Miércoles, 30 de junio de 1886
El Cairo
El fogonazo de la cámara fotográfica llenó la habitación de magnesio. Émile Brugsch seguía fotografiando los objetos extraídos de la tumba de Luxor, el escondite de Deir el-Bahari, como era ya conocido por los expertos, hallado cinco años atrás en la Montaña de las Momias.
Desde su descubrimiento, las piezas ya habían sido inventariadas, pero el estudio de las momias era un proceso muy lento. Se conservaban dentro de los ataúdes expuestos en una de las salas más vistosas de la planta principal del Museo de Bulaq. El alemán era consciente de que no se trataba del mejor lugar para su disfrute. La sala era pequeña y la ubicación de los muros anexos no permitía ver con claridad todos los ataúdes, pero ninguna otra sala del museo habría ofrecido mejores condiciones. El edificio no estaba preparado para acoger la exposición de tantos objetos y algunos de un tamaño tan grande. Pero de momento era lo que tenían y con ello debían conformarse.
Los ataúdes más importantes, los de Seti I y Ramsés II, se encontraban a la derecha de la entrada de la sala. El resto estaban colocados en dos hileras en la parte frontal, separados de los visitantes por un sencillo cordón de seguridad. Así podían verse todos juntos, recreando el aspecto caótico que presentaban cuando se descubrieron.
—Émile.
Brugsch levantó la cabeza del visor de su enorme cámara fotográfica.
—Buenos días, Ahmed, ¿cómo va todo por el laboratorio?
—Están muy emocionados desvendando momias —dijo el egipcio con cierta ironía—. Todas tienen sus secretos y una especie de cara oculta. Gaston dice que te espera allí con la momia del ataúd blanco. Yo tengo que ir a la biblioteca. Si te parece, nos vemos luego en el almuerzo. Supongo que Mariam vendrá.
—Sí, llegará en unos minutos —respondió Brugsch mientras comenzaba a recoger sus enseres—. Nos vemos luego, Ahmed.
Echó las cortinas de la sala, bajó la tapa de su Blair Tourograph y dejó la cámara sobre el trípode, apoyado contra una pared de la habitación, decorada con papel pintado con rosetas. Seguiría con las fotos más tarde, junto a su esposa Mariam. El éxito del hallazgo había sido tal, que muchos autores pedían fotografías de las piezas para ilustrar sus libros.
Con las manos en los bolsillos, el egiptólogo salió de la sala y siguió, en actitud lúdica, las grecas del enlosado de la planta principal del museo hacia la zona de las oficinas y los laboratorios, fuera del circuito de visitas. Como hacía siempre que pasaba por la sala I, saludó con su tarbush a la escultura del Seikh el-Beled descubierta por Mariette años atrás en Sakkara.
Aquel miércoles no había demasiada gente en el Museo de Bulaq, no eran muchos los turistas que podían permitirse un viaje de esas proporciones. Lo que más lamentaba Brugsch es que nunca hubiera egipcios entre los visitantes; ni siquiera entre los estamentos más cultos de la sociedad local había interés por la cultura faraónica. No obstante, el Servicio de Antigüedades, especialmente el propio Mariette, tampoco se había preocupado nunca de ello. Ahmed Kamal era toda una excepción, y él mismo era consciente de lo que le había costado alcanzar ese puesto.
Al llegar al laboratorio, Brugsch se puso la chaqueta y golpeó la puerta.
—Adelante.
La voz de Gaston Maspero sonó con fuerza desde el interior. El alemán abrió la puerta y entró en la pequeña estancia. Pintado de color blanco y con algunas estanterías y armarios cubriendo las paredes para colocar el instrumental médico, el laboratorio era uno de los lugares preferidos de trabajo de Maspero. Meses atrás había dejado la dirección del Servicio de Antigüedades; ahora tenía más tiempo libre y dedicaba todos sus esfuerzos al Museo de Bulaq. Solía pasar horas en el laboratorio examinando las piezas, recuperándolas, disfrutándolas. En los últimos meses había estado muy atareado poniendo rostro a algunos de los reyes aparecidos en el escondite de Deir el-Bahari. En varias ocasiones incluso había accedido a organizar recepciones a diplomáticos o personas importantes de la ciudad. No era muy dado a esos espectáculos circenses que nada tenían que ver con la ciencia, pero se veía obligado por algunos superiores de la embajada que no entendían que la egiptología era algo más que la ópera Aída, de Verdi.
Por suerte, aquélla no era una de esas ocasiones. Maspero estaba acompañado por el médico francés Daniel Fouquet. Entusiasta del mundo faraónico, Fouquet llevaba varios meses colaborando con el museo en la realización de las autopsias de las momias. Era uno de los más reputados galenos de El Cairo y todo un referente en cualquier detalle que se quisiera conocer de la ciencia médica.
El barbudo médico tenía las dos manos apoyadas en el borde de una improvisada camilla, hecha con una gruesa tabla y dos caballetes, de la que pendía el manto de lino que cubría el cuerpo momificado.
—Buenos días —dijo el alemán mirando a los dos hombres—. Doctor Fouquet, es un placer verle de nuevo entre nosotros.
—Hola, Émile. Parece que ya hemos acabado con las bailarinas hermosas y ha llegado el turno de las feas.
A Brugsch le hizo gracia que clasificara las momias en guapas o feas dependiendo del estatus real o de su rango sacerdotal.
—Bueno, todas son interesantes, de lo contrario nuestra investigación no tendría ningún aliciente.
—Es cierto, pero esto creo que es excesivo —señaló Maspero al tiempo que hacía una señal al doctor Fouquet para que destapara la momia que había en el centro de la habitación.
El médico francés la descubrió despacio y con cuidado. Ante los ojos del egiptólogo alemán apareció la momia de un hombre. No tenía vendas. Éstas se hallaban dentro de un cesto de mimbre, en el suelo, donde las había dejado el médico después de cortarlas para hacer la primera inspección.
Brugsch estaba atónito. Nunca había visto una cosa igual. Con la boca abierta en una horrible mueca, la cabeza ligeramente echada hacia atrás y los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, la momia de aquel hombre los observaba con las cuencas oculares vacías.
—¿Quién es? —preguntó en tono quedo.
—Eso nos gustaría saber a nosotros —respondió Maspero—. De momento vamos a llamarle Hombre Anónimo, que no es poco.
—¿No había ningún texto en las vendas o en el sarcófago? —Brugsch echó un vistazo a la etiqueta que colgaba del brazo de la momia en la que el doctor Fouquet ya había escrito «Hombre Anónimo».
—No. Se trata de uno de los hallazgos más extraños de la tumba —respondió Maspero—. Es la momia que había en el maloliente ataúd que descubristeis en la galería inferior.
—Se trata de un hombre de unos veintitrés o veinticuatro años de edad —señaló el doctor Fouquet comenzando la ficha forense del cuerpo—. Eso es lo que nos dicen las articulaciones y los dientes; no los tiene muy gastados como debería ser en un adulto mucho mayor. Mide poco más de un metro setenta…
—Un gigante para aquella época —apostilló el alemán fijándose en las delgadas piernas de la momia.
—No tiene barba ni bigote. El cabello es oscuro, está trenzado y recubierto por una extraña pasta. —El médico tomó con los guantes una costra amarillenta pegada al pelo—. Aparentemente no tenía ninguna enfermedad. Se le ve fornido y atlético. Todo normal si no fuera…
—Por esta expresión tan horrible —dijo Brugsch.
—Éste es su ataúd.
Brugsch miró el lugar hacia el que señalaba Maspero, junto al cestillo donde se amontonaban las vendas recién arrancadas. Apoyado en el suelo, con la tapa volcada a un lado, descansaba un ataúd de madera de cedro. Todo él era de color blanco. Como habían señalado Maspero y Fouquet, sobre él no había ninguna inscripción.
Se agachó y miró el interior de la tapa. No había ningún dibujo, ni siquiera en la cubeta de la caja, donde no era extraño encontrar la representación de alguna divinidad destinada a proteger al difunto en su viaje por el Más Allá. Nada.
El brazo derecho descansaba sobre el izquierdo asiendo algo que con el paso de los siglos se había perdido o quién sabe si alguna vez tuvo oportunidad de agarrar.
—¿No había amuletos entre las vendas? —inquirió Brugsch mientras tomaba del cesto de mimbre algunas vendas y las examinaba en busca de algún nombre.
—Nada en absoluto —dijo Maspero con un suspiro—. Tampoco hemos encontrado ushebtis ni otros elementos que podrían ayudarnos a dar con su identidad. Pero lo más extraño es esto.
Maspero fue a una de las esquinas de la habitación, abrió una caja y sacó unos andrajos. Apestaba, por eso lo tenían guardado en la otra punta del laboratorio.
—¿De qué se trata?
—El cuerpo estaba cubierto por esta piel de animal.
—Qué extraño… —Brugsch sabía que un elemento de tal naturaleza era completamente ajeno a los rituales de momificación tradicionales de los antiguos egipcios—. Recuerdo que Ahmed y yo lo vimos en nuestra primera visita a la tumba…
Brugsch tomó uno de los jirones. Maspero dejó el resto encima de la momia. Estaban cubiertos de pelo.
—Parece la piel de un cordero…, por eso la momia olía tan mal ya en la propia tumba. Pero esto no tiene ningún sentido…
—En efecto, querido amigo —convino Maspero—. Ningún egipcio en su sano juicio se mandaría momificar o enterrar con una piel de estas características.
—Sería considerado impuro en el Más Allá —dijo Brugsch frunciendo el ceño—. Si a eso añadimos que no tiene nombre ni hay pistas de él en el ataúd…
—Bueno, hemos encontrado otras momias en circunstancias similares dentro del escondite —le corrigió Maspero—. No hemos podido averiguar el nombre de todas ellas. Además, están los inconvenientes de los ataúdes cambiados, las momias mal etiquetadas…
—Aun así es insólito. El ataúd parece de la XX Dinastía.
—No debía de ser para él —dijo Maspero señalando algunas partes del interior de la cubeta—. Fíjate que ha sido modelado para que la momia cupiera en su interior. Su muerte debió de ser algo imprevisto.
—¿Se saben cuáles fueron las causas de la muerte? —preguntó Brugsch acercándose a la mesa sobre la que descansaba el Hombre Anónimo.
El doctor Fouquet se atusó la barba y se mordió los labios.
—Es bastante complicado —dijo por fin—. La momificación parece normal. Fue eviscerado y tiene esta caída en el estómago por la que se forma una especie de balsa, como si se le hubiera contraído el vientre antes de morir. Diría que fue envenenado, de ahí también la horrible expresión de la cara, pero realmente es muy difícil de determinar. No hay pruebas definitivas que lo demuestren. Sólo es una posibilidad.
—Una posibilidad que encaja con lo que tenemos: una momia en una tumba real —añadió Maspero.
—Debió de ser un miembro de la familia real o un alto funcionario de la corte —indicó Brugsch acercando su rostro al de la momia—. Fijaos en la perforación de las orejas y en los pendientes de oro que lleva. De no ser alguien importante, seguramente no los llevaría ni lo habrían enterrado allí.
—El ataúd nos está hablando de un príncipe de la XX Dinastía —dijo Maspero reflexionando en voz alta—. Pero no es la primera vez que encontramos las piezas del puzle cambiadas. Algunos ataúdes tienen un nombre grabado que no encaja con el tipo de momificación del cuerpo que hay dentro.
—Eso significa que el ataúd podría ser de cualquier otro momento —apuntó Brugsch.
—El método empleado en la momificación es tan ambiguo que podría tratarse de cualquier período —añadió el doctor Fouquet.
Brugsch se daba cuenta de que el increíble hallazgo del escondite de Deir el-Bahari iba complicándose más y más.
—El ejemplo de la momia de Tutmosis I es quizá el más claro que tenemos —dijo con cierta decepción—. El ataúd y los textos nos hablan de este faraón, pero la momia no encaja ni con ese período ni con el personaje. Yo estoy de acuerdo en tu propuesta de atribuir el cuerpo a Pinedjem, el sumo sacerdote.
—Así parece indicarlo el método de momificación —asintió el director francés—. Los arqueólogos no nos valemos únicamente de las fuentes escritas para reconstruir la historia; éste es un ejemplo muy claro de lo que digo.
Brugsch siguió observando la retorcida expresión de la momia y su inusual postura. Tenía los brazos extendidos a lo largo del cuerpo, no cruzados sobre el pecho como cabría esperar de una momia real. Las manos estaban colocadas sobre la zona genital.
—¿Y esto? —Brugsch señalaba las marcas de las muñecas.
—Déjame ver. —El médico francés se puso los anteojos para observar con detalle la piel de los brazos—. Sí, tienes razón, Émile. Parecen marcas de haber estado atado. Fíjate, los tobillos presentan la misma presión en la piel… Este hombre pasó mucho tiempo atado antes de morir.
Sin duda lo más estremecedor era ese gesto que tenía la momia de estar lanzando un alarido; un grito acallado justo en el momento de la muerte. Durante la momificación ni siquiera le habían intentado corregir la posición de la cabeza, levemente inclinada hacia atrás. No era extraño que en otros cuerpos los trabajadores del taller de momificación recompusieran el cadáver para darle un aspecto más natural. En éste no. Todo parecía indicar que se le había dejado tal y como estaba cuando murió.
—Antes has dicho que no es la única momia anónima de la tumba… —dijo Brugsch.
—En efecto. —Maspero volvió a tapar la momia hasta el cuello con el paño de lino, dejando la cabeza al descubierto—. Hay más de media docena de cuerpos, de hombres y de mujeres, sin nombre. Pero en esos casos todo parece indicar que la pérdida de la identidad se debe a la mala suerte. En cambio, en nuestro Hombre Anónimo las pruebas apuntan a un hecho premeditado: quisieron borrar su memoria.
—Pero eso podría haberse hecho quemando el cuerpo —opinó el médico francés— o arrojándolo por un barranco, no hacían falta tantas complicaciones.
—Seguramente no lo hicieron porque se trataba de un personaje importante —indicó Maspero—. El problema es saber quién.
Brugsch hizo una mueca pesimista.
—Eso creo que nunca lo sabremos.
Mientras el doctor Fouquet se quitaba el mandil de trabajo y se ponía la chaqueta, Brugsch cerró las contraventanas del laboratorio. En la tenue penumbra, los tres hombres echaron un último vistazo al horrible rostro de la momia.
Maspero y el doctor Fouquet salieron hacia el salón principal del museo. Brugsch permaneció unos segundos más en el laboratorio observando cómo los rayos de sol que se colaban por una rendija de la ventana impactaban suavemente sobre el rostro de aquel extraño Hombre Anónimo.
Habían pasado tres mil años desde que lo colocaron en aquel lugar rodeado de toda clase de prebendas y de regia compañía, y ahora era incapaz de decir su nombre. Eso era lo peor que podía sucederle a un egipcio.
El Hombre Anónimo y su recuerdo quedarían mudos para toda la eternidad. El desconsuelo y la angustia de aquel joven eran evidentes. Los antiguos sacerdotes que le ayudaron a cruzar el camino hacia el Más Allá conocían perfectamente cuál iba a ser el destino del desdichado.
Treinta siglos después, continuaba lanzando gritos desgarradores en el vano intento de que alguien pronunciara, aunque sólo fuera una vez, su nombre. Brugsch, con el vello de punta, casi podía escucharlos. Sin dar la espalda a la momia, caminó hacia la puerta que sus dos compañeros habían dejado entreabierta y salió.
Ignoraba cuál era el nombre del Hombre Anónimo y estaba completamente seguro de que nadie nunca llegaría a conocerlo.