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9.54, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS

14.54, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH

Fuera, el sol ha salido de su escondite, aunque las calles siguen húmedas y de color plata. Hadley da vueltas sobre sí misma tratando de orientarse y reparando en la farmacia con puertas blancas, la pequeña tienda de antigüedades, las hileras de edificios de pálidas fachadas que se extienden por toda la calle. Un grupo de hombres con camisetas de rugby salen con los ojos legañosos de un pub y unas pocas mujeres con bolsas de supermercado pasan a su lado por la acera.

Hadley mira su reloj; son casi las tres de la tarde y no tiene ni idea de qué hacer una vez allí. Por lo que ve, no hay ningún agente de policía cerca, tampoco oficinas de información turística, ni librerías ni cafés con Internet. Es como si alguien la hubiera soltado en la jungla de Londres sin brújula ni compás, como en una prueba a mala idea dentro de un reality televisivo.

Elige una dirección al azar y echa a andar calle abajo, deseando haberse cambiado de zapatos antes de salir huyendo de la boda. Hay un establecimiento de fish and chips en la esquina y el estómago le ruge con los olores que salen por su puerta. Lo último que comió fue un paquete de galletitas saladas y la última vez que durmió fue justo antes de eso. Lo que de verdad querría ahora es acurrucarse en un sofá y echarse una siesta, pero sigue avanzando, impulsada por una extraña combinación de miedo y añoranza.

Después de diez minutos y dos ampollas en los pies aún no ha visto ninguna iglesia. Asoma la cabeza en una librería para preguntar si alguien sabe dónde hay una estatua de la Virgen María, pero el librero la mira con tal extrañeza que Hadley se marcha sin esperar siquiera una respuesta.

En las estrechas aceras hay carnicerías con grandes piezas de carne colgadas en los escaparates, tiendas de ropa con maniquíes que llevan tacones mucho más altos que los de Hadley, pubs y restaurantes; incluso una biblioteca que casi confunde con una capilla. Pero en su recorrido del vecindario no encuentra ni una sola iglesia, ni un solo campanario, ni una aguja hasta que, de repente, ahí están.

Al salir de un callejón divisa un delgado edificio de piedra marrón al otro lado de la calle. Duda un momento, parpadeando como si estuviera ante un espejismo, y después echa a correr, eufórica de nuevo. Pero entonces las campanas empiezan a tañer de una forma que se le antoja demasiado alegre y por las escaleras salen una pareja de novios y sus invitados. Hadley no es consciente de que ha estado conteniendo la respiración, pero ahora se da cuenta jadeante. Espera a que dejen de pasar taxis y cruza la calle para confirmar lo que ya sabe, que no es un funeral, que no hay una estatua de la Virgen María y, por supuesto, ni rastro de Oliver.

Incluso sabiendo esto, no consigue marcharse y se queda allí quieta observando los momentos posteriores a la boda, muy parecidos a los que ella ha presenciado hace muy poco. La chica de las flores, las damas de honor, los flashes de las cámaras, los amigos y familiares todo sonrisas. Las campanas terminan de tocar su alegre melodía y el sol cae un poco más en el cielo pero Hadley sigue allí. Pasados unos instantes, busca dentro de su mochila y hace lo que siempre hace cuando está perdida: llamar a su madre.

El teléfono casi se ha quedado sin batería y le tiemblan los dedos mientras teclea los números, ansiosa como está por escuchar la voz de su madre. Le parece imposible que la última vez que hablaron fuera para pelearse y todavía más que hayan pasado veintidós horas desde aquello. El área de salidas del aeropuerto parece ahora algo de otra vida.

Siempre han estado muy unidas, su madre y ella, pero desde que su padre se marchó algo ha cambiado. Hadley estaba enfadada, furiosa como no sabía que era posible estarlo. Pero su madre…, su madre estaba sencillamente destrozada. Durante semanas se había movido como si estuviera bajo el agua, con los ojos rojos y los pies pesados, volviendo a la vida solo cuando sonaba el teléfono, el cuerpo entero temblando como un diapasón mientras esperaba oír la voz de su padre diciendo que había cambiado de opinión.

Pero este no lo hizo.

En aquellas semanas después de Navidad se habían intercambiado los papeles; era Hadley quien le preparaba la cena a su madre por las noches, quien permanecía despierta escuchándola llorar, quien se aseguraba de que hubiera siempre una caja de pañuelos de papel junto a su mesilla de noche.

Y eso era lo más injusto de todo, que lo que su padre había hecho no se lo había hecho solo a sí mismo y a su madre, ni a sí mismo y a Hadley. También se lo había hecho a las dos juntas, había convertido la armonía de sus vidas en algo precario y desafinado, algo que podía hacerse pedazos en cualquier momento. Hadley tenía la sensación de que las cosas nunca volverían a la normalidad, que su madre y ella estaban destinadas ya para siempre a convivir con la ira y el dolor y que el agujero de su hogar terminaría por engullirlas a ambas.

Y entonces, de repente, todo cambió.

Había transcurrido cerca de un mes cuando su madre se presentó en el dormitorio, enfundada en su ya uniforme habitual de sudadera con capucha y un pantalón de pijama de su padre que le quedaba demasiado largo y demasiado ancho.

—Ya está bien —dijo—. Nos vamos de aquí.

Hadley arrugó el ceño.

—¿Cómo?

—Haz las maletas, cariño —respondió su madre, y su voz ya casi parecía la de siempre—. Nos vamos de viaje.

Era a finales de enero y fuera reinaba la misma desolación que dentro de casa. Pero para cuando se bajaron del avión en Arizona, Hadley ya pudo ver que algo en su madre estaba cambiando, que aquella parte de su ser que había estado agarrotada, enroscada en una pequeña bola en su interior empezaba a soltarse. Pasaron un fin de semana largo junto a la piscina, dejando que el sol les tostara la piel y les aclarara el pelo. Por la noche veían películas, comían hamburguesas y jugaban al minigolf, y aunque Hadley esperaba ver a su madre derrumbarse otra vez en cualquier momento, dejar de disimular y deshacerse de nuevo en un charco de lágrimas, eso no ocurrió. Entonces Hadley pensó que si a partir de ese instante las cosas iban a ser así —como un fin de semana largo solo de chicas— no estaría tan mal.

Pero hasta que no estuvieron de vuelta no se dio cuenta de cuál había sido el verdadero motivo del viaje; lo notó de inmediato, desde que puso un pie en la casa, como la electricidad que sigue flotando en el aire después de una tormenta.

Su padre había estado allí.

La cocina estaba fría y en penumbra y las dos se quedaron un rato de pie, evaluando los daños en silencio. Fueron las cosas pequeñas las que afectaron más a Hadley, no las ausencias obvias —los abrigos en el perchero junto a la puerta trasera o la manta de lana que por lo general estaba doblada sobre el sofá en la habitación contigua—, sino los vacíos casi imperceptibles, como el vaso que ella le había hecho en clase de cerámica, la fotografía enmarcada de sus padres que había estado sobre el escritorio, el hueco en el armario de la cocina donde antes estaba su taza. Era como la escena de un crimen, como si alguien hubiera desmontado la casa por piezas, y el primer pensamiento de Hadley fue para su madre.

Pero una mirada le bastó para saber que esta ya estaba al tanto de aquello.

—¿Por qué no me lo dijiste?

Su madre estaba ahora en el cuarto de estar, pasando una mano por los muebles como si hiciera inventario.

—Pensé que sería muy duro.

—¿Para quién? —preguntó Hadley con la mirada encendida.

En lugar de contestar, su madre la miró con expresión serena, con una paciencia que tenía mucho de resignación; ahora le tocaba a Hadley pasarlo mal. Había llegado su turno.

—Pensamos que no soportarías estar delante —dijo su madre—. Tu padre quería verte, pero no así. No mientras hacía la mudanza.

—Yo soy la que está siendo fuerte —replicó Hadley con un hilo de voz—. Así que debería poder decidir qué es lo que puedo o no soportar.

—Hadley… —empezó a decir su madre con suavidad dando un paso hacia ella, pero Hadley se alejó.

—Déjame —dijo conteniendo las lágrimas. Porque era verdad: durante todo este tiempo ella había sido la única fuerte. Todo este tiempo había obligado a su madre a seguir adelante. Pero ahora se sentía a punto de romperse en pedazos y cuando su madre por fin la abrazó, toda la confusión del último mes pareció disiparse y, por primera vez desde que su padre se había marchado, Hadley sintió cómo se desvanecía toda la furia de su interior y se transformaba en una tristeza tan grande que era difícil ver más allá. Pegó la cara al hombro de su madre y permanecieron allí largo rato, su madre abrazándola y Hadley dejando brotar las lágrimas que llevaba un mes conteniendo.

Seis semanas más tarde Hadley se reunió con su padre en Aspen para esquiar y su madre la llevó al aeropuerto con la serenidad que parecía haberse apoderado de ella ahora, una paz interior inesperada, tan frágil como auténtica. Hadley nunca supo si había sido Arizona —el cambio, el sol— o la dolorosa irrevocabilidad de la mudanza de su padre pero, fuera como fuera, algo había cambiado.

Una semana después a Hadley le empezó a doler una muela.

—Demasiados dulces del minibar —bromeó su madre mientras iban en coche al dentista aquella tarde, Hadley con la mano en la mandíbula.

Su dentista de toda la vida se había jubilado poco después de su última consulta y el nuevo era un hombre de calva incipiente y cincuenta y pocos años, con semblante amable y una bata blanca inmaculada. Cuando asomó la cabeza en la sala de espera para llamarla, Hadley vio cómo sus ojos se agrandaban un poco al ver a su madre, que estaba haciendo el crucigrama de una revista infantil, muy satisfecha de sí misma, aunque su hija la había informado de que estaba destinado a niños de ocho años. El dentista se alisó la pechera de la camisa y salió de su consulta.

—Soy el doctor Doyle —dijo alargando la mano para estrechar la de Hadley sin separar los ojos de su madre, que levantó la vista con una sonrisa distraída.

—Kate —dijo su madre—. Y esta es Hadley.

Más tarde, después de haberle empastado la muela, el doctor Doyle había acompañado a Hadley de vuelta a la sala de espera, algo que su antiguo dentista nunca hacía.

—¿Y bien? —había preguntado su madre poniéndose en pie—. ¿Qué tal ha ido? ¿Se ha ganado un chupa-chups por ser buena?

—Bueno…, aquí intentamos no fomentar el consumo de azúcar…

—No haga caso —intervino Hadley con una mirada reprobatoria a su madre—. Está de broma.

—Bueno. Pues muchas gracias, doctor —dijo su madre colgándose el bolso al hombro y pasando un brazo por los hombros de Hadley—. Con un poco de suerte no volveremos por aquí en bastante tiempo.

El dentista pareció desconsolado al escuchar estas palabras, pero entonces su madre le dedicó una amplia sonrisa.

—Siempre que nos lavemos bien los dientes y no olvidemos el hilo dental, ¿no?

—Claro —dijo el dentista con una pequeña sonrisa, mirándolas mientras se marchaban.

Meses más tarde —después de que se hubieran iniciado los trámites del divorcio, después de que la madre de Hadley se hubiera instalado en lo que parecía una rutina, después de que Hadley se hubiera levantado en plena noche otra vez con dolor de muelas— el doctor Harrison Doyle por fin reunió el valor suficiente para invitar a su madre a cenar. Pero incluso aquella vez, la primera, Hadley lo supo. Era algo en la manera que tenía de mirar a su madre, tan esperanzada que Hadley sentía aligerarse la carga que llevaba a sus espaldas desde hacía tanto tiempo.

Harrison resultó ser tan constante como impredecible era su padre, tan realista como soñador era este. Era exactamente lo que necesitaban; llegó a sus vidas sin alboroto alguno, con una tranquila determinación, una invitación a cenar después de otra, una salida al cine después de otra, moviéndose de puntillas en la periferia de sus vidas hasta que ambas estuvieron preparadas para dejarle entrar. Y una vez lo hizo, era como si siempre hubiera estado ahí. Casi costaba trabajo imaginar cómo era la mesa de la cocina cuando era su padre el que había estado sentado frente a ellas, y para Hadley —que se debatía todo el tiempo entre el impulso de recordar y el de olvidar— ello contribuía a dar la impresión de que estaban saliendo adelante.

Una noche, unos ocho meses después de que su madre y el doctor Doyle empezaran a salir, Hadley abrió la puerta principal y se encontró a este paseando nervioso por el camino de entrada.

—Hola —le saludó abriendo la puerta de tela metálica—. ¿No te lo ha dicho? Esta noche tiene reunión del club de lectura.

El doctor entró después de limpiarse cuidadosamente los pies en el felpudo.

—De hecho venía a verte a ti —dijo metiéndose las manos en los bolsillos—. Quería pedirte permiso para algo.

Hadley, que estaba segura de que era la primera vez que un adulto le pedía permiso para hacer algo, le miró interesada.

—Si a ti te parece bien —continuó diciendo el médico, y los ojos le brillaban detrás de las gafas—, me gustaría mucho casarme con tu madre.

Aquella fue la primera vez. Y cuando su madre dijo que no, volvió a intentarlo unos meses más tarde. Y cuando su madre volvió a decir que no, siguió esperando.

Para cuando llegó el tercer intento, Hadley estaba allí, sentada algo incómoda en una esquina de la manta de picnic mientras el doctor se arrodillaba frente a su madre y el cuarteto de cuerda que había contratado para la ocasión tocaba suavemente de fondo. La madre se puso pálida y dijo que no con la cabeza, pero Harrison se limitó a sonreír, como si todo aquello no fuera más que una broma de la que él también participaba.

—Me lo imaginaba —dijo cerrando la caja que contenía el anillo de pedida y metiéndosela en el bolsillo. Su madre se acercó a él y Harrison hizo un pequeño gesto de resignación con la cabeza—. Te juro que algún día te convenceré.

La madre de Hadley sonrió.

—Ojalá.

Para Hadley todo aquello resultaba desconcertante. Era como si su madre quisiera y no quisiera al mismo tiempo casarse con Harrison, como si, aunque supiera que era lo que tenía que hacer, algo se lo impidiera.

—No es por papá, ¿verdad? —le había preguntado después, y su madre la había mirado con severidad.

—Claro que no —dijo—. Además, si lo que buscara es competir con él, habría dicho que sí. ¿No te parece?

—Yo no he dicho que quisieras competir con él —apuntó Hadley—. Supongo que me estaba preguntando si es que sigues esperándole.

Su madre se quitó las gafas de lectura.

—Tu padre… —empezó a decir—. Nos volvíamos locos el uno al otro. Y todavía no le he perdonado del todo por lo que hizo. Hay una parte de mí que siempre le querrá, sobre todo por ti, pero las cosas ocurren por alguna razón. ¿No te parece?

—Y sin embargo no quieres casarte con Harrison.

La madre asintió.

—Pero tú le quieres.

—Sí. Mucho.

Hadley movió la cabeza sin comprender.

—No le veo la lógica.

—Es que no la tiene —dijo su madre con una sonrisa—. El amor es la cosa más extraña e ilógica del mundo.

—Pero yo no estoy hablando de amor, sino de matrimonio.

Su madre se encogió de hombros.

—Cierto. Y eso es aún peor.

Ahora Hadley se echa a un lado en esta pequeña iglesia de Londres viendo a los jóvenes novios salir a las escaleras. Todavía tiene el teléfono pegado a la oreja y escucha el tono de llamada a través del océano, transportado por los cables hasta el otro lado del globo, mirando cómo el novio busca la mano de la novia y ambos entrelazan los dedos. Es un gesto pequeño pero lleno de significado, los dos saliendo al mundo como uno solo.

Cuando le salta el contestador, Hadley suspira y escucha el sonido familiar de la voz de su madre pidiéndole que deje un mensaje. De manera inconsciente se gira hacia donde se pone el sol y al hacerlo repara en la afilada punta de una aguja de iglesia que asoma entre las fachadas blancas de dos edificios. Antes de que suene la señal del buzón de voz cierra el teléfono y se dirige a toda prisa a la segunda iglesia, convencida, sin saber por qué, de que esta es la buena.

Cuando llega, tras rodear un edificio y sortear coches aparcados a ambos lados de la calle, lo que ve la obliga a detenerse en seco, con todos los músculos del cuerpo paralizados. Allí, en una pequeña extensión de césped, está la estatua de la Virgen María, la causante de que Oliver y sus hermanos se metieran en líos por querer trepar por ella. Y alrededor, repartida en apretados grupos, hay mucha gente vestida de negro y gris.

Hadley permanece a una distancia prudencial, con los pies pegados a la acera. Ahora que ha llegado, todo esto le parece la peor idea del mundo. Siempre ha tenido una tendencia a actuar sin pensar, pero ahora se da cuenta de que esta no es la clase de visita que uno hace por impulso. Esto no es el lugar de destino de un viaje espontáneo, sino el escenario de algo muy triste y terriblemente definitivo. Se mira el vestido, el lavanda es demasiado claro y alegre para la ocasión, y se dispone a salir corriendo cuando ve a Oliver al otro lado del césped y se le para el corazón.

Está de pie junto a una mujer menuda a la que pasa el brazo por los hombros con delicadeza. Hadley imagina que la mujer es su madre, pero cuando mira con más atención se da cuenta de que el chico no es Oliver. Tiene las espaldas demasiado anchas y el pelo demasiado claro y cuando Hadley se lleva una mano sobre los ojos a modo de visera para protegerse de los rayos oblicuos del sol comprueba que se trata de un hombre mucho mayor. Sin embargo se queda sorprendida cuando este mira en su dirección, desde el otro lado del jardín, aunque ahora sabe que se trata de uno de los hermanos de Oliver, pues hay algo en sus ojos que le resulta increíblemente familiar. El estómago se le encoge, retrocede unos cuantos pasos y se agacha para esconderse detrás de unos setos como si fuera una delincuente.

Una vez a salvo, oculta en uno de los laterales de la iglesia, inspecciona el lugar: una verja de hierro y unos parterres de flores variadas, unos cuantos bancos de piedra y una fuente seca y resquebrajada. Camina junto a la valla pasando la mano por los barrotes —el metal está frío al tacto— hasta que llega a la puerta.

Sobre su cabeza grazna un pájaro y Hadley lo observa trazar círculos perezosos en el cielo empedrado. Las nubes son gruesas como algodón y con reflejos plata por el sol y piensa en lo que le dijo Oliver en el avión mientras la palabra se forma en su cabeza: cúmulos. Las únicas nubes que son al mismo tiempo reales e imaginarias.

Cuando baja la vista él está allí, al otro lado del jardín, como invocado por su ensueño. Parece mayor con su traje de chaqueta, pálido y solemne mientras escarba en la tierra con la puntera del zapato, los hombros encorvados y la cabeza inclinada. Al mirarle Hadley experimenta una punzada de afecto tan intensa que le dan ganas de gritar.

Pero antes de que pueda hacer nada, él se vuelve.

Hay algo distinto en su aspecto, algo roto, un vacío en la mirada que convence a Hadley de que ir hasta allí ha sido una equivocación. Pero los ojos de Oliver la impiden moverse, fijándola al suelo en el lugar exacto donde está, debatiéndose entre el impulso de salir corriendo o atravesar el espacio que los separa.

Permanecen así largo rato, inmóviles como las estatuas del jardín. Y como Oliver no hace ademán alguno —un gesto de bienvenida, una indicación de que la necesita—, Hadley traga saliva y toma una decisión.

Pero justo cuando se está dando la vuelta le escucha a su espalda, una palabra que es una puerta que se abre, un final y un principio al mismo tiempo, un deseo.

—Espera —dice Oliver.

Y Hadley obedece.