19.12, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
00.12, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Por los altavoces están llamando a un pasajero que al parecer no está en su avión y Hadley no puede evitar pensar: ¿Y si no me subo al avión? Pero, como si le leyera los pensamientos, el chico delante de ella vuelve la vista para asegurarse de que sigue allí y entonces se da cuenta de lo afortunada que es de tener compañía, por inesperada que sea, precisamente hoy.
Dejan atrás una hilera de ventanales que dan a las pistas, donde los aviones están alineados como carrozas en un desfile, y Hadley nota cómo se le acelera el corazón al darse cuenta de que pronto tendrá que subirse a uno de ellos. De todos los espacios cerrados, los interminables recovecos y rincones posibles que existen en el mundo, no hay nada que la haga temblar tanto como la visión de un avión.
La experimentó por primera vez solo un año atrás, esta sensación de vértigo, este ataque de pánico que le produce taquicardia y le revuelve el estómago. En el cuarto de baño de un hotel en Aspen, mientras fuera caía una nieve espesa y abundante y al otro lado de la puerta su padre hablaba por teléfono, tuvo la sensación repentina de que las paredes se estrechaban, avanzando hacia ella centímetro a centímetro, con la inexorabilidad constante de un glaciar. Permaneció quieta tratando de controlar la respiración, mientras los latidos de su corazón resonaban en sus tímpanos con tal fuerza que casi ahogaban el sonido de la voz apagada de su padre al otro lado de la pared.
—Sí —estaba diciendo— y se espera que caigan otros quince centímetros esta noche, así que mañana estará perfecto.
Llevaban dos días enteros en Aspen esforzándose por simular que estas vacaciones de Semana Santa eran como las de todos los años. Se despertaban temprano por la mañana para subir a la montaña antes de que se llenaran las pistas, después se sentaban en silencio con sus tazas de chocolate en el refugio y por la noche se entretenían con juegos de mesa delante de la chimenea. Pero lo cierto era que ponían tanto empeño en no mencionar la ausencia de la madre que ninguno de los dos podía pensar en otra cosa.
Además, Hadley no es tonta. Uno no se marcha a Oxford para pasar un semestre dando clases de poesía y una vez allí de repente decide que quiere el divorcio sin aducir una razón válida. Y aunque su madre no había dicho una palabra al respecto —de hecho se había vuelto muda en todo lo referido a su padre— sabía que esa razón tenía que ser otra mujer.
Había planeado plantarle cara durante el viaje de esquí, bajar del avión y, blandiendo un dedo acusador, exigir que le explicara por qué no volvía a casa. Pero cuando llegó a la zona de recogida de equipajes y lo vio esperándola lo encontró del todo cambiado, con una barba rojiza que desentonaba con su pelo castaño y una sonrisa tan ancha que hasta se le veían los empastes de los dientes. Solo habían pasado seis meses, pero en aquel tiempo su padre se había convertido en casi un desconocido, y hasta que no se inclinó para abrazarla no le reconoció, con su aroma a tabaco y a loción de afeitar, su voz resonando grave en los oídos mientras le decía cuánto la había echado de menos. Y, por alguna razón, aquello no había hecho más que empeorar la cosas. En ocasiones lo que más daño nos hace no son los cambios, sino la bofetada de la familiaridad.
Así que Hadley se amilanó y en lugar de lo planeado pasó aquellos dos primeros días observando y esperando, tratando de leer las líneas del rostro de su padre como si fueran un mapa en busca de pistas que explicaran por qué su pequeña familia se había ido al traste de manera tan abrupta. Cuando se marchó a Inglaterra el invierno pasado al principio todos habían estado encantados. Hasta entonces su padre había sido profesor en una universidad pequeña de mediano prestigio en Connecticut, así que la idea de una beca de investigación en Oxford —que cuenta con uno de los mejores departamentos de literatura del mundo— resultaba irresistible. Pero Hadley estaba entonces a punto de empezar su segundo año en el instituto y su madre no podía abandonar su pequeño negocio de papel pintado durante cuatro meses enteros, de manera que se decidió que ellas se quedarían hasta Navidad, después se reunirían con él en Inglaterra para pasar un par de semanas haciendo turismo y a continuación regresarían todos juntos a casa.
Pero eso, claro, nunca ocurrió.
En su momento, su madre se limitó a anunciar que había habido un cambio de planes, que pasarían las Navidades en Maine, en casa de los abuelos de Hadley. Ella estaba casi segura de que su padre estaría allí esperándolas, para darle una sorpresa cuando llegaran, pero en Nochebuena solo estaban la abuela y el abuelo y, eso sí, había regalos en cantidades suficientes para dejar claro que todos estaban intentando compensar la ausencia de otra cosa.
Durante días antes de aquello Hadley había oído las conversaciones telefónicas llenas de tensión entre sus padres y había escuchado a su madre llorar a través de los conductos de ventilación de la vieja casa, aunque hasta que no volvieron en coche de Maine su madre no le comunicó que su padre y ella se estaban separando y que él se quedaría otro trimestre en Oxford.
—En un principio es solo una separación —dijo apartando la vista de la carretera en dirección a Hadley, que se había quedado muda, intentando asimilar las novedades una a una. Primero: mis padres se van a divorciar, y segundo: mi padre no va a volver.
—Ya habéis puesto un océano por medio —dijo en voz baja—. ¿Cuánto más os vais a separar?
—Quiero decir legalmente —contestó su madre con un suspiro—. Nos vamos a separar legalmente.
—Pero ¿no deberíais veros antes? ¿Antes de tomar una decisión así?
—Cariño —dijo su madre apartando una mano del volante para acariciar brevemente la rodilla de Hadley—. Creo que eso ya está decidido.
Y así, solo dos meses más tarde, Hadley se encontraba en el cuarto de baño del hotel de Aspen, con el cepillo de dientes en la mano y escuchando la voz de su padre proveniente de la habitación contigua. Solo un instante antes había estado segura de que era su madre llamando para comprobar que estaban bien y el corazón le había saltado de alegría. Pero entonces había escuchado a su padre pronunciar un nombre —Charlotte— antes de bajar de nuevo la voz.
—No, no pasa nada —había dicho—. Está en el excusado.
De repente Hadley sintió frío en todo el cuerpo y se preguntó cuándo se había convertido su padre en uno de esos hombres que llaman «excusado» al cuarto de baño, que hablan en voz baja por teléfono con mujeres extranjeras desde habitaciones de hoteles, que se llevan a su hija a esquiar como si eso significara algo, como si estuvieran cumpliendo una promesa, y después regresan a su nueva vida como si no hubiera pasado nada.
Dio otro paso en dirección a la puerta mientras notaba el frío de las baldosas en los pies desnudos.
—Ya lo sé —decía ahora su padre con voz queda—. Yo también te echo de menos, cariño.
Claro que sí —pensó Hadley cerrando los ojos—. Claro que sí.
No le servía de consuelo saber que tenía razón; ¿cuándo le había servido eso de algo? Empezó a notar cómo una minúscula semilla de rencor germinaba en su interior. Era como el hueso de un melocotón, algo pequeño, duro y mezquino, una amargura que, estaba convencida, no desaparecería jamás.
Se separó de la puerta mientras notaba cómo se le cerraba la garganta y se le hinchaba el tórax. En el espejo vio sus mejillas cubiertas de rubor y los ojos vidriosos por el calor de la pequeña estancia. Se agarró con los dedos a los bordes del lavabo mirando cómo se volvían blancos los nudillos y obligándose a esperar hasta que su padre colgara el teléfono.
—¿Qué pasa? —le preguntó su padre cuando por fin salió del cuarto de baño y sin decir una palabra se desplomó sobre una de las camas—. ¿Estás bien?
—Sí —se limitó a contestar Hadley.
Pero al día siguiente le ocurrió de nuevo.
Mientras bajaban al vestíbulo en el ascensor por la mañana, enfundados ya en varias capas de ropa de esquiar, hubo una brusca sacudida y después el aparato se detuvo en seco. Estaban solos y se intercambiaron una mirada de incomprensión antes de que su padre se encogiera de hombros y pulsara el botón de emergencia.
—Estúpido elevador.
Hadley le miró furiosa.
—Querrás decir estúpido ascensor.
—¿Qué?
—Nada —masculló entre dientes y a continuación empezó a pulsar botones, que se iban encendiendo conforme el pánico se adueñaba de ella.
—No creo que eso sirva de nada… —empezó a decir su padre, pero se calló cuando se dio cuenta de que algo iba mal—. ¿Estás bien?
Hadley tiró del cuello de su anorak y lo desabrochó.
—No —contestó mientras el corazón le latía desbocado—. Bueno, sí. No lo sé. Necesito salir de aquí.
—Enseguida vendrá alguien —dijo su padre—. Hasta entonces no podemos hacer…
—No. Ahora, papá —replicó Hadley ligeramente histérica. Era la primera vez que le llamaba papá desde que estaban en Aspen; hasta ese momento había evitado llamarle nada.
Su padre recorrió el diminuto ascensor con la vista.
—¿Estás teniendo un ataque de pánico? —le preguntó y él mismo tenía cierta expresión aterrorizada—. ¿Te ha pasado antes? ¿Sabe tu madre…?
Hadley negó con la cabeza. No estaba segura de lo que le estaba pasando; solo sabía que necesitaba salir de allí ya.
—Eh —dijo su padre mientras la agarraba por los hombros y la obligaba a mirarle a los ojos—. Alguien vendrá enseguida. ¿Vale? Tú mírame. No pienses en dónde estamos.
—Vale —contestó Hadley apretando los dientes.
—Vale —repitió su padre—. Piensa en otro sitio, en algún lugar con espacios abiertos.
Hadley trató de frenar la vorágine de sus pensamientos y forzar algún recuerdo, pero su cerebro se negaba a colaborar. Le escocía la cara por el calor y le resultaba difícil concentrarse.
—Imagina que estás en la playa —dijo su padre—. ¡O el cielo! Piensa en el cielo, ¿de acuerdo? Piensa en lo grande que es, tanto, que es imposible ver dónde termina.
Hadley entrecerró los ojos y se obligó a imaginarlo, ese azul impreciso e interminable salpicado solo por alguna nube aquí y allá. Su profundidad, su magnitud… era tan enorme que no se sabía dónde acababa. Los latidos de su corazón se desaceleraron, empezó a respirar con normalidad y pudo aflojar los sudorosos puños. Cuando abrió los ojos, su padre la observaba con los suyos abiertos de par en par y llenos de preocupación. Permanecieron así durante lo que pareció una eternidad y Hadley se dio cuenta de que era la primera vez que miraba a su padre a la cara desde que estaban en Aspen.
Transcurridos unos segundos, el ascensor se puso de nuevo en marcha con un respingo y Hadley respiró aliviada. Hicieron el resto del recorrido en silencio, ambos algo conmocionados, ambos deseosos de salir al exterior y caminar bajo la inmensa franja de cielo del este.
Ahora, en mitad de la abarrotada terminal, Hadley aparta la vista de las ventanas, de los aviones desplegados por las pistas de despegue como las aspas de un ventilador, como juguetes de cuerda. El corazón se le encoge de nuevo; pensar en el cielo funciona salvo cuando estás suspendida en el aire a nueve mil metros de altura y la única forma de salir es cayendo en picado.
Cuando se da la vuelta comprueba que el chico está esperándola, con la mano todavía sujetando el asa de su maleta. Sonríe cuando Hadley llega a su lado y después echa a andar con grandes zancadas por el pasillo lleno de gente mientras ella se esfuerza por no quedarse atrás. Tan concentrada está en seguir su camisa azul que, cuando se detiene, casi le atropella. Le saca al menos quince centímetros y para hablarle tiene que inclinar la cabeza hacia atrás.
—Ni siquiera te he preguntado dónde vas.
—A Londres —contesta Hadley, y él se ríe.
—Quería decir ahora mismo. ¿Dónde quieres ir?
—Ah —contesta Hadley frotándose la frente—. No lo sé, la verdad. ¿A comer algo, quizá? Lo que no quería era quedarme allí sentada para siempre.
Eso no es del todo cierto; quería ir al cuarto de baño, pero no se atreve a decírselo. La idea de aquel chico esperándola educadamente junto a la puerta mientras ella hace la cola para el lavabo es más de lo que es capaz de soportar.
—Vale —dice el chico bajando la vista hacia ella mientras el pelo le cae sobre la frente. Cuando sonríe, Hadley repara en que le sale un hoyuelo solo en una mejilla y hay algo en esta asimetría que le resulta irresistible—. Entonces, ¿adónde?
Hadley se pone de puntillas y gira sobre sí misma para hacerse una idea de los sitios que hay para comer, una desoladora colección de puestos de pizza y hamburguesas. No está segura de si el chico irá con ella, y esta posibilidad la pone bastante nerviosa; nota su presencia, esperando, y se le tensa todo el cuerpo mientras intenta pensar en cuál de los restaurantes serán menores sus posibilidades de terminar con la cara manchada de comida, en caso de que él decida acompañarla.
Después de lo que parece una eternidad, señala hacia una bocadillería a unas pocas puertas de embarque de distancia, y el chico, obediente, se dirige hacia allí arrastrando la maleta roja de Hadley. Cuando llegan, se acomoda su bolsa al hombro y echa un vistazo a la carta.
—Buena idea —dice—. Seguro que la comida del avión es una porquería.
—¿Adónde viajas? —pregunta Hadley mientras se ponen a la cola para pedir.
—También a Londres.
—¿En serio? ¿Qué asiento tienes?
El chico se mete la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros y saca la tarjeta de embarque, doblada en dos y con una esquina cortada.
—18 C.
—Yo tengo el 18 A —dice Hadley. Y a continuación sonríe.
—Por qué poco.
Hadley hace un gesto con la cabeza hacia la funda de traje que el chico lleva apoyada sobre el hombro mientras sujeta la percha con un dedo.
—¿Vas a una boda?
El chico duda un instante y después asiente a medias levantando un poco la barbilla.
—Yo también —dice Hadley—. ¿Te imaginas que fuéramos a la misma?
—No es muy probable —dice él con una mirada extraña y de inmediato Hadley tiene la impresión de haber dicho una tontería. Claro que no es la misma boda. Ojalá el chico no piense que es una paleta que cree que Londres es una ciudad de provincias donde todo el mundo se conoce. Hadley nunca ha salido de Estados Unidos, pero ha visto el suficiente mundo como para saber que Londres es enorme; según su limitada experiencia, lo bastante grande como para perder de vista a alguien por completo.
El chico da la impresión de ir a añadir algo, pero en lugar de ello se gira y señala la carta.
—¿Ya sabes lo que quieres?
¿Que si sé lo que quiero?, piensa Hadley.
Quiero irme a casa.
Quiero que las cosas vuelvan a ser como antes.
Quiero ir a cualquier parte que no sea la boda de mi padre.
Quiero estar en cualquier otro sitio que no sea este aeropuerto.
Quiero saber cómo te llamas.
Transcurrido un momento levanta la vista y le mira.
—Todavía no —contesta—. Me lo estoy pensando.