Jueves, 7 de julio de 1881
Luxor
Aún faltaba casi una hora para que amaneciera. El bochorno de la madrugada era intenso. Conseguir conciliar el sueño en esas circunstancias era harto difícil. Junto a la cocina del Nimro Hedashar, Mariam y Mohamed Abderrassul disfrutaban por primera vez de un desayuno europeo. No había nadie más en la habitación. Acostumbrados al tradicional desayuno egipcio, con pan, alubias y quizá un poco de queso, les sorprendía empezar el día con té, leche, huevos y bollos. Ninguno de los dos había podido dormir mucho, y lo mismo podía decirse de los miembros del Servicio de Antigüedades. Las emociones de los últimos días tampoco ayudaban al descanso.
—Siento lo que le ocurrió en la tienda de Wardi —dijo Mohamed con cierta vergüenza—. El señor Brugsch me lo comentó. Fue lamentable.
—Acepto tus disculpas, Mohamed —respondió ella con cierto recelo—. Pero entiende que aún generes desconfianza entre algunos miembros del equipo de los efendis.
—Mis disculpas son sinceras, señorita. Con ello quiero decirle que entre los miembros de mi familia y los habitantes de Seikh Abd el-Gurna también hay personas buenas.
—Estoy segura. Pero has estado participando en el mercado negro a sabiendas de que había personas que estaban perdiendo la vida para que tu familia se viera protegida.
Las palabras de Mariam fueron un duro golpe. Los árabes no estaban acostumbrados a que una mujer, y menos aún cristiana, les recriminara sus actos. Mohamed empezó a sentirse incómodo con aquella conversación.
—Lo de la tienda tenía que suceder tarde o temprano —continuó la joven—. Quien juega con fuego se acaba quemando. El comercio con piezas robadas es peligroso.
—Es un reclamo para la avaricia de los hombres —añadió él en tono conciliador—. El Corán dice que hay que trabajar honradamente y evitar la tentación de conseguir favores del esfuerzo ajeno.
—Es dinero fácil —dijo Mariam hincándole el diente a un cruasán de mantequilla—. Hay gente que prefiere complicarse la existencia. Yo sabía cuál era el origen del dinero de Wardi y las razones de su éxito entre los extranjeros. Podría haberlo denunciado o al menos haber dejado de trabajar ahí. ¿Lo hice? No, y tampoco me siento culpable por ello. Me limitaba a hacer mi trabajo.
—Pero estábamos traficando con los muertos —dijo Mohamed muy serio; todavía sentía remordimientos—. Eso es horrible… Los faraones no son nuestros antepasados directos, de acuerdo, pero convivimos en el mismo lugar y eso, de alguna forma, nos hace hermanos.
Mariam se dijo que pocas veces había visto a un egipcio que pensara de aquella manera. Por lo demás, lo único que Mohamed había pedido era que su familia se viera libre de cualquier problema o represalia por parte de las autoridades arqueológicas. Sabía que la administración egipcia no les iba a acusar de nada. La corrupción se encargaba de ello. Pero a él le preocupaba su familia.
—Buenos días.
La voz de Émile Brugsch desde la puerta les devolvió a la realidad. Le acompañaban Ahmed Kamal, Wilbour y De Rochemonteix.
—¿Habéis conseguido descansar? —preguntó el alemán—. Hoy tenemos mucho que hacer.
—Tú no parece que hayas dormido mucho… —dijo la joven mirándolo de arriba abajo.
Brugsch llevaba la misma ropa que el día anterior. Y lo mismo podía decirse de Kamal. Los dos se habían pasado casi toda la noche planeando cómo abordar la ingente tarea de vaciar la tumba. Después del anochecer, habían regresado al Nimro Hedashar para descansar, pero la emoción tras el descubrimiento lo había hecho imposible. Sus pensamientos iban y venían entre la duda de si el lugar permanecería a salvo y el valor de lo descubierto. Habían dejado la tumba vigilada por una docena de guardas repartidos por el circo que se abría frente a la tumba y en los accesos y los riscos de la Montaña Tebana. Por otra parte, Brugsch no podía quitarse de la cabeza el rostro pintado en los ataúdes de Ramsés II el Grande y de su padre Seti I…, el esplendor de ese oro sin brillo pero de un valor incalculable para la historia.
—Hoy comenzaremos a sacar los ataúdes y las momias —dijo Kamal mientras se servía una taza de té y ofrecía a sus compañeros—. Nos espera un día duro.
—El primero de muchos… —vaticinó Brugsch. Lanzó un enorme bostezo y se tapó el rostro con las manos—. Confío en que nuestro agotamiento no se convierta en un arma de los asaltantes. El jefe de la guardia acaba de confirmarme que la noche ha estado tranquila en la Montaña de las Momias, no ha habido ningún problema. Espero que la cosa siga así.
—Es justo que todo este legado esté seguro en El Cairo —dijo Mohamed—. De seguir aquí, mi familia o mis vecinos lo saquearán y traficarán con él. Debemos respetar y glorificar a nuestros antepasados.
Brugsch miró con sorpresa al hermano pequeño de los Abderrassul. Si su gesto era sincero, y parecía serlo, era la primera vez que escuchaba a un campesino egipcio, los célebres fellahin, hablar en ese tono de los antepasados de su país.
—Ayer no tuve tiempo de darte las gracias, Mohamed. He de reconocer que en algún momento desconfié de tu relato y de que realmente nos llevaras a la tumba, pero piensa que el día anterior habíamos sufrido un grave percance en la tienda de Antoun Wardi.
—Ya le he pedido disculpas a la señorita Mariam en nombre de mi familia. Siento realmente lo ocurrido.
—¿No temes las posibles represalias por parte de los tuyos? —preguntó Ahmed Kamal, que conocía muy bien a sus compatriotas.
—Somos muchos hermanos. No todos están del lado de Ahmed. Mi madre, Fendia, está conmigo. Otros hermanos también. Saben que a la larga el tráfico de antigüedades acarrea muchos problemas. No están de acuerdo con las leyes, pero las respetan.
—Dentro de unos días tal vez te tengan envidia —dijo Brugsch con una sonrisa.
—No hay razón para ello. No obtengo beneficio alguno de todo esto. Al contrario, deberé trabajar duro para sacar a mi familia adelante.
—De momento estás haciendo todo lo posible para evitar la prisión —señaló Brugsch con el dedo en alto—. No es poco. Ya sabes cómo son las prisiones aquí. Se lo puedes preguntar a tu hermano. Hablaremos de eso más tarde. Ahora debemos partir lo antes posible a Deir el-Bahari. El sol comienza a despuntar y no tardará en hacer mucho calor. He traído una lista de cosas que me gustaría comentaros antes de ir a la orilla oeste.
—Nosotros estamos ansiosos por ver la tumba —dijo Wilbour con su conocida sonrisa bonachona.
—Por lo que habéis contado, sería más correcto hablar de un escondite —corrigió De Rochemonteix—. En cualquier caso, tecnicismos aparte, se trata de un descubrimiento sensacional.
Brugsch extendió algunos papeles por la mesa, para compartirlos con sus compañeros, entre ellos el dibujo de la tumba con las medidas aproximadas. Kamal y él habían estado reconstruyendo, de memoria, la posición de algunos ataúdes, sus tamaños y la longitud de las cámaras. Después de pasar dos horas en el interior de aquel misterioso escondite, habían tomado conciencia del trabajo que les esperaba en las próximas jornadas. Un esfuerzo titánico que exigía presteza y que no permitía el más mínimo error.
—Me han informado de que se han conseguido reclutar trescientos hombres de confianza —señaló Brugsch—. Han sido escogidos entre los fellahin afines a las excavaciones y los trabajos del Servicio de Antigüedades.
—Resultará imposible controlarlos a todos… —intervino De Rochemonteix.
Una vez conocida la ubicación del secreto de la familia Abderrassul, incluso sus enemigos estarían al acecho para buscar la oportunidad de hacerse con algo.
—No queda otra solución que confiar en su honestidad —añadió Wilbour—. Hay que actuar ya.
La tarde anterior habían comprado en el bazar de la ciudad telas, cuerdas, cestos de mimbre, cajas de madera y todo tipo de enseres necesarios para el traslado.
—El material ya está de camino a la Montaña Tebana —dijo Ahmed Kamal—. Si nos unimos al último tramo del convoy, podremos empezar a trabajar a primera hora de la mañana.
—Todo debe seguir un protocolo muy estricto —advirtió Brugsch—. La evacuación debe ser rápida pero ordenada. Aunque hasta que no estemos allí y empecemos a mover los ataúdes, no podemos saber qué problemas se nos irán presentando sobre la marcha.
Con estas palabras, el director en funciones del Servicio de Antigüedades recogió los papeles, los guardó en una carpeta y se levantó. Todos hicieron lo propio y abandonaron la cocina para recoger sus cosas en sus respectivos camarotes.
Al llegar al pasillo de las habitaciones, Mariam retuvo a Brugsch por el brazo. Mohamed y Ahmed Kamal se habían metido ya en sus camarotes y no había nadie más en el corredor.
—Émile, quería agradecerte lo que hiciste en la tienda. Te debo la vida.
—Vaya, hoy es el día de los agradecimientos —respondió Brugsch con rubor—. No tienes por qué darme las gracias. Cualquiera habría hecho lo mismo, aunque la verdad es que…
Brugsch guardó silencio durante unos segundos.
—¿Qué? —preguntó la joven.
—Tuve miedo por ti. Al oír los ruidos, pensé que te podría haber ocurrido algo… y eso no me lo hubiera perdonado nunca.
—Gracias, Émile, es lo que necesitaba escuchar…
Mariam se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Cuando Brugsch pudo reaccionar, la joven ya se había metido en su camarote. Aturdido, se sintió embargado por un revuelo de emociones. Sonrió, nervioso. Parecía demasiado para solamente dos días…
Se metió en su cuarto y fue al baño para refrescarse el rostro con agua. Se cambió de camisa y preparó algunos papeles que necesitaba para comenzar el trabajo. A los pocos minutos oyó los pasos de sus compañeros en el pasillo.
—Émile, te esperamos abajo —dijo Ahmed Kamal golpeando la puerta con los nudillos.
—Voy en un minuto.
El alemán salió todo lo pronto que pudo. Fuera del Nimro Hedashar les esperaba el jefe de la guardia con un carro que los llevaría hasta el transbordador.
Durante el trayecto fue hablando con su secretario sobre cuáles eran los objetivos principales de ese primer día. De vez en cuando cruzó alguna mirada con Mariam, pero no hubo oportunidad de nada más.
En la planicie de El-Asasif, frente al templo de la reina Hatshepsut, dominaba cierta agitación. Era evidente que todo el mundo en Gurna sabía ya lo que estaba sucediendo. Algunos lanzaron improperios al paso del coche de caballos de los efendis, pero la mayoría, varios cientos, permanecían en silencio a la espera de que los llamaran para trabajar, tal y como habían acordado el día anterior.
Los dos egiptólogos y Mohamed Abderrassul fueron directos a donde estaba el agujero de la tumba y Wilbour y De Rochemonteix los siguieron. Mariam los esperó en la planicie sin dejar de pensar en que ése era el lugar de donde habían salido todas las antigüedades que Anton Wardi había vendido durante años. Como el día anterior, el rostro de la diosa Hathor los saludaba desde lo alto de la pared que se erigía junto a la entrada de la tumba. No era el único lugar que los antiguos egipcios habían sacralizado porque una parte de la montaña tenía una forma similar a algo que ellos consideraban sagrado. El ejemplo más conocido era el pico de Gurna, una pirámide natural que daba fuerza y magia a toda la necrópolis que se abría a sus pies. En Sudán, el perfil rocoso de la montaña de Gebel Barkal recreaba una serpiente que portaba una corona del Alto y del Bajo Egipto; a sus pies, Tutmosis III levantó un templo. Asimismo, en el valle occidental al Valle de los Reyes podía verse un Halcón Horus grabado de manera natural en la roca de un acantilado. Y ahora esta imagen de la diosa Hathor, como si protegiera la entrada a la Montaña de las Momias. Los dos arqueólogos tenían una sensación extraña. Se sentían muy familiarizados con el lugar aunque solamente hubieran estado allí una vez.
Al llegar, Brugsch dio órdenes estrictas a los capataces, conocidos como reis, de cada grupo para que se colocaran en su punto exacto. Ahmed Kamal dirigiría la operación en el exterior de la tumba, mientras que él estaría dentro de la montaña dando salida a los ataúdes y a los objetos menudos.
El descenso a la gruta fue más rápido en esta ocasión. Tardaron varias horas en sacar los escombros del túnel que llevaba a la primera galería. Apenas tuvieron tiempo de buscar el material arqueológico de valor que pudiera haber entre las piedras.
Una vez limpio de escombros, colocaron los ataúdes en posición para poder moverlos y sacarlos de allí. Habían colgado una polea para subirlos en vertical y que no se golpearan con las paredes del pozo. El de Henut-taui fue el primero en abandonar la Montaña de las Momias. Le siguió el de Nebseni y luego el de Seti I. Las cajas de ushebtis iban en el interior de cestas de mimbre. En la medida de lo posible se contaba cuántos había en cada una de ellas, pero Brugsch sabía que era imposible hacer más: los había a miles, esparcidos por todas partes. Era consciente de que seguramente en el trayecto algún ushebti acabaría en los bolsillos de los fellahin. Pero era el precio mínimo que había que pagar por un trabajo rápido. Tampoco tuvo tiempo de hacerse con el material apropiado para tomar buenas fotografías de cómo estaban los objetos in situ. Sin apenas luz, las fotografías que realizó poco valían. Esbozó algunos dibujos y anotó en su cuaderno la posición de los ataúdes más importantes.
Durante el tiempo en que la tumba recibió las visitas de los Abderrassul, muchas cajas fueron desmanteladas y su contenido dispersado sin sentido por todas partes. Algunos ataúdes tenían la tapa abierta y dejaban a la vista la momia que tenían en su interior, con las vendas rotas y, algunas, con un enorme agujero en la zona del pecho por el que se le había extraído el escarabajo real.
Antes de que salieran de la tumba, Brugsch tomaba nota de los nombres escritos en la tapa. Sabía, por lo que había visto el día anterior, que algunas momias estaban guardadas en cajas que no les correspondían, pero de momento lo más importante era conocer el número exacto de ataúdes para tener una idea del conjunto arqueológico.
Había muchas piezas pequeñas. Algunos reyes tenían parte de su ajuar en la tumba pero en cambio sus ataúdes no aparecían por ningún sitio. Ése era el caso de la reina Hatshepsut. Junto a la entrada de la primera galería se descubrió una caja empleada, al parecer, en su funeral —llevaba su nombre perfectamente grabado—, pero no encontraron nada más relacionado con esta reina de la XVIII Dinastía cuyo templo funerario se encontraba a pocos metros de donde estaban.
Como una regia marcha fúnebre, los ataúdes fueron saliendo del agujero y descendiendo por la ladera de la montaña hasta la explanada que se abría en el circo natural, junto a Deir el-Bahari. Una vez allí, iban siendo depositados sobre la hirviente arena del desierto en una especie de funeral de Estado.
El volumen de objetos era tal, que resultaba imposible sacarlo todo en un día. Contaban con trescientos hombres, pero no querían precipitar las cosas y que más de un ataúd acabara roto.
Al llegar la hora del mediodía, el calor se intensificó en la Montaña de las Momias. El egiptólogo alemán sabía que debía parar los trabajos de extracción hasta el día siguiente. Continuó una hora más con los objetos livianos, pero a las dos de la tarde el sol era insufrible al pie de la loma. Habían conseguido sacar poco más de una tercera parte. Brugsch sospechaba que tardarían como mínimo otro día en sacar el resto. Eran demasiados y muy voluminosos, y ya estaban sacrificando mucho al no seguir un sistema de catalogación riguroso como deberían haber hecho. Los obreros estaban exhaustos. Aquellas temperaturas eran extremas incluso para ellos.
El director en funciones del Servicio de Antigüedades decidió detener los trabajos de extracción y contabilizar lo que habían sacado hasta ese momento. Caminaba entre los ataúdes, cubiertos por una lona y colocados sobre andas para que los fellahin pudieran transportarlos más cómodamente. Algunos eran ligeros y bastaban dos hombres para llevarlos, pero otros requirieron la intervención de un puñado de los hombres más fuertes. Fue el caso del ataúd de la reina Ahmose-Nefertari, con sus casi cuatro metros de largo. Para moverlo fue necesario un equipo de seis árabes. Extraerlo de la cámara central y hacerlo girar por las escaleras, el pasillo principal y luego el pozo de salida retrasó varias horas el duro trabajo bajo la atenta mirada del alemán. Cuando los arqueólogos lo observaron a la luz del sol descubrieron que no tenía ni las incrustaciones de piedras semipreciosas ni las láminas de oro. Todo había sido robado ya en la Antigüedad. Sin embargo, su aspecto era magnífico. El ataúd de Ahmose-Nefertari, hija del heroico Sekenenra-Tao, líder de la expulsión de los hicsos y de la formación del Imperio Nuevo egipcio, esposa de Amosis I y madre de Amenofis I, era tan grande que los antiguos sacerdotes habían colocado en su interior otro ataúd. Junto a la momia de la reina, completamente saqueada por los ladrones de tumbas y a la que la mano derecha le había sido amputada seguramente para tomar las pulseras de oro que llevara, estaba el ataúd del faraón Ramsés III, y dentro, su momia.
Mariam ayudaba con lo que podía. No era ninguna especialista, pero sabía que a las antigüedades había que tratarlas con suma delicadeza. Brugsch la observaba con orgullo. Trabajaba con seriedad y precisión, pero en su rostro se reflejaba la sorpresa y la emoción de encontrarse en un lugar tan insólito.
Era maravilloso ver aquel impresionante conjunto colocado en hileras sobre la arena de la Montaña Tebana. Los árabes pronto se dieron cuenta del valor del hallazgo. Más allá de lo que todos aquellos tesoros pudieran valer en el mercado negro de antigüedades, sabían que esos cuerpos que reposaban en el suelo pertenecían a los reyes que dieron gloria a su país hacía más de treinta siglos. Quizá no eran conscientes de la cantidad de años que habían transcurrido desde entonces. O incluso puede que se vieran incapacitados de colocar en una línea de tiempo a esos faraones. Pero sabían que aquellos hombres y mujeres habían sido muy poderosos, tanto, que fueron capaces de levantar los enormes edificios que tenían junto a sus casas. Templos de millones de años que habían permanecido intactos, dándoles un recuerdo del que solamente los grandes hombres de la historia pueden gozar.
Brugsch, Ahmed Kamal, Wilbour y De Rochemonteix apenas podían hablar. Estaban desconcertados por la importancia de aquel momento. Todos sabían que estaban viviendo un momento clave en la historia de la arqueología.
—Gaston Maspero ya conoce la magnitud del hallazgo —señaló Wilbour sin esconder la emoción que le embargaba arrodillado frente al ataúd de madera de Ramsés II—. Parece un sueño hecho realidad. Nunca pensé que podríamos ver el rostro de los grandes reyes de Egipto.
Brugsch sonrió por primera vez en muchas horas.
—Realmente parece un viaje en el tiempo…
—Todavía no somos conscientes de su valor —dijo el marqués De Rochemonteix, que compartía la misma emoción que sus compañeros—. Nos quedan muchos años de trabajo en el museo para abrir estas momias e intentar identificar quién es quién. Los textos nos ayudarán.
Brugsch miró de soslayo a Mariam. Quería compartir con ella ese momento tan especial. La joven le devolvió la sonrisa, se sentía feliz de estar junto a él en aquella hazaña tan magnífica.
—No nos retrasemos —dijo de pronto el alemán—. Hay que llevar todo esto a Luxor antes de que caiga la noche.
Había mandado cerrar la tumba con lascas de piedra y había dejado a sus mejores hombres de guardia, como en la noche anterior.
Los miembros del Servicio de Antigüedades no rechistaron la decisión del director. Estaban agotados, más si cabe que los propios egipcios debido al trabajo, el calor y, por encima de todo, la emoción. Apenas habían podido conciliar el sueño por la noche, pero no les importaba realizar un último esfuerzo para llegar cuanto antes al Nimro Hedashar.
Los hombres que habían trabajado desde las primeras horas del día recibieron su paga de la mano de Ahmed Kamal. El resto, más de cien fellahin, comenzaría su jornada en ese momento.
La comitiva dejó la planicie de El-Asasif, frente al templo de la reina Hatshepsut en Deir el-Bahari. Con los ataúdes de los reyes a hombros comenzó su lento avance hacia la orilla del Nilo. Eran más de cuatro kilómetros atravesando campos de cultivo; el camino era largo pero no contaba con los contratiempos de ningún pozo, rocas o la bajada de una ladera con pendiente peligrosa.
Ahmed Kamal y Émile Brugsch acompañaban a la comitiva montados a caballo. A cada lado de los porteadores, también a lomos de un animal, iba un guarda armado hasta los dientes. Vestían su habitual chaqueta blanca, pantalón y botas negros, y tarbush rojo. El resto de los hombres del Servicio de Antigüedades, Mohamed y Mariam viajaban en un coche de caballos con el que iban abriendo paso a la extraña procesión.
Era un desfile solemne. La expectación que había creado la noticia hizo salir a los agricultores y ganaderos de sus casas para contemplar aquel singular espectáculo. Brugsch, receloso al principio, se dio cuenta de que no había el más mínimo ápice de resentimiento en ninguno de los rostros que vio a lo largo de varios kilómetros. Al contrario, todos admiraban con reverencia los restos mortales de los que iban dentro de aquellos fastuosos ataúdes. No era miedo a los muertos. No tenía nada que ver con su religión. Era respeto a los antiguos reyes de Egipto.
El camino resultó más corto de lo esperado. En poco más de dos horas los fellahin atravesaron los campos de cultivo con el peso sobre sus hombros. Allí les esperaba un transbordador, donde deberían depositar los ataúdes. Brugsch ordenó que se hicieran los viajes que fueran necesarios de una orilla a la otra. No quería correr riesgos. No habría sido la primera vez que debido al exceso de peso en una embarcación todas las antigüedades acababan en el fondo del río, perdidas para siempre. Las antigüedades de la tumba de Deir el-Bahari eran algo más que simples tesoros de aspecto hermoso.
Al llegar al Nimro Hedashar con los últimos rayos del sol, los arqueólogos subieron directamente a sus camarotes para asearse, cambiarse y bajar a cenar.
Brugsch entró con rostro preocupado en el pequeño salón. Todos lo achacaron al cansancio acumulado de los últimos días. Todos menos Mariam.
—Émile, ¿te encuentras bien?
El alemán tomó asiento a su lado y empezaron a servirles la cena.
—He recibido un telegrama del Museo de Bulaq comunicándome que el barco para transportar las momias llegará el 14 de julio, el jueves de la próxima semana.
—Eso es mucho tiempo… —señaló De Rochemonteix compartiendo la preocupación del director en funciones—. Aún faltan siete días. ¿Qué vamos a hacer tanto tiempo con los ataúdes en Luxor? ¿No pueden venir antes o usar un barco que no esté en El Cairo, tan lejos?
—El problema es que tienen que prepararlo mínimamente —respondió Brugsch—. Yo indiqué el volumen de objetos y sarcófagos después de hacer un recuento somero tras nuestra primera visita de ayer.
—Entonces tenemos tiempo de hacer las cosas con detenimiento —apuntó Wilbour—. Quizá nos estamos precipitando un poco sacando los ataúdes a toda prisa.
—Al contrario, mañana sin falta debemos haber terminado.
Wilbour, Kamal y De Rochemonteix se miraron sorprendidos.
—El barco no llegará hasta dentro de siete días, Émile —replicó Wilbour—. Yo opino que incluso deberíamos dejarlos en la tumba, cerrarla con arena o un muro y vigilar la entrada con un buen equipo de hombres. El día 9 o 10 podríamos sacar los últimos ataúdes. Sería lo más seguro. Aquí, en Luxor, cualquiera podría realizar un robo por sorpresa; todos saben dónde están y quién los custodia.
—Ahí dentro aún quedan más de la mitad de los ataúdes —le recordó Ahmed Kamal—. Apenas hemos sacado una docena y hay más de cuarenta, aparte de los miles de objetos pequeños. Si nos centramos en los ushebtis, ¡debe de haber entre tres mil y cinco mil!
—El problema ahora no está en los habitantes de la Montaña Tebana. Ya habéis visto que se han comportado con todo respeto ante la procesión fúnebre. A mí me ha sobrecogido. Lo que me preocupa son los ababdehs, la tribu del desierto.
Mohamed Abderrassul levantó la mirada con el rostro tenso.
—Al parecer —continuó Brugsch al tiempo que rebañaba su plato con un trozo de pan de pita—, algún jefe de los barrios aledaños al templo de Karnak se ha tomado la molestia de llamarlos para que vengan a saquear los ataúdes cuando caiga la noche.
—Los ababdehs son muy peligrosos, señor —intervino Mohamed—. Se autodefinen como «Los hijos de los djinns», los espíritus. Tienen que extraer todo de la montaña cuanto antes, mañana al mediodía no debe quedar nada allí. Esa gente no tiene ley. Son guías de caravanas en el desierto pero también asaltantes muy violentos.
—¿Cómo te has enterado? —preguntó Mariam, curiosa, dirigiéndose a Brugsch—. ¿Es posible que la noticia haya llegado a El Cairo antes que a nosotros?
—Junto al telegrama había una nota del padre Joaquim, de un monasterio copto del Luxor oriental, junto a Naqada. Estaba en la ciudad, oyó hablar de lo que estaba sucediendo en la Montaña Tebana y le llegó el rumor del aviso que se iba a hacer a los ababdehs. Debemos actuar a toda prisa. Mañana, antes de que anochezca todo tiene que estar a buen recaudo y bien vigilado.
Al día siguiente la tensión era palpable en el embarcadero de la orilla oeste. Habían conseguido dormir de puro agotamiento, pero antes de que el sol anunciara su salida por el horizonte del templo de Karnak, en el Nimro Hedashar todos estaban ya en el salón dispuestos a adelantar el desayuno y comenzar cuanto antes el trabajo.
En el circo donde se encontraba la Montaña de las Momias, los obreros esperaban nerviosos el comienzo de la nueva jornada. Los rumores sobre la llegada de los ababdehs se habían extendido como la pólvora entre los habitantes de Seikh Abd el-Gurna. Muchos de ellos, temerosos de la fiereza de esta tribu, habían preferido resguardarse en casa y dejar pasar el día en otras faenas. Brugsch tuvo que convencerlos para que aguantaran toda la jornada. Lo más difícil ya estaba hecho. Sólo quedaba sacar poco menos que una treintena de ataúdes y los objetos restantes que quedaran en la estrecha galería.
Ahmed Kamal conocía a sus compatriotas mejor que nadie. Sabía que pronto la imaginación empezaría a desbordarse de forma incontrolada. Y así fue. Apenas veinticuatro horas después de que el primer ataúd de madera de cedro saliera a la luz, la leyenda sobre los tesoros descubiertos en la Montaña de las Momias rozaba la magia de los antiguos poemas épicos de la literatura faraónica. La madera de cedro se había convertido en oro puro y sus incrustaciones de pasta vítrea eran esmeraldas y rubíes. Se hablaba de cajas llenas hasta el borde de monedas de oro, de collares formados por diamantes engarzados y de ricos amuletos fabricados con materiales nunca antes vistos en la tierra de Egipto. Daba igual que nada de todo eso fuera propio de la época faraónica. Esos materiales eran los más valiosos, y los antiguos reyes no podían emplear otros de menor valor.
El nerviosismo era patente en el rostro de los fellahin y de los hombres del Servicio de Antigüedades. Mohamed Abderrassul también estaba inquieto. En cierto modo, se sentía culpable de cómo estaban sucediéndose los hechos. Habría preferido que todo hubiera sido más sencillo. Animó a sus compañeros de Gurna a trabajar duro para ganarse un buen salario y llevar todo a un lugar seguro de Luxor antes de que los ababdehs pudieran hacer nada.
La experiencia del día anterior ayudó a que las tareas resultaran más fáciles y rápidas aquella mañana. Pronto el calor convirtió el circo rocoso de Deir el-Bahari en una caldera. No había tiempo para el desaliento. El refrigerio a las once de la mañana se repartió en dos turnos para que el trabajo no se detuviera ni un instante. Brugsch y sus compañeros ni siquiera se acercaron a comer nada. Aquel gesto animó aún más a los fellahin para continuar con el trabajo.
Antes de que el reloj marcara las doce del mediodía, los últimos ataúdes ya estaban dispuestos para protagonizar una nueva comitiva fúnebre hasta el embarcadero.
Por última vez, Brugsch descendió los catorce metros que llevaban al interior de la montaña.
—Aquí ya no queda nada. —La voz de Ahmed Kamal resonó con fuerza en las paredes de la gruta—. Hemos conseguido sacar todos los ataúdes.
—En total hay cuarenta momias y cuarenta ataúdes —añadió el alemán—. Y varios miles de objetos.
Se agachó. Entre los escombros descubrió los pies de un ushebti. No había tiempo para más. Prefirió dejarlo allí mismo. Caminó junto a su secretario hasta el final de la última galería. La habitación parecía ahora mucho más amplia sin los ataúdes apoyados en las paredes o sobre las repisas improvisadas que los antiguos canteros habían excavado en la roca.
Brugsch acarició por última vez la piedra sobre la que se habían apoyado durante siglos los féretros de la familia de Pinedjem II, cuyos miembros ocupaban la habitación más profunda de la tumba.
—Debemos irnos, Émile.
—Tienes razón. Vámonos.
Casi a la carrera, los dos egiptólogos recorrieron el centenar de metros que los separaba de la superficie. Al pie del pozo los esperaba Mohamed Abderrassul, convertido ya en el reis más importante de los obreros.
—Todo el mundo está preparado para partir hacia el río —señaló el egipcio, animando a los efendis a evacuar la tumba cuanto antes.
Con ayuda de los hombres que permanecían en el exterior, Ahmed y Mohamed subieron los primeros. Antes de abandonar el corazón de la montaña, Brugsch apagó la antorcha, la dejó en el suelo y echó la última mirada a la densa negrura que se abría al final del pasillo. Se aferró a la cuerda, se la ató a la cintura y comenzó la ascensión hacia la cegadora luz del día.
Como si realmente hubieran visto a los afrit en el interior de la montaña, echaron a correr por el sendero que descendía a la explanada del circo rocoso. Al verlos llegar, los fellahin abandonaron la sombra de la montaña y se aproximaron a los ataúdes cargados en las andas, a la espera de la orden de salida.
Ésta no tardó en llegar. Brugsch se montó en su caballo y, al tiempo que azuzaba al animal, hizo un ademán con el brazo para que le siguieran. Como el día anterior, la procesión fúnebre iba fuertemente escoltada por la guardia. Avisados de los problemas que podrían presentarse, en esta ocasión llevaban los rifles desenfundados. El jefe de la guardia, pistola en mano, galopaba entre los espectadores buscando sospechosos. El silencio era absoluto.
Con los primeros rayos del atardecer, cuando empezaban a cruzar los campos de cultivo, se levantó una brisa suave cuyo sonido acalló los pasos de los obreros sobre la arena apisonada del camino. Todo estaba en calma.
Cada hombre sabía qué hacer, dónde colocar su cargamento y cómo moverse por la orilla del río sin estorbar el trabajo de sus compañeros. Como si fueran los participantes de un antiguo y extraño ritual de danza en honor de un rey, antes de que el sol comenzara a descender dando la espalda a la Montaña Tebana, todo el trabajo había acabado.
El transbordador abandonó la orilla de los muertos en dirección a la de los vivos. Los reyes, las reinas y los príncipes del antiguo Egipto hacían el camino inverso: desandaban el sagrado trayecto que habían empezado hacía más de tres mil años.
Por fin llegaron al Nimro Hedashar. La amenaza de los ababdehs se había volatilizado en el aire. Los ataúdes parecían estar seguros. Pero nadie respiraría tranquilo hasta ver llegar al barco de El Cairo en el que debían ser transportados los tesoros de la Montaña de las Momias.