10.13, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
15.13, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
—¿Qué haces aquí? —pregunta Oliver mirando a Hadley como si no diera crédito a lo que ve.
—No me di cuenta —dice ella—. En el avión…
Oliver baja la vista.
—No me di cuenta —repite Hadley—. Lo siento muchísimo.
Oliver asiente mirando hacia el banco de piedra situado a unos pocos metros, su áspera superficie todavía húmeda por la lluvia. Caminan juntos con las cabezas inclinadas mientras del interior de la iglesia se escapa la melodía fúnebre de un órgano. Cuando Hadley se dispone a sentarse, Oliver le hace un gesto para que espere y a continuación se quita la chaqueta y la coloca sobre el banco.
—El vestido —dice por toda explicación, y Hadley se mira extrañada la seda lavanda como si fuera la primera vez que la ve. Algo del gesto de Oliver la conmueve aún más, que esté pendiente de un detalle tan nimio en un momento así. ¿No se da cuenta de que a ella le importa un pepino el estúpido vestido? ¿De que lo que querría es tenderse en la hierba y prepararle una cama en el suelo?
Incapaz de encontrar las palabras para rechazar su ofrecimiento, se sienta y pasa los dedos por los suaves pliegues de la chaqueta. Oliver se queda de pie junto a ella y se enrolla las mangas de la camisa, primero una y después la otra, con los ojos siempre fijos en algún punto del jardín.
—¿Tienes que volver? —le pregunta Hadley y Oliver se encoge de hombros, dejando unos centímetros de separación entre los dos al tomar asiento en el banco.
—Supongo —dice inclinándose hacia delante para apoyar los codos en las rodillas.
Pero no se mueve y al poco Hadley imita su gesto y ambos se quedan estudiando la hierba a sus pies con una intensidad exagerada. Hadley siente que le debe una explicación por presentarse allí, pero él no se la pide, así que se limitan a permanecer así, mientras el silencio se agranda entre los dos.
En su casa, en Connecticut, hay un abrevadero de pájaros junto a la ventana de la cocina que Hadley solía mirar mientras lavaba los platos. Los visitantes más frecuentes eran una pareja de golondrinas que solían pelearse por beber primero, una dando saltitos por el borde del recipiente y piando con fuerza mientras la otra bebía, y viceversa. De vez en cuando una arremetía contra la otra y ambas aleteaban y entrechocaban arrugando la superficie del agua. Pero aunque parecía que siempre se estaban peleando, lo cierto es que siempre llegaban juntas y también se marchaban juntas.
Una mañana le sorprendió ver solo a una de ellas, que se posó con suavidad en el borde de piedra del abrevadero y bailó un rato allí sin rozar el agua, moviendo la cabeza redondeada de una manera y con una sensación de abandono tal que Hadley se había asomado a la ventana y había mirado al cielo, aunque sabía que no encontraría nada.
Hay algo en Oliver ahora que le recuerda a aquella golondrina, una confusa desesperación que le hace parecer más perdido que triste. Hadley nunca ha visto la muerte tan de cerca. Los únicos fallecidos en su familia son abuelos que murieron antes de que ella naciera o cuando era demasiado pequeña como para notar su ausencia. De alguna manera, siempre ha imaginado que el dolor ante la muerte debe de ser como en las películas, lágrimas abundantes y sollozos estremecidos. Pero aquí en este jardín nadie agita el puño mirando al cielo, nadie se ha puesto de rodillas y nadie maldice el destino.
En lugar de eso, Oliver tiene aspecto de estar a punto de vomitar. Con la cara grisácea y una palidez resaltada por su traje oscuro, mira a Hadley con gesto inexpresivo. Tiene aspecto de estar sufriendo, como si le doliera en alguna parte pero no supiera cuál exactamente, y respira de forma entrecortada.
—Siento no habértelo contado —dice por fin.
—No —dice Hadley moviendo la cabeza—. Yo siento haber dado por hecho…
Ambos callan de nuevo. Después de un momento Oliver dice:
—Esto es un poco raro, ¿no?
—¿Qué parte?
—No sé —dice Oliver sonriendo un poco—. Que te presentes en el funeral de mi padre, por ejemplo.
—Ah —dice Hadley—. Eso.
Oliver se agacha, arranca unas cuantas hierbas del suelo y las mira abstraído.
—Aunque todo, en realidad. Me parece que los irlandeses tienen razón en eso de convertir los funerales en una celebración. Porque esto… —señala con la barbilla en dirección a la iglesia—. Esto es una locura.
A su lado Hadley pellizca el dobladillo del vestido sin saber muy bien qué decir.
—No es que haya mucho que celebrar, de todas maneras —continúa Oliver con amargura y dejando caer las hierbas al suelo—. Mi padre era un cretino, para qué vamos a engañarnos.
Hadley levanta la vista sorprendida, pero Oliver parece aliviado.
—Llevo pensándolo toda la mañana —dice—. En realidad los últimos dieciocho años. —La mira y sonríe—. Tú tienes bastante peligro. ¿Lo sabías?
Hadley le mira sin comprender.
—¿Yo?
—Sí —dice Oliver recostándose en el respaldo—. Me haces ser demasiado sincero.
Un pajarillo se posa en la fuente que hay en el centro del jardín y ambos lo miran picotear la piedra en vano. No hay agua, solo una capa de barro seco, y tras unos segundos el pájaro se marcha volando hasta convertirse en una pequeña mota en el cielo.
—¿Cómo ha sido? —pregunta Hadley con voz suave, pero Oliver no contesta; ni siquiera la mira. Por entre la hilera de árboles frutales que hay junto a la valla puede ver a la gente dirigiéndose a sus coches, sombras indefinidas. Sobre sus cabezas, el cielo ha recuperado su monótono color gris.
Tras unos segundos Oliver se aclara la garganta:
—¿Qué tal la boda?
—¿Cómo?
—La boda. ¿Qué tal ha ido?
Hadley se encoge de hombros.
—Bien.
—¡Vamos! —dice Oliver con mirada suplicante, y Hadley suspira.
—Resulta que Charlotte es simpática —dice cruzando las manos en el regazo—. Irritantemente simpática.
Oliver sonríe y ya se parece más al chico que Hadley conoció en el avión.
—Y tu padre ¿qué tal?
—Parece feliz —dice Hadley con un nudo en la garganta. Se siente incapaz de hablar del bebé, como si mencionarlo lo hiciera de algún modo más real. En lugar de ello se acuerda del libro y busca en su mochila—. No se lo he devuelto.
Oliver mira y sus ojos se detienen en la cubierta.
—He leído un poco de camino hacia aquí —dice Hadley— y en realidad es bastante bueno.
Oliver lo coge y pasa las páginas como hizo en el avión.
—Pero ¿cómo me has encontrado?
—Alguien estaba hablando de un funeral en Paddington —dice Hadley y al escuchar la palabra funeral Oliver parpadea—. Y no sé. Tuve un presentimiento.
Él asiente mientras cierra el libro con suavidad.
—Mi padre tenía una primera edición de este título —dice frunciendo los labios—. La guardaba en el estante más alto de su estudio y recuerdo que lo miraba cuando era pequeño consciente de que costaba mucho dinero.
Le devuelve el libro a Hadley, que lo abraza contra su pecho esperando a que Oliver siga hablando.
—Siempre pensé que para él tenía valor por razones equivocadas —dice ahora con voz más serena—. Nunca le vi leer nada que no fueran cosas de trabajo. Pero de vez en cuando, sin venir a cuento, citaba un pasaje. —Se ríe sin ganas—. No le pegaba nada. Era como un carnicero cantante o algo así. Un contable que baila claqué…
—A lo mejor no era como tú pensabas…
Oliver la mira con dureza.
—No.
—¿No qué?
—No quiero hablar de él —dice con la mirada encendida. Se rasca la frente y acto seguido se pasa una mano por el pelo. Una suave brisa mece la hierba a sus pies aligerando el peso en las espaldas de los dos. Y dentro de la iglesia la música de órgano termina de forma abrupta, como por una interrupción.
—¿Y dices que conmigo eres demasiado sincero? —pregunta Hadley después de un rato con la vista puesta en los redondeados hombros de Oliver, que se vuelve para mirarla—. Muy bien. Pues venga. Sé sincero.
—¿Sobre qué?
—Sobre lo que quieras.
Para su sorpresa, Oliver le da un beso. No es como el beso del aeropuerto, suave y con sabor a despedida. Este es un beso más ávido y algo desesperado. Oliver aprieta sus labios contra los de Hadley y ella cierra los ojos y se entrega, devolviéndole el beso hasta que, también de repente, Oliver se aparta y se quedan sentados mirándose.
—No me refería a eso —dice Hadley y Oliver le hace una mueca.
—Me has dicho que sea sincero. Pues esto es lo más sincero que he hecho en todo el día.
—Me refería a tu padre —dice Hadley, sin poder evitar ruborizarse—. A lo mejor te ayuda hablar de ello. Si…
—¿Si qué? ¿Si digo que le echo de menos? ¿Que estoy hecho polvo? ¿Que este es el peor día de mi vida?
Se pone de pie con brusquedad y, por un momento, Hadley teme que vaya a marcharse. Pero en lugar de ello empieza a caminar de un lado a otro delante del banco, alto, delgado y tan guapo en mangas de camisa. Se para, se vuelve hacia ella y Hadley lee la ira en su rostro.
—Mira: hoy, esta semana, todo ha sido una mentira. ¿Tú estás enfadada con tu padre por lo que ha hecho? Por lo menos tu padre ha sido sincero y ha tenido las narices de marcharse. Ya sé que eso es un asco también, pero por lo que dices parece que es feliz, igual que tu madre. Así que en el fondo ha sido mejor para todos.
Para todos menos para mí, piensa Hadley aunque no dice nada. Oliver echa a andar de nuevo y Hadley sigue sus movimientos como un espectador de un partido de tenis. Atrás y adelante, atrás y adelante.
—En cambio mi padre… estuvo años engañando a mi madre. Tu padre tuvo una aventura que se convirtió en amor, ¿no? Que terminó en matrimonio. Fue algo a la vista de todos que os liberó. El mío tuvo como una docena de amantes, tal vez más, y lo peor es que todos lo sabíamos pero nadie hablaba de ello. En algún momento alguien decidió que debíamos resignarnos en silencio, y eso es lo que hicimos. Pero sabíamos lo que estaba pasando —dice con los hombros hundidos—. Lo sabíamos.
—Oliver… —empieza a decir Hadley, pero este sacude la cabeza.
—No —la interrumpe encogiendo un poco los hombros—. No quiero hablar de mi padre. Era un capullo, no solo por lo de sus amantes, por muchísimas otras cosas. Y yo me he pasado la vida haciendo como que no pasaba nada, por mi madre. Pero ahora que ya no está se acabó el disimular. —Tiene los puños cerrados y los labios apretados—. ¿Te parece que estoy siendo lo suficientemente sincero?
—Oliver —repite Hadley, dejando el libro a un lado y poniéndose de pie.
—No pasa nada. Estoy bien.
Desde lejos alguien le llama por su nombre y un momento después una chica con pelo oscuro y gafas todavía más oscuras se asoma por la puerta. No puede ser mucho mayor que Hadley, pero irradia tal seguridad, tal desenvoltura que consigue que se sienta desaliñada en comparación con ella.
La chica se detiene al verles, claramente sorprendida.
—Ya es casi la hora, Oli —dice colocándose las gafas de sol en la cabeza—. La comitiva está a punto de salir.
Los ojos de Oliver siguen fijos en Hadley.
—Un minuto —contesta sin apartar la mirada, y la chica duda, parece que va a decir algo, pero en lugar de eso se vuelve encogiendo un poco los hombros.
Cuando se ha ido, Hadley tiene que hacer un esfuerzo para mirar a Oliver. La llegada de la chica ha roto el hechizo del jardín y ahora escucha con claridad las voces más allá del seto, las puertas de los coches cerrándose, un perro ladrando en la distancia.
Pero no se mueve.
—Lo siento —susurra—. No debería haber venido.
—No… —dice Oliver y Hadley pestañea tratando de descifrar qué otras palabras esconde ese no: No te vayas o Por favor, quédate o Yo también lo siento. Pero todo lo que dice Oliver es:
—No pasa nada.
Hadley cambia el peso de un pie a otro mientras sus tacones se hunden en el suelo de tierra.
—Debería irme —dice, pero sus ojos están diciendo: Hago lo que puedo, y sus manos, temblando por el esfuerzo que les supone no tocarle, dicen: Por favor.
—Sí —contesta Oliver—. Yo también.
Ninguno se mueve y Hadley se da cuenta de que está conteniendo la respiración.
Pídeme que me quede.
—Me alegro de haberte visto otra vez —dice Oliver con tono envarado y, para horror de Hadley, le tiende la mano. Ella la toma con delicadeza y se quedan unos instantes así, a medio camino entre la caricia y el saludo, balanceando las manos hasta que Oliver por fin se suelta.
—Suerte —dice Hadley, aunque con qué, no lo sabe.
—Gracias —responde Oliver mientras asiente con la cabeza. Coge su chaqueta y se la echa al hombro sin preocuparse de sacudirla antes. Cuando se vuelve hacia el jardín, Hadley tiene un nudo en el estómago. Cierra los ojos en un intento por frenar la marea de palabras que no han llegado a sus labios, las cosas que no ha llegado a decir.
Y cuando los abre, Oliver ya no está.
Su mochila sigue en el banco y cuando se acerca a cogerla no puede evitar dejarse caer sobre la piedra húmeda y doblarse por el cansancio, como si acabara de sobrevivir a una gran tormenta. No debería haber venido, eso es evidente. El sol está ya bajo en el cielo y, aunque sabe que la esperan en otro sitio, las fuerzas que la han llevado a actuar hasta ahora parecen haberse evaporado.
Saca el ejemplar de Nuestro amigo común y lo hojea distraída. Cuando llega a una de las páginas con la esquina superior doblada se da cuenta de que la doblez llega hasta casi la mitad de la hoja, como una flecha que señala una línea de diálogo: «Nadie carece de utilidad en el mundo si alivia la carga que este supone para otro».
Unos minutos más tarde, mientras camina hacia la iglesia, ve a la familia todavía congregada a la entrada. Oliver tiene la espalda vuelta hacia ella y todavía lleva la chaqueta al hombro, y la chica, la que los acaba de ver juntos, está justo a su lado. Hay un aire protector en ella, en la manera en que apoya la mano en el hombro de Oliver, y al verlos Hadley no puede evitar apretar el paso mientras nota cómo se ruboriza, pero sin entender por qué. Pasa deprisa junto a ellos, deja atrás la estatua con su expresión inmutable, la iglesia con su torre y la hilera de coches negros aparcados, listos para ir al cementerio.
En el último momento, casi llevada por un impulso, deja el libro sobre el capó del primer coche. Y enseguida, antes de que nadie pueda detenerla, echa a andar calle abajo.