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Jueves, 14 de julio de 1881
Luxor

Los faraones emprendieron su viaje a El Cairo un día en que el calor era muy intenso.

La noticia del sensacional hallazgo se había extendido por todo el país. No había ciudad, pueblo o aldea que no supiera de la aparición de los grandes hombres que, miles de años atrás, habían levantado tan magníficos edificios de piedra; monumentos paganos que eran respetados por su majestuosidad y grandiosidad. El símbolo de unas creencias y de un poder que Egipto no había vuelto a tener.

Mohamed Abderrassul era consciente de ello. Desde cubierta, observaba con emoción a los vecinos de las aldeas ribereñas que salían a saludar a los antiguos gobernantes.

Brugsch y Mariam se sobresaltaron al oír varios disparos, pero se tranquilizaron al ver la sonrisa de Mohamed. Con los ojos humedecidos, el egipcio levantó la mano para saludar a sus paisanos. Todos sabían quién era. Mohamed Abderrassul, el hombre que había devuelto el recuerdo y la vida eterna a los antiguos reyes.

Las dos márgenes del río se llenaron de hombres, mujeres y niños que salían al encuentro del barco. Los campesinos disparaban al aire salvas en honor de la regia comitiva. Allí donde estuvieran Ramsés, Tutmosis, Seti, Ahmes-Nefertari, Henut-taui… agradecerían el gesto de tributo y respeto de los nuevos habitantes del Valle del Nilo.

Brugsch se acercó al egipcio y le puso una mano en el hombro.

—Egipto te debe mucho, Mohamed. Has obrado bien y tu propio pueblo te lo reconoce. Ahí tienes la prueba.

—Gracias, señor. Sólo queda regresar y retomar la vida tranquila que siempre habíamos tenido. Trabajar honestamente en la tierras que nuestra familia ha disfrutado desde hace generaciones, sin necesidad de remover el recuerdo de los muertos para usurpar sus joyas.

Aquellos momentos eran muy especiales para todos. El estruendo de los disparos y el griterío de los campesinos desde ambas orillas era cada vez mayor.

—Ésta es quizá la mejor prueba que puedes tener del reconocimiento a tu familia por el trabajo realizado en las últimas semanas. Por lo que me has contado, las opiniones en tu casa están muy divididas entre tu hermano Ahmed y tú. Espero de corazón que todo se calme en el futuro; no sería justo que quedara un recuerdo agrio de los Abderrassul.

—Mi hermano ha sido repudiado por la familia. Es triste tener que alejarlo de nosotros, pero me quedo plenamente satisfecho con el reconocimiento de mis vecinos —contestó el egipcio bajando la cabeza con humildad—. No se preocupe por eso, señor.

—Mohamed, quería proponerte algo. Me preguntaba si te gustaría ser el nuevo jefe de los guardas de la Montaña Tebana. Es un modesto trabajo en el Servicio de Antigüedades. Además, el gobierno quiere recompensar tu gesto entregándote quinientas libras.

El egipcio permaneció muy tieso, con las manos dentro de los bolsillos de su galabiya de color ocre. Apenas tuvo fuerzas para esbozar una sonrisa. La alegría lo desbordaba.

—Muchas gracias, señor —dijo, emocionado—. Es un honor para mí y para mi familia. Gracias, señor. Iré a comunicarles la noticia al señor Wilbour y al marqués De Rochemonteix, seguro que se alegran de conocerla.

Brugsch y Mariam se quedaron prácticamente solos; dos hombres hacían guardia en la cubierta, uno en cada extremo del barco. En las dos orillas, varios soldados recorrían las márgenes del río al galope siguiendo el trayecto del tesoro hasta el Museo de Bulaq, en El Cairo.

—Tienes que estar orgulloso del descubrimiento que has realizado —comentó Mariam tomando del brazo al egiptólogo alemán—. Se te recordará como el descubridor.

—Realmente yo no he descubierto nada —replicó Brugsch con humildad—. Han sido los Abderrassul.

—Bueno, pues dirán que fuiste el primer egiptólogo que entró en la tumba.

Sacó del bolsillo un pequeño objeto protegido por un pañuelo. Lo desenvolvió con delicadeza y sonrió al verlo una vez más.

Mariam reconoció la pieza al instante. Se trataba del ushebti de la reina Henut-taui, el primer objeto que habría adquirido en la tienda de Wardi pocos meses atrás.

—Gracias a él llegamos hasta Deir el-Bahari —dijo Brugsch—. Es increíble.

—No había vuelto a verlo desde aquel día. —Mariam lo cogió con cuidado de las manos del egiptólogo—. Realmente es un objeto muy hermoso, vale mucho más que el precio que se pueda pagar por él. Qué azul tan brillante… Pensar que tiene tres mil años y aún reluce de una manera tan espléndida… El artesano que lo hizo debió de quedar muy satisfecho con su trabajo, y más todavía la persona para quien lo fabricó. ¿Cómo se llamaba la reina?

—Henut-taui —respondió Brugsch—. Fue la esposa de Pinedjem I, un sumo sacerdote de Tebas que hizo las funciones de faraón en esta zona del país.

—Me queda mucho por aprender. —La joven sonrió con cierta pena—. Por mis manos han pasado muchas piezas, pero no exagero si digo que no he entendido absolutamente nada de lo que ponía en ellas.

—Junto a la entrada de la tumba estaba su ataúd de madera y varias cajas de ushebtis. Por eso fueron los primeros en salir al mercado.

Brugsch envolvió de nuevo el ushebti y se lo metió en el bolsillo del pantalón. Luego se apoyó en la barandilla del barco y observó a los campesinos que seguían sumándose por decenas a la sagrada procesión de los faraones. Vestía su traje con chaleco y su inseparable tarbush. El aire corría con fuerza por la cubierta. La bandera verde de Egipto, con la media luna y las tres estrellas de la monarquía de Mohamed Ali, ondeaba al viento dando quizá más solemnidad a aquella especie de funeral de Estado.

—¿En qué piensas, Émile?

—Pensaba en el rostro de las momias y de los enormes ataúdes. Es una especie de sueño.

—Y aún queda lo mejor. Son casi medio centenar de momias, y muchas de ellas no os han enseñado su rostro todavía. Seguro que es emocionante…

—Seguro, pero hay algo que no olvidaré jamás…

Brugsch se acercó más a la joven y la tomó de la mano. Por primera vez desde que se conocían ella le veía con los ojos vidriosos.

—No puedo describir lo que sentí al ver a aquellos reyes. Ahmed Kamal estaba igual de bloqueado que yo. Apenas reaccionábamos cuando íbamos leyendo de tapa en tapa el nombre de esos grandes faraones. Y, como dices, aún queda lo mejor. Contemplar directamente sus rostros cuando estudiemos sus cuerpos en el museo.

—Debes de sentirte muy orgulloso… —dijo ella con afecto—. Lástima de las prisas y de las circunstancias en que se ha dado el hallazgo. Pero has actuado de la mejor manera posible; estaban en peligro todos esos tesoros y nuestra vida.

—Ahora todo ha acabado —señaló el alemán con alivio—. Antoun Wardi ha sido detenido, tendrá que responder a muchas preguntas. Se le acusará de tráfico ilegal y no volverá a vender antigüedades. Las leyes no permiten nada más, pero le servirá de escarmiento.

—¿Y qué pasará con el vicecónsul? ¿Irá a prisión? Tengo entendido que está detrás de varias muertes.

—No lo creo. Su caso es más complejo —respondió Brugsch meneando la cabeza—. Cuenta con inmunidad diplomática. Sus contactos le ayudarán a descargar sus culpas sobre otras personas, quizá Wardi pague por sus errores.

—Bueno, ése ahora no es tu problema —añadió ella acariciándole la mano—. Las corruptas autoridades de Egipto sabrán qué hacer para contentar a todas las partes.

Brugsch pensó que Mariam tenía razón; aquellos problemas burocráticos o administrativos ya no le incumbían. Aferró con fuerza la mano de la joven en señal de agradecimiento por sus reconfortantes palabras. Ahora sólo debía pensar en el sensacional descubrimiento y en la importancia del trabajo que quedaba por hacer. El corazón le dio un vuelco. No sentía vértigo por la trascendencia que tenía el hecho de poner rostro a los reyes que habían dado vida a la historia más dorada del Egipto faraónico, pero sí mucha emoción; la misma que le embargaba cada vez que le venían a la cabeza los primeros ataúdes y momias que vio en el escondite real.

La muchacha egipcia se percató enseguida de esa intensa emoción. Alzó una mano y le limpió una lágrima que se deslizaba por su mejilla.

Brugsch no se sintió incómodo al compartir sus lágrimas con Mariam. Pensó que había llegado el momento de destapar todos los sentimientos y emociones vividos de manera tan intensa en las últimas semanas.

—Tengo muy vivo en la memoria el recuerdo de cuando mis ojos se acostumbraron a la luz de las antorchas la primera vez que bajamos a la tumba —dijo Brugsch como si estuviera relatando sus vivencias a un cronista de la historia—. Había una comunión muy clara con aquellos objetos. Es el legado del antiguo Egipto que a veces trasciende nuestro corazón y nos hace partícipes de su propia historia. Recuerdo que los revestimientos dorados y la superficie pulida irradiaban de una forma tan clara mi emocionado reflejo que parecía que estaba observando el rostro de mis propios antepasados.

Mariam observaba el paisaje del Nilo mientras le escuchaba. Todo aquello parecía un teatro gigantesco en el que el destino había jugado sus bazas para que ella fuera uno de los protagonistas. Sabía que prácticamente nada de aquel maravilloso decorado había cambiado en los últimos miles de años. Lo que ellos veían desde la cubierta era el mismo paisaje que observaron en su día los faraones que les acompañaban en la misma embarcación.

—Has logrado culminar la meta que esos antiguos reyes buscaron con ahínco hace miles de años.

—Ellos perseguían la eternidad —la corrigió Brugsch.

—En efecto, la eternidad. Pero no creo que fuera una eternidad de lujos y ostentaciones. Realmente no hay muchos objetos preciosos en esa tumba de Deir el-Bahari. Buscaban que su recuerdo perdurara en las generaciones futuras; en las gentes que habitaban su reino, Egipto. Y eso se lo acabas de dar tú. Has cumplido su sueño, Émile: el sueño de los faraones…