roto el corazón a su madre, había destrozado la familia. Y ahora iba a casarse con esta mujer, como si todo lo demás careciera de importancia. Como si fuera más fácil empezar de cero que reconstruir lo que había antes.

Pero su madre siempre insistía en que estaban mejor así. Los tres.

—Ya sé que resulta difícil de creer —le había dicho, mostrándose irritantemente razonable ante la situación—. Pero al final ha sido para bien. De verdad. Lo entenderás cuando seas mayor.

Pero Hadley está convencida de entenderlo ya y sospecha que su madre no es todavía del todo consciente del alcance de lo ocurrido. Siempre hay un lapso de tiempo entre la picadura y la quemazón, entre el dolor y la conciencia del mismo. Durante aquellas primeras semanas después de Navidad, Hadley permanecía despierta por las noches y escuchaba a su madre llorar. Durante unos cuantos días esta se había negado a hablar de su padre; después, de repente, no hablaba de otra cosa, y así como una veleta hasta que un día, unas seis semanas más tarde, pareció recuperarse, de repente y como quien no quiere la cosa, irradiando una serena aceptación que aún hoy asombra a Hadley.

Pero las cicatrices siguen allí. Harrison le ha pedido tres veces matrimonio a su madre, cada vez con un alarde de imaginación mayor —un picnic romántico, un anillo en la copa de champán y, por último, contratando a un cuarteto de cuerda para que tocara en el parque—, pero ella ha dicho que no todas las veces, y Hadley está convencida de que todavía no se ha recuperado de lo ocurrido con su padre. Uno no sobrevive a una ruptura como esa sin cicatrices.

Así que esta mañana, consciente de que un viaje en avión es lo único que la separa de la fuente de todos sus problemas, Hadley se ha levantado de un humor de perros. Si las cosas hubieran salido según lo planeado, probablemente todo habría quedado en unos cuantos comentarios sarcásticos y algún que otro refunfuño de camino al aeropuerto. Pero primero se había encontrado con un mensaje de Charlotte recordándole a qué hora debía estar en el hotel para arreglarse y su entrecortado acento británico le había puesto los nervios de punta y le había amargado el resto del día.

Luego, cómo no, la cremallera de la maleta se había negado a cerrarse, a su madre no le habían gustado los pendientes que había elegido para la boda y después le había preguntado ochenta y cinco veces si llevaba el pasaporte. La tostada se le había quemado, se había manchado de mermelada el jersey y cuando cogió el coche para ir a la droguería a comprar una botella pequeña de champú había empezado a llover, uno de los limpiaparabrisas se había roto y había terminado esperando en una gasolinera durante casi cuarenta y cinco minutos detrás de un tipo que no sabía comprobar los niveles de aceite de su propio coche. Y durante todo el tiempo el reloj seguía avanzando inexorable hacia la hora en que tenían que salir para el aeropuerto. Así que cuando entró por la puerta de casa y soltó las llaves en la mesa de la cocina no estaba de humor para que su madre le preguntara por enésima vez si llevaba el pasaporte.

—Sí —le había espetado con brusquedad—. Lo llevo.

—Solo estaba preguntando —había dicho su madre arqueando las cejas con expresión inocente mientras Hadley la miraba con ganas de discutir.

—Y ya de paso, ¿no quieres acompañarme hasta el avión?

—¿Qué me quieres decir con eso?

—O tal vez deberías venir conmigo a Londres para asegurarte de que no cambio de idea.

La voz de su madre sonó con un tono de advertencia:

—Hadley…

—Lo que no entiendo es por qué yo soy la única que tiene que ver cómo se casa con esa mujer. No entiendo por qué tengo que ir, y encima sola.

Su madre había fruncido los labios en esa expresión suya que delataba decepción, pero para entonces a Hadley no le importaba ya nada.

Más tarde habían ido en el coche hasta el aeropuerto sin dirigirse la palabra, una repetición de la discusión que llevaban semanas manteniendo. Y para cuando llegaron a la zona de salidas Hadley notaba un cosquilleo en todo el cuerpo, una suerte de energía nerviosa.

Cuando su madre apagó el motor ninguna de las dos hizo ademán de salir del coche.

—Todo va a salir bien —había dicho su madre con voz queda transcurrido un momento—. Ya lo verás.

Hadley se había girado para mirarla.

—Se va a casar, mamá. ¿Cómo puedes decir que todo va a salir bien?

—Solo digo que me parece importante que estés allí…

—Sí, ya lo sé —la había interrumpido Hadley con voz cortante—. Ya me lo has dicho.

—Va a salir bien —repitió su madre.

Hadley había cogido su jersey y se había quitado el cinturón de seguridad.

—Pues entonces, si pasa algo será tu culpa.

—¿Algo como qué? —había preguntado su madre con tono de preocupación y Hadley, poseída por una furia que la hacía sentirse invencible e increíblemente joven, había alargado la mano para abrir la puerta.

—Como por ejemplo que se estrelle el avión, o algo así —había dicho sin estar segura de por qué lo decía; solo sabía que estaba furiosa y asustada y ¿no es ese estado de ánimo el que nos impulsa a decir cosas como esa?—. Entonces nos habrás perdido a los dos.

Se habían mirado la una a la otra mientras aquellas palabras terribles, irrepetibles, formaban un muro infranqueable entre ambas y después de unos instantes Hadley había salido del coche, balanceando su mochila hasta colocársela al hombro, y había cogido la maleta del asiento trasero.

—Hadley… —había empezado a decir su madre saliendo por el otro lado del coche y mirándola por encima del capó—. No te vayas…

—Te llamo cuando llegue —había dicho Hadley mientras echaba a andar hacia la terminal. Notaba cómo su madre la seguía con la vista, pero un instinto tonto, un orgullo mal entendido le había impedido volver la cabeza.

Ahora, sentada en la pequeña cafetería del aeropuerto, acaricia con el dedo pulgar la tecla de llamada. Hadley no es supersticiosa, pero haber mencionado la posibilidad de que su avión se estrelle basta para ponerla enferma. Piensa en el vuelo que tenía que haber cogido, que en ese momento estará ya sobrevolando el océano, y siente una punzada de remordimiento; espera no haber tentado al azar.

Parte de ella se siente aliviada al escuchar la voz de su madre en el buzón de voz. Cuando se dispone a dejar un mensaje explicando el cambio de planes ve a Oliver caminando hacia ella. Durante un instante le parece ver algo en la expresión de su cara, la misma torturada preocupación que siente ella misma, pero en cuanto la ve cambia el gesto y vuelve a ser el mismo de antes, sereno y alegre casi, con una sonrisa tranquila que le ilumina los ojos.

Hadley se ha quedado a medias en el mensaje y Oliver hace un gesto hacia el teléfono mientras recoge su bolsa y a continuación señala la puerta de embarque con el dedo pulgar. Hadley abre la boca para decirle que tardará un minuto, pero él ya ha echado a andar, así que termina de dejar el mensaje a toda prisa.

—Así que te llamo cuando llegue mañana —dice con voz ligeramente temblona—. Oye, mamá, siento lo de antes, ¿vale? Lo he dicho sin pensar.

Después, mientras se dirige hacia la puerta de embarque, busca con la mirada la camisa azul de Oliver pero no la ve por ningún sitio. En lugar de esperarle allí rodeada de viajeros impacientes, se da la vuelta y va al cuarto de baño, luego se pasea por las tiendas de regalos y los puestos de periódicos y libros, deambulando sin rumbo fijo por la terminal hasta que llega el momento de embarcar.

Mientras se coloca en la fila se da cuenta de que está demasiado cansada como para ponerse nerviosa. Tiene la sensación de llevar días allí, y todavía le quedan muchas cosas por delante de las que preocuparse: el espacio cerrado del avión, la sensación de pánico que la invade cuando está en un sitio sin salida. Después están la boda y la recepción, conocer a Charlotte y ver a su padre por primera vez desde hace más de un año. Pero por el momento lo único que quiere es ponerse los auriculares, cerrar los ojos y dormir. Echar a volar, surcar los aires sin tener que hacer esfuerzo alguno de repente le parece casi un milagro.

Cuando le llega el turno de enseñar la tarjeta de embarque, el auxiliar de vuelo le sonríe desde debajo de su bigote.

—¿Miedo a volar?

Hadley se obliga a relajar la mano con la que ha estado aferrando el asa de la maleta hasta que los nudillos se le han puesto blancos y sonríe pesarosa:

—Lo que me da miedo es aterrizar —dice.

Pero a pesar de ello entra en el avión.