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Año 969 antes de nuestra era
Cementerio de los nobles, Tebas

Takelot contemplaba con horror el enterramiento de Pinedjem. Hacía setenta días que el sacerdote-rey había fallecido. Siguiendo el escrupuloso ritual del proceso funerario, el cuerpo había permanecido ese tiempo en la casa de embalsamamiento recibiendo el exquisito trato que sólo una persona de su condición merecía.

Atado de pies y manos, el antiguo escriba de la necrópolis observaba con los ojos desorbitados el ajuar funerario que acompañaba a su señor. Pinedjem era austero: no había grandes joyas ni objetos ostentosos. El propio sacerdote se había preocupado siempre de señalar en vida que lo más importante no era la calidad de los objetos sino el poder que conferían las palabras sagradas de los dioses grabadas junto a su nombre en el ataúd, los papiros mágicos o los ushebtis que le acompañarían al Más Allá.

Takelot no podría disfrutar de aquello por muy cerca que estuviera del enterramiento de su señor. Su ataúd de madera permanecía junto al camino. Era blanco y muy hermoso, pero no poseía ninguna inscripción que lo identificara con él. Su nombre se borraría para siempre del recuerdo de los hombres y, lo más grave, también de los dioses. No había peor castigo.

Un grupo de plañideras cruzó frente al escriba libio, ajenas a la maldición que caía sobre aquel hombre. Sujetado por dos soldados del templo de Ipet-isut, Takelot fue testigo de la escena como si estuviera recreando la peor de sus pesadillas. No tuvo tiempo ni de arrepentirse de las acciones realizadas en el pasado. No tendría juicio. Caería en el más absoluto de los olvidos y pasaría la eternidad en un mundo de sombras de una negrura sin igual. Solamente podría escuchar el lamento de los que, como él, desafiaron el designio de los dioses y osaron romper el sagrado orden cósmico de la diosa Maat.

Con la mirada perdida en el infinito, Takelot no se había percatado de la llegada del sacerdote que se hallaba frente a él.

—Aquí comienza tu camino hacia la oscuridad —dijo de forma solemne evitando pronunciar el nombre del reo—. Se te acusa de robo continuado en la Grande y Majestuosa Necrópolis de Millones de Años de los Faraones, Vida, Salud y Prosperidad, en el occidente de Uaset. Además, has traicionado y roto el sagrado pacto con el templo de Ipet-isut para el cual trabajabas como escriba de la necrópolis en la orilla occidental de Uaset.

Takelot escuchaba los cargos que caían sobre él sin mover un solo músculo del rostro. No le quedaban fuerzas para solicitar clemencia. Sabía que hacerlo ya no tenía ningún sentido. Su destino había sido marcado por los dioses del templo y nada ni nadie podría rebatir su sentencia.

—Por ello se te condena a morir —continuó el sacerdote con sobriedad—. Tu cuerpo será momificado tal y como te anunció el Osiris Khakheperre Setepenamun Pinedjem. Tendrás los mejores afeites. El lino más fino de nuestros talleres cubrirá tu cuerpo. Ese ataúd de madera de cedro, una de las obras más finas realizadas por los artesanos de Uaset, es el tuyo. Y tu cuerpo será depositado junto a los antiguos reyes de Kemet. Sin embargo, como se te avisó, tu nombre no aparecerá en ninguna parte. No tendrás textos sagrados escritos con las palabras de los dioses. Ningún miembro de tu familia conocerá dónde reposa tu momia, no podrá bendecirla ni alimentar tu ka. Nadie te recordará ni sabrá de tu existencia. Pasarás el resto de la eternidad apartado en la más absoluta oscuridad, rodeado de desolación, llanto, inanición y desesperanza. Éste es el castigo que mereces por los cargos de los que has sido acusado.

Takelot escuchó la sentencia con lágrimas en los ojos.

El sacerdote hizo una señal y los soldados que lo aferraban de los brazos echaron a caminar. El libio avanzaba a trompicones, renqueante. Las ataduras de los tobillos le hacían tropezar continuamente con las gruesas piedras del camino. Los rizos de su cabello le caían sobre el rostro y apenas le dejaban ver dónde ponía el pie. Sabía adónde se dirigían. Al final del sendero que recorría uno de los laterales de la montaña estaba el Lugar de la Purificación, un nombre que en ese momento le pareció una burla, una broma del destino que con su ingenio más sombrío intentaba ocultar lo que le tenía reservado.

El Lugar de la Purificación era una tienda de campaña enorme donde trabajaban los embalsamadores. Ante la puerta se hallaba el supervisor de los misterios. Llevaba una máscara del dios Anubis y junto a él había una mesa con un cuenco de barro.

—Éste es el acusado —señaló el sacerdote que había leído previamente la sentencia.

—Me llamo Takelot, escriba de la necrópolis, Justo de Voz —señaló el condenado abriendo la boca por primera vez—. Me llamo Takelot, escriba de la necrópolis, Justo de Voz. Me llamo Takelot, es…

La bofetada que le propinó uno de los soldados le obligó a guardar silencio.

—¡Ya no tienes nombre, traidor! —gritó la máscara del dios Anubis.

Un sacerdote se aproximó a la mesa y cogió un cuenco de barro, luego agarró a Takelot del pelo y le puso el cuenco en los labios para que bebiera.

—Me llamo Takelot, escriba de la necrópolis, Justo de… —Las palabras del libio se ahogaron en el líquido. Un par de sorbos fueron suficientes—. Me llamo Takelot, escriba de la necrópolis, Justo de Voz —repitió el sentenciado en un intento desesperado por sobrevivir.

Pero fue en vano. Apenas había acabado la frase cuando abrió mucho los ojos, hizo una mueca de horror y se llevó las manos al estómago. Los dos soldados que lo sujetaban lo soltaron. Sabían que no podría dar ni un paso. Takelot cayó de rodillas sobre la grava que cubría el camino.

—Me llamo… Tak…

Comenzó a tener espasmos. Sus miembros se pusieron rígidos como tablas. Las manos agarraron con fuerza el extremo de las ataduras que le aprisionaban las muñecas. Cada vez que tiraba para intentar deshacerse de ellas, el nudo se cerraba más y más, cortándole la circulación en las manos. Echó la cabeza hacia atrás y abrió la boca para gritar. Pero el grito no llegó.

El cuerpo de Takelot quedó inerte en el suelo. Uno de los sacerdotes hizo una señal para que los soldados lo alzaran y lo llevaran al interior del Lugar de la Purificación.

Su camino hacia la nada había comenzado.