11.47, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
16.47, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Incluso si siguiera viviendo en la casa de Connecticut, aunque Hadley siguiera teniéndolo al otro lado de la mesa por las mañanas mientras desayuna todavía en pijama y le diera las buenas noches desde el pasillo antes de irse a la cama, esto que está haciendo es algo que normalmente le correspondería a su madre. Con su padre en casa o no, sentarse a su lado cuando llora por un chico es, se mire por donde se mire, Territorio Mamá.
Y sin embargo aquí está con su padre, la mejor opción de que dispone en este momento y la historia le sale a borbotones, como un secreto guardado desde hace tiempo. Su padre ha arrimado una silla a la cama y está sentado a horcajadas con los brazos apoyados en el respaldo, y a Hadley le reconforta comprobar que por una vez ha abandonado ese aire típico de profesor, con la cabeza ladeada y la mirada inexpresiva, y que, en lugar de ello, sus facciones transmiten algo parecido a interés y consideración.
No, la forma en que la está mirando ahora es algo más que eso; es la misma que cuando se lastimó la rodilla de niña, cuando se cayó de la bicicleta a la puerta de casa, como la noche en que se le rompió un frasco de cerezas en la cocina y se cortó el pie con uno de los trozos de cristal. Y algo en esa mirada hace que se sienta mejor.
Abrazada a uno de los muchos cojines que decoran la lujosa cama, Hadley le cuenta cómo conoció a Oliver en el aeropuerto y cómo este se cambió de asiento. Le cuenta cómo le ayudó con la claustrofobia, distrayéndola con preguntas absurdas, salvándola de sí misma, igual que solía hacerlo su padre.
—¿Te acuerdas cuando me decías que pensara en el cielo? —le pregunta, y su padre asiente.
—¿Te sigue ayudando?
—Sí —contesta Hadley—. De hecho es lo único que me ayuda.
Su padre agacha la cabeza pero a Hadley le da tiempo a ver que está sonriendo.
Al otro lado de la puerta están los invitados de una boda, la novia, las botellas de champán, y hay un horario que cumplir, un orden del día. Pero allí está él sentado, como si no tuviera más que hacer, como si no hubiera nada más importante que esto. Que Hadley. Así que sigue hablando.
Le habla de la conversación con Oliver, de todas esas horas sin otra cosa que hacer que charlar, sentados muy juntos sobrevolando el océano. Le habla de los absurdos proyectos de investigación de Oliver, de la película de patos y de cómo dio por hecho que él también iba a una boda. Incluso le cuenta lo del whisky.
Lo que no le dice es lo del beso en el control de pasaportes.
Cuando llega a la parte en que le pierde de vista en el aeropuerto, está hablando tan deprisa que se come las palabras. Es como si se hubiera abierto una válvula en su interior y no puede parar. Cuando le cuenta lo del funeral en Paddington y cómo se confirmaron sus peores sospechas, su padre le coge una mano.
—Tenía que habértelo dicho —concluye Hadley antes de limpiarse la nariz con el revés de la mano—. De hecho, no tendría que haber ido.
Su padre no dice nada y Hadley se lo agradece. No está segura de cómo poner en palabras lo que viene a continuación, la mirada de Oliver, tan sombría y solemne, como un anuncio de tormenta. Al otro lado de la puerta se escuchan risas seguidas de aplausos. Respira hondo.
—Solo quería ayudar —murmura, aunque sabe que no está diciendo toda la verdad—. Bueno, y verle otra vez.
—Eso es muy bonito —comenta su padre, pero Hadley sacude la cabeza.
—No. A ver, solo le conozco de unas cuantas horas. Es ridículo; no tiene sentido.
Su padre sonríe y después se endereza para colocarse bien la pajarita, que se le ha torcido.
—Así es como funcionan estas cosas, cariño —dice—. El amor no tiene por qué tener sentido. Es algo del todo ilógico.
Hadley levanta la barbilla.
—¿Qué sucede?
—Nada —contesta Hadley—. Es que mamá me dijo exactamente lo mismo.
—¿Sobre Oliver?
—No, en general.
—Es una mujer inteligente, tu madre —dice su padre, y la manera en que lo dice, sin rastro de ironía, sin asomo alguno de engreimiento, impulsa a Hadley a hacer la pregunta que lleva más de un año intentando no hacer en voz alta.
—Entonces, ¿por qué la dejaste?
Su padre abre la boca y se inclina, como si hablar le supusiera un esfuerzo físico.
—Hadley… —empieza a decir con voz queda, pero esta sacude la cabeza.
—No importa. Olvídalo.
Su padre se pone en pie y Hadley piensa que tal vez se dispone a salir de la habitación. Pero en lugar de eso se sienta junto a ella en la cama. Se mueve para dejarle sitio, de manera que están juntos, pero sin mirarse.
—Yo sigo queriendo a tu madre —dice su padre con suavidad y Hadley está a punto de interrumpirle, pero él sigue hablando antes de darle tiempo a hacerlo—: Ahora, claro, es diferente. Y también hay mucho sentimiento de culpa. Pero tu madre es muy importante para mí. Eso tienes que saberlo.
—Pero entonces, ¿cómo pudiste…?
—¿Marcharme?
Hadley asiente.
—Tenía que hacerlo —dice su padre por toda respuesta—. Pero eso no significa que te estuviera abandonando a ti.
—Pero te fuiste a Inglaterra.
—Ya lo sé —dice su padre con un suspiro—. Pero no fue por ti.
—Ya, claro —dice Hadley mientras nota una punzada de resentimiento en su interior—. Fue por ti.
Quiere que su padre le lleve la contraria, le discuta, le suelte ese rollo de la crisis de la mediana edad, ese que lleva montándose en la cabeza todo este tiempo, días, semanas, meses. Pero en lugar de ello se queda sentado con la cabeza gacha y las manos juntas en el regazo, con aspecto derrotado.
—Me enamoré —se limita a decir. La pajarita se le ha torcido otra vez y eso le recuerda a Hadley que, después de todo, es el día de su boda. Su padre se frota el mentón con aspecto distraído y los ojos fijos en la puerta—. No espero que lo comprendas. Ya sé que lo estropeé todo. Sé que soy el peor padre del mundo. Lo sé perfectamente. Te lo aseguro.
Hadley no dice nada y espera a que su padre siga hablando. Porque ¿qué podría decir? Pronto va a tener otro hijo, una nueva oportunidad de hacer las cosas de otra manera. Y esta vez podrá hacerlo mejor. Esta vez podrá estar allí.
Su padre se lleva dos dedos al entrecejo como si tratara de calmar un dolor de cabeza.
—No espero que me perdones. Ya sé que no podemos retroceder en el tiempo. Pero me gustaría empezar de nuevo, si tú quieres. —Hace un gesto hacia la otra habitación—. Ya sé que todo ha cambiado y que tardaremos algún tiempo, pero de verdad me gustaría que formaras parte de mi nueva vida.
Hadley se mira el vestido. El agotamiento que lleva horas intentando combatir empieza a crecer como una marea, y es como si alguien estuviera cubriéndola con una manta.
—A mí me gustaba nuestra antigua vida —dice con el ceño fruncido.
—Ya lo sé. Pero yo también te necesito.
—Como mamá.
—Lo sé.
—Ojalá…
—¿Qué?
—No te hubieras marchado.
—Lo sé —repite su padre por enésima vez. Hadley espera oírle decir que las cosas están mejor así, que es lo que suele decir su madre en este tipo de conversaciones.
Pero no lo hace.
Hadley se retira un mechón de pelo de la cara con un soplido. ¿Qué había dicho antes Oliver? Que su padre había tenido las agallas de no quedarse. Se pregunta cómo puede ser eso. Le cuesta imaginar cómo sería su vida si su padre hubiera vuelto a casa por Navidad según lo planeado, dejando a Charlotte en Inglaterra. ¿Habrían ido mejor las cosas? ¿O habría pasado como en la familia de Oliver, con el peso de la infelicidad como una manta que les ahogaba a todos, opresivo y silencioso? Hadley sabe, como todo el mundo, que lo que no se dice a veces puede ser peor que las palabras mismas, así les ha ocurrido a ella y a su padre. Lo mismo podría haberles sucedido a sus padres si las cosas hubieran terminado de otra manera. ¿Estarían de verdad mejor así? Imposible saberlo.
Pero lo que sí sabe es que ahora su padre es feliz. Se le ve en la cara incluso como está ahora, encorvado en el borde de la cama como un juguete roto, temeroso de volverse y mirarla a la cara. Irradia la misma luz que Hadley ha visto en la expresión de su madre cuando está con Harrison.
La misma luz que vio en Oliver cuando estaban en el avión.
—¿Papá? —dice con un hilo de voz—. Me alegro de que seas feliz.
Él es incapaz de ocultar su sorpresa.
—¿De verdad?
—Claro.
Ambos callan unos segundos y su padre la mira de nuevo.
—¿Sabes lo que me haría más feliz todavía?
Hadley levanta las cejas expectante.
—Que vinieras a visitarnos alguna vez.
—¿A visitaros?
Su padre sonríe.
—Sí, a Oxford.
Hadley trata de imaginar cómo será la casa, pero la única imagen que le viene a la cabeza es la de una casita de campo típicamente inglesa sacada de alguna película. Se pregunta si habrá una habitación para ella, pero no se atreve a expresarlo en voz alta. Pero incluso si la hay, lo más seguro es que pronto pase a ser para el bebé.
Antes de que pueda decir nada, llaman a la puerta y ambos levantan la vista.
—Adelante —dice el padre y entra Violet. A Hadley le divierte comprobar que se balancea ligeramente sobre los tacones con una copa de champán vacía en la mano.
—Faltan treinta minutos —anuncia agitando el brazo en el que lleva el reloj. Detrás de ella Hadley distingue a Charlotte, sentada en una butaca gruesamente tapizada y rodeada por las damas de honor.
—No os agobiéis —les dice Charlotte—, no pueden empezar sin nosotros.
Su padre mira a Charlotte y después le da a Hadley un golpecito cariñoso en el hombro mientras se pone de pie.
—Creo que ya hemos terminado, de todas maneras —contesta y al levantarse para seguirle Hadley ve su imagen en el espejo, ahora además con los ojos hinchados.
—Me parece que necesito…
—Desde luego —dice Violet tomándola del brazo. Hace un gesto a las otras damas de honor, que dejan sus copas y se dirigen al cuarto de baño. Una vez están todas reunidas ante el espejo, cada una pertrechada con una herramienta «un cepillo, un peine, máscara de pestañas o una tenacilla para el pelo», Violet empieza la ronda de preguntas:
—¿Por qué llorabas antes?
Hadley querría negar con la cabeza, pero tiene miedo de moverse; hay demasiada gente tocándola y haciéndole cosas.
—Por nada —dice secamente mientras Whitney se coloca enfrente de ella, con un pintalabios en la mano.
—¿Por tu padre?
—No.
—De todas maneras, tiene que ser difícil —dice Hillary—. Me refiero a verle casarse otra vez.
—Sí —dice Violet agachada—. Pero las lágrimas no eran por eso.
Whitney pasa los dedos por el pelo de Hadley.
—Entonces, ¿por qué eran?
—Por un chico —dice Violet con una sonrisa.
Jocelyn está intentando sacar la mancha del vestido de Hadley con una desconcertante combinación de agua y vino blanco.
—Me encantan esas cosas. Háblanos de él.
Hadley nota que se pone colorada.
—No es nada de eso. Os lo juro.
Las mujeres se intercambian miradas y Hillary ríe.
—¿Y quién es el afortunado?
—Nadie —repite Hadley—. De verdad.
—No te creo una palabra —dice Violet y se inclina de modo que su cara se queda a la altura de la de Hadley reflejada en el espejo—. Pero te voy a decir una cosa: cuando hayamos terminado contigo, como ese chico aparezca aquí esta noche, está perdido.
—No te preocupes —dice Hadley—. No va a venir.
El segundo milagro del día solo les lleva diez minutos, y cuando han terminado Hadley se siente otra persona totalmente distinta de la que volvió cojeando del funeral hace una hora. El resto de damas de honor se quedan en el cuarto de baño dándose los últimos retoques y cuando Hadley sale, le sorprende encontrar a su padre y a Charlotte solos en la suite. Los demás han ido a sus habitaciones a arreglarse.
—¡Vaya! —dice Charlotte haciéndole una señal con el dedo para que gire sobre sí misma.
Hadley obedece y su padre aplaude.
—Estás muy guapa —dice él, y Hadley sonríe a Charlotte, que permanece vestida de novia con el anillo en el dedo emitiendo pequeños destellos.
—Charlotte sí que está guapa —dice Hadley. Porque es la verdad.
—Sí, pero yo no llevo viajando desde ayer. Tienes que estar hecha fosfatina.
Hadley siente una punzada en el pecho al escuchar la expresión, que le recuerda a Oliver. Durante meses el acento de Charlotte ha bastado para provocarle un intenso dolor de cabeza. Ahora en cambio, de repente, no le parece tan malo, incluso piensa que podría acostumbrarse a él.
—Estoy totalmente hecha polvo —dice con una sonrisa tímida—. Pero el viaje ha merecido la pena.
A Charlotte se le iluminan los ojos.
—Me alegra oírlo. Ojalá sea el primero de muchos. Me acaba de decir Andrew que quizá vengas a visitarnos pronto.
—Bueno… —replica Hadley—, no lo sé.
—Tienes que venir —dice Charlotte volviendo al salón, donde coge de nuevo el ordenador portátil como si fuera una bandeja de aperitivos y después aparta servilletas y posavasos para hacer sitio en la barra del bar—. Nos encantaría. Y acabamos de arreglar la casa. Antes le estaba enseñando las fotos a todo el mundo.
—Cariño, no sé si es buen momento… —empieza a decir el padre de Hadley, pero Charlotte le interrumpe.
—Solo será un minuto —dice sonriendo a Hadley. Ambas están de pie frente al bar esperando a que se carguen las imágenes—. Esta es la cocina —explica Charlotte cuando aparece la primera imagen—. Da al jardín.
Hadley se inclina para ver más de cerca y trata de identificar cualquier rastro de la anterior vida de su padre, como su taza de café, su gabardina o aquel par de zapatillas viejas que se negaba a jubilar. Charlotte pasa de una foto a otra y Hadley se esfuerza por seguirla mientras intenta imaginarse a los dos en aquellas habitaciones, desayunando beicon con huevos en la mesa de madera o apoyando un paraguas junto a la puerta de entrada.
—Y aquí está el otro dormitorio —dice Charlotte mirando al padre de Hadley, que está apoyado contra la pared unos pocos metros detrás de ellas, con los brazos cruzados y cara inexpresiva—. Es el tuyo, para cuando vengas a visitarnos.
La siguiente foto es del estudio de su padre y Hadley la estudia con atención. Aunque dejó todos sus muebles en Connecticut, esta nueva versión es casi idéntica, estanterías parecidas, incluso el mismo vaso para los lápices. La distribución es la misma, aunque esta habitación parece algo más pequeña, ya que hay ventanas repartidas en todas las paredes.
Charlotte está hablando sobre lo maniático que es su padre con su estudio pero Hadley no la escucha. Está demasiado ocupada escudriñando las fotografías de familia enmarcadas en las paredes.
—Espera —dice cuando Charlotte se dispone a pasar a la siguiente foto.
—¿Las reconoces? —pregunta su padre desde el otro lado de la habitación, pero Hadley no se vuelve. Y es que sí las reconoce. Ahí mismo, en las fotos dentro de la foto, puede ver el jardín trasero de la casa de Connecticut. En otra se ve un trozo del viejo columpio que aún sigue allí, el abrevadero de pájaros que todavía cuelga del alféizar del estudio de su padre, los setos que con tanta meticulosidad regaba durante los veranos más secos. En otras ve las matas de lavanda y el viejo manzano con sus ramas retorcidas. Cuando su padre se sienta en su nueva silla de cuero en su mesa nueva y mira las viejas fotos, debe de sentir que está otra vez en casa, pero mirando por ventanas del todo distintas.
Y de repente su padre está a su lado.
—¿Cuándo hiciste estas fotos?
—El verano en que me marché a Oxford.
—¿Y por qué?
—Porque siempre me ha gustado verte jugar por la ventana y no me podía imaginar trabajando en un despacho sin ellas.
—Pero son fotografías de ventanas.
Su padre sonríe.
—Tú no eres la única que recurre a la imaginación cuando lo necesita —dice, y Hadley se ríe—. A veces me gusta pensar que estoy otra vez en casa.
Charlotte, que ha estado mirándoles con aspecto de sentirse encantada, se vuelve hacia la pantalla del ordenador y amplía con el zoom para que puedan ver de cerca las fotografías.
—Tenéis un jardín precioso —dice señalando los arbustos de lavanda un poco pixelados en la pantalla.
Hadley desplaza el dedo unos centímetros hacia la ventana real de la casa, que da a un pequeño jardín con unos cuantos parterres.
—Vosotros también —dice, y Charlotte sonríe.
—Espero que vengas a verlo muy pronto.
Hadley se vuelve hacia su padre, que le da un pellizco cariñoso en el hombro.
—Yo también lo espero —dice.