18.24, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
23.24, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Llega un hombre con el sombrero en la mano. Llega una mujer con botas de tacón altísimo. Llega un niño con una miniconsola. Llega una madre con un bebé llorando. Un hombre con un bigote que parece una escobilla. Una pareja mayor con jerséis a juego. Un chico con una camisa azul sin rastro de migas de donuts.
Las cosas habrían podido salir de mil maneras diferentes.
Imagina que hubiera sido otra persona, está pensando Hadley y le dan escalofríos solo de imaginarlo.
Pero lo que pasó fue esto:
Llega un chico con un libro en la mano.
Llega un chico con la corbata torcida.
Llega un chico y se sienta a su lado.
Hay una estrella en el cielo que no para de moverse y Hadley se da cuenta de que en realidad es un avión y que, la noche anterior, esa estrella eran ellos dos.
Al principio ninguno de los dos habla. Oliver se sienta a unos pocos centímetros mirando de frente mientras espera a que Hadley deje de llorar y solo por eso esta ya se siente agradecida, porque significa que, de alguna manera, la comprende.
—Creo que te olvidaste una cosa —dice por fin, señalando el libro que tiene apoyado en el regazo. Como Hadley no contesta y se limita a secarse los ojos y sorberse la nariz, se vuelve a mirarla—. ¿Estás bien?
—No me puedo creer todas las veces que he llorado hoy.
—Yo también —dice Oliver, y Hadley se siente fatal porque, desde luego, él tiene más razones para llorar que ella.
—Lo siento —susurra.
—Bueno. No podemos decir que no estábamos advertidos —dice Oliver con una leve sonrisa—. Ya se sabe que a los funerales y a las bodas hay que ir siempre con un pañuelo. Lo dice todo el mundo.
Hadley ríe sin poder evitarlo.
—Te aseguro que a mí nadie me ha aconsejado nunca que lleve un pañuelo a ningún sitio. Como mucho, un paquete de kleenex.
Callan de nuevo, pero ya no es un silencio tenso como el de antes, en la iglesia. Unos pocos coches se detienen a la entrada del hotel y el sonido de los neumáticos y la luz de los faros les hace parpadear.
—¿Estás bien? —pregunta Hadley, y Oliver asiente.
—Lo estaré.
—¿Fue bien?
—Supongo. Para ser un funeral.
—Claro —dice Hadley cerrando los ojos—. Lo siento.
Oliver se vuelve un poco hacia ella y sus rodillas se tocan.
—Yo también lo siento. Todo lo que te dije sobre mi padre…
—Estabas disgustado.
—Estaba enfadado.
—Estabas triste.
—Estaba triste —admite Oliver— y lo sigo estando.
—Era tu padre.
Oliver asiente de nuevo.
—Parte de mí querría ser más como tú. Haber tenido la valentía de decirle lo que pensaba antes de que fuera demasiado tarde. Quizá así las cosas habrían sido diferentes. Todos esos años de no hablarnos… —Se interrumpe mientras mueve la cabeza—. Ahora los veo como una pérdida de tiempo.
—No es culpa tuya —dice Hadley mirándole. Se le acaba de ocurrir que ni siquiera sabe de qué ha muerto el padre, aunque debe de haber sido algo repentino—. Deberías haber tenido más tiempo para estar con él.
Oliver se afloja la corbata.
—No sé si eso habría cambiado las cosas.
—Claro que sí —insiste Hadley con emoción contenida—. No es justo.
Oliver aparta la vista, parpadeando con fuerza.
—Es como con la lamparita de noche —sigue diciendo Hadley incluso cuando Oliver niega con la cabeza—. Quizá lo importante no es que no te hiciera caso al principio, sino que al final sí lo hizo. —Esta última parte la dice casi en un susurro—. A lo mejor habríais necesitado más tiempo para hacer las paces.
—Sigue ahí, ¿sabes? —dice Oliver después de unos instantes—. La lamparita. Cuando me fui a la universidad convirtieron mi habitación en un cuarto de invitados y guardaron casi todas mis cosas en el desván. Pero esta mañana, cuando entré a dejar mis maletas, la vi. Seguro que ya no funciona.
—Seguro que sí —dice Hadley, y Oliver sonríe.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por eso. Toda mi familia está en casa, pero yo me estaba asfixiando. Necesitaba tomar un poco el aire.
Hadley asiente.
—Lo mismo que yo.
—Necesitaba… —Se interrumpe de nuevo mirándola de reojo—. ¿He hecho bien en venir?
—¡Pues claro! —dice Hadley quizá con demasiado entusiasmo—. Sobre todo después de que yo…
—¿Tú qué?
—Me presentara en tu funeral —dice estremeciéndose solo de recordarlo—. Como si no tuvieras ya compañía.
Oliver se mira perplejo los zapatos hasta que por fin parece entender.
—Ah —dice—. Esa chica era mi ex-novia. Conocía a mi padre y estaba preocupada por mí. Pero estaba allí solo como amiga de la familia. De verdad.
Hadley se siente repentinamente aliviada. No era consciente de cómo había deseado que esto fuera así hasta ahora.
—Me alegro de que fuera —dice con sinceridad—. Me alegro de que tuvieras a alguien contigo.
—Sí. Aunque ella no me dejó nada para leer —dice señalando otra vez el libro.
—No. Pero seguro que tampoco te obligó a hablar con ella.
—Ni se burló de mi acento.
—Ni se presentó sin haber sido invitada.
—En eso estamos empatados —le recuerda echando un vistazo hacia la entrada del hotel, donde un botones les mira con recelo—. Pero ¿por qué no estás dentro?
Hadley se encoge de hombros.
—¿Claustrofobia?
—No. De hecho no ha estado tan mal.
—¿Te has puesto a pensar en el cielo, entonces?
Hadley le mira de reojo.
—Llevo todo el día pensando en el cielo.
—Yo también —dice Oliver inclinando la cabeza hacia atrás.
De alguna manera, sin reparar en ello, se han ido acercando de manera que, aunque no se tocan, están prácticamente pegados. El aire huele a lluvia y unos hombres que han salido a fumar apagan sus cigarrillos y regresan al hotel. El botones mira al cielo desde debajo de la visera de su gorra y la brisa hace ondear el toldo de la entrada, que parece a punto de salir volando.
Una mosca se posa en la rodilla de Hadley pero esta no hace nada para espantarla. En lugar de eso, los dos la miran revolotear unos instantes antes de que se marche, tan rápido que enseguida la pierden de vista.
—Me pregunto si ha llegado a ver la torre de Londres.
Hadley le mira sin comprender.
—Nuestra amiga, la mosca del avión —dice Oliver con una sonrisa—. La polizona.
—Ah, ya. Seguro que sí. Lo más probable es que ahora ande de marcha por ahí.
—Después de un ajetreado día en Londres.
—Después de un largo día en Londres.
—El más largo de todos —coincide Oliver—. No sé tú, pero la última vez que pegué ojo fue durante esa absurda película de patos.
Hadley ríe.
—De eso nada. Te quedaste frito después otra vez. Apoyado en mi hombro.
—Ni hablar.
—Ya te digo —asegura Hadley chocando una rodilla contra la de él—. Me acuerdo perfectamente.
Oliver sonríe.
—Entonces supongo que también te acordarás de cuando te peleaste con aquella mujer en la zona de embarque.
Ahora le toca a Hadley simular indignación.
—Claro que no. Pedirle a alguien que te cuide la maleta es algo de lo más razonable.
—O un delito en potencia, según cómo se mire —replica Oliver—. Tuviste suerte de que acudiera en tu rescate.
—Sí, claro —dice Hadley—. Mi caballero de reluciente armadura.
—Siempre a sus pies.
—¿Te puedes creer que todo eso pasara ayer?
Otro avión surca el cielo sobre sus cabezas y Hadley se inclina hacia Oliver mientras lo miran, sus ojos fijos en los diminutos puntos de luz. Pasados unos segundos, Oliver le hace un gesto para que se levante y le tiende una mano.
—Vamos a bailar.
—¿Aquí?
—Estaba pensando dentro, en realidad. —Mira a su alrededor y sus ojos van de las escaleras alfombradas al botones impaciente y a los coches aparcados a la entrada. Después asiente con la cabeza—. Pero ¿por qué no?
Hadley se pone de pie, se alisa el vestido y Oliver coloca las manos como un bailarín profesional, una en la espalda de Hadley y la otra en el aire. Su postura es perfecta y su semblante, serio; Hadley se desliza entre sus brazos con una sonrisa tímida.
—No tengo ni idea de estos bailes.
—Yo te enseño —dice. Pero ninguno se mueve. Están allí quietos, en posición y preparados como esperando a que suene la música, ambos incapaces de dejar de sonreír. La mano de Oliver en la espalda de Hadley es como una descarga eléctrica y estar así, tan cerca de él, hace que se sienta mareada. Es como estar en caída libre, como cuando se te olvida la letra de una canción.
—No me puedo creer que estés aquí —murmura—. No me puedo creer que me hayas encontrado.
—Tú me encontraste a mí primero —dice Oliver, y cuando se inclina para besarla lo hace lentamente y con dulzura, y Hadley sabe que este será el beso que recordará siempre. Porque mientras que los otros dos besos sabían a despedida, este es, sin duda, un comienzo.
Empieza a llover mientras siguen allí, una llovizna racheada que los moja suavemente. Cuando por fin levanta la barbilla Hadley ve una gota posarse en la frente de Oliver y después deslizarse hasta la punta de su nariz y, sin pensarlo, levanta la mano de su hombro para secársela.
—Deberíamos entrar —dice y él asiente tomándola de la mano. También tiene las pestañas mojadas y está mirando a Hadley como si esta fuera la solución a una adivinanza. Entran juntos. El vestido de Hadley está salpicado de gotas de lluvia y los hombros de la chaqueta de Oliver han adquirido un tono más oscuro, pero ambos sonríen como si se tratara de algo que no pueden evitar, como un ataque de hipo.
En la puerta del salón de baile, Hadley se detiene y le aprieta la mano.
—¿De verdad estás de humor para una boda?
Oliver la mira detenidamente.
—Durante el viaje en avión no supiste que mi padre se acababa de morir. ¿Sabes por qué?
Hadley no está segura de qué contestar.
—Porque estaba contigo —le dice Oliver—. Cuando estoy contigo me siento mejor.
—Me alegro —responde Hadley y se sorprende a sí misma poniéndose de puntillas y dándole un beso en la mejilla sin afeitar.
Se oye la música al otro lado de la puerta y Hadley inspira hondo antes de entrar. La mayoría de las mesas están ya vacías y casi todo el mundo se encuentra en la pista de baile, moviéndose al ritmo de una canción de amor. Oliver le ofrece de nuevo la mano y la conduce a través del laberinto de mesas, dejando atrás platos de tarta a medio comer, copas pegajosas de champán y tazas de café vacías hasta que llegan al centro de la habitación.
Hadley mira a su alrededor, sin importarle ya que todos la miren. Las damas de honor la están señalando entre risas sin demasiado disimulo desde la pista de baile y, con la cabeza apoyada en el hombro de Monty, Violet le guiña un ojo como diciendo: Te lo dije.
En el otro extremo del salón su padre y Charlotte están prácticamente parados con los ojos fijos en ella. Pero cuando sus miradas se cruzan, su padre le sonríe con complicidad y Hadley no puede evitar sonreír también.
Esta vez, cuando toma la mano que Oliver le tiende para bailar, este tira de ella hasta que están muy juntos.
—¿Qué ha sido del baile de toda la vida? —le pregunta Hadley con la cara pegada a su hombro—. ¿No es así como bailan todos los caballeros ingleses?
Cuando Oliver contesta puede oír la sonrisa en su voz:
—Estoy trabajando en mi proyecto de investigación sobre maneras de bailar.
—¿Eso quiere decir que ahora nos toca el tango?
—Solo si te atreves.
—Ahora en serio. ¿Qué estás estudiando?
Oliver se retira un poco para mirarla.
—La probabilidad estadística de enamorarse a primera vista.
—Muy gracioso. Anda, dime la verdad.
—Es la verdad.
—Pues no te creo.
Oliver ríe y después se inclina hasta situar los labios junto al oído de Hadley.
—Dos personas que se conocen en un aeropuerto tienen un setenta y dos por ciento más de probabilidades de enamorarse que dos que se conozcan en cualquier otro sitio.
—Estás como una cabra —dice Hadley apoyando la cabeza en el hombro de Oliver—. ¿No te lo han dicho nunca?
—Pues sí —contesta Oliver riendo—. Tú, de hecho. Unas cien veces hoy.
—Bueno. Hoy ya casi se ha acabado —dice Hadley mirando el reloj dorado en la pared opuesta del salón—. Solo quedan cuatro minutos, son las once y cincuenta y seis.
—Eso significa que nos conocimos hace veinticuatro horas.
—Parece mucho más tiempo.
Oliver sonríe.
—¿Sabías que dos personas que se encuentran por lo menos tres veces en menos de veinticuatro horas tienen un noventa y ocho por ciento más de probabilidades de volver a encontrarse?
Esta vez Hadley no se molesta en llevarle la contraria. Aunque solo sea por una vez, prefiere pensar que Oliver tiene razón.