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13.48, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS

18.48, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH

Más tarde, hacia la hora del cóctel, se abren las puertas del salón de baile y Hadley se detiene a la entrada con los ojos muy abiertos. Todo es de color blanco y plata y hay ramos de lavanda dispuestos en enormes búcaros sobre las mesas. Los respaldos de las sillas están adornados con lazos y hay una tarta de cuatro pisos coronada por unos novios en miniatura. El cristal de las arañas del techo parece captar la luz de los objetos de plata y de los candelabros e instrumentos de metal de la orquesta, que descansan sobre sus atriles hasta que llegue el momento del baile. Incluso la fotógrafa, que ha entrado justo delante de Hadley, se olvida un momento de su cámara y mira a su alrededor con gesto de aprobación.

En una esquina, un cuarteto de cuerda toca una música queda y los camareros vestidos de etiqueta parecen deslizarse por las estancias llevando bandejas de champán. Monty le guiña un ojo a Hadley cuando la descubre cogiendo una copa de champán.

—Sin abusar, ¿eh?

—No te preocupes. En cuanto llegue mi padre me dirá lo mismo —contesta Hadley riéndose.

Su padre y Charlotte siguen abajo, esperando para hacer su entrada triunfal, y Hadley se ha pasado la hora que ha durado el cóctel contestando a preguntas y hablando de cosas sin importancia. Todo el mundo parece tener una anécdota que contar sobre Estados Unidos, o se muere de ganas de ver el Empire State (¿va Hadley mucho?) o está planeando una excursión al Gran Cañón del Colorado (¿puede Hadley darles algún consejo?) o bien tiene un primo que se acaba de mudar a Portland (lo mismo Hadley le conoce).

Cuando le preguntan sobre su viaje a Londres parecen decepcionados al enterarse de que no ha ido al palacio de Buckingham, no ha visitado la Tate Modern y ni siquiera ha ido de compras por Oxford Street. Ahora que está aquí le resulta difícil explicar por qué decidió venir solo para el fin de semana, aunque ayer mismo —esta mañana, en realidad— le había parecido fundamental llegar y marcharse lo antes posible, como si viniera a robar un banco, como si alguien la persiguiera.

Un hombre mayor que resulta ser director del departamento de su padre en Oxford le pregunta por el vuelo.

—De hecho lo perdí —responde Hadley—. Por cuatro minutos. Pero cogí el siguiente.

—Qué mala suerte —dice el hombre acariciándose la barba cana—. Lo pasarías fatal.

Hadley sonríe.

—No fue para tanto.

Cuando casi es la hora de sentarse a cenar, mira las tarjetas con los nombres para ver dónde le ha tocado.

—No te preocupes —le dice Violet colocándose a su lado—. No te han puesto en la mesa de los niños ni nada por el estilo.

—Menos mal —se alegra Hadley—. Entonces, ¿dónde estoy?

Violet busca en la mesa y después coge una tarjeta.

—Estás en la mesa guay —dice sonriendo—. Conmigo. Y con los novios, claro.

—Qué suerte.

—¿Y qué tal? ¿Se te va pasando un poco?

Hadley levanta las cejas con expresión de no entender.

—Andrew y Charlotte, la boda…

—Ah —dice Hadley—. Sí, estoy mucho mejor.

—Me alegro —asegura Violet—. Porque cuento contigo para que vuelvas cuando me case con Monty.

—¿Monty? —pregunta Hadley con expresión de asombro. Intenta recordar, sin conseguirlo, si les ha visto hablar en algún momento—. ¿Estáis prometidos?

—Todavía no —contesta Violet mientras se dirige hacia el comedor—. Pero no pongas esa cara. Tengo un buen presentimiento.

Hadley aprieta el paso hasta situarse a su altura.

—¿Eso es todo? ¿Un buen presentimiento?

—Pues sí —responde Violet—. Creo que estamos predestinados.

—Me parece que no funciona de esa manera —dice Hadley arrugando el ceño, pero Violet se limita a sonreír.

—Y si es así, ¿qué?

En el salón de baile los invitados han empezado a ocupar sus asientos, dejando los bolsos debajo de las sillas, desdoblando las servilletas y colocándoselas en el regazo. Mientras se sientan, Hadley repara en que Violet está sonriendo a Monty y que este la mira un buen rato antes de agachar de nuevo la cabeza. Los músicos están afinando los instrumentos y de la trompeta a veces se escapa alguna que otra nota perdida. Los camareros circulan con botellas de vino. Cuando el bullicio de la habitación se calma un poco, el director de orquesta ajusta el micrófono y se aclara la garganta.

—Señoras y señores —dice, y los compañeros de mesa de Hadley: los padres de Charlotte y su tía Marilyn, además de Monty y Violet, ya se han vuelto hacia la puerta de entrada—: El señor y la señora Sullivan.

Todo el mundo aplaude y aquí y allí saltan los flashes de las cámaras mientras los invitados tratan de capturar el momento. Hadley se gira y apoya la barbilla en el respaldo de su asiento mientras su padre y Charlotte aparecen en la entrada, de la mano y ambos sonriendo como estrellas de cine, como la realeza, como la pareja en miniatura encima de la tarta.

El señor y la señora Sullivan, piensa Hadley con los ojos brillantes mientras mira a su padre levantar el brazo de manera que Charlotte pueda hacer una pequeña pirueta y lucir así la cola del vestido. No conoce la canción que está sonando, lo suficientemente movida para que los dos den unos cuantos pasos de baile cuando llegan a la pista, pero nada exagerado. Hadley se pregunta qué significado tendrá para ellos esa canción. ¿Estaba sonando el día que se conocieron? ¿La primera vez que se dieron un beso? ¿El día que su padre le anunció a Charlotte que había decidido quedarse en Inglaterra?

Todos están pendientes de la pareja en la pista de baile —de cómo se inclinan el uno hacia el otro, riendo cada vez que se separan— y sin embargo ellos actúan como si no hubiera nadie más en la habitación. Hay una naturalidad total en la manera en que se miran el uno al otro, como si estuvieran solos. Charlotte sonríe apoyada en el hombro del padre de Hadley, apretando la cara contra él, y este le coge bien la mano entrelazando los dedos. Todo en ellos encaja a la perfección y parecen casi incandescentes bajo la luz dorada, girando y bailando, el centro de atención de todos los presentes.

Cuando se termina la canción todo el mundo aplaude y el director de orquesta anima a los invitados a salir a la pista de baile. Los padres de Charlotte se ponen en pie y un señor de la mesa contigua viene a buscar a la tía Marilyn. Hadley se sorprende cuando ve a Monty tenderle la mano a Violet, quien sonríe mientras se alejan juntos.

Uno a uno se dirigen al centro de la pista, hasta que esta queda salpicada de vestidos color lavanda y los novios se han perdido entre la gente. Hadley se queda sola en la mesa, en gran medida aliviada de no tener que bailar pero incapaz de ignorar la pequeña punzada de soledad en su interior. Retuerce las manos mientras un camarero deja un panecillo en su plato del pan. Cuando levanta la vista, su padre está de pie junto a ella alargándole la mano.

—¿Dónde está tu mujer? —le pregunta Hadley.

—La he empeñado.

—¿Tan pronto?

Su padre sonríe y coge la mano de Hadley.

—¿Preparada para mover el esqueleto?

—No estoy segura —dice Hadley mientras su padre prácticamente la arrastra hacia el centro de la pista, donde Charlotte (que está bailando con su padre) les sonríe. Muy cerca Monty está dando brincos con Violet, que inclina la cabeza hacia atrás por la risa.

—Mi niña —dice el padre de Hadley ofreciéndole una mano, que esta acepta.

Dan unas cuantas vueltas rápidas antes de bajar el ritmo y se mueven con cierta torpeza, con pasos rígidos y a destiempo.

—Lo siento —dice el padre después de pisar a Hadley por segunda vez—. Bailar nunca ha sido mi fuerte.

—Pues con Charlotte hacías buena pareja.

—Es todo mérito suyo —dice con una sonrisa—. Me hace parecer mejor de lo que soy.

Ambos callan durante unos compases y Hadley pasea la vista por la estancia.

—Qué bonito —dice—. Todo está precioso.

—La alegría y la felicidad son el mejor tratamiento de belleza.

—¿Dickens?

Su padre asiente.

—¿Sabes? Al final he empezado Nuestro amigo común.

La cara de su padre se ilumina.

—¿Y?

—No está mal.

—¿Lo suficientemente bueno como para leerlo entero? —pregunta y Hadley recuerda dónde ha dejado el libro, sobre el capó del coche negro frente a la iglesia de Oliver.

—Puede —le contesta.

—Charlotte se puso contentísima cuando le dije que igual venías a vernos —dice su padre con voz suave y la cabeza baja—. Me gustaría que lo pensaras en serio. De hecho, quizá para el final de verano, antes de que empiecen las clases. Tenemos un dormitorio de sobra que podría ser para ti. Quizá incluso podrías traerte algunas cosas y dejarlas allí, así sería tu habitación de verdad y…

—¿Y qué pasa con el niño?

Su padre deja caer los brazos a ambos lados del cuerpo y da un paso atrás mirándola con tal expresión de sorpresa que de repente Hadley ya no está tan segura de lo que escuchó antes. La canción termina, pero antes de que suenen las últimas notas en la pista de baile, la orquesta ataca el siguiente tema, alto y de ritmo rápido. Las mesas se van vaciando conforme todos se dirigen a bailar, dejando a los camareros sirviendo platos de ensalada delante de sillas vacías. A su alrededor los invitados bailan, moviendo las caderas, riendo y saltando sin seguir especialmente el ritmo de la música. Y en medio de todo aquello Hadley y su padre continúan inmóviles.

—¿Qué bebé? —pregunta él pronunciando las palabras con premeditada lentitud, como si hablara a una niña pequeña.

Hadley mira a su alrededor con desesperación. A pocos metros de allí Charlotte les observa por encima del hombro de Monty, claramente preguntándose qué hacen.

—Oí algo cuando estábamos en la iglesia —empieza a explicar Hadley—. Charlotte dijo una cosa y supuse…

—¿A ti?

—¿Cómo?

—¿Te la dijo a ti?

—No, a la peluquera, o a la maquilladora. A alguien. Es que oí la conversación.

La cara de su padre se relaja ostensiblemente y desaparecen las arrugas de preocupación que se habían formado alrededor de la boca.

—Mira, papá —dice Hadley—, no pasa nada. No te preocupes.

—Hadley…

—No, de verdad. No pasa nada. Tampoco esperaba que me llamaras para contármelo. Ya sé que últimamente no hablamos demasiado, pero quería decirte que me gustaría formar parte de esto.

Su padre se disponía a decir algo, pero se interrumpe y mira a Hadley.

—No quiero quedarme fuera —se apresura a añadir Hadley—. No quiero que el bebé crezca pensando en mí como una prima lejana. Alguien a quien nunca ves y con la que, en lugar de irse de compras juntos o incluso pelearse, tienes una relación cortés y nada que contarle porque en realidad no la conoces, no de la manera en que se conocen los hermanos y las hermanas. Así que quiero estar presente.

—Quieres estar presente. —Y sus palabras no suenan a pregunta sino a esperanza, la expresión de un deseo que lleva conteniendo demasiado tiempo.

—Sí.

Empieza una nueva canción, más lenta, y la gente comienza a regresar a las mesas, donde ya está la ensalada servida. Charlotte le da a su padre un apretón cariñoso al pasar junto a ellos y Hadley agradece que sepa cuándo no debe interrumpir.

—Y Charlotte no está tan mal —admite Hadley al verla pasar.

Su padre parece divertido.

—Me alegra que pienses así.

Se han quedado solos en la pista de baile, allí parados mientras todos los miran. Hadley escucha el entrechocar de copas y el tintineo de los cubiertos mientras la gente empieza a comer pero es muy consciente de que todos siguen pendientes de ellos dos.

Transcurrido un momento, su padre levanta los hombros.

—No sé qué decir.

Entonces a Hadley le viene un pensamiento, algo en lo que nunca había reparado antes. Lo dice despacio mientras el corazón le late con fuerza:

—No quieres que esté presente.

Su padre niega con la cabeza y da un pequeño paso hacia ella. Después apoya las dos manos en sus hombros y la obliga a mirarlo.

—Pues claro que quiero —dice—. No hay nada que me haga más ilusión. Pero tengo que decirte una cosa.

Hadley le mira interrogante.

—No hay ningún bebé.

—¿Cómo?

—Bueno, supongo que lo habrá —dice casi con timidez—. Algún día. Al menos eso esperamos. Charlotte está preocupada porque hay antecedentes de infertilidad en su familia y, bueno, no es tan joven como lo era tu madre. Pero está loca por tener un niño, y la verdad es que yo también. Así que estamos esperanzados.

—Pero Charlotte dijo…

—Así es ella. Charlotte es de esas personas que cuando quieren mucho algo hablan todo el rato de ello. Como si pudiera hacerlo realidad solo con la fuerza de su voluntad.

Hadley no puede evitar hacer una mueca.

—¿Y le funciona?

Su padre sonríe y agita una mano.

—Bueno… De mí hablaba todo el tiempo y míranos ahora.

—Me parece que ahí tuviste tú más que ver que el universo en general.

—Cierto —admite su padre—, pero, sea como sea, cuando vayamos a tener un niño te prometo que serás la primera en saberlo.

—¿De verdad?

—Pues claro. Venga, Hadley…

—Es que como tienes tanta gente nueva aquí…

—Mira, cariño —dice su padre sonriendo—. Tú sigues siendo lo más importante de mi vida. Y además, ¿quién si no va a hacer de canguro y cambiar picos?

—Pañales, papá —dice Hadley poniendo los ojos en blanco—. Se llaman pañales.

Su padre ríe.

—Llámalos como quieras, siempre que vengas a echarme una mano cuando llegue el momento.

—Lo prometo —dice sorprendida al notar que le tiembla un poco la voz—. Allí estaré.

No está segura de qué se puede decir después de esto; una parte de ella quiere abrazar a su padre, lanzarse a sus brazos como cuando era pequeña. Pero ahora parece fuera de lugar, sigue un poco conmocionada por la intensidad de todo, por la cantidad de cosas que le han pasado en un solo día después de tanto tiempo en suspenso.

Su padre parece comprender, porque es el primero en moverse, pasándole un brazo por los hombros para dirigirla hacia la mesa. Así, pegada a él, como tantas veces antes —saliendo juntos del coche después de un partido de fútbol o marchándose del baile anual de las girl scouts—, Hadley se da cuenta de que, aunque todo lo demás ha cambiado, aunque sigue habiendo un océano que les separa, lo que de verdad importa continúa igual.

Su padre sigue siendo su padre y lo demás es solo geografía.