18.10, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
23.10, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Del mismo modo que la claustrofobia de Hadley es capaz de volver estrechos incluso los espacios más grandes, hay algo en el banquete —la música o el baile o tal vez sea solo el champán— que hace que las horas parezcan minutos. Es como uno de esos montajes de las películas donde todo se acelera, las escenas se convierten en instantáneas y las conversaciones en meros momentos.
Durante la cena Monty y Violet hacen sus brindis respectivos —el de Monty recibido con risas, el de Violet con lágrimas— y Hadley observa a Charlotte y a su padre mientras escuchan con los ojos brillantes. Más tarde, después de cortar la tarta y de que Charlotte consiga evitar que su padre se vengue por haberle manchado la nariz de azúcar haciendo lo mismo con ella, hay más baile. Para cuando llega el café todos están derrumbados en sus asientos otra vez, con las mejillas arreboladas y dolor de pies. El padre de Hadley está sentado entre ella y Charlotte, quien —entre sorbo y sorbo de champán, bocado y bocado de tarta— no hace más que mirarles.
—¿Tengo algo en la cara? —pregunta por fin su padre.
—No. Solo me estaba preguntando si vosotros dos estáis bien —admite Charlotte— después de vuestra charla en la pista de baile.
—¿Es que teníamos pinta de estar discutiendo? —pregunta su padre con una sonrisa—. Se supone que era un vals. ¿Qué pasa? ¿Que me equivocaba con los pasos?
Hadley pone los ojos en blanco.
—Me ha pisado por lo menos doce veces —le dice a Charlotte—. Aparte de eso, estamos bien.
Su padre abre la boca simulando indignación.
—No te he pisado más de dos veces.
—Lo siento, cariño —interviene Charlotte—, pero en este tema tengo que dar la razón a Hadley. Solo hay que ver cómo tengo los dedos de los pies.
—Nos hemos casado hace solo unas horas y ya me llevas la contraria.
Charlotte ríe.
—Y te prometo seguir haciéndolo hasta que la muerte nos separe, cariño.
Al otro lado de la mesa, Violet levanta la copa y la golpea suavemente con una cuchara, y durante el ruidoso tintineo que sigue, Charlotte y el padre de Hadley comienzan a besarse de nuevo hasta que se dan cuenta de que hay un camarero junto a ellos esperando para llevarse los platos.
Cuando le han retirado el suyo Hadley empuja la silla hacia atrás y se agacha para coger la mochila.
—Creo que voy a ir a tomar un poco el aire —anuncia.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Charlotte y Monty le guiña un ojo por encima de la copa de champán, como recordándole que no debía beber demasiado.
—Estoy muy bien —dice Hadley—. Vuelvo enseguida.
Su padre se recuesta en la silla con una sonrisa de complicidad.
—Saluda a tu madre de mi parte.
—¿Cómo?
Su padre señala la mochila con la cabeza.
—Que le digas hola de mi parte.
Hadley sonríe con timidez, sorprendida de lo rápido que ha entendido todo su padre.
—Sí, todavía lo tengo —dice este—. El sexto sentido de los padres.
—No eres tan listo como te crees —bromea Hadley y después se vuelve hacia Charlotte—. Seguro que tú acabas siendo mejor que él, te lo aseguro.
Su padre pasa un brazo por los hombros de su nueva esposa y sonríe a Hadley.
—Sí —dice, besando a Charlotte en el pelo—. De eso estoy seguro.
Mientras se aleja, Hadley escucha cómo su padre ha empezado a entretener a sus compañeros de mesa con historias sobre su infancia. Todas las veces que acudió a su rescate o aquellas en que él siempre iba un paso por delante. Se da la vuelta y cuando su padre la ve deja de hablar —tiene las manos levantadas como si estuviera describiendo el tamaño de un campo de fútbol o alguna otra anécdota del pasado— y le guiña un ojo.
Nada más abandonar el salón de baile, Hadley se detiene con la espalda pegada a la pared. Es como salir de un sueño, ver al resto de huéspedes del hotel vestidos con vaqueros y deportivas, el ruido de fondo amortiguado por la música que todavía resuena en sus oídos. Todo se le antoja demasiado vívido e irreal. Sale por las puertas giratorias y disfruta del aire fresco y la brisa, cargada con los ricos aromas del río.
Hay una escalinata de piedra tan ancha como la fachada del hotel, de una majestuosidad fuera de lugar que más bien parece la entrada a un museo, y Hadley se encamina hacia uno de los laterales y encuentra un lugar donde sentarse. En cuanto lo hace se da cuenta de que el corazón le late con fuerza y que le duelen los pies. Le pesa todo el cuerpo y de nuevo intenta recordar cuándo fue la última vez que durmió. Cuando mira el reloj del móvil, tratando de calcular qué hora será en su casa y cuánto tiempo lleva despierta el teclado se vuelve borroso y se niega a colaborar.
Tiene otro mensaje de su madre y al verlo el corazón le da un vuelco. Es como si llevaran separadas mucho más que un día y, aunque no tiene ni idea de qué hora es en su casa, marca el número y cierra los ojos mientras escucha el tono hueco de llamada.
—¡Por fin! —exclama su madre cuando contesta—. Llevamos todo el día como el ratón y el gato.
—Mamá —dice Hadley apoyando la frente en una mano—. Por favor.
—Estaba deseando hablar contigo —replica su madre—. ¿Cómo estás? ¿Qué hora es allí? ¿Qué tal va todo?
Hadley inspira hondo y después suelta el aire por la nariz.
—Mamá, siento mucho lo que te dije antes. Cuando me iba.
—No pasa nada —contesta su madre transcurrido medio segundo—. Ya sé que hablabas sin pensar.
—Desde luego.
—Y escucha, he estado pensando…
—¿Sí?
—No debía haberte obligado a ir. Ya eres lo suficientemente mayor como para tomar esa clase de decisiones. Me equivoqué al insistir tanto.
—No, me alegro de que lo hicieras. Lo cierto es que ha sido mucho mejor de lo que me esperaba.
Su madre deja escapar un silbido.
—¿De verdad? Me habría apostado cualquier cosa a que adelantabas el vuelo de vuelta.
—Yo también —asegura Hadley—, pero al final no está siendo tan horrible.
—Cuéntamelo todo.
—Lo haré —dice Hadley reprimiendo un bostezo—. Pero ha sido un día larguísimo.
—Ya me lo imagino. Así que solo dime una cosa. ¿Qué tal el vestido?
—¿El mío o el de Charlotte?
—¡Vaya! Así que ha ascendido de categoría. ¡Ya no es esa mujer inglesa sino Charlotte!
Hadley sonríe.
—Supongo. De hecho es bastante agradable. Y el vestido es bonito.
—¿Y qué tal con tu padre?
—Al principio se enfadó un poco, pero ahora estamos bien. Muy bien incluso.
—Pero ¿por qué? ¿Qué pasó al principio?
—Es una larga historia. El caso es que me escapé un rato.
—¿Te fuiste?
—Tenía que hacer una cosa.
—Seguro que tu padre se puso contentísimo. ¿Adónde fuiste?
Hadley cierra los ojos un instante y piensa en lo que le dijo antes su padre sobre Charlotte, de cómo habla de las cosas que espera que un día se conviertan en realidad.
—Conocí a un chico en el avión.
Su madre se ríe.
—Ahora lo entiendo todo.
—Fui a buscarle pero fue un desastre, y ahora ya no le voy a volver a ver.
Se hace el silencio al otro lado de la línea, y cuando su madre habla lo hace con voz queda.
—Nunca se sabe —dice—. Mira Harrison y yo y lo difícil que se lo he puesto. Pero por muchas veces que le rechace, siempre vuelve. Y no querría que fuera de otra manera.
—Pero lo tuyo es distinto.
—Bueno, pues estoy deseando que me cuentes lo tuyo en cuanto vuelvas.
—O sea, mañana.
—Sí. Harrrison y yo te esperaremos donde la recogida de equipajes.
—Como si fuera un calcetín perdido.
—Bueno, cariño —bromea su madre—, en todo caso una maleta. Y además no estás perdida.
Hadley habla con un hilo de voz.
—¿Y qué pasa si lo estoy?
—Entonces solo es cuestión de tiempo hasta que alguien te encuentre.
El teléfono pita dos veces y Hadley se lo separa de la oreja un momento.
—Se me está acabando la batería —dice cuando vuelve a acercárselo.
—¿La tuya o la del teléfono?
—Las dos. Entonces, ¿qué vas a hacer esta noche sin mí?
—Harrison quiere que vayamos a no sé qué partido de béisbol. Lleva toda la semana pesadísimo con el tema.
Hadley se endereza.
—Mamá, te va a pedir otra vez que te cases con él.
—¿Qué dices? No.
—Estoy segura. Lo anunciarán en el marcador electrónico o algo así.
Su madre gime.
—De eso nada. A Harrison no le pega nada hacer eso.
—Claro que sí —dice Hadley riendo—. De hecho, le pega todo.
Ambas ríen ahora y ninguna es capaz de terminar una frase entre carcajada y carcajada. Hadley está llorando de la risa. Es estupendo dejarse llevar así; después de un día como este, cualquier excusa para reír es buena.
—¿Se puede ser más cursi? —pregunta su madre recuperando el aliento.
—Desde luego que no —dice Hadley y después duda un momento—. Pero… una cosa, mamá.
—Dime.
—Creo que deberías decirle que sí.
—¿Cómo? —dice su madre con la voz demasiado aguda—. ¿Qué pasa? ¿Vas a una boda y de repente te has convertido en Cupido?
—Harrison te quiere —se limita a decir Hadley—. Y tú a él.
—Las cosas son un poco más complicadas que eso.
—No lo son, de verdad. Solo tienes que decir que sí.
—¿Y vivir felices para siempre?
Hadley sonríe.
—Algo así.
El teléfono vuelve a pitar, esta vez con más insistencia.
—Se acaba el tiempo —dice Hadley y su madre se ríe de nuevo pero esta vez hay en su risa un atisbo de preocupación.
—¿Es una indirecta? —pregunta su madre.
—Digamos que te ayudará a hacer lo que tienes que hacer.
—¿Desde cuándo te has vuelto tan mayor?
Hadley se encoge de hombros.
—Supongo que papá y tú habéis hecho un buen trabajo.
—Te quiero, cariño —dice su madre en voz baja.
—Y yo a ti —responde Hadley y entonces, como si lo hubieran planeado así, el teléfono se corta. Hadley permanece unos instantes sin cambiar de postura y después baja el teléfono y mira las casas de piedra al otro lado de la calle.
Una luz se enciende en una de las ventanas de los pisos superiores y Hadley distingue la silueta de un hombre acostando a su hijo, tapándole con las sábanas e inclinándose para darle un beso en la frente. Antes de salir de la habitación el hombre alza la mano hasta el interruptor de la luz y la habitación se queda otra vez a oscuras. Hadley piensa en lo que le contó Oliver y se pregunta si este niño necesitará también una lamparita de noche o si el beso de buenas noches que le ha dado su padre le bastará para dormirse sin tener malos sueños o pesadillas, sin monstruos ni fantasmas.
Sigue mirando la ventana, a oscuras ya, y después recorre con la mirada la pequeña casa, una de muchas iguales, las farolas encendidas, los buzones de correos cubiertos de polvo y la entrada en forma de herradura que conduce al hotel, cuando se le aparece su fantasma particular.
Está tan sorprendida de verle como él debía de estarlo cuando se presentó en la iglesia antes, y algo en esta visita inesperada la descoloca por completo: el estómago se le hace un nudo y la escasa compostura que le quedaba se evapora. Él se acerca con lentitud y su traje negro casi no se distingue entre las sombras hasta que llega a un charco de luz que proyectan las farolas del hotel.
—Hola —dice cuando está lo bastante cerca y, por segunda vez esta tarde, Hadley se echa a llorar.