11.11, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
16.11, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Si alguien le hubiera hecho preguntas sobre su viaje de vuelta a Kensington «en qué momento hizo transbordo, quién iba sentado a su lado, cuánto duró el trayecto», a Hadley le habría costado mucho contestar. Decir que el viaje había sido una nebulosa significaría que al menos guardaba algún recuerdo del mismo, por borroso que fuera, pero cuando por fin sale a la luz del sol en la parada de Kensington tiene la extraña sensación de haber viajado en el tiempo como una piedra.
Al parecer el estado de shock —o lo que quiera que tenga— es una de las curas más eficaces contra la claustrofobia. Acaba de viajar a ciegas durante media hora, siempre bajo tierra y ni una sola vez ha tenido que esforzarse por imaginarse en otro sitio. Su localización física carecía de importancia porque ya tenía la cabeza en las nubes.
Se da cuenta de que se ha olvidado la invitación de boda dentro del libro y aunque sabe que el hotel está cerca de la iglesia y, por tanto, en algún lugar del vecindario, es incapaz de recordar cómo se llama. Habría que oír a Violet si se enterara.
Pero cuando abre el teléfono para llamar a su padre ve que hay un mensaje, y, antes incluso de teclear su contraseña, sabe que es de su madre. No se molesta en escucharlo y la llama directamente, pues no quiere perder de nuevo la oportunidad de hablar con ella.
Pero la oportunidad no llega.
De nuevo le sale el contestador y Hadley suspira.
Lo único que quiere es hablar con su madre, contarle lo de su padre y el hermanito, lo de Oliver y su padre, explicarle que todo este viaje ha sido una gran equivocación.
Lo único que quiere es hacer como si estas dos últimas horas no hubieran existido.
Se le hace un nudo en la garganta grande como un puño cuando piensa en cómo la ha dejado Oliver allí en el jardín, con los ojos —esos ojos que con tanto interés la habían mirado en el avión— fijos en el suelo.
Y esa chica. Hadley está absolutamente convencida de que es su ex-novia. La confianza con que le trataba, la manera de apoyar la mano en su hombro… Lo único de lo que no está segura es que de verdad sea una ex. Había algo posesivo en la manera en que miraba a Oliver, como si marcara su territorio incluso en la distancia.
Hadley se apoya sin fuerzas en una de las paredes de una cabina roja de teléfono, sintiéndose fatal por lo tonta que debe de haberle parecido a Oliver, buscándole por aquel jardín como si tal cosa. Trata de no imaginar lo que debe de estar diciendo de ella ahora mismo, pero las posibilidades se le cuelan en los pensamientos sin querer: Oliver encogiéndose de hombros ante la pregunta de la chica, diciendo que Hadley es solo alguien a quien ha conocido en el avión.
Durante toda la mañana la ha acompañado el recuerdo de la noche anterior, la idea de que Oliver es como un escudo protector contra ese día, pero ahora ya no tiene sentido. Ni siquiera el recuerdo del último beso le sirve de consuelo. Porque lo más probable es que no vuelva a verle nunca y la forma en que se han dicho adiós basta para que quiera hacerse un ovillo y acurrucarse allí mismo, en la esquina de la calle.
Su teléfono empieza a sonar y cuando mira la pantalla ve que es su padre.
—¿Dónde estás? —pregunta cuando Hadley responde, y esta mira a ambos lados de la calle.
—Estoy llegando —dice, sin estar muy segura de dónde se encuentra exactamente.
—Pero ¿dónde has estado? —pregunta su padre y, por la forma en que lo hace, con la voz tensa, Hadley sabe que está furioso. Por enésima vez hoy desea poder irse a casa, pero todavía le queda sobrevivir al banquete y bailar con su enfadado padre mientras todo el mundo los mira. Todavía tiene que felicitar a los recién casados, pasar por lo de la tarta y después volar siete horas sobre el Atlántico sentada junto a alguien que no le dibujará patos en la servilleta; que no le robará una botellita de whisky ni intentará besarla junto a los cuartos de baño.
—Tenía que ir a ver a un amigo —explica, y su padre gruñe.
—¿Y qué es lo siguiente? ¿Visitar a alguien en París?
—Papá…
Este suspira.
—Estás siendo de lo más oportuna, Hadley.
—Ya lo sé.
—Estaba preocupado —admite y Hadley nota cómo la aspereza en su tono va cediendo. De alguna manera ha estado tan concentrada en encontrar a Oliver que no se le ha ocurrido que su padre podría estar preocupado. Enfadado sí, pero ¿preocupado? Hace tanto tiempo que no hace el papel de padre preocupado…, y además es el día de su boda. Pero ahora se da cuenta de que su marcha ha debido de asustarle y su corazón también se ablanda.
—No lo pensé —dice—. Perdona.
—¿Cuánto vas a tardar en llegar?
—No mucho —contesta—. Muy poco.
Su padre suspira de nuevo.
—Menos mal.
—Una cosa, papá.
—Dime.
—¿Me recuerdas la dirección del hotel?
Diez minutos más tarde, gracias a las instrucciones de su padre, Hadley se encuentra en el vestíbulo del hotel Kensington Arms, una mansión de grandes dimensiones que parece fuera de lugar en pleno centro de Londres, como si la hubieran arrancado de una finca en el campo y dejado caer aquí al azar. Los suelos son de mármol negro y blanco, como un gigantesco tablero de ajedrez, y hay una gran escalinata de espiral con barandilla de bronce que se pierde detrás de las arañas del techo. Cada vez que alguien entra por las puertas giratorias, lo acompañan el suave olor del río y el aire húmedo del exterior.
Cuando ve su reflejo en uno de los recargados espejos detrás del mostrador de recepción Hadley baja los ojos. Las otras damas de honor se van a enfadar cuando descubran que sus esfuerzos de horas antes han sido en vano. El vestido está tan arrugado que se diría que lo ha llevado todo el día metido en la mochila y el recogido del pelo —en el que tanto trabajo habían puesto— se le ha deshecho. Le caen mechones por la cara y el moño le cuelga triste a la altura de la nuca.
El hombre de la recepción termina de hablar por teléfono y cuelga el auricular con un ágil gesto de muñeca. Después se vuelve hacia Hadley.
—¿Puedo ayudarla, señorita?
—Estoy buscando la boda de Sullivan —contesta y el hombre mira debajo del mostrador.
—Todavía no ha empezado —la informa con su cortante acento británico—. Va a ser en el salón Churchill a las seis en punto.
—Ya —replica Hadley—. Pero estoy buscando al novio.
—Muy bien —dice el hombre llamando a una habitación y murmurando algo por teléfono antes de colgar y dirigirse de nuevo a Hadley con un breve gesto de la cabeza—: Suite número cuarenta y dos. La están esperando.
—Ya me lo imagino —comenta Hadley dirigiéndose hacia los ascensores.
Cuando llama a la puerta de la suite está tan ocupada preparándose para la mirada censuradora de su padre que le sorprende ver a Violet en su lugar. Aunque tampoco es que ella la mire con demasiada aprobación.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunta mirándola de arriba abajo—. ¿Has corrido un maratón?
—Hace calor en la calle —explica Hadley mirándose el vestido con expresión de impotencia. Por primera vez se da cuenta de que, por si todo lo demás fuera poco, tiene una mancha de barro en forma de coma en el borde inferior del vestido. Violet sorbe champán de una copa manchada de carmín mientras inspecciona los daños. Detrás de ella hay cerca de una docena de personas sentadas en sillones color verde oscuro, ante una mesa con una bandeja con frutas y verduras de colores y varias botellas de champán metidas en hielo. De los altavoces sale una música suave, una melodía instrumental y algo somnolienta por encima de la cual se oyen voces procedentes de una esquina de la habitación.
—Vamos a tener que arreglarte otra vez antes de que empiece la fiesta —dice Violet con un suspiro y Hadley asiente agradecida mientras su teléfono (que todavía sujeta en una de sus sudorosas manos) empieza a sonar. Cuando ve el nombre en la pantalla se da cuenta de que es su padre, preguntándose probablemente por qué tarda tanto.
Violet arquea las cejas.
—¿El profesor?
—Es mi padre —explica Hadley, para que Violet no piense que hay un profesor que se dedica a llamarla desde Estados Unidos. Pero al mirar de nuevo la pantalla se da cuenta de que ha perdido el sentido del humor. Porque lo que en otro momento le habría parecido divertido ahora solo resulta triste; incluso esto, la más obvia de la bromas, el más tonto de los apodos, le parece que no tiene nada que ver con ella.
Violet se echa a un lado como si fuera el portero de un club elegante e invita a entrar a Hadley.
—No tenemos mucho tiempo antes del banquete —está diciendo y Hadley no puede evitar sonreír mientras cierra la puerta detrás de ella.
—¿A qué hora empezaba?
Violet pone los ojos en blanco y ni siquiera se digna a contestar. Después vuelve a donde estaba y se sienta en una de las sillas con cuidado de no arrugar el vestido.
Hadley se dirige a la pequeña sala de estar de un lateral que une el dormitorio con el resto de la suite. Una vez allí ve a su padre y a unas cuantas personas más reunidas en torno a un ordenador portátil. Charlotte está sentada y la falda de su vestido parece una gran tarta de azúcar, y aunque Hadley desde donde se encuentra no puede ver la pantalla le queda claro que están mirando fotos.
Por un instante considera la posibilidad de escabullirse de nuevo. No quiere ver fotografías de su padre y Charlotte en lo alto de la torre Eiffel o poniendo caras en un tren o dando de comer a los patos en el estanque de Kensington Gardens. No quiere que la obliguen a ver el reportaje de la fiesta de cumpleaños de su padre en un pub de Oxford, y desde luego no necesita que le recuerden que ella no estaba allí; de hecho aquel día se había levantado consciente de la fecha que era y esa consciencia la había acompañado a sus clases de geometría y química, mientras almorzaba en la cafetería, donde un grupo de jugadores de fútbol americano habían cantado una versión en broma del Cumpleaños feliz al pobre Lucas Heyward, el pateador del equipo y, para cuando hubieron terminado, Hadley se dio cuenta de que la rosquilla que estaba sujetando había quedado reducida a migas.
No necesita ver fotografías que demuestren que ya no forma parte de la vida de su padre. Pero este es el primero que repara en su presencia y, aunque Hadley está preparada para cualquier tipo de reacción —enfado por su desaparición, contrariedad porque llega tarde, alivio al comprobar que se encuentra bien—, no lo está para esto: hay algo en la mirada de su padre que Hadley ve por primera vez: está reconociendo algo y le está pidiendo disculpas.
Y es en ese momento cuando Hadley desea que las cosas fueran de otro modo. No de la forma que lleva meses deseando. No se trata de un deseo egoísta o amargo, sino de esos que se formulan de todo corazón. Hadley no sabía que era posible echar tanto de menos a alguien que está solo a unos metros de distancia, pero así es. Echa tanto de menos a su padre que le duele todo el cuerpo. Porque de repente todo se le antoja absurdo, todo ese tiempo invertido en mantenerle fuera de su vida. Y al verle ahora no puede evitar pensar en el padre de Oliver y en que existen maneras mucho peores de perder a alguien, maneras mucho más permanentes y que pueden hacer mucho más daño.
Abre la boca para decir algo pero antes de que pueda pronunciar palabra Charlotte se le adelanta:
—¡Ya estás aquí! Estábamos preocupados.
Un vaso se rompe en la habitación contigua y Hadley se sobresalta. Todos en el cuarto de estar la están mirando y el papel floreado de las paredes parece acercarse peligrosamente.
—¿Has ido a explorar por ahí? —pregunta Charlotte con lo que parece interés verdadero y un entusiasmo tan genuino que a Hadley le da otro vuelco el corazón—. ¿Lo has pasado bien?
Esta vez, cuando mira a su padre, algo en la expresión de Hadley es suficiente para que él se enderece y abandone el respaldo de la silla de Charlotte, donde estaba apoyado.
—¿Estás bien, cariño? —pregunta ladeando un poco el cuello.
La intención de Hadley es negar con la cabeza o, como mucho, encogerse de hombros. Pero para su sorpresa un sollozo le sube por la garganta y la inunda como una ola. Empieza a hacer pucheros y las primeras lágrimas se le agolpan detrás de los ojos sin que pueda hacer nada por impedirlo.
No es por Charlotte ni por las otras personas que hay en la habitación. Ni siquiera es por su padre. Es todo este día, un día extraño e inesperado. Nunca un periodo de tiempo le había resultado tan interminable. Y aunque sabe que no es más que la suma de muchos minutos, unidos los unos con los otros como las cuentas de un collar, ahora ve con claridad cómo se han convertido en horas y entiende que, del mismo modo, los meses podrían volverse años, tan cerca como ha estado de renunciar a alguien tan importante para ella y resignarse al implacable paso del tiempo.
—Hadley —dice su padre dejando la copa y caminando hacia a ella—. ¿Qué ha pasado?
Ahora sí está llorando apoyada en el quicio de la puerta, y cuando siente caer la primera lágrima piensa —menuda ridiculez— en Violet y en que ahora también tendrán que retocarle el maquillaje.
—Oye —dice su padre cuando llega a su lado apoyándole con fuerza la mano en el hombro.
—Lo siento —se disculpa ella—. Ha sido un día muy largo.
—Ya lo veo —comenta su padre y Hadley por la forma en que se le iluminan los ojos casi puede ver la idea formándose en su cabeza—. Ya lo veo —repite—. Me parece que ha llegado la hora de consultar con el elefante.