9.00, HORA DEL ESTE DE ESTADOS UNIDOS
14.00, HORA DEL MERIDIANO DE GREENWICH
Hadley ya ha salido por la puerta, ha cruzado la calle y las campanas de la iglesia acaban de dar las dos cuando se da cuenta de que no tiene ni idea de adónde va. Un autobús rojo gigantesco pasa a gran velocidad y, sorprendida, se tambalea y retrocede unos cuantos pasos antes de salir corriendo detrás. Incluso sin la maleta —que ha dejado en la iglesia— va demasiado despacio y para cuando consigue doblar la esquina el autobús ya se ha puesto de nuevo en marcha.
Jadeando, se inclina para consultar el mapa pegado en la parada detrás de un grueso cristal, pero este resulta ser un entramado desconcertante de líneas de colores y nombres que no conoce. Se muerde el labio mientras lo estudia, pensando que tiene que haber alguna forma de descifrar este código y por fin ve Paddington en la esquina superior izquierda.
No parece estar demasiado lejos, pero es complicado hacerse una idea exacta y, por lo que Hadley sabe, podría estar a unas manzanas de distancia pero también a varios kilómetros. El mapa no es lo suficientemente detallado como para identificar un punto de referencia y sigue sin saber qué hará una vez que llegue; solo recuerda que Oliver le dijo que frente a la iglesia hay una estatua de la Virgen María y que él y sus hermanos acostumbraban a meterse en líos por trepar por ella. Mira de nuevo el mapa. ¿Cuántas iglesias puede haber en ese trocito de Londres? ¿Cuántas estatuas?
Por cerca que esté, solo lleva diez libras en la cartera y, a juzgar por el viaje en taxi desde el aeropuerto, con eso apenas llegará al buzón de la esquina. El obstinado mapa sigue negándose a revelarle sus secretos, así que decide que lo más fácil será preguntarle al conductor del siguiente autobús que venga y confiar en que este pueda darle indicaciones. Pero después de diez minutos de espera y sin indicio de autobús alguno, decide intentar de nuevo descifrar las rutas mientras sus dedos tamborilean impacientes sobre el cristal.
—Ya conoces el dicho, ¿no? —dice un hombre con un jersey de un equipo de fútbol. Hadley se pone rígida, consciente por primera vez de que va vestida de gala para coger un autobús público en Londres. Como no dice nada, el hombre continúa hablando—: Te pasas horas esperando y luego vienen dos a la vez.
—¿Estoy bien para ir a Paddington?
—¿A Paddington? —dice el hombre—. Sí, perfectamente.
Cuando llega el autobús el hombre le dedica una sonrisa de aliento, así que Hadley ni se molesta en preguntar al conductor. Pero mientras mira por la ventana en busca de alguna señal indicadora se pregunta cómo sabrá cuándo ha llegado, ya que la mayoría de las paradas llevan el nombre de la calle y no de la zona o barrio.
—¿Paddington? —dice el conductor enseñándole un diente de oro al sonreír—. Va usted en dirección contraria.
Hadley gime irritada.
—¿Y puede decirme cuál es la dirección correcta?
El conductor la deja cerca de Westminster con instrucciones de cómo llegar a Paddington en metro, y Hadley se detiene un momento en la acera. Levanta la vista al cielo y le sorprende ver un avión, pero al mismo tiempo eso la tranquiliza. De repente vuelve a estar en el asiento 18 A al lado de Oliver, suspendidos sobre el mar y rodeados solo de oscuridad.
Y allí, en la esquina de la calle, de repente es consciente de que conocerle ha sido un milagro. ¿Qué habría pasado si hubiera llegado a tiempo de coger su vuelo? ¿O si hubiera pasado todas esas horas al lado de otra persona, un completo desconocido que, incluso después de haber recorrido tantos kilómetros, continuara siéndolo? La idea de que sus caminos podrían no haber llegado a cruzarse la deja sin respiración, como cuando uno se libra por los pelos de un accidente de carretera y no puede evitar maravillarse ante lo aleatorio que es todo. Como a cualquier superviviente del azar, le sobreviene una súbita oleada de gratitud, en parte adrenalina y en parte esperanza.
Echa a andar por las atestadas calles de Londres buscando una estación de metro. La ciudad le parece intrincada e impredecible, llena de calles y callejones que serpentean, como un gigantesco laberinto victoriano. Hace una bonita tarde de verano y las aceras están llenas de gente que lleva bolsas con comida, empuja carritos de niño, pasea a sus perros o se dirige a correr a los parques. Hadley se cruza con un chico que lleva una camisa azul como la de Oliver y el corazón se le acelera.
Por primera vez lamenta no haber venido a visitar a su padre, aunque solo fuera por ver todo esto: los edificios llenos de historia, rebosantes de personalidad, los puestos callejeros, las cabinas rojas de teléfono, los taxis negros y las iglesias de piedra. Todo en esta ciudad parece viejo, pero de una manera encantadora, como salido de una película, y si no tuviera que correr de una boda a un funeral y de vuelta a aquella, si no le doliera cada uno de los huesos del cuerpo por la necesidad de ver a Oliver, piensa que incluso le gustaría pasar algún tiempo aquí.
Cuando por fin ve la señal azul y roja del metro corre escaleras abajo y la oscuridad subterránea le hace parpadear. Tarda demasiado en entender cómo funcionan las máquinas de billetes y nota cómo se impacienta la gente que hace cola detrás de ella. Por último, una mujer que se parece un poco a la reina se apiada de ella. Primero le explica las opciones y después la aparta a un lado para sacarle el billete ella misma.
—Aquí tienes, cariño —le dice alargándole el billete—. Buen viaje.
El conductor del autobús le había dicho que seguramente tendría que hacer transbordo, pero, por lo que puede ver en el mapa, la Circle Line la lleva directamente. Hay un cartel electrónico que dice que el metro llegará en seis minutos, de manera que se abre paso entre la gente para esperar en el andén.
Su mirada viaja a los anuncios en las paredes mientras escucha la variedad de acentos de la gente que la rodea, no solo británico, también francés, italiano y otros que ni siquiera reconoce. Hay un agente de policía cerca tocado con una especie de casco pasado de moda y un hombre que se pasa un balón de fútbol de una mano a otra. Cuando una niña pequeña se echa a llorar su madre se agacha y la tranquiliza en algún idioma extraño, áspero y gutural. La niña rompe a llorar de nuevo.
Nadie mira a Hadley, absolutamente nadie y sin embargo se siente un auténtico bicho raro: demasiado pequeña, demasiado americana, azorada, tímida, demasiado sola evidentemente y también insegura.
No sabe qué pensar de su padre y de la boda que acaba de dejar atrás y no está segura de querer pensar en Oliver y en lo que pueda descubrir cuando lo encuentre. Todavía faltan cuatro minutos para que llegue el tren y el corazón le late con fuerza. La seda del vestido le da calor y la mujer que tiene al lado está demasiado cerca. El olor le hace arrugar la nariz. Huele a humedad, a rancio y a amargo, todas esas cosas a la vez, como cuando hay fruta pudriéndose en un espacio pequeño.
Cierra los ojos y piensa en el consejo que le dio su padre dentro de aquel ascensor en Aspen, cuando parecía que las paredes iban a desmoronarse sobre ellos como un castillo de naipes, y se imagina el cielo sobre el techo abovedado de la estación de metro. Hay un patrón en esta manera de combatir sus fobias, como un sueño que se repite noche tras noche, siempre con la misma imagen: unos cuantos jirones de nubes como una pincelada blanca en un lienzo azul. Pero ahora le sorprende detectar un elemento nuevo que empieza a formarse detrás de sus párpados, algo que surca el cielo azul de su imaginación: un avión.
Abre los ojos cuando escucha al tren entrar en la estación.
Hadley nunca sabe con certeza si las cosas son tan pequeñas como parecen o si es el pánico lo que las hace menguar. A menudo le ocurre que recuerda estadios poco mayores que un gimnasio o casas enormes que en su cabeza parecen apartamentos solo por la cantidad de gente que había dentro de ellas. Así que no puede asegurar si este vagón de metro es de hecho más pequeño que los de su país, en los que ha viajado mil veces con cierta tranquilidad, o si es el nudo que tiene en el estómago lo que lo hace parecer del tamaño de una caja de cerillas.
Por suerte encuentra un asiento libre al final de un vagón y de inmediato vuelve a cerrar los ojos. Pero ahora el truco no funciona, y mientras el tren abandona la estación a gran velocidad, busca el libro en la mochila y lo saca, agradecida de contar con una distracción. Antes de abrirlo y ponerse a leer acaricia con el pulgar las letras del título.
Cuando era pequeña a Hadley le gustaba colarse en el estudio que su padre tenía en casa, con las paredes cubiertas de estanterías del suelo al techo repletas de libros en ediciones de tapa dura y blanda con los lomos combados por el uso. Solo tenía seis años cuando su padre se la encontró leyendo en su butaca con su elefante de peluche y un ejemplar de Cuento de Navidad, tan concentrada como si estuviera preparando su tesis doctoral.
—¿Qué estás leyendo? —le había preguntado apoyado en el quicio de la puerta mientras se quitaba las gafas.
—Una historia.
—¿Ah sí? —dijo su padre tratando de contener la risa—. ¿Y qué historia es?
—Una sobre una niña y su elefante —le informó Hadley con toda naturalidad.
—No me digas.
—Pues sí —replicó Hadley—. Se van de viaje juntos, en bicicleta, pero entonces el elefante se escapa y la niña llora tanto que alguien le regala una flor.
El padre atravesó la habitación y con un solo gesto levantó a Hadley de la butaca, mientras esta se aferraba con determinación al delgado volumen, hasta que, de repente, se vio sentada en su regazo.
—Y después ¿qué pasa? —preguntó su padre.
—Que el elefante la encuentra.
—¿Y luego?
—Le dan una magdalena y son felices y comen perdices.
—Es una historia muy buena.
Hadley abrazó a su elefante.
—Pues sí.
—¿Quieres que te lea yo otra? —preguntó su padre cogiendo el libro con suavidad y abriéndolo por la primera página—. Es sobre la Navidad.
Hadley se acomodó contra la suave franela de su camisa y el padre empezó a leer.
Ni siquiera fue la historia en sí lo que le gustó tanto; no entendió la mitad de las palabras y a menudo se perdía en aquellas frases tan largas. Era la voz varonil de su padre, la forma en que adoptaba un acento distinto para cada personaje, el hecho de que le dejara a ella pasar las páginas. Todas las noches después de cenar leían juntos en la tranquilidad del estudio. A veces su madre se quedaba en la puerta con un trapo de cocina en la mano y una media sonrisa en la cara mientras escuchaba, pero casi siempre estaban los dos solos.
Incluso cuando tuvo edad suficiente para leer sola seguían atacando los clásicos juntos, pasando de Ana Karenina a Orgullo y prejuicio y de este a Las uvas de la ira como quien viaja por todo el globo y dejando agujeros en los estantes como muelas que se han caído.
Y más tarde, cuando empezó a hacerse evidente que a Hadley le interesaban más los entrenamientos de fútbol o hablar por teléfono que Jane Austen o Walt Whitman, cuando la hora se convirtió en media hora y de todas las noches pasaron a una sí y otra no, ya no importaba. Las historias se habían convertido en una parte de Hadley; conservaba el regusto que le habían dejado como una buena comida, florecían en su interior como un jardín. Eran tan intensas y llenas de significado como cualquier otro rasgo heredado de su padre: los ojos azules, el pelo lacio de color pajizo, las pecas en la nariz.
A menudo llegaba a casa con libros para ella, de regalo de Navidad o de cumpleaños o sin ninguna razón en especial. Algunos eran ediciones de coleccionista en papel biblia; otros, ejemplares baratos y de segunda mano comprados por un par de dólares en un puesto callejero. Su madre siempre se exasperaba, sobre todo cuando se trataba de un libro que ya tenían.
—A esta casa le faltan dos diccionarios para explotar —decía— ¿y te dedicas a comprar libros repetidos?
Pero Hadley lo comprendía. Su padre no esperaba de ella que los leyera todos. Tal vez algún día lo haría, pero por ahora el gesto era suficiente. Le estaba dando lo que para él era más importante y de la única manera que sabía hacerlo. Su padre era un profesor, un amante de las historias, y le estaba construyendo una biblioteca a su hija igual que otros padres construyen casas.
Así que, cuando le dio el ejemplar usado de Nuestro amigo común ese día en Aspen, después de todo lo que había pasado, algo en el gesto le había resultado demasiado familiar. Su marcha le había hecho mucho daño y el mensaje que había detrás del regalo le dolía todavía más. Así que Hadley hizo lo que mejor sabía hacer. Se limitó a ignorarlo.
Pero ahora, mientras el tren se desliza bajo las calles de Londres se siente inesperadamente contenta de tenerlo con ella. Hace años que no lee nada de Dickens, primero porque siempre tenía otras cosas que hacer y después, supone, porque era una manera silenciosa de manifestar su enfado con su padre.
La gente suele decir que los libros son una evasión, pero aquí, en el vagón de metro, para Hadley el suyo es casi un salvavidas. Mientras pasa las páginas todo a su alrededor se diluye: los bolsos que cuelgan de los hombros, la mujer vestida con una túnica que se muerde las uñas, los dos adolescentes escuchando música atronadora por los auriculares, incluso el hombre que toca el violín en el extremo contrario del vagón cuya melodía correosa se cuela entre la multitud. El movimiento del tren le hace mover la cabeza pero sus ojos están fijos en las palabras del libro del mismo modo que un patinador artístico fija la vista en un punto para poder girar. Está salvada.
Mientras pasa de un capítulo al siguiente, Hadley se olvida de que alguna vez pensó en devolver el libro. Las palabras no son, por supuesto, de su padre, pero este está presente en las páginas y al reconocerlo algo empieza a cambiar en su interior.
Justo antes de llegar a su parada se detiene, tratando de recordar la frase subrayada que descubrió en el avión. Mientras pasa las páginas buscando con la mirada cualquier rastro de tinta, se sorprende al encontrar otra.
«Y es que hay días en la vida en los que la vida y la muerte merecen la pena», dice, y Hadley levanta la vista con el corazón encogido.
Esta misma mañana pensaba en la boda como la cosa más terrible del mundo, pero ahora entiende que hay ceremonias mucho más tristes, cosas mucho peores que pueden ocurrir cualquier día. Y mientras sale del vagón de metro con otros pasajeros y pasa por delante de las palabras ESTACIÓN DE PADDINGTON, escritas con azulejos en la pared, confía en que sus sospechas sobre lo que va a encontrarse aquí resulten ser equivocadas.